XI - Los cohetes de hidrógeno
Kingsley fue despertado de su sueño unas tres horas más tarde.
—Siento levantarlo, Chris, pero ha ocurrido algo importante —dijo Harry Leicester.
Cuando se convenció de que Kingsley estaba bastante alerta siguió:
—Hay una llamada de Londres para Parkinson.
—Por cierto que ellos no están desperdiciando el tiempo.
—No podemos dejarle que atienda, ¿no? Sería correr demasiado riesgo.
Kingsley permaneció silencioso unos minutos. Luego, evidentemente tomando una decisión:
—Creo que deberemos correr el riesgo, Harry, pero estaremos con él cuando atienda.
En realidad nos aseguraremos de que no deje escapar nada. La cuestión es ésta. Aunque no tengo ninguna duda que el largo brazo de Washington puede extenderse hasta Nortonstowe, no puedo creer que nuestro gobierno vea con agrado que se le diga lo que tiene que hacer en su propio territorio. Por lo tanto comenzamos con la ventaja de alguna simpatía de nuestro propio pueblo. Si no permitimos que Parkinson conteste esa llamada perdemos directamente esa ventaja. Vamos a verlo.
Cuando hubieron despertado a Parkinson y le avisaron de la llamada que había para él, Kingsley dijo:
—Vea, Parkinson, voy a hablar claro. Según nosotros mismos hasta ahora hemos jugado correctamente en todo esto. Es cierto que pusimos una serie de condiciones cuando vinimos aquí, e insistimos en que esas condiciones fueran respetadas. Pero en respuesta de eso hemos dado a los suyos la mejor información que disponíamos. Es cierto que no siempre hemos estado acertados, pero la razón de nuestros errores es ahora demasiado clara. Los norteamericanos instalaron un establecimiento que se parecía a éste y que fue dirigido en términos de los políticos y no de los científicos, y la cantidad de información que salió de ese establecimiento fue menor que la que salió de Nortonstowe. En realidad usted sabe muy, bien que si no hubiera sido por nuestra información la lista de muertos en los meses recientes hubiera sido mucho mayor de lo que fue. —¿Adonde va con todo eso, Kingsley?
—Le estoy mostrando, simplemente, que aunque a veces haya podido parecer lo contrario hemos jugado correctamente. Lo hemos hecho aún hasta el extremo de revelarles la verdadera naturaleza de la Nube y de pasarles la información que recibimos de ella. Pero donde yo me inmiscuyo es cuando pienso que podemos perder un valioso tiempo de comunicación. No podemos esperar que la Nube nos dedique un tiempo indefinido para charlar con nosotros, tiene cosas mejores que hacer. Y le digo enfáticamente que no voy a dejar que el tiempo que tenemos para comunicarnos lo perdamos en estupideces políticas si puedo impedirlo. Todavía nos queda mucho por aprender. Además, si los políticos empiezan con el asunto de Ginebra y a argumentar acerca de agendas, es más que probable que la Nube se despida. No va a estar gastando su tiempo en hablar a idiotas incoherentes.
—Nunca dejo de sentirme halagado por su opinión. Pero todavía no veo adonde conduce esto.
—Lleva a esto. Londres lo llama a usted, y nosotros vamos a estar allí cuando usted conteste. Si deja oír una sombra de duda sobre mi sugerencia de una alianza entre nosotros y la Nube le voy a pegar en la cabeza con una herramienta. Vamos, terminemos de una vez.
Sucedió que Kingsley había juzgado algo equivocadamente la situación. Todo lo que quería de Parkinson el Primer Ministro era saber si en su opinión había alguna duda de que la Nube podía arrasar un continente si en realidad lo quisiera. Parkinson no tuvo dificultades con su respuesta. Respondió de manera genuina y sin titubeos que tenía todas las garantías para creer que la Nube podía hacerlo. Esto satisfizo al Primer Ministro, y después de algunos comentarios triviales, desapareció de la línea.
—Muy extraño —dijo Leicester a Kingsley, después que Parkinson hubo vuelto a su cama.
—Demasiado Clausewitz —prosiguió—. Sólo están interesados en la potencia de fuego.
—Sí, aparentemente nunca se les ha ocurrido que alguien pudiera poseer un arma irresistible y sin embargo declinara usarla.
—Particularmente en un caso como éste.
—¿Qué quiere decir, Harry?
—Bueno, no es axiomático que toda inteligencia no humana debe ser malvada.
—Supongo que sí. Ahora que lo pienso, el noventa y nueve por ciento de las historias acerca de inteligencias no humanas las tratan como totalmente villanas. Yo siempre había supuesto que era debido a que es tan difícil inventar un villano realmente convincente, pero quizá la cosa sea más profunda.
—Bueno, las personas se asustan siempre de lo que no comprenden, y no supongo que los muchachos de la política hayan entendido mucho de lo que está ocurriendo. Sin embargo podría pensarse que ellos han advertido que estamos en muy buenos términos con el viejo Joe, ¿no?
—A menos que lo hayan interpretado como un pacto con el diablo.
El primer paso del gobierno de los Estados Unidos después de la amenaza de Kingsley y de que Londres hubo confirmado la capacidad destructiva potencial de la Nube, fue dar prioridad tope a la construcción de un transmisor y receptor de un centímetro igual al de Nortonstowe (que gracias a la información proporcionada por Nortonstowe en una oportunidad anterior estaba a disposición de ellos). Tan excelente era la capacidad técnica de los norteamericanos que el trabajo estuvo terminado en un tiempo extremadamente breve. Pero el resultado fue totalmente desalentador. La Nube no respondió a las transmisiones, ni tampoco se interceptaron mensajes dirigidos por la Nube a Nortonstowe. Había dos razones distintas para estos fracasos. El fracaso para interceptar era debido a una seria dificultad técnica. Una vez que la comunicación entre la Nube y Nortonstowe se hizo en forma de conversación no hubo necesidad de una trasmisión muy rápida de información, como por ejemplo había habido durante el período en que la Nube aprendía nuestros conocimientos científicos y modelos culturales humanos. Esto permitió reducir mucho el ancho de las bandas de trasmisión, lo cual era deseable desde el punto de vista de la Nube pues disminuía el peligro de interferencia con los mensajes de otros ciudadanos galácticos. Era tan estrecha la banda y tan baja la potencia utilizada en las transmisiones que los norteamericanos no fueron capaces de descubrir exactamente la correcta longitud de onda en que hubieran podido realizar una intercepción. La razón por la que la Nube no respondió es más simple. La Nube no iba a responder a menos que la señal del código correctamente realizada fuera transmitida al comienzo del mensaje, y el gobierno de los Estados Unidos no poseía ese código.
El fracaso de la comunicación indujo a seguir otros planes. La naturaleza de éstos llegó como un golpe a Nortonstowe. Las noticias llegaron a través de Parkinson, quien una tarde entró corriendo en el despacho de Kingsley.
—¿Por qué hay tantos idiotas en el mundo? —exclamó en un tono algo salvaje.
—Bien, usted ha visto por fin la luz, ¿no? —fue el comentario de Kingsley.
—Y usted está entre ellos, Kingsley. Ahora estamos en un lío increíble gracias a su imbecilidad combinada con el cretinismo de Washington y Moscú.
—Bueno, Parkinson, tome una taza de café y cálmese.
—Al demonio con el café. Escuche esto. Volvamos a la situación de 1958 antes que nadie hubiera oído hablar nunca de la Nube. Usted recuerda la carrera armamentista, con los Estados Unidos y los Soviets compitiendo furiosamente para ver quién podía producir primero un cohete intercontinental, por supuesto con una cabeza conteniendo una bomba de hidrógeno. Y como hombres de ciencia ustedes saben que disparar un cohete a seis o siete mil millas desde un punto de la Tierra a otro es casi el mismo problema que disparar un cohete desde la Tierra hacia el espacio.
—Parkinson, usted no estará tratando de decirme…
—Le estoy diciendo que el trabajo en los Estados Unidos y en Rusia acerca de este problema ha avanzado mucho más que lo que el gobierno británico suponía. Sólo lo hemos sabido en las últimas cuarenta y ocho horas. Sólo lo supimos cuando los gobiernos de los Estados Unidos y los Soviets anunciaron que han disparado cohetes, en dirección a la Nube.
—Los increíbles tontos. ¿Cuándo sucedió esto?
—Esta semana. Aparentemente ha habido una competencia subterránea de la que no sabíamos nada. Los Estados Unidos han estado tratando de superar a los Soviets y viceversa, por supuesto. Están tratando de demostrarse unos a otros lo que pueden hacer, aparte de matar a la Nube.
—Mejor llamar a Marlowe, Leicester, Alexandrov y ver qué es lo que podemos salvar del desastre.
Como McNeil estaba hablando con Marlowe también se unió al grupo. Después que Parkinson hubo contado su historia, Marlowe dijo:
—Ocurrió. Esto es lo que temía cuando objeté su actitud del otro día, Chris.
—¿Quiere decir que usted previo esto?
—Oh, no exactamente esto, en cuanto a los detalles. No tenía idea de hasta dónde habían llegado con sus miserables cohetes. Pero sentía en mis huesos que algo por el estilo iba a suceder. Ve, Chris, usted es demasiado lógico. No comprende a las personas.
—¿Cuántos cohetes han enviado? —preguntó Leicester.
—Por la información que tenemos, hasta un centenar de los Estados Unidos y quizá cincuenta o algo así de los rusos.
—Bueno, no veo que tenga tanta importancia —observó Leicester—. La energía en un centenar de bombas de hidrógeno puede parecemos mucho a nosotros, pero seguro que es microscópico comparado con la energía en la Nube. Yo pienso que este asunto es más tonto que tratar de matar un rinoceronte con un escarbadientes.
Parkinson sacudió la cabeza.
—Según yo entiendo, no están tratando de volar la Nube en pedazos, ¡están tratando de envenenarla!
—¡Envenenarla! ¿Cómo?
—Con materiales radiactivos. Ustedes oyeron que la Nube describió lo que podía suceder si los materiales radiactivos penetraban su pantalla. Ellos lo saben por las propias declaraciones de la Nube.
—Sí, supongo que algunos cientos de toneladas de material radiactivo poderoso podrían ser otra cuestión.
—Partículas radiactivas comienzan la ionización en sitios inconvenientes. Descargas, más ionización, y todo el maldito trabajo salta hasta el cielo —dijo Alexandrov.
Kingsley sacudió la cabeza.
—Volvemos al viejo asunto de que nosotros trabajamos con C. C. y la Nube en C. A. Para trabajar con el sistema de C. A. se necesitan voltajes elevados. Nosotros no tenemos voltajes elevados en nuestro cuerpo y ésa es, por supuesto, la razón por que estamos obligados a trabajar con C. C. Pero la Nube debe tener altos voltajes para poder operar sus comunicaciones de C. A. en largas distancias. Y si hay altos voltajes, unas pocas partículas electrificadas en sitios inconvenientes entre el material aislante pueden ocasionar un lío del demonio, como dice Alexis. Inciden —talmente, Alexis, ¿qué le parece todo esto?
El ruso fue aún más breve de lo que acostumbraba.
—No gusta —dijo.
—¿Qué hay acerca de la pantalla de la Nube? ¿No impedirá eso que la materia dañina la atraviese? —preguntó Marlowe.
—Creo que ahí entra la parte sucia del plan —respondió Kingsley—. La pantalla probablemente trabaja con gases, no con sólidos, de manera que no va a detener los cohetes. Y no habrá ningún material radiactivo hasta que exploten, y yo creo que la idea es que no van a explotar hasta que atraviesen la pantalla.
Parkinson confirmó esto.
—Correcto —dijo—. Están diseñados de manera que van a unirse a cualquier cuerpo sólido. De manera que irán directamente a los centros neurológicos de la Nube. Por lo menos ésa es la idea.
Kingsley se puso de pie y caminó por la habitación, hablando mientras caminaba.
—Aun así, es un programa hecho por un perro rabioso. Consideren las objeciones.
Primero, puede no resultar, o supongan que actúa justo lo suficiente como para trastornar seriamente la Nube pero no la mata. Entonces vienen las represalias. Toda la vida de la Tierra podría ser barrida con tan poco remordimiento como el que tenemos nosotros cuando aplastamos una mosca. Nunca me pareció que la Nube fuera muy entusiasta de la vida en los planetas.
—Pero siempre pareció muy razonable en las discusiones —interrumpió Leicester.
—Sí, pero su punto de vista puede cambiar como consecuencia de un feroz dolor de cabeza. De cualquier manera no creo que las discusiones con nosotros hayan ocupado más de una pequeña fracción de todo el cerebro de la Nube. Es probable que al mismo tiempo haga otras mil y una cosas. No, no creo que tengamos el más mínimo derecho de creer que la cosa va a ser linda para nosotros. Y ése es sólo el primer riesgo. Habrá un riesgo igualmente grave si ellos tienen éxito en matar la Nube. Es posible que la destrucción de su actividad neurológica conduzca a las más aterroriza —doras explosiones, lo que llamaríamos agonía de la muerte. Desde un punto de vista terrestre la cantidad de energía que existe a disposición de la Nube es simplemente colosal. En la eventualidad de una muerte súbita toda esta energía será liberada, y una vez más nuestra probabilidad de sobrevivir será en extremo remota. Será como encerrarse en un establo con un elefante enloquecido, sólo que incomparablemente peor, para usar el lenguaje de un irlandés. Por último será inevitable que si la Nube muere y tenemos la suerte de sobrevivir, en contra de todas las probabilidades, vamos a tener permanentemente un disco de gas alrededor del Sol. Y como todos sabemos, eso no va a ser agradable. De modo que considerado de cualquier manera, parece imposible entender este asunto. ¿Comprende usted la psicología de esto, Parkinson?
—Es bastante curioso pero creo que sí. Como Geoff Marlowe decía hace algunos minutos, usted siempre argumenta lógicamente, Kingsley, y no es lógica lo que necesita ahora, sino comprender a la gente. Tomemos primero su último punto. Por lo que hemos aprendido de la Nube tenemos todas las razones para creer que va a permanecer alrededor del Sol entre cincuenta y cien años. Para la mayoría de las personas es lo mismo que decir que va a quedarse para siempre.
—No es lo mismo, de ninguna manera. En cincuenta años habrá un cambio considerable del clima terrestre, pero no será el mismo cambio que tendrá lugar si la Nube fuera a permanecer aquí permanentemente.
—No lo ponga en duda. Lo que digo es que para la gran mayoría de personas lo que ocurra dentro de cincuenta años, o de cien, si usted quiere, no tiene la más mínima importancia. Y acerca de sus otros dos puntos le diré que admito los graves riesgos mencionados por usted.
—Entonces usted admite mi argumentación.
—Nada de eso. ¿En qué circunstancias seguiría usted una política que envuelve grandes riesgos? No, no trate de responder. Yo se lo diré. La respuesta es que usted seguiría una política peligrosa si todas las alternativas le parecieran peores.
—Pero las alternativas no son peores. Existía la alternativa de no hacer nada y eso no hubiera involucrado riesgos.
—¡Hubiera habido el riesgo de que usted se convirtiera en dictador del mundo!
—¡Gansadas, hombre! Yo no soy del tipo de los dictadores. Mi único lado agresivo es que no puedo tolerar a los tontos. ¿Parezco un dictador, yo?
—Lo parece, Chris —dijo Marlowe—. No para nosotros, no —continuó apresuradamente antes que Kingsley explotara—, pero para Washington probablemente lo parece. Cuando alguien empieza a hablarles como si fueran escolares retardados, y cuando parece que esa misma persona tiene un poder físico insuperable, entonces no se los puede culpar de obtener ciertas conclusiones.
—Y existe otra razón por la que ellos no obtendrán nunca otra conclusión —añadió Parkinson—. Deje que le cuente la historia de mi vida. Yo fui a una escuela adecuada, preparatoria y pública. En estas escuelas se alienta a los muchachos más brillantes para que estudien los clásicos, y, aunque no debiera ser yo quien lo diga, eso fue lo que me sucedió. Gané una beca para Oxford, cumplí bastante bien allí, y me encontré a los veintiún años con la cabeza abarrotada de conocimientos no negociables, o no a menos de ser lo suficientemente perspicaz, y yo no lo era. De manera que entré en el Servicio de Administración Civil cuyo escalafón me llevó gradualmente a mi posición actual. La moraleja de la historia de mi vida es que yo entré en la política por accidente y no por decisión. Esto también les ocurre a otros, no soy único y no aspiro a serlo. Pero nosotros, los que estamos allí por accidente, estamos en minoría y generalmente no ocupamos los sitios de mayor influencia. La gran mayoría de los políticos ocupan su posición porque lo han querido, porque les gusta la luz de las candilejas, porque les agrada la idea de dirigir a las masas.
—¡Esto es ciertamente una confesión, Parkinson!
—¿Ve ahora mi posición?
—Estoy empezando a ver como a través de un cristal oscuro. Lo que usted quiere decir es que el estado mental de un dirigente político es tal que posiblemente no pueda soñar que nadie encuentre totalmente desagradable la oportunidad de convertirse en un dictador.
—Sí, puedo verlo todo, Chris —dijo Leicester con una mueca—. Meterse en todos lados, ejecuciones para divertirse, ninguna esposa o hija a salvo. Debo decir que me siento muy contento de estar metido en esto. Es posible que consigamos que nos corten el cogote.
—¿Metido en esto? —dijo el ruso algo sorprendido—. ¡Sí, Alexis, no nos metamos en esto justamente ahora!
—Algunas cosas se están aclarando un poco, Parkinson —prosiguió Kingsley pausadamente—. Sin embargo todavía no entiendo por qué la posibilidad de que nosotros nos impongamos al mundo, por más que sepamos que es ridícula, pueda parecer una alternativa peor que el espantoso curso que las cosas han tomado en la actualidad.
—Para el Kremlin perder poder es lo peor —dijo Alexis.
—Alexis resume bien las cosas, como es su costumbre —respondió Parkinson—. Perder poder, en forma total y completa, es la perspectiva más espantosa en la que puede pensar un político. Supera cualquier otra cosa.
—Parkinson, usted me asombra. Lo digo en serio. Los cielos saben que pienso bastante mal de los políticos, pero no puedo concebir que ni siquiera la persona más miserable ponga sus ambiciones personales por encima del destino de toda la especie. —¡Oh, mi estimado Kingsley, qué poco comprenden ustedes a los hombres! Usted conoce la frase bíblica, «No dejes que tu mano derecha sepa lo que hace la izquierda». ¿Se da cuenta lo que significa? Significa mantener sus ideas en lindos compartimientos estancos, sin dejar que nunca se entremezclen y contradigan. Significa que se puede ir a la iglesia un día por semana y ser un malvado los otros seis. No piense que nadie considere a estos cohetes como potencialmente el fin de la humanidad. Por su vida que no es así. Es más bien lo opuesto, un intrépido golpe contra un invasor que ha destruido comunidades enteras y llevado a las naciones más poderosas al borde del desastre. Es una respuesta desafiante de determinadas democracias a las amenazas de un tirano en potencia. Oh, no me estoy riendo, soy muy, serio. Y no se olvide de lo que dijo Harry Leicester: «ninguna esposa o hija a salvo». Hay un poco de eso también en el asunto—. ¡Pero esto es completamente ridículo!
—Para nosotros sí. Para ellos no. Sólo que es demasiado fácil leer su propio estado mental en lo que dicen otras personas.
—Francamente, Parkinson, pienso que este asunto debe haberle quitado toda su sensatez. No puede ser tan malo como lo pinta. Hay un punto que lo prueba. ¿De dónde supo lo de estos cohetes? De Londres, ¿no es lo que usted dijo?
—Fue de Londres.
—Entonces es obvio que ahí hay alguien decente.
—Lamento tener que contradecirlo, Kingsley. Es cierto que no puedo probar totalmente mi argumentación, pero sugiero que nunca hubiéramos recibido esta información si el gobierno inglés hubiera estado capacitado para unirse a los Estados Unidos y los Soviets.
Usted ve, no tenemos cohetes para mandar. Quizá se dé cuenta de que este país posiblemente sufra menos que otros su presunto ascenso a la dominación mundial. Por más que pretendamos otra cosa, Inglaterra se desliza continua y rápidamente por la pendiente de dejar de ser una potencia mundial. Quizá no sería una cosa del todo desagradable para el gobierno inglés si vieran que los Estados Unidos, los Soviets, China, Alemania y el resto se vieran obligados a mantenerse en el mismo nivel frente a un grupo de hombres que residen en Gran Bretaña. Quizá sientan que van a brillar con más fuerza en su, o si lo prefiere, nuestra, gloria reflejada que lo que se destacan en la actualidad. Y quizá también, cuando se trate de cuestiones administrativas, ellos crean que le pueden hacer tragar el anzuelo de dejar el control efectivo en sus manos.
—Por extraño que pueda parecer, Parkinson, ha habido momentos en que me he persuadido a mí mismo de que soy un super cínico.
Parkinson hizo una mueca.
—Por una vez en la vida, Kingsley, mi querido amigo, le hablaré con la franqueza brutal que hubiera sido necesaria para usted hace muchos años. Como cínico usted es un harapo, una basura, un simple aprendiz. En el fondo, y lo digo muy seriamente, usted es un idealista con la mirada fija en las estrellas.
La voz de Marlowe intervino.
—Cuando hayan terminado de autoanalizarse, ¿no creen que deberíamos considerar qué es lo que debemos hacer?
—Es como una pieza del maldito Chejov —gruñó Alexandrov.
—Pero interesante, y no poco sutil —dijo McNeil.
—Oh, no hay inconvenientes en saber lo que tenemos que hacer, Geoff. Tenemos que llamar a la Nube y decirle lo que pasa. Es lo único que podemos hacer desde cualquier punto de vista.
—Usted está totalmente satisfecho con eso, ¿no Chris? —¿Es seguro que no hay duda posible? Expondré las razones más egoístas al principio.
Es probable que podamos impedir el peligro de ser barridos, pues posiblemente la Nube no será totalmente destruida si le avisamos. Pero a pesar de lo que ha estado diciendo Parkinson creo que haría lo mismo aunque no existiera ese motivo. Aunque parezca extraño y la palabra no exprese exactamente lo que yo quiero decir, creo que es lo único humano que podemos hacer. Pero para ser práctico, esto es algo que creo tenemos que decidir en acuerdo, o si no estamos de acuerdo, por mayoría de votos. Es probable que pudiéramos hablar durante horas de esto, pero creo que todos lo hemos estado madurando en nuestras mentes durante la última hora. Supongo que es mejor hacer la votación en seguida para ver qué pasa. ¿Leicester?
—Estoy.
—¿Alexandrov?
—Maldito bastardo. De todos modos nos cortan el cogote.
—¿Marlowe?
—De acuerdo.
—¿McNeil?
—Sí.
—¿Parkinson?
—De acuerdo.
—Como cuestión interesante, Parkinson, y a pesar de algo más de Chejov, ¿quiere decirnos por qué está de acuerdo? Desde el primer día que nos encontramos hasta esta mañana tuve la impresión de que nos mirábamos uno a otro desde el otro lado de la cerca.
—Lo estábamos, porque yo tenía que hacer mi trabajo, y lo hice con toda la lealtad que pude. Hoy, según veo las cosas, fui liberado de esa vieja lealtad que fue superada por otra lealtad más amplia, más profunda. Quizá estoy abriendo el camino yo mismo para llegar a ser un idealista con los ojos fijos en las estrellas, pero ocurre que estoy de acuerdo con todo lo que usted dijo y con las implicaciones acerca de nuestro deber con la especie humana. Y estoy de acuerdo con lo que dijo acerca del rumbo humano que debe tomar la acción. —¿De manera que estamos de acuerdo en llamar a la Nube e informarla de la existencia de estos cohetes?
—Tendríamos que consultar a algunos de los otros, ¿no creen? —dijo Marlowe.
Kingsley respondió:
—Puedo parecer muy dictatorial si digo que no, Geoff, pero estoy, en contra de que se amplíe esta discusión. Estoy seguro que si consultáramos a todos los demás y se llegara a una decisión contraria yo no la aceptaría: ahí tienen ustedes al dictador. Pero también está el asunto que mencionó Alexis, de que todos nosotros podamos terminar consiguiendo que nos corten el cuello. Hasta ahora, hemos rechazado a todas las autoridades reconocidas, pero lo hemos hecho en forma algo jocosa. Cualquier tentativa de acusarnos de alguna ofensa legal produciría la risa de los magistrados. Pero este asunto es de una clase muy diferente. Si nosotros pasamos lo que podríamos llamarse información militar a la Nube, tomamos una responsabilidad obviamente grave, y yo estoy en contra de que esa responsabilidad sea compartida por muchas personas. Por ejemplo, no querría que Ann tuviera nada que ver con esto.
—¿Qué piensa usted, Parkinson? —preguntó Marlowe.
—Estoy de acuerdo con Kingsley. Recuerden que en realidad de verdad nosotros no tenemos ningún poder. En realidad no hay nada que pueda detener a la policía si quiere entrar aquí y detenernos a todos cuando se les ocurra. Por supuesto que es cierto que la Nube podría desear apoyarnos, especialmente después de este episodio. Pero también es cierto que podría no quererlo, quizá cese toda comunicación con la Tierra por completo. Corremos el riesgo de quedarnos sin nada, salvo nuestra fanfarronada. Como tal es muy buena y no me sorprende que se lo hayan creído hasta ahora. Pero no podemos seguir manteniéndonos en eso hasta el fin de nuestra vida. Además, aun cuando podamos alistar a la Nube como aliada nuestra, existe todavía una grieta vital en nuestra posición. Suena muy bien decir «puedo arrasar el continente americano», pero ustedes saben perfectamente bien que nunca lo harían. De modo que en cualquier caso estamos reducidos a la amenaza.
Este punto de vista produjo algo así como un escalofrío en la reunión.
—Entonces es bastante obvio que debemos mantener este asunto de informar a la Nube lo más secreto que podamos. Es evidente que no tiene que ir más allá de los que estamos aquí reunidos —observó Leicester.
—Mantener el secreto no es tan fácil como se imaginan.
—¿Qué quiere decir?
—Ustedes se olvidan de la información que me hizo llegar Londres. Es seguro que Londres considera que nosotros vamos a informar a la Nube. Eso está bien mientras se mantiene el engaño de la amenaza, pero si no…
—Entonces si saben que lo vamos a hacer, adelante con el asunto. Es lo mismo cometer el crimen si estamos seguros que de todas maneras vamos a recibir el castigo —señaló McNeil.
—Sí, adelante con esto. Ya hemos conversado bastante —dijo Kingsley—. Harry, vaya preparando una grabación con la explicación de todo el asunto. Luego transmítala continuamente. No hay ningún temor que la intercepte alguien excepto la Nube.
—Bueno, Chris, preferiría que fuera usted quien haga la grabación. Usted habla mejor que yo.
—Muy bien. Empecemos.
Después de quince horas de transmisión se recibió una respuesta de la Nube.
Leicester buscó a Kingsley.
—Quiere saber por qué hemos permitido que ocurra esto. No le gasta mucho.
Kingsley fue al laboratorio de transmisión, tomó un micrófono y dictó la siguiente respuesta:
—Este ataque no tiene nada que ver con nosotros. Pensé que mi mensaje anterior lo había expresado claramente. Ustedes conocen los hechos esenciales relativos a la organización de la sociedad humana, que está separada en varias comunidades que se gobiernan a sí mismas, que ningún grupo controla las actividades de los otros. Por lo tanto usted no tiene que suponer que su llegada al sistema solar es considerada por esos grupos de la misma manera que por nosotros. Puede serles interesante saber que al enviarle nuestra advertencia arriesgamos gravemente nuestra seguridad y quizá también nuestras vidas. —¡Jesús! No tiene por qué empeorarlo, ¿verdad, Chris? No va a mejorar su estado de ánimo con este tipo de charla.
—No veo por qué no. De cualquier manera si vamos a padecer represalias podemos darnos el lujo de hablar claramente.
Entraron Marlowe y Parkinson.
—Les gustará saber que Chris ha estado argumentando con la Nube —observó Leicester.
—Mi Dios, ¿tendremos que atravesar esto usando el recurso de Ajax?
Parkinson miró largamente a Marlowe.
—En cierta forma esto es notablemente parecido a ciertas ideas de los griegos. Ellos pensaban que Júpiter viajaba en una nube oscura arrojando rayos. En realidad es bastante parecido a lo que tenemos.
—Es extraño, ¿no? Mientras que no termine en una tragedia griega para nosotros.
Empero la tragedia estaba más próxima de lo que nadie suponía.
Llegó la respuesta a Kingsley:
«El mensaje y los argumentos han sido recibidos. Por lo que ustedes dicen presumo que estos cohetes no han sido disparados de un lugar de la Tierra próximo a donde se encuentran ustedes. A menos que me contradigan en los próximos minutos actuaré en la forma que he decidido. Puede interesarles saber que la decisión es invertir el movimiento de los cohetes en dirección a la Tierra. En cada caso invertiré la dirección pero la velocidad será mantenida. Esto se hará en un momento en que cada cohete haya estado en vuelo un número exacto de días. Por último, cuando esto esté realizado, se agregará alguna pequeña alteración al movimiento.»
Cuando la Nube hubo terminado Kingsley dejó escapar un silbido.
—¡Mi Dios, qué decisión! —suspiró Marlowe.
—Perdón, pero no entiendo —admitió Parkinson.
—Bueno, la inversión en la dirección del movimiento significa que los cohetes volverán por el mismo camino, todo esto en relación a la Tierra, eso lo notó.
—¡Usted quiere decir que llegarán a la Tierra!
—Por supuesto, pero eso no es todo. Si dan vuelta después de un número exacto de días tardarán también un número exacto de días en rehacer su camino, de manera que cuando lleguen a la Tierra darán en los mismos sitios de donde salieron.
—¿Por qué precisamente allí?
—Porque después de un número exacto de días la Tierra estará en el mismo punto de su rotación.
—¿Y a qué se refería el asunto de «relativo a la Tierra»?
—Eso asegura que se considerará el movimiento de la Tierra alrededor del Sol —dijo Leicester.
—Y el del Sol respecto a la galaxia —añadió Marlowe.
—De manera que quiere decir que quienes enviaron los cohetes los van a recibir de vuelta. ¡Por los dioses, es el juicio de Salomón!
—Hay un bocado final para usted, Parkinson: el asunto de que se van a añadir pequeñas perturbaciones, lo cual quiere decir que no sabemos el sitio exacto donde van a caer. Lo sabemos con una aproximación de cientos de millas, o quizá un millar. Lo siento mucho, Geoff.
Marlowe parecía más viejo que nunca, según lo recordaba Kingsley.
—Podía haber sido peor; creo que podemos consolarnos con eso. Gracias a Dios, América es un país grande.
—Bueno, es el final de nuestra idea de mantener el secreto —señaló Kingsley—. Yo nunca he creído en el secreto y, ahora eso cae sobre mi rostro. Ese es otro juicio salomónico.
—¿Qué quiere decir con el fin de nuestro secreto?
—Bueno, Harry, tenemos que avisar a Washington. Si van a caer un centenar de bombas de hidrógeno sobre los Estados Unidos en los dos próximos días, por lo menos podrán dispersar a las personas en las grandes ciudades. —¡Pero si hacemos eso nos vamos a echar encima a todo el mundo!
—Ya lo sé. Aún así debemos correr el riesgo. ¿Qué piensa usted, Parkinson?
—Creo que tiene razón, Kingsley. Tenemos que avisarles. Pero no cometa ningún error, nuestra posición será en extremo desesperada. Tendremos que trabajar sobre la base de ese engaño o si no…
—No conviene preocuparse acerca del lío hasta que estemos metidos en eso. Lo primero que hay que hacer es comunicarse con Washington. Supongo que podemos confiar en que ellos pasen la información a los rusos.
Kingsley encendió el transmisor de diez centímetros. Marlowe se dirigió resueltamente hacia él.
—Esto no va a ser fácil, Chris. Si no tiene inconvenientes prefiero hacerlo yo. Y prefiero hacerlo por mí mismo. Podría sentirme un poco indigno.
—Es probable que sea duro, Geoff, pero si usted siente que quiere hacerlo, entonces adelante. Se lo dejaremos a usted, pero recuerde que estamos aquí si necesita alguna ayuda.
Kingsley, Parkinson y Leicester dejaron solo a Marlowe para transmitir el mensaje, un mensaje que contenía la admisión de la más alta traición, de la manera que cualquier juzgado de la Tierra interpretaría una traición.
Marlowe estaba pálido y conmovido cuando se unió a los otros, tres cuartos de hora después.
—Por cierto que no estaban contentos con el asunto —fue todo lo que dijo.
Esos gobiernos ruso y norteamericano se sintieron mucho menos complacidos cuando dos días después las bombas de hidrógeno arrasaron la ciudad de El Paso y la región sudeste de Chicago, y las afueras de Kiev. Aunque se habían hecho apresurados intentos de dispersar todos los sitios de grandes concentraciones de población en los Estados Unidos, eso fue necesariamente incompleto y más de un cuarto de millón de personas perdieron la vida. El gobierno ruso no hizo ninguna tentativa de avisar a la población con la consecuencia de que en una sola ciudad rusa los muertos excedieron el total combinado de las dos norteamericanas.
Las vidas que se pierden como consecuencia de un «acto de Dios» se lamentan, quizá profundamente, pero no hacen surgir nuestras pasiones más salvajes. Ocurre lo contrario con las vidas sacrificadas deliberadamente por causa de la acción humana. La palabra «deliberadamente» es importante en esto. Un asesinato deliberado puede producir una reacción más brusca que diez mil muertes casuales. Se comprenderá entonces por qué el medio millón de muertos ocasionado por las bombas de hidrógeno impresionó más a los gobiernos que los desastres mucho mayores ocurridos en el período de calor y en el subsiguiente de frío intenso. Estos habían sido considerados como «actos de Dios». Pero particularmente ante el gobierno de los Estados Unidos las muertes por las bombas eran un asesinato, asesinato en escala gigantesca, perpetrado por un pequeño grupo de hombres desesperados que para satisfacer ambiciones insaciables se habían aliado con esa cosa en el cielo, hombres que eran culpables de traición contra toda la especie humana. A partir de ese momento los principales responsables de Nortonstowe eran hombres marcados.