V - Nortonstowe
La casa señorial de Nortonstowe se encuentra en campo abierto, en la parte alta de Cotswolds, no lejos de la abrupta costa occidental. La tierra de los alrededores es fértil.
Cuando se propuso por primera vez transformar la casa en «uno de esos lugares del Gobierno» hubo una oposición considerable, localmente y en los periódicos de todo Gloucestershire. Pero el Gobierno tiene sus recursos, sobre todo en esas cuestiones. Los «locales» se ablandaron algo cuando oyeron que el nuevo «establecimiento» iba a ser de orientación agrícola y que los granjeros podrían recurrir al mismo para buscar consejo.
Nuevos y amplios edificios fueron construidos en los terrenos de Nortonstowe a una distancia de una milla y media de la casa señorial y fuera de su vista. En su mayor parte consistían en viviendas semiseparadas que iban a utilizar los componentes del equipo de trabajo, pero también había algunas casas aisladas para los oficiales superiores y supervisores.
Helen y Joe Stoddard vivían en una de esas casas que formaban parte de la hilera de viviendas blanqueadas con cal. Joe se había empleado como uno de los jardineros. Literal y metafóricamente le convenía como el suelo. A la edad de treinta y un años era un trabajo en el que tenía casi treinta de experiencia, pues lo había aprendido de su padre, jardinero antes que él, casi en cuanto pudo caminar. Le convenía porque tenía que estar fuera de casa todo el año. Le convenía porque en una época de llenar formularios y escribir cartas no había para él trabajo de oficina, porque, digámoslo, Joe tenía dificultades para leer y escribir. Su apreciación de los catálogos de semillas se reducía a estudiar las figuras. Pero ésta no era una desventaja pues todas las semillas estaban puestas en orden por el jardinero jefe.
A pesar de una algo notable lentitud mental Joe era popular entre sus compañeros.
Nadie lo encontró nunca desorbitado, ni se sabía que estuviera alguna vez enfadado.
Cuando estaba intrigado, como sucedía a menudo, aparecía lentamente una sonrisa cruzando su cara amistosa.
El control de Joe sobre su musculatura poderosa era tan bueno como malo el que ejercía sobre su cerebro. Sabía tirar muy bien los dardos pero dejaba a otros el trabajo de anotar los tantos. En los bolos era el terror de la vecindad.
Helen Stoddard contrastaba singularmente con su marido: una bonita muchacha de veintiocho años, muy inteligente pero sin instrucción. Era un misterio cómo Joe y Helen se llevaban tan bien. Quizá era debido a que Joe era tan fácil de manejar. O quizá debido a que sus dos hijitos parecían haber heredado lo mejor de dos mundos, la inteligencia de la madre y la contextura física del padre.
Pero ahora Helen estaba enojada con Joe. Estaban sucediendo cosas curiosas en la casa grande. Durante la última quincena cientos de hombres habían llegado allí desmontando las viejas instalaciones para dejar el lugar a las nuevas. Habían despejado una extensa parte del terreno y estaban levantando extrañas alambradas por todos lados.
Debía ser fácil para Joe descubrir qué es lo que eso significaba, pero era tan fácil engañar a Joe con explicaciones ridículas que era muy fácil convencerlo de que las alambradas eran para dirigir la dirección en que debían crecer los árboles.
Por su lado Joe no podía entender cuál era el motivo de tanto movimiento. Era muy extraño, como decía su mujer, bueno, de todos modos había muchas cosas muy curiosas.
«Ellos» deben saber de qué se trata, y con eso le bastaba.
Helen estaba muy enojada porque dependía de su rival, la señora Alsop, para obtener información. Peggy, la hija de Agnes Alsop, estaba empleada como secretaria en la casa, y Peggy estaba provista de una curiosidad que no era superada ni siquiera por la de Helen o la de su madre. En consecuencia fluía una corriente continua de información hacia el hogar de los Alsop. En parte gracias a esta generosidad, en parte a la habilidad con que la dispensaba, el prestigio de Agnes Alsop estaba por encima del de sus vecinos.
A esto debe añadirse cierta capacidad especulativa. El día que Peggy resolvió el misterio del contenido de un gran número de cajones marcados «Frágil, manejar con el mayor cuidado», la consideración hacia la señora Alsop alcanzó una nueva cima.
—Lleno de válvulas inalámbricas, eso es lo que son —comunicó al grupo que se había reunido—, hay millones.
—¿Pero para qué quieren millones de válvulas? —preguntó Helen.
—Ya puede preguntarles —respondió la señora Alsop—. ¿Y para qué quieren todas esas torres y alambradas en el campo de quinientos acres? Si me lo pregunta a mí le diré que es un rayo de la muerte lo que están construyendo.
Los hechos subsiguientes no le quitaron esa idea de la cabeza.
La excitación en el «Establecimiento Highlands» no conoció límites el día que «ellos» llegaron. Peggy alcanzó casi a la incoherencia cuando le contó a su madre la forma en que un hombre alto de ojos azules había hablado con personas importantes del Gobierno «como si fueran muchachos de una oficina, mamita».
—Es un rayo de la muerte, sin duda —suspiró la señora Alsop extática.
Uno de los bocados más suculentos le correspondió a Helen Stoddard, después de todo, quizá el bocado más importante desde el punto de vista práctico. El día siguiente de la llegada de «ellos» salió a la mañana temprano en bicicleta hacia el pueblo vecino de Far Striding sólo para descubrir que habían colocado una barrera en el camino. La barrera estaba cuidada por un sargento de policía. Sí, la dejarían ir hasta el pueblo por esta vez, pero en el futuro nadie podría entrar o salir de Nortonstowe a menos que mostrara un pase. Los iban a distribuir más tarde ese mismo día. Todos tenían que fotografiarse y las fotos se iban a agregar a los pases en esa misma semana. ¿Qué iba a pasar con los chicos y la escuela? Bueno, él creía que iban a enviar a un maestro de Stroud de manera que los chicos no tuvieran ninguna necesidad de ir al pueblo. Lamentaba no saber nada más de eso.
La teoría del rayo de la muerte subió varios puntos.
Era un encargo extraño. Llegó a través del agente de Ann Halsey. ¿Aceptaría un compromiso el 25 de febrero para tocar dos sonatas, una de Mozart y otra de Beethoven en algún lugar de Gloucestershire? Los honorarios que se habían mencionado eran altos, demasiado altos aún para una pianista joven y capaz. También habría un cuarteto. No se dieron otros detalles, excepto de que habría un auto esperando en Bristol para el tren de Paddington de las 14 horas.
Recién cuando Ann fue al restaurante de la estación para tomar un té descubrió la identidad del cuarteto que no era otro que el de Harry Hargreaves y, compañía.
—Vamos a tocar algo de Schoenberg —dijo Harry—. Sólo para limar un poco sus tímpanos. ¿Quiénes son, por otra parte?
—Una fiesta en una casa de campo, por lo que imagino.
—Deben tener bastante dinero a juzgar por los honorarios que nos pagan.
El viaje de Bristol a Nortonstowe en automóvil fue muy agradable. Había casi un presagio de primavera precoz. El conductor los llevó a la casa solariega, atravesaron corredores, se abrió una puerta.
—¡Las visitas de Bristol, señor!
Kingsley no esperaba a nadie pero se recuperó rápidamente.
—¡Hola, Ann! ¡Hola Harry! ¡Qué bien!
—Bueno es verte a ti, Chris. ¿Pero qué significa todo esto? ¿Cómo has hecho para transformarte en un terrateniente? Señor, además, considerando la magnificencia de este lugar, tierras onduladas y todo eso.
—Bueno, estamos haciendo un trabajo especial para el Gobierno. Aparentemente piensan que estamos necesitando un poco de estímulo cultural.
—Eso explica la presencia de ustedes —dijo Kingsley.
La velada fue un gran éxito, tanto la cena como el concierto y los músicos lamentaron tener que prepararse para regresar a la mañana siguiente.
—Bueno, adiós Chris, y gracias por la agradable estadía —dijo Ann.
—El coche los debe estar esperando. Es una lástima que deban dejarnos tan pronto.
Pero no había conductor ni coche esperándoles.
—No importa —dijo Kingsley—, estoy seguro de que Dave Weichart querrá llevarlos hasta Bristol en su propio coche, aunque será un buen apretón con todos esos instrumentos.
Sí, Dave Weichart los llevaría a Bristol y fue un buen apretón, pero después de unos quince minutos y mucha jarana estaban en camino.
A la media hora estaban todos de vuelta. Los músicos estaban intrigados. Weichart estaba furioso. Los condujo a todos al despacho de Kingsley.
—¿Qué pasa aquí, Kingsley? Cuando llegamos a la guardia no nos dejaron pasar la barrera. Dijeron que tenían órdenes de no dejar salir a nadie.
—Todos nosotros tenemos compromisos en Londres esta noche —dijo Ann—, y, si no conseguimos salir en seguida perderemos nuestro tren.
—Bueno, si no les dejan salir por el frente hay, muchas otras salidas —contestó Kingsley—. Déjenme hacer algunas investigaciones. Ustedes no son los únicos metidos en esto. Personas del establecimiento que han estado tratando de llegar al pueblo han sido detenidas. Parece que hay una guardia alrededor de todo el perímetro. Creo que es mejor que hable con Londres.
Kingsley dio vuelta una llave.
—¿Hola, es la oficina de guardia en el portón delantero? Sí, sí, acepto que ustedes actúen sólo bajo las órdenes del Comisario principal. Entiendo eso. Lo que quiero que hagan es esto. Atiendan con cuidado, quiero que llamen por teléfono a Whitehall 9700. Cuando obtengan la comunicación digan las letras QUE y pregunten por el señor Francis Parkinson, Secretario del Primer Ministro. Cuando el señor Parkinson hable con ustedes díganle que el Profesor Kingsley desea comunicarse con él. Entonces me pasan la comunicación. Por favor repitan estas instrucciones.
Luego de algunos minutos llegó la voz de Parkinson. Kingsley comenzó:
—Hola Parkinson. Me enteré que usted hizo cerrar la trampa esta mañana. No, no, no me quejo. Lo esperaba. Puede poner todos los guardias que quiera alrededor de Nortonstowe, pero no toleraré ninguno adentro. Lo llamo ahora para decirle que de ahora en adelante la comunicación con Nortonstowe se hará de otra manera. No habrá más llamadas telefónicas. Vamos a cortar todos los cables que van a las oficinas de guardia. Si ustedes quieren comunicarse con nosotros tendrán que utilizar la radio… Si todavía no terminaron el transmisor es asunto de ustedes. No insistan en que el Secretario de Interior una todos los cables. ¿No entiende? Tendría que entender. Si ustedes son bastante competentes como para manejar este país en un momento de crisis también tendrían que ser bastante competentes como para construir un transmisor, especialmente cuando les hemos dado el plano. Hay otra cosa y quiero que tomen cuidadosa nota de esto. Si ustedes no van a dejar que nadie salga de Nortonstowe, nosotros no vamos a permitir que nadie entre. O pensándolo mejor, usted mismo, Parkinson, podrá entrar si lo desea, pero no se le dejará salir. Eso es todo.
—Pero todo el asunto es absurdo —dijo Weichart—. En realidad es como estar preso. No sabía que esto pudiera ocurrir en Inglaterra.
—Cualquier cosa puede ocurrir en Inglaterra —respondió Kingsley—, sólo que las razones que se dan pueden ser algo desusadas. Si usted quiere mantener un grupo de hombres y mujeres prisioneros en un establecimiento de campo en algún lugar de Inglaterra no les dice a los guardianes que están cuidando una prisión. Les dice que los que están adentro necesitan protección contra algunos individuos que tratan desesperadamente de meterse desde afuera. La palabra de orden aquí no es confinamiento sino protección.
Y por cierto el Comisario Principal estaba bajo la impresión de que Nortonstowe encerraba secretos atómicos que revolucionarían la aplicación de la energía nuclear a la industria. También tenía la impresión que el espionaje extranjero haría lo imposible para apoderarse de esos secretos. Él sabía que la filtración más probable saldría de alguien que estuviera trabajando realmente en Nortonstowe. Por lo tanto era una deducción simple que la mejor forma de seguridad estaría en prevenir todo acceso o salida del lugar.
Había sido confirmado en esta creencia por el mismo Secretario de Interior. Estaba dispuesto hasta a aceptar que podía ser necesario aumentar su guardia policial llamando a la militar.
—Pero cualquier cosa que esto signifique, ¿qué tiene que ver con nosotros? —preguntó Ann Halsey.
—Para mí sería fácil pretender que ustedes se encuentran aquí por accidente —dijo Kingsley—, pero no lo creo. Ustedes están aquí como parte de un plan. También hay otros aquí. Vean, George Fisher, el pintor, fue comisionado por el Gobierno para hacer algunos dibujos de Nortonstowe. Luego está John McNeil, un médico joven, y Bill Price, el historiador, trabajando en la vieja biblioteca. Creo que lo mejor es reunirlos a todos y yo trataré de explicarles en la mejor forma posible de qué se trata.
Cuando Fisher, McNeil y Price se hubieron unido al resto, Kingsley dio a los no científicos reunidos un informe general aunque bastante detallado del descubrimiento de la Nube y de los hechos que habían conducido a poner en marcha el establecimiento de Nortonstowe.
—Me doy cuenta de que eso explica los guardias y todo lo demás. Pero no aclara la razón por la que estamos nosotros aquí. Dijiste que no fue por accidente. ¿Por qué nosotros y no algún otro? —preguntó Ann Halsey.
—Es culpa mía —respondió Kingsley—. Creo que ocurrió lo siguiente: los agentes del Gobierno encontraron mi libro de direcciones. En ese libro estaban los nombres de los hombres de ciencia que yo consulté acerca de la Nube. Presumo que lo que ocurrió es que cuando se descubrieron algunos de mis contactos el Gobierno decidió no correr riesgos. Simplemente enlazaron a todos los que estaban en el libro de direcciones. Lo siento.
—Eso fue un maldito descuido de parte suya. Chris —exclamó Fisher.
—Bueno, francamente tuve una cantidad de cosas que me preocupaban durante las seis últimas semanas. Y después de todo la situación de ustedes es, en realidad, bastante buena. Todos ustedes, sin excepción, alabaron este lugar. Y cuando llegue la crisis tendrán una probabilidad mucho mayor de sobrevivir que la que hubieran tenido de otro modo. Aquí sobreviviremos si eso es posible. De manera que en el fondo pueden pensar que han sido bastante afortunados.
—Éste asunto del libro de direcciones —dijo McNeil—, no parece aplicable a mi caso en absoluto. Por lo que me acuerdo nunca nos habíamos encontrado hasta hace unos días.
—Ya que lo dice, McNeil, ¿por qué está usted aquí, si me permite la pregunta?
—Un embuste, evidentemente. Yo estaba interesado en encontrar un sitio para un nuevo sanatorio y me recomendaron Nortonstowe. El Ministro de Salud Pública me sugirió que viera yo mismo el lugar. Pero no se me ocurre por qué yo.
—Quizá para que tuviéramos un médico aquí.
Kingsley se puso de pie y caminó hasta la ventana. Las sombras de las nubes se perseguían a través del prado.
Una tarde, a mediados de abril, Kingsley volvía a la casa luego de un vigoroso paseo por el establecimiento de Nortonstowe, para encontrar que un humo anisado impregnaba su habitación.
—¡Qué demonios! —exclamó—, esto es magnífico, Geoff Marlowe. Había abandonado la esperanza de que usted llegara aquí. ¿Cómo lo consiguió?
—Mediante el engaño y la traición —replicó Marlowe entre un bocado y otro de tostadas—. Lindo lugar tiene aquí. ¿Quiere un poco de té?
—Gracias, muy amable.
—De nada. Después que usted se fue nos llevaron a Palomar donde pude trabajar algo.
Luego nos llevaron a todos al desierto con excepción de Emerson, a quien creo que mandaron aquí.
—Sí, tenemos a Emerson, Barnett y Weichart. Tenía algo de miedo de que le estuvieran dando a usted el tratamiento del desierto. Por eso me fui tan rápido cuando Herrick dijo que iba a Washington. ¿Le tiraron muy fuerte de las orejas por haberme dejado salir del país?
—Supongo que sí, pero no habló mucho de eso. —Incidentalmente, ¿tengo razón al suponer que el A. R. fue enviado a su país?
—¡Sí señor! El Astrónomo Real es Oficial Principal de Relaciones Británicas para todo el proyecto de U. S.A.
—Eso es bueno para él. Exactamente lo que le conviene, espero. Pero no me dijo cómo hizo para escaparse del desierto y por qué decidió irse.
—El porqué es fácil. Debido a la manera en que nos preparábamos para la muerte.
Marlowe tomó un puñado de terrones de la azucarera. Dejó uno en la mesa.
—Este es el tipo que hace el trabajo.
—¿Cómo lo llaman ustedes?
—Que yo sepa no le damos ningún nombre en particular.
—Aquí lo llamamos un «cor».
—¿Un «cor»?
—Eso es. Algo así como un apócope de «cuerpo».
—Bueno, aunque nosotros no lo llamamos un «cor», es un «cor» de todas maneras —prosiguió Marlowe—. En realidad, es un infierno de «cor», como verá.
Luego puso una fila de terrones.
—Sobre el «cor» viene su Jefe de Sección. En consideración a mi edad yo soy un Jefe de Sección. Luego viene el Delegado Director. Herrick llegó a Delegado Director a pesar de estar en la perrera. Después nos encontramos con nuestro viejo amigo el mismo Director. Por encima de él viene el Ayudante de Superintendente, luego ¿quién sino el Superintendente? Por supuesto éstos son militares. Luego viene el Coordinador de Proyecto. Es un político. Y así por grados llegamos al Delegado Presidente. Luego de él supongo que viene el Presidente aunque no puedo estar seguro porque nunca llegué a esas alturas.
—¿Supongo que no le gustó?
—No, señor, no me gustó —continuó Marlowe mientras mordía otro trozo de tostada—. Yo estaba demasiado cerca de la base de la jerarquía para que me gustara. Además nunca pude saber qué ocurría fuera de mi propia sección. La política era mantener todo en compartimientos estancos. En interés de la seguridad, según ellos, en interés de la ineficacia, creo yo. Bueno, como puede imaginarse la cosa no me gustó. No es mi manera de encarar un problema. De manera que empecé a trabajar para conseguir que me transfirieran, una transferencia a esta función de esto lado. Se me ocurría que las cosas se iban a hacer mejor aquí. Y veo que tenía razón —añadió mientras se servía otra tostada. Además de pronto tuve nostalgias de un poco de pasto verde. Cuando ocurre eso no hay que dejarlo de lado.
—Todo eso está muy bien, Geoff, pero no explica la manera en que se libró de esa formidable organización.
—Pura suerte —respondió Marlowe—. En Washington se les ocurrió que quizá ustedes no nos trasmitían toda la información que tenían. Y como yo dejé saber que aceptaría una transferencia me enviaron aquí como espía. Aquí es donde entra la traición.
—¿Quiere decir que se supone que usted va a comunicar cualquier cosa que nosotros podamos estar ocultando?
—Esa es exactamente la situación. Y ahora que sabe por qué estoy, aquí, ¿me va a permitir que me quede o me va a echar?
—La regla es que todos los que vienen a Nortonstowe se quedan. No dejamos salir a nadie.
—¿Entonces puede venir Mary también? Ha estado comprando algunas cosas en Londres. Pero estará aquí mañana a alguna hora.
—Estará muy bien. Este lugar es grande. Tenemos muchas habitaciones. Será un placer tener aquí a la señora Marlowe. Para serle franco, hay una cantidad de trabajo por hacer y demasiado pocas personas para hacerlo.
—¿Y quizá yo pueda enviar ocasionalmente algunas migajas de información a Washington para que se queden contentos?
—Puede mandarles lo que se le ocurra. Encuentro que cuanto más cosas les digo a los políticos más se deprimen. De manera que nuestra política es decirles todo. Aquí no se guarda ningún secreto. Usted puede mandar cualquier cosa que se le ocurra por la línea de radio directa a Washington. Empezó a funcionar hace una semana.
—En ese caso usted puede hacerme un relato de lo que ha estado ocurriendo por este lado. Personalmente sé muy poco más de lo que sabía cuando hablamos en el desierto de Mohave. Yo hice algo pero no es trabajo óptico lo que se necesita ahora. Para el otoño podremos hacer algo. Pero éste es un trabajo para los muchachos del radio, como creo que habíamos convenido.
—Así es. Yo puse en movimiento a John Marlborough en cuanto volví a Cambridge en enero. Tuve que persuadirlo de que comenzara el trabajo porque no le dije la verdadera razón para hacerlo antes de empezar, aunque ahora por supuesto la conoce. Bueno, conseguimos medir la temperatura de la Nube. Está un poco por encima de los noventa y cinco grados, por supuesto que noventa y cinco absolutos.
—Eso es bastante bueno. Alrededor de lo que esperábamos. Un poco frío, pero posible.
—En realidad es mejor de lo que parece. Pues a medida que se aproxima al Sol deben desarrollarse movimientos en el interior de la Nube. Mis primeros cálculos demostraron que el aumento de temperatura podría ser algo así como el cincuenta o cien por ciento llegando en total a una temperatura alrededor del punto de congelación. De manera que parecía que íbamos a tener una temporada de hielos y nada más.
—No podía ser mejor.
—Es lo que pensé en ese momento. Pero como no soy un experto en dinámica de gases le escribí a Alexandrov.
—Mi Dios, es algo arriesgado eso de escribir a Moscú.
—No lo creo. El problema podría plantearse en forma totalmente académica. Y no hay nadie mejor que Alexandrov para resolverlo. De cualquier modo conseguimos que lo mandaran aquí. Consideran que esto es el mejor campo de concentración del mundo.
—Veo que todavía hay muchas cosas que no sé. Siga.
—En ese momento, todavía en enero, sentía que yo estaba jugando bien mis cartas. De manera que decidí jugarles una buena pasada a las autoridades políticas. Advertí las dos cosas que los políticos tienen que tener a cualquier precio: información científica y secreto. Decidí darles las dos cosas, en mis propias condiciones, las que usted ve a su alrededor aquí en Nortonstowe.
—Ya veo, un lugar agradable para vivir, ningún militar que moleste, ningún secreto. ¿Cómo se reclutó el equipo?
—Simplemente mediante indiscreciones en los sitios adecuados, como la carta a Alexandrov. ¿Qué más natural que traer aquí cualquiera que pudiera haber sabido algo por mí? Hice una sucia trampa que todavía tengo sobre mi conciencia. Tarde o temprano se va a encontrar con una muchacha encantadora que toca muy bien el piano. Encontrará un pintor, un historiador, otro músico. Me pareció que el encarcelamiento en Nortonstowe durante más de un año iba a ser completamente intolerable si había sólo hombres de ciencia. De manera que dispuse las indiscreciones apropiadas.
No diga una sola palabra de esto, Geoff. Creo que estaba justificado considerando las circunstancias. Pero es mejor que no sepan que yo fui deliberadamente responsable de que ellos fueran enviados aquí. Usted sabe, «ojos que no ven, corazón que no siente».
—¿Y qué hay de la cueva de que hablaba cuando estábamos en el Mohave? Supongo que también habrá dispuesto eso.
—Por supuesto. Es probable que todavía no lo haya visto, pero en aquel lugar, justo al pie de la colina, hay una gran cantidad de maquinaria para remover tierra que está trabajando.
—¿Quién se ocupa de eso?
—Los tipos que viven allá abajo en el nuevo establecimiento.
—¿Y quién maneja la casa aquí, cocina, etc?
—Las mujeres de allí, y las muchachas hacen el trabajo de secretaría.
—¿Qué pasará con ellos cuando las cosas se pongan difíciles?
—Se meten en el refugio, por supuesto. Quiere decir que el refugio tiene que ser bastante más grande de lo que yo había pensado al principio. Por eso empezamos a trabajar con tanta anticipación.
—Bueno, Chris, me parece que usted ha dispuesto las cosas bastante bien para usted. Pero no veo de qué manera ha conseguido desembarazarse de los políticos. Después de todo nos tienen a todos encerrados aquí y por lo que me dijo hace un rato consiguen toda la información que usted les puede dar. De manera que las cosas parecen bastante suaves también para ellos. —Déjeme decirle la forma en que vi las cosas en enero y febrero. En febrero planeaba tomar el control de los asuntos mundiales. Marlowe se rió.
—Oh, ya sé que suena ridículo y melodramático. Pero estoy hablando en serio. Y tampoco estoy sufriendo de megalomanía. Por lo menos no pienso eso. Era sólo por un mes o dos, después de lo cual me retiraría graciosamente a mi trabajo científico. No tengo tela para ser dictador. En realidad me siento cómodo sólo cuando me explotan. Pero ésta era una oportunidad del cielo para que los oprimidos les quitáramos una buena parte a los que siempre nos acosan.
—Viviendo en esta casa usted es la verdadera imagen del explotado —dijo Marlowe, dejando su pipa y todavía riendo.
—Hubo que pelear por todo esto. De otra manera hubiéramos tenido lo mismo que usted objeta en su país. Déjeme hablar un poco de filosofía y sociología. ¿Nunca se le ha ocurrido, Geoff, que a pesar de todos los cambios traídos por la ciencia —quiero decir, nuestro control sobre la energía inanimada— aún mantenemos el mismo orden social de precedencia? Los políticos arriba, luego los militares, y los verdaderos cerebros abajo. No hay diferencias entre este orden y, el de la Antigua Roma, o para el caso el de las primeras civilizaciones de la Mesopotamia. Vivimos en una sociedad que contiene una contradicción monstruosa, moderna en su tecnología pero arcaica en su organización social. Durante años los políticos han estado chillando acerca de la necesidad de más científicos entrenados, más ingenieros, etc. De lo que no parecen darse cuenta es que sólo hay un número limitado de tontos.
—¿Tontos?
—Sí, personas como usted y yo, Geoff. Nosotros somos los tontos. Pensamos las cosas para un arcaico grupo con cerebros de piojos y les permitimos que nos metan en lo que se les antoja.
—¡Científicos del mundo, uníos! ¿Es ésa la idea?
—No exactamente. No es el caso de los científicos contra el resto. El asunto es más profundo. Es una separación entre dos modos totalmente distintos de pensar. El fundamento tecnológico de la sociedad actual está en pensar en términos de números. Por otra parte, en cuanto a su organización social está basada en pensar en términos de palabras. Ahí está la verdadera separación, entre la mente literaria y la mente matemática. Tendría que encontrar al Secretario de Interior. En seguida vería lo que quiero decir.
—¿Y usted tiene una idea para alterar todo eso?
—Tengo una idea que dará un tanto a favor para la mente matemática. Pero no soy lo bastante tonto para pensar que cualquier cosa que yo pueda hacer será de importancia decisiva. Se me ocurre que con un poco de suerte podré dar un buen ejemplo, una especie de locus classicus para citar a los muchachos literatos, de cómo tendríamos que hacer para retorcerles la cola a los políticos.
—Mi Dios, Chris, usted habla de números y palabras, pero nunca conocí un hombre que utilizara tantas palabras. ¿Podría explicarme de qué se trata en términos simples?
—Entiendo que eso quiere decir en términos de números. Bueno, haré la prueba.
Supongamos que es posible la supervivencia cuando llegue la Nube. Aunque digo supervivencia, es casi seguro que las condiciones no van a ser agradables. O nos congelaremos o nos asaremos de calor. Es obvio que va a ser extremadamente improbable que las personas puedan moverse de manera normal. Lo más que podemos esperar es que manteniéndonos quietos en las cuevas que cavemos o en sótanos, podamos mantenernos. En otras palabras, todo viaje normal de uno a otro sitio cesará. De modo que las comunicaciones y el control de los asuntos humanos dependerá de la información trasmitida eléctricamente. Las señales deberán ir por radio.
—¿Usted quiere decir que la coherencia de la sociedad —coherencia en el sentido de que no nos separemos en un montón de individuos desconectados— dependerá de las comunicaciones radiales?
—Eso es. No habrá diarios, debido a que los equipos de los periódicos estarán refugiados en los sótanos.
—¿Aquí es donde entra usted, Chris? ¿Nortonstowe va a transformarse en una estación de radio pirata? ¡Muchacho, dónde están mis bigotes falsos!
—Ahora escuche. Cuando las comunicaciones por radio sean de suprema importancia, los problemas de cantidad de información serán vitales. El control pasará gradualmente a quienes posean capacidad para manejar el mayor volumen de información y yo he planeado que Nortonstowe tenga una capacidad por lo menos cien veces mayor que todos los otros transmisores de la Tierra en conjunto.
—¡Eso es una fantasía, Chris! Para plantear una sola cosa, ¿qué me dice del abastecimiento de energía?
—Tenemos nuestros propios generadores Diesel y bastante combustible.
—Pero es seguro que no se va a poder generar la enorme cantidad de energía que se necesita.
—No necesitaremos una cantidad tremenda de energía. No dije que tendríamos cien veces la energía de todos los otros transmisores juntos. Dije que tendríamos cien veces la capacidad de trasmitir información, que es una cosa totalmente distinta. No vamos a trasmitir programas para personas individualmente. Trasmitiremos con una potencia muy baja a los Gobiernos de todo el mundo. Seremos una especie de banco internacional de información. Los Gobiernos se pasarán mensajes entre sí a través de nosotros. En suma, nos transformaremos en el centro nervioso de la comunicación mundial, y en ese sentido controlaremos los asuntos mundiales. Si esto parece una especie de anticlimax después de mi introducción, bueno, recuerde que yo no soy una persona de tipo melodramático.
—Estoy empezando a darme cuenta de eso. ¿Pero en qué forma piensa equiparse con esta capacidad de trasmitir información?
—Déjeme que primero le esboce la teoría. Es bastante conocida, en realidad. La razón por la que no se la ha puesto todavía en práctica es, parcialmente, inercia, además el interés en no descartar el equipo existente y en parte un inconveniente: todos los mensajes tienen que ser grabados antes de ser trasmitidos.
Kingsley se ubicó cómodamente en un sillón.
—Por supuesto usted sabe que en lugar de trasmitir ondas de radio continuamente, como se hace en general, es posible transmitir en golpes, en pulsaciones. Supongamos que podemos trasmitir tres tipos de pulsaciones, una corta, otra mediana y una larga. En la práctica la pulsación larga podría durar quizá el doble de la corta y la mediana una vez y media ésta. Con un transmisor que trabaje en la amplitud de siete a diez metros, la común para el trabajo de larga distancia, y con el ancho de banda usual, es posible trasmitir alrededor de diez mil pulsaciones por segundo. Las tres clases de pulsaciones podrían disponerse en cualquier orden asignado. Diez mil por segundo. Suponga ahora que utilizamos las pulsaciones medianas para indicar la terminación de letras, palabras y frases. Una pulsación mediana indica la terminación de una letra, dos pulsaciones medianas seguidas indican el final de una palabra, y tres juntas indican la terminación de una frase. Esto deja las pulsaciones largas y cortas para transmitir letras. Supongamos, por ejemplo, que elegimos el código Morse. Entonces como término medio se necesitan tres pulsaciones por letra. Calculando una media de cinco letras por palabra quiere decir que se necesitan quince pulsaciones largas y cortas para cada una. Y si agregamos las pulsaciones medianas para señalar las letras se necesitan unas veinte pulsaciones por palabra. De manera que a diez mil pulsaciones por segundo esto nos da una frecuencia de transmisión de alrededor de quinientas palabras por segundo, comparado con un transmisor normal que da menos de tres palabras por segundo; de manera que seremos por lo menos cien veces más rápidos.
—Quinientas palabras por segundo. ¡Mi Dios, qué cacareo!
—En realidad quizá podamos ampliar el ancho de nuestra banda de manera que podamos enviar hasta un millón de pulsaciones por segundo. Calculamos que podría llegarse a cien mil palabras por segundo. La limitación está en la comprensión y expansión de los mensajes. Es obvio que nadie puede hablar a cien mil palabras por segundo, ni siquiera los políticos, gracias a Dios. De manera que los mensajes deberán ser recogidos en cinta magnética. Luego la cinta será examinada electrónicamente a alta velocidad. Pero hay un límite para eso, por lo menos con el equipo que tenemos en la actualidad.
—¿No hay un nudo demasiado grueso en todo esto? ¿Qué detendrá a cualquier Gobierno del mundo para construir el mismo tipo de equipo?
—La estupidez y la inercia. Como es general, no se hará nada hasta que tengamos la crisis encima. Mi único temor es que el letargo de los políticos sea tan grande que ni siquiera construyan receptores y transmisores —simples, aparte de batería de desperdicios. Los estamos empujando todo lo que podemos. Quieren tener informaciones de nosotros y hemos rehusado dársela, excepto a través de la radio. Otra cosa es que toda la ionosfera puede alterarse de manera que tengamos que utilizar longitudes de onda más cortas. Nos estamos preparando aquí para llegar hasta un centímetro. Este es un punto que les advertimos continuamente, pero son endemoniadamente lentos, lentos en acción y lentos en imaginación.
—Al pasar, ¿quién está haciendo aquí todo eso?
—Los radioastrónomos. Es probable que usted sepa que vinieron una cantidad de Manchester, Cambridge y Sidney. Eran demasiados para el trabajo de radioastronomía de manera que se pisaban los talones. Eso fue hasta que nos encerraron aquí. Todos se enloquecieron, los tontos, como si no fuese obvio que nos iban a encerrar. Entonces yo señalé, con el tacto que me caracteriza, que el rencor no nos iba a ayudar y que lo que teníamos que hacer era embromar el anhelo de los políticos convirtiendo parte de nuestro material de radioastronomía en equipo de comunicación. Por supuesto se descubrió que teníamos mucho más equipo electrónico del que necesitábamos para los propósitos de radioastronomía. De modo que pronto tuvimos un verdadero ejército de ingenieros de comunicación trabajando. Ya podríamos superar a la BBC en la cantidad de información que podemos transmitir, si quisiéramos hacerlo.
—Usted sabe, Kingsley, todavía estoy un poco atontado por este asunto de las pulsaciones. Me parece increíble que nuestros sistemas de radiodifusión sigan enviando dos o tres palabras por segundo cuando podrían estar mandando quinientas.
—Es muy simple, Geoff. La garganta humana trasmite la información a unas dos palabras por segundo. El oído humano sólo puede recibir información a una frecuencia menor de unas tres palabras por segundo. Por lo tanto los grandes cerebros que controlan nuestros destinos diseñan sus equipos electrónicos para cumplir con estas limitaciones, aunque ellas no existan para la electrónica. ¿No sigo diciéndole yo a todo el mundo que nuestro sistema social es arcaico, con el verdadero conocimiento abajo y una multitud de incapaces en la cima?
—Lo que hace de ello una conjunción exitosa —rió Marlowe—. A mí me parece que usted está en peligro de simplificar un poco demasiado las cosas.