IV - Actividades diversas

El gobierno de los Estados Unidos fue el primer cuerpo oficial que conoció la aproximación de la Nube.

Herrick tardó algunos días en atravesar los estratos superiores de la Administración de los Estados Unidos, pero cuando lo consiguió los resultados fueron alentadores. La noche del 24 de enero recibió instrucciones de presentarse a las nueve y media de la mañana siguiente en el despacho del presidente.

—Una extraña cuestión la que usted nos trae, doctor Herrick, muy extraña —dijo el Presidente—. Pero usted y su equipo del Monte Wilson están a un nivel tal que no voy a perder tiempo en dudar lo que nos dicen. En lugar de eso he citado a estos caballeros de manera que podamos establecer qué es lo que podemos hacer acerca de esto.

Dos horas de discusión fueron sabiamente resumidas así por el Secretario del Tesoro:

—Nuestras conclusiones me parecen totalmente claras, señor Presidente. Es posible que cualquier dislocación económica realmente seria pueda evitarse por los dos factores favorables de la situación. El doctor Herrick nos asegura que esta, hum, visita no se espera que se prolongue mucho más de un mes. Este lapso es tan corto que aún si el consumo de combustible aumenta enormemente, la cantidad total requerida para mantenernos durante el período de frío extremo sigue siendo moderada. De acuerdo con esto no hay un serio problema en realizar almacenamientos adecuados de combustible, hasta es posible que nuestras reservas actuales sean suficientes. Una cuestión más seria es si podemos transferir las cantidades que se necesiten con la rapidez que se requiere desde los sitios de almacenamiento hasta el consumidor doméstico e industrial; de si podemos bombear gas y petróleo lo suficientemente rápido. Esto es algo que debemos considerar, pero con casi un año y medio de tiempo para prepararnos es seguro que no habrá dificultades insuperables. El segundo factor favorable es la fecha de la visita. Gran parte de la cosecha estará realizada a mediados de julio, que el doctor Herrick da como probable comienzo de la emergencia. La misma situación favorable se aplica a todo el mundo, de manera que las pérdidas de alimentos, que hubieran sido realmente serias si el período de frío hubiera ocurrido en mayo o junio, también serán muy moderadas.

—Entonces pienso que estamos todos de acuerdo en cuáles son las medidas inmediatas que deben tomarse —añadió el Presidente—. Cuando hayamos decidido nuestras propias disposiciones tendremos que considerar el problema más delicado de qué ayuda podemos ofrecer a otros pueblos en todo el mundo. Pero por el momento pongamos nuestra casa en orden. Se me ocurre que ahora ustedes querrán ocuparse de varios asuntos importantes, y hay unas preguntas que me gustaría hacer personalmente al doctor Herrick.

Cuando se hubo disuelto la reunión y, estuvieron solos, el Presidente prosiguió:

—Ahora, doctor Herrick, usted debe comprender que por el momento este asunto debe tratarse con la más estricta reserva. Veo que además del suyo hay otros tres nombres en el informe. Supongo que estos señores son miembros de su equipo. ¿Puede darnos los nombres de las otras personas que conozcan el contenido del mismo?

En respuesta Herrick hizo un breve resumen de las circunstancias que habían llevado al descubrimiento, señalando que había sido inevitable la difusión en todo el Observatorio de la cuestión antes que se comprendiera su importancia.

—Claro, es natural —señaló el Presidente—. Debemos agradecer que el asunto no haya pasado los límites del Observatorio. Yo creo, creo ansiosamente, doctor Herrick, que usted puede asegurarme eso.

Herrick hizo notar que por lo que él sabía había cuatro hombres de afuera del Observatorio que sabían todo lo que se refería a la Nube, Barnett y Weichart del Instituto Tecnológico de California —pero era prácticamente lo mismo— y dos científicos ingleses, el doctor Christopher Kingsley de Cambridge y el Astrónomo Real. Los nombres de estos últimos aparecían en el informe. El Presidente se sobresaltó.

—¡Dos ingleses! —exclamó—, eso no es nada bueno. ¿Cómo ocurrió?

Herrick, dándose cuenta que el Presidente sólo podía haber leído un resumen del informe, explicó la forma en que Kingsley y el Astrónomo Real habían deducido independientemente la existencia de la Nube, la llegada del telegrama de Kingsley a Pasadena, y cómo habían sido invitados a California. El Presidente respiró.

—Ah, todavía están los dos en California, ¿no? Hizo bien en mandarles esa invitación, mejor de lo que se imagina, quizá, doctor Herrick.

Entonces fue cuando Herrick se dio cuenta por primera vez del significado de la decisión de Kingsley de volver a Inglaterra.

Algunas horas después, mientras volaba hacia la costa occidental, Herrick pesaba todavía su visita a Washington. No había creído recibir la medida pero firme censura del Presidente, ni había esperado que lo mandaran tan rápido a casa. Era curioso que la inequívoca censura le preocupara mucho menos de lo que podía haber supuesto. A sus propios ojos había cumplido con su deber, y el crítico que más temía Herrick era él mismo.

También el Astrónomo Real tardó algunos días para llegar a la cabeza directriz del gobierno. El camino a la cumbre pasaba a través del Primer Lord del Almirantazgo. El ascenso hubiera sido más rápido si hubiera querido declarar su propósito. Pero el Astrónomo Real no dijo nada más que quería ver al Primer Ministro. Eventualmente obtuvo una entrevista con el secretario privado del Primer Ministro, un joven llamado Francis Parkinson. Parkinson habló con franqueza: el Primer Ministro estaba muy ocupado. Como debía saber el Astrónomo Real, aparte de los asuntos corrientes del estado había una delicada conferencia internacional en preparación, el señor Nehru iba a visitar Londres en la primavera y el Primer Ministro tenía que ir a Washington. Si el Astrónomo Real no quería decir qué asunto lo traía entonces era casi seguro que no habría entrevista. Por cierto que el asunto tenía que ser de importancia excepcional pues de otro modo debían declinar con pesar cualquier tipo de ayuda. El Astrónomo Real capituló dando a Parkinson un resumen muy breve del asunto de la Nube. Dos horas después explicaba toda la cuestión, esta vez con todo detalle, al Primer Ministro.

Al día siguiente el Primer Ministro citó una reunión de emergencia del Gabinete interno al que también se invitó al Secretario del Interior. Parkinson estaba ahí actuando como secretario. Después de dar un resumen muy ajustado del informe de Herrick el Primer Ministro giró la vista en torno a la mesa y dijo:

—Mi propósito al citar esta reunión era ponerlos en contacto con los hechos de algo que puede ser posiblemente serio, más bien que para discutir una acción inmediata. Nuestro primer paso obvio es asegurarnos de la corrección o no de este informe.

—¿Y cómo podemos hacer eso? —preguntó el Secretario de Relaciones Exteriores.

—Bueno, mi primer paso fue solicitar a Parkinson que hiciera una discreta encuesta acerca de, hum, la reputación científica de los caballeros que han firmado este informe. ¿Quieren oír lo que tiene para decirnos?

Los presentes respondieron afirmativamente. Parkinson estuvo algo apologético.

—No fue demasiado fácil conseguir una información realmente segura, en especial acerca de esos dos norteamericanos. Pero lo mejor que pude saber por mis amigos en la Royal Society fue que cualquier informe firmado por el Astrónomo Real o por el Observatorio de Monte Wilson seria absolutamente seguro desde el punto de vista de las observaciones. Empero estaban mucho menos seguros acerca de la capacidad deductiva de los cuatro signatarios. Entendí que de los cuatro sólo Kingsley podía pretender ser un experto en ese aspecto.

—¿Qué quiere decir usted con «podía pretender»? —preguntó el Canciller.

—Bueno, este Kingsley es conocido como un científico de ingenio, pero no todos lo consideran completamente sano.

—¿De manera que lo que corresponde a la parte deductiva de este informe depende sólo de un hombre, y para eso de un hombre qué es brillante pero Insano? —dijo el Primer Ministro.

—Lo que yo he recogido podría reconstruirse de esa manera, aunque sería una forma algo extrema de decirlo —contestó Parkinson.

—Es posible —siguió el Primer Ministro—, pero de cualquier modo nos autoriza a tener un medido escepticismo. Es evidente que tenemos que investigar esto un poco más. Lo que deseo discutir ahora con ustedes son los medios que debemos utilizar para obtener mayor información. Una posibilidad sería solicitar al Consejo de la Royal Society que designara una comisión encargada de realizar una prueba completa de todo el asunto. La otra única línea de ataque que se me ocurre es dirigirnos directamente al Gobierno de los Estados Unidos que seguramente se habrá ocupado de la veracidad, o quizá debería decir la exactitud, del Profesor Kingsley y los otros.

Después de varias horas de discusión se decidió establecer comunicación inmediata con el Gobierno de los Estados Unidos. Se tomó esta decisión en gran parte debido a la poderosa defensa que hizo de ella el Secretario de Relaciones Exteriores a quien no le faltaban argumentos para apoyar una alternativa que pondría las cosas en sus propias manos.

—El punto decisivo —dijo—, es que un acercamiento a la Royal Society, por más deseable que sea desde otros puntos de vista, debe necesariamente enterar a muchas personas de hechos que por el momento sería mejor que quedaran secretos. Pienso que todos estamos de acuerdo en esto.

Todos asintieron. El Ministro de Defensa quería saber:

—¿Qué pasos pueden darse para asegurar que ni el Astrónomo Real ni el doctor Kingsley pudieran difundir su interpretación alarmista de los hechos presumidos?

—Ese es un punto delicado e importante —respondió el Primer Ministro.

—Ya he pensado algo en eso. Esa es en realidad la causa de haber solicitado la presencia del Ministro de Interior. Tenía la intención de discutir luego ese problema con él.

Estuvieron de acuerdo en dejar ese punto al Primer Ministro y al Secretario de Interior y se disolvió la reunión. El Canciller estaba pensativo cuando se dirigía a su despacho. De todos los asistentes a la reunión era el único que se encontraba seriamente perturbado, pues sólo él apreciaba el raquitismo de la economía nacional y qué poco se necesitaría para sumirla en la ruina. Por otro lado el Secretario de Relaciones Exteriores estaba más bien complacido consigo mismo. Pensaba que había quedado bastante bien. El Ministro de Defensa pensó que todo el asunto era una tormenta en una taza de té y que en cualquier caso no tenía definitivamente nada que hacer con su departamento. Se preguntó por qué habría sido llamado a la reunión.

El Secretario de Interior, por otra parte, estaba muy contento de haber sido citado y muy agradado por permanecer con el Primer Ministro discutiendo todavía el asunto.

—Estoy seguro —dijo—, que podremos exhumar alguna ley que nos permita detenerlos a ambos, el Astrónomo Real y el hombre de Cambridge.

—También yo estoy seguro de eso —respondió el Primer Ministro—, no es por nada que el Libro de Decretos abarca tantos siglos hacia atrás. Pero sería mucho mejor que pudiéramos manejar este asunto con tacto. Ya he tenido oportunidad de conversar con el Astrónomo Real. Traté de hacerle hablar y por lo que dijo pienso que podemos estar seguros de su discreción. Pero por algunas cosas que se le escaparon se me ocurre que puede ser distinto con el doctor Kingsley. De todos modos es evidente que debemos comunicarnos con el doctor Kingsley, en seguida.

—Enviaré a alguien inmediatamente a Cambridge.

—No alguien, tiene que ir usted mismo. El doctor Kingsley estará, hum, digamos halagado si va usted en persona a verlo. Llámelo por teléfono diciéndole que estará en Cambridge mañana por la mañana y que le gustaría consultarle acerca de una cuestión importante. Supongo que eso será muy eficaz y de ese modo todo será mucho más simple.

Kingsley estuvo extremadamente ocupado desde el momento que volvió a Cambridge.

Utilizó bien los pocos días que transcurrieron antes de que comenzaran a girar las ruedas políticas. Envió al exterior muchas cartas, todas registradas cuidadosamente. Un observador hubiera notado especialmente las dos dirigidas a Greta Johannsen de Oslo y la señorita Yvette Hedelfort de la Universidad de Clermont-Ferrand, por ser éstas las dos únicas corresponsales femeninas de Kingsley. Tampoco hubiera pasado inadvertida una carta dirigida a Alexis Iván Alexandrov. Kingsley esperaba que llegara a su destino, pero nunca se podía estar seguro de nada enviado a Rusia. Es cierto que los hombres de ciencia rusos y occidentales ideaban caminos y medios para poder intercambiar correspondencia, cuando se encontraban en conferencias internacionales. También es verdad que el secreto de esos caminos y medios se guardaba muy bien aunque era conocido por muchas personas. Muchas cartas pasaban con éxito a través de todas las censuras. Pero uno nunca podía estar completamente seguro. Kingsley esperó lo mejor.

Sin embargo su principal interés se centraba en el departamento de radioastronomía.

Encargó a John Marlborough y sus colegas intensas observaciones de la Nube que se acercaba, al sur de Orión. Requirió un buen esfuerzo de persuasión ponerlos a trabajar en eso. El equipo de Cambridge (para trabajo de 21 cm.) recién se había instalado y había muchas otras observaciones que Marlborough quería realizar. Pero Kingsley consiguió eventualmente dirigirlos por su propio camino sin revelar sus propósitos reales. Y una vez que los radioastrónomos hubieron comenzado con la Nube los resultados que consiguieron fueron tan asombrosos que Marlborough no necesitó ser persuadido para continuar. Muy pronto su equipo estaba trabajando veinticuatro horas por día. Kingsley se encontró con que le era difícil alcanzar a reducir los resultados y obtener toda su significación.

Marlborough estaba excitado y gozoso cuando almorzó con Kingsley el cuarto día.

Juzgando que el momento era oportuno, Kingsley señaló:

—Está claro que deberíamos tratar de publicar este nuevo material bastante pronto.

Pero pienso que sería conveniente que alguien lo confirmara. He estado pensando si alguno de nosotros no debería escribir a Leicester.

Marlborough tragó el anzuelo.

—Buena idea —dijo—. Le voy a escribir yo. Le debo una carta y hay algunas otras cosas de las que quiero hablarle.

Lo que Marlborough quería realmente decir era, como bien sabía Kingsley, que Leicester no era el único pez en el mar a pesar de haberle ganado recientemente en una o dos cuestiones, y ésta era la oportunidad que estaba esperando.

Marlborough escribió realmente a Leicester en la Universidad de Sydney, Australia, y lo mismo hizo Kingsley (aunque sin que lo supiera Marlborough). Ambas cartas contenían material muy similar, pero la de Kingsley tenía además varias referencias indirectas, referencias que hubieran significado mucho para cualquiera que conociera la amenaza de la Nube, que por supuesto no era el caso de Leicester.

Cuando Kingsley volvió al Colegio después de su clase de la mañana siguiente un excitado ordenanza le dijo siguiéndolo:

—Doctor Kingsley, señor, hay un mensaje importante para usted.

Era del Secretario de Interior y decía que estaría honrado si el Profesor Kingsley le concediera una entrevista esa tarde a las tres. «Demasiado tarde para el almuerzo y demasiado temprano para el té, pero él probablemente espera sacar un buen bocado de todo esto», pensó Kingsley.

El Secretario de Interior fue puntual, extremadamente puntual. El reloj de Trinity daba las tres cuando el mismo ordenanza, todavía excitado, lo introducía en las habitaciones de Kingsley.

—El Secretario de Interior, señor —anunció con un tono de grandeza.

El Secretario de Interior fue simultáneamente brusco y de un tacto sutil. Fue directamente al asunto. Era natural que el Gobierno se hubiera sorprendido y quizá alarmado un poco por el informe que habían recibido del Astrónomo Real. Era ampliamente sabido cuánto debía el informe a los sutiles poderes deductivos del Profesor Kingsley. Él, el Secretario de Interior, había venido especialmente a Cambridge con un doble propósito: felicitar al Profesor Kingsley, por la rapidez de su análisis de los extraños fenómenos que habían llegado a su conocimiento y decirle que el Gobierno apreciaría mucho estar en permanente contacto con el Profesor Kingsley para poder tener todos los beneficios de su consejo.

Kingsley sintió que lo único que podía hacer era poner escrúpulos ante los elogios y ofrecer, con las mejores manera de que pudiera hacer gala, toda la ayuda que pudiera dar.

El Secretario de Interior expresó su agrado y luego añadió, casi como una reflexión, que el mismo Primer Ministro había considerado con mucho cuidado lo que el Profesor Kingsley podía pensar como un punto sin importancia pero que él, el Secretario de Interior, creía sin embargo era un asunto algo delicado: que por ahora el conocimiento de la situación debía limitarse estrictamente a unos pocos selectos, en realidad al Profesor Kingsley, el Astrónomo Real, el Primer Ministro, y el Gabinete del cual él, el Secretario de Interior, era considerado miembro en cuanto a este asunto.

«Diablo mañoso», pensó Kingsley, «me ha llevado justo adonde yo no quería. Sólo puedo salir de esto siendo condenadamente rudo, y en mi propia casa además. Trataré de que las cosas vayan subiendo de tono poco a poco».

Dijo en voz alta:

—Por supuesto que comprendo y aprecio la naturaleza de su deseo de mantener el secreto. Pero existen dificultades que pienso deberían considerarse. Primero, hay poco tiempo: dieciséis meses no es mucho. Segundo, hay muchas cosas que necesitamos saber con urgencia acerca de la Nube. Tercero, esas cosas no podrán ser halladas manteniendo el secreto. Es imposible que el Astrónomo Real y yo podamos hacer todas las cosas solos. Cuarto, de todas maneras el secreto sólo puede ser temporario. Otras personas pueden razonar del mismo modo que lo indicado en el informe del Astrónomo Real. Como máximo usted puede esperar uno o dos meses de gracia. De cualquier manera al finalizar el otoño la situación va a ser clara para cualquiera que se moleste en mirar al cielo.

—Usted me ha comprendido mal, doctor Kingsley. Yo me refería explícitamente al presente inmediato de ahora. Una vez que formulemos nuestra política intentaremos ir adelante a toda máquina. A todos los que sea necesario informar acerca de la Nube lo serán. No habrá silencio innecesario. Todo lo que solicitamos es una seguridad estricta durante el lapso que necesitamos para completar nuestros planes. Es natural que no deseemos que el asunto sea de conocimiento público antes de que hayamos podido reunir nuestras fuerzas, si se me permite utilizar ese término militar en conexión con esto.

—Lamento mucho decir, señor, que todo esto no me parece muy bien considerado. Usted habla de formular una política y luego marchar adelante. Esto es como poner el carro delante del caballo. Le aseguro que es imposible formular ninguna política válida hasta que tengamos otros datos en nuestras manos. Por ejemplo no sabemos de si la Nube va a envolver o no a la Tierra. No sabemos si la materia que compone la Nube es tóxica. La tendencia inmediata es pensar que la temperatura va a descender mucho cuando llegue la Nube, pero no es posible que ocurra lo contrario. Puede hacer demasiado calor. Hasta que todos esos factores se conozcan, cualquier política en un sentido social no tiene sentido. La única política posible es recoger todos los datos importantes con el menor retardo posible, y esto, repito, no puede hacerse mientras se mantenga un secreto realmente estricto.

Kingsley se preguntó cuánto tiempo continuaría esta especie de conversación tipo siglo dieciocho. ¿Tendría que poner la pava para el té?

Empero el clímax se aproximaba rápidamente. Ambas personas eran mentalmente muy distintas para que fuera posible una conversación de más de media hora entre ellas.

Cuando el Secretario de Interior hablaba, su objetivo era conseguir que su interlocutor reaccionara de acuerdo con algún plan preestablecido. No le importaba cómo sucediera esto mientras tuviera éxito. Cualquier cosa servía como grano para su molino: el halago, la aplicación de una psicología de sentido común, la presión social, alimentar una ambición o amenazas directas. Por lo común hallaba, como otros administradores, que los argumentos que contenían una profunda raíz emocional pero envueltos en términos que parecieran lógicos tenían éxito. No sabía usar una lógica estricta. Por otra parte para Kingsley la lógica estricta era todo o casi todo.

Entonces el Secretario de Interior cometió un error.

—Mi estimado profesor Kingsley, temo que usted nos valore demasiado poco. Usted puede estar seguro de que cuando hagamos nuestros planes estaremos preparados para lo peor que pueda ocurrimos.

Kingsley dio un salto.

—Entonces me temo de que ustedes se estén preparando para una situación en la que cada hombre, mujer y niño encontrarán su muerte y en la que ningún animal ni planta permanecerá con vida. ¿Puedo preguntar simplemente qué forma va a tomar esa política?

El Secretario de Interior no era hombre de ofrecer una defensa firme para un argumento en derrota. Cuando un argumento lo llevaba a una impasse embarazosa cambiaba simplemente el tema y no volvía a referirse de nuevo al asunto. Juzgó que había llegado el momento de cambiar el estilo y aquí cometió su segundo y más grande error.

—Profesor Kingsley, he estado tratando de presentarle las cosas de un modo razonable, pero siento que usted me lo hace demasiado difícil. De manera que es necesario hablar claro. No necesito decirle que si esta historia suya se hace pública habrá ciertamente graves repercusiones.

Kingsley gruñó:

—Mi estimado amigo —dijo—, es realmente terrible. ¡Por cierto que graves repercusiones! Pienso que se producirán graves repercusiones especialmente el día que el Sol desaparezca. ¿Cuál es el plan de su Gobierno para detener eso?

Le costó trabajo al Secretario de Interior mantener la serenidad.

—Usted procede con la presunción de que el sol va a desaparecer, como usted dice. Le diré con franqueza que el Gobierno ha hecho una investigación y no estamos del todo satisfechos con la exactitud de su informe.

Kingsley dio un paso en falso.

—¡Qué!

El Secretario de Interior se hizo firme con esa ventaja.

—Quizá no se le haya ocurrido esa posibilidad, Profesor Kingsley. Supongamos, digo supongamos, que todo el asunto se resuelva en nada, que sea una tormenta en un vaso de agua, una quimera. ¿Puede imaginarse cuál sería su posición, profesor Kingsley, si fuera responsable por la alarma pública sobre algo que se resolvería en meras aguas de borrajas? Puedo asegurarle muy solemnemente que el asunto podría tener una sola terminación, una muy seria terminación.

Kingsley se recuperó algo. Sentía que la explosión crecía dentro de él.

—No puedo decirle lo agradecido que estoy de su interés por mí. También estoy no poco sorprendido de la evidente penetración del Gobierno para con nuestro informe. Por cierto, para ser franco, estoy asombrado. Es una lástima que ustedes no muestren la misma penetración en asuntos sobre los que podrían reclamar un menor conocimiento de aficionados.

El Secretario de Interior no vio ninguna razón para atenuar las cosas. Se levantó de su sillón, tomó su sombrero y su bastón y dijo:

—Cualquier revelación que haga, doctor Kingsley, será considerada por el gobierno como una seria contravención de la ley de Secretos Oficiales. En estos últimos años hemos tenido algunos casos en que hombres de ciencia se han puesto por encima de la ley y de los intereses públicos. Usted sabrá lo que pasó con ellos. Le deseo buenas tardes.

Por primera vez la voz de Kingsley tomó un tono duro y de orden.

—¿Y puedo señalarle, señor Secretario de Interior, que cualquier intento de parte del Gobierno para interferir con mi libertad de movimiento destruirá con absoluta seguridad cualquier posibilidad que ustedes tengan de mantener el secreto? Mientras este asunto no sea conocido por el público en general, ustedes están en mis manos.

Cuando el Secretario de Interior se hubo retirado Kingsley se hizo una mueca ante el espejo.

«Pienso que estuve bastante bien en esa parte, pero hubiera deseado que no ocurriera en mis habitaciones».

Los hechos se sucedieron ahora rápidamente. Por la noche llegó a Cambridge un grupo de hombres pertenecientes al M.I.5. Revisaron las habitaciones de Kingsley mientras cenaba en el comedor del Colegio. Descubrieron y copiaron una larga lista de sus corresponsales. Recogieron en el Correo una lista de las cartas enviadas por Kingsley desde su regreso de los Estados Unidos. Esto pudieron hacerlo pues las cartas habían sido registradas. De éstas sólo una era posible que estuviera aún en tránsito, la enviada al doctor H. C. Leicester de la Universidad de Sydney. Se enviaron cables urgentes desde Londres. Consiguieron interceptar la carta en Darwin, Australia. Su contenido se telegrafió a Londres, en código.

A las diez en punto de la mañana siguiente hubo una reunión en el número 10 de Downing Street. Se hallaban allí el Secretario de Interior, Sir Harold Standard, jefe del M.I.5, Francis Parkinson, y el Primer Ministro.

—Bien, caballeros —comenzó el Primer Ministro—, ustedes han tenido una amplia oportunidad para estudiar los hechos del caso y se me ocurre que estamos todos de acuerdo en que hay que hacer algo acerca de este hombre, Kingsley. La carta enviada a la URSS y el contenido de la carta interceptada no nos dejan más alternativa que actuar con rapidez.

Los demás asintieron sin comentarios.

—El problema que tenemos que decidir ahora —prosiguió el Primer Ministro— es la forma en que se debe llevar a cabo esa acción.

El Secretario de Interior no tenía dudas acerca de su propia opinión. Estaba por que se lo encarcelara en seguida.

—No creo que tengamos que tomar muy en serio la amenaza de Kingsley de una exposición pública. Podemos cerrar todas las vías de comunicación. Y aunque podamos sufrir algún daño su amplitud será limitada y probablemente estará muy, por debajo del que podemos recibir si intentamos cualquier forma de compromiso.

—Estoy de acuerdo en que podemos cerrar todas la vías de comunicación aparentes —dijo Parkinson—. Lo que no me satisface es que podamos cerrar las vías no aparentes. ¿Puedo hablar con franqueza, señor?

—¿Por qué no? —preguntó el Primer Ministro.

—Bueno, yo me sentía algo intranquilo en nuestra última reunión acerca de mi informe sobre Kingsley. Yo dije que muchos hombres de ciencia lo consideran como inteligente pero no totalmente sano, y al decir eso estaba citándolos correctamente. Lo que no dije es que ninguna profesión está más infiltrada por los celos que la profesión científica, y los celos no permitirán que nadie sea a la vez brillante y sano. Con franqueza, señor, no creo que haya muchas posibilidades de que el informe del Astrónomo Real se encuentre equivocado en ninguna parte sustancial. —¿Y adonde nos lleva todo esto?

—Bueno, señor, yo he estudiado el informe con mucha atención y pienso que tengo una idea clara de los caracteres y capacidades de los hombres que lo firmaron. Y simplemente no creo que nadie con la inteligencia de Kingsley tuviera la menor dificultad en exponer la situación si realmente lo quisiera. Si pudiéramos tender una red a su alrededor muy lentamente, en un período de varias semanas, en tal forma que no tuviera la menor sospecha, quizá tuviéramos éxito. Pero con seguridad que él ha pensado que lo podemos detener. Me gustaría preguntarle a Sir Harold acerca de esto. ¿Es posible que Kingsley deje escapar algo si lo arrestamos de repente?

—Temo que lo que dice el señor Parkinson es bastante correcto —comenzó Sir Harold—. Podríamos detener todas las cosas acostumbradas, filtraciones en la prensa, la radio, nuestra radio. Pero ¿podríamos detener una filtración en Radio Luxemburgo o en cualquier otra de una veintena de posibilidades? Es indudable que sí, si tuviéramos tiempo, pero no de la noche a la mañana me temo. Y otra cuestión —prosiguió—, es que este asunto se propagaría como fuego entre combustibles si llegara a saberse, aún sin la ayuda de la radio ni los periódicos. Se propagaría como una reacción en cadena de las que oímos hablar tanto en nuestros días. Sería muy difícil precaverse contra esas filtraciones pues podrían ocurrir en cualquier sitio. Kingsley, puede haber depositado un documento en cualquier lugar entre mil posibles habiendo dispuesto que el documento sea leído en cierta fecha a menos que él de instrucciones en contra. Ustedes saben, la manera usual de hacerlo. O también puede haber hecho algo no tan común.

—Lo que parece estar de acuerdo con la opinión de Parkinson —interrumpió el Primer Ministro—. Ahora, Francis, veo que tiene alguna idea escondida en la manga. Oigámosla.

Parkinson explicó un proyecto que pensó que podría andar. Después de discutirlo un rato se decidió probarlo, ya que si iba a ser de alguna utilidad tendrían que serlo inmediatamente. Y si no resultaba se podía volver al plan del Secretario de Interior. Se levantó la reunión. A continuación hubo un llamado a Cambridge por teléfono. ¿Querría ver el Profesor Kingsley al señor Francis Parkinson, Secretario del Primer Ministro, esa tarde a las tres? El Profesor Kingsley querría. De modo que Parkinson viajó a Cambridge.

Fue puntual y era introducido en las habitaciones de Kingsley en el momento que el reloj daba las tres en el Trinity.

—Ah —murmuró Kingsley cuando se dieron la mano—, demasiado tarde para el almuerzo y demasiado temprano para el té.

—¿Usted no me va a echar tan rápido, verdad? —dijo Parkinson con una sonrisa.

Kingsley era bastante más joven de lo que Parkinson había esperado, quizá de treinta y siete o treinta y ocho años. Había pensado en un hombre alto y delgado y acertó en esto, pero lo que no había supuesto era la notable combinación de cabello negro con asombrosos ojos azules, bastante asombrosos aun en una mujer. Por cierto que Kingsley no era la clase de persona que uno olvidaría.

Parkinson acercó un sillón al fuego, se ubicó cómodamente y dijo:

—Conozco toda la conversación mantenida ayer entre usted y el Secretario de Interior, ¿puedo decirle que los desapruebo por completo a los dos?

—No había otro final posible —respondió Kingsley.

—Puede ser, pero sin embargo es lamentable. Desapruebo todas las discusiones en las que ambas partes toman posiciones no comprometidas.

—No sería difícil adivinar su profesión, señor Parkinson.

—Puede ser. Pero para serle franco estoy asombrado que una persona de su posición haya adoptado una actitud tan intransigente.

—Me gustaría saber qué clase de compromiso podía adquirir yo.

—Es exactamente lo que vengo a decirle. Para mostrarle cómo debe hacerlo le diré primero cuál va a ser mi compromiso. Perdón, pero usted habló de una taza de té hace un rato. ¿Tenemos que poner la tetera? Esto me recuerda mis días de Oxford y una cantidad de cosas nostálgicas. Ustedes no saben lo felices que son aquí en la Universidad.

—¿Alude usted al apoyo financiero otorgado por el Gobierno a las Universidades? —gruñó Kingsley al volver a sentarse.

—Estoy lejos de ser tan poco delicado, aunque el Secretario de Interior lo mencionó en realidad esta mañana.

—Apuesto que sí. Pero todavía estoy esperando que me diga cuál es el compromiso que yo debía haber adquirido. ¿Está usted seguro que «compromiso» y «capitulación» no son sinónimos en su vocabulario?

—De ninguna manera. Déjeme probarle mi posición mostrándole la forma en que estamos dispuestos a comprometernos.

—¿Usted o el Secretario de Interior?

—El Primer Ministro.

—Ya veo.

Kingsley se ocupó de las cosas del té. Cuando hubo terminado, Parkinson comenzó:

—Bueno, en primer lugar pido disculpas por cualquier duda que el Secretario de Interior haya mencionado acerca de su informe. En segundo lugar, estoy de acuerdo en que nuestro primer paso deber ser la acumulación de datos científicos. Estoy de acuerdo que debemos adelantar lo más rápido posible y que todos los hombres de ciencia que se requieren para hacer alguna contribución deben ser informados completamente de la situación. En lo que no estoy de acuerdo es que se informe a cualquier otra persona del asunto en el estado en que se encuentra. Ese es el compromiso que le pido.

—Señor Parkinson, admiro su candidez pero no su lógica. Lo desafío a que me presente una sola persona que haya sabido por mí la amenaza que se cierne con la Nube. ¿Cuántas personas lo han sabido de usted, señor Parkinson, y del Primer Ministro?

Siempre estuve contra el Astrónomo Real en su deseo de informarles a ustedes pues sabía que no podían mantener nada realmente secreto. En este momento desearía de todo corazón haberlo convencido.

Parkinson pisó en falso.

—¿Pero usted no niega haber escrito una carta sumamente reveladora al doctor Leicester de la Universidad de Sydney?

—Por cierto que no lo niego. ¿Por qué tendría que hacerlo? Leicester no sabe nada de la Nube.

—Pero se habría enterado si la carta hubiera llegado.

—Sis y peros son asuntos de los políticos, señor Parkinson. Como hombre de ciencia yo tengo que ver con hechos y no con motivos, sospechas y naderías fantasmagóricas. Debo insistir en que el hecho es que nadie se ha enterado de nada importante concerniente a este asunto de parte mía. El verdadero charlatán ha sido el Primer Ministro. Se lo advertí al Astrónomo Real que iba a pasar eso pero no me quiso creer.

—Usted no respeta mucho mi profesión, ¿verdad Profesor Kingsley?

—Ya que es usted quien desea oír las cosas con franqueza, le diré que no. Considero a los políticos más o menos como a los instrumentos del tablero en mi automóvil. Me dicen lo que está sucediendo en la máquina del estado, pero no lo controlan.

De pronto Parkinson se dio cuenta de que Kingsley le estaba tomando el pelo sin compasión. Comenzó a reírse. Kingsley lo siguió. Las relaciones entre ambos no volvieron a tener dificultades.

Luego de la segunda taza de té y de conversar un rato de cosas generales Parkinson volvió al asunto.

—Déjeme plantear mi punto de vista, y esta vez no me la va a pegar. La forma en que usted está recogiendo información científica no es la más rápida, ni la que nos da a nosotros mayor seguridad, interpretando la palabra seguridad en un sentido amplio.

—No tengo un camino mejor abierto para mí, señor Parkinson, y no necesito recordarle a usted que el tiempo es precioso.

—Puede no haber un camino mejor abierto para usted en este momento, pero puede encontrarse uno mucho mejor.

—No entiendo.

—Lo que quiere el Gobierno es reunir a todos los hombres de ciencia que deban conocer completamente los hechos. Entiendo que usted ha estado trabajando recientemente con un señor Marlborough del grupo de radioastrónomos de aquí. Acepto sus seguridades que usted no ha dado información esencial al señor Marlborough, ¿pero no sería mucho mejor si se pudiera llegar a un acuerdo para poder darle a él toda la información?

Kingsley recordó las dificultades iniciales que había tenido con el grupo de radioastronomía.

—Es indudable.

—Entonces estamos de acuerdo en eso. Nuestro segundo punto es que Cambridge, ni ninguna otra Universidad por cierto, es el sitio adecuado para llevar adelante estas investigaciones. Usted forma parte aquí de una comunidad integrada y no puede tener esperanzas de combinar simultáneamente el secreto y la libertad de palabra. Usted no puede formar un grupo dentro de un grupo. El procedimiento correcto es formar un establecimiento completamente nuevo, una nueva comunidad especialmente diseñada para hacerse cargo de la emergencia y a la que se le darían todas las facilidades.

—Como Los Alamos por ejemplo.

—Eso es. Si usted piensa sin prejuicios acerca de esto tiene que estar de acuerdo en que no hay otra forma posible.

—Quizá tenga que recordarle que Los Alamos se encuentra situado en un desierto.

—No habría ningún problema para ponerlo a usted en un desierto.

—¿Y dónde nos pondrían a nosotros? ¿Sabe que poner es un verbo delicioso?

—Pienso que no tendrían motivo de queja. El Gobierno está terminando la conversión de una casa solariega del siglo dieciocho, muy agradable, en Nortonstowe.

—¿Dónde queda eso?

—En Cotswolds, sobre terrenos altos al noroeste de Cirencester.

—¿Por qué y cómo la están transformando?

—La intención era hacer una Escuela de Investigación Agrícola. A una milla de la casa hemos construido una nueva finca para alojar al equipo, jardinero, peones, dactilógrafos, etc. Le aseguro que les daríamos todas las facilidades y puedo afirmar con mucha sinceridad que lo haríamos.

—¿Las personas de la Escuela no van a decir nada si los sacan de allí y nos ponen a nosotros?

—No hay dificultades para eso. No todos opinan del Gobierno tan irrespetuosamente como usted.

—No, es una lástima. Supongo que las próximas listas de honor tomarán eso en cuenta. Pero hay dificultades en las que ustedes no han pensado. Se necesitarán instrumentos científicos, un radiotelescopio por ejemplo. Se tardó un año en levantar el que está aquí. ¿Cuánto tiempo se tardaría en trasladarlo?

—¿Cuántos hombres se emplearon para construirlo?

—Quizá un par de docenas.

—Utilizaremos mil, diez mil si hace falta. Garantizamos que trasladaremos y reconstruiremos cualquier instrumento que usted piense que es necesario dentro de un período razonable, digamos dos semanas. ¿Hay otros instrumentos de gran tamaño?

—Necesitamos un buen telescopio óptico, aunque no es necesario que sea muy grande.

El nuevo Schmidt que hay aquí en Cambridge sería muy conveniente, pero cómo van a hacer para convencer a Adams que lo ceda es algo que no se me ocurre. Le costó años conseguirlo.

—Creo que no habrá grandes problemas por ese lado. No tendrá inconvenientes en esperar seis meses un telescopio mejor y más grande.

Kingsley agregó unos leños al fuego y volvió a su sillón.

—Dejemos de hacer esgrima en torno a esta posición —dijo—, ustedes quieren que yo me deje encerrar en una jaula, aunque sea una jaula dorada. Ese es el compromiso que quieren de mí, un compromiso demasiado grande. Ahora debemos considerar el compromiso que yo quiero de ustedes.

—Creo que es lo que hemos estado haciendo.

—Sí, pero de una manera muy vaga. Quiero que todo esté muy claro. Primero, yo podré reclutar el equipo de este sitio, Nortonstowe, podré ofrecer los salarios que me parezcan razonables utilizando los argumentos que puedan parecer adecuados, ¡excepto divulgar el estado real de las cosas! Segundo, que allí no habrá, repito no, miembros de la administración civil y que no habrá relaciones políticas excepto a través de usted mismo. —¿A qué debo esta excepcional distinción?

—Al hecho de que aunque pensamos diferente y servimos a distintos amos tenemos suficiente terreno común como para poder hablar juntos. Esta es una rareza que no es probable que se repita.

—Por cierto que me siento halagado.

—Entonces no me comprende. Estoy hablando con toda la seriedad que me es posible.

Le digo con toda solemnidad que si yo y mis compañeros encontramos algún caballero de la variedad proscripta en Nortonstowe lo arrojaremos literalmente de allí. Si esto es impedido por la acción de la policía o si la variedad proscripta es tan densa sobre el terreno que no podemos arrojarlos, entonces le advierto con la misma solemnidad que no conseguirá ni siquiera un gruñido de cooperación de parte nuestra. Si usted piensa que hago demasiado hincapié en este asunto entonces le diré que lo hago debido a que sé lo exageradamente tontos que pueden ser los políticos.

—Gracias.

—De nada. Quizá ahora podamos llegar a la tercera etapa. Necesitamos papel y lápiz para eso. Quiero que anote en detalle cada ítem del equipo que debe estar allá antes de que yo vaya a Nortonstowe, para que no exista ninguna posibilidad de error. Ratifico que el equipo debe llegar a Nortonstowe antes que yo. No aceptaré la excusa de que ha habido una demora imprevista y que una cosa u otra llegará dentro de pocos días. Tome, aquí tiene papel, comience a escribir.

Parkinson volvió a Londres llevando una larga lista de cosas. A la mañana siguiente tuvo una conversación importante con el Primer Ministro.

—¿Y bien? —dijo el Primer Ministro.

—Sí y no —fue la respuesta de Parkinson—. Tuve que prometer que pondría el sitio en condiciones como un establecimiento científico regular.

—Eso no es una desventaja. Kingsley tenía mucha razón al decir que necesitamos más hechos, y cuanto más pronto los consigamos mejor.

—No lo dudo, señor. Pero hubiera preferido que Kingsley no hubiera pretendido ser una figura tan importante en el nuevo establecimiento.

—¿No es bueno él? ¿Podríamos conseguir alguien mejor?

—Oh, como hombre de ciencia es bastante bueno. No es eso lo que me preocupa.

—Sé que hubiera sido mucho mejor si hubiéramos tenido que trabajar con una persona de tipo más dócil. Pero sus intereses parecen coincidir bastante con los nuestros. Con tal que no se ponga terco cuando encuentre que no puede salir de Nortonstowe.

—Oh, es muy realista acerca de eso. Lo utilizó como un punto fuerte para realizar el acuerdo.

—¿Cuáles eran las condiciones?

—La principal es que no habrá miembros de la administración civil y ningún lazo político excepto a través de mí.

El Primer Ministro rió.

—Pobre Francis, ahora veo cuál es el inconveniente. Ah bueno, en cuanto a los miembros de la administración eso no importa, de las relaciones políticas se verá lo que se verá. ¿Algún intento de establecer salarios… digamos, astronómicos?

—De ninguna manera, excepto que Kingsley quiere utilizar los salarios para convencer a ciertas personas de que vayan a Nortonstowe, hasta que les pueda explicar la verdadera razón.

—¿Entonces cuál es el problema?

—Nada explícito que pueda puntualizar, pero recibí una especie de sensación de intranquilidad. Hay una cantidad de pequeños puntos que aisladamente parecen insignificantes pero que al unirlos son perturbadores.

—¡Vamos, Francis, diga de qué se trata!

—En términos generales diría que tengo la sensación de que la maniobra la ha realizado él con nosotros y no al revés.

—No entiendo.

—Yo tampoco en realidad. Si uno lo mira todo parece correcto, ¿pero lo es en realidad?

Considerando el nivel de inteligencia de Kingsley, ¿no era un poco demasiado conveniente que se tomara el trabajo de registrar esas cartas?

—Puede haber sido un ordenanza el que las envió.

—Puede ser, pero entonces Kingsley tenía que darse cuenta de que el ordenanza las iba a registrar Luego la carta a Leicester. Casi me parece que Kingsley esperaba que la interceptáramos, como si hubiera querido forzarnos la mano. ¿Y no trató un poco demasiado bruscamente al viejo Harry (el Secretario de Interior)? Y mire estas listas. Son increíblemente detalladas, como si todo hubiera sido pensado antes. Puedo entender los requerimientos en alimentos y combustible, ¿pero por qué esta enorme cantidad de equipos para remover tierra?

—No tengo la menor idea.

—Pero Kingsley la tiene pues ya ha pensado bastante en esto.

—Mi estimado Francis, ¿qué importa cuánto haya pensado él en esto? Lo que queremos es reunir un equipo de científicos altamente calificados, aislarlos y mantenerlos felices. Si Kingsley se queda feliz con esas listas, démosle ese material. ¿Por qué tendríamos que preocuparnos?

—Bueno, hay una cantidad de equipo electrónico aquí, una considerable cantidad.

Podría utilizarse para realizar trasmisiones por radio.

—Entonces usted tacha eso ahora y aquí. ¡Eso no puede tenerlo!

—Un momento, señor, eso no es todo. Yo sospechaba de este material de manera que pedí algunos consejos, de gente capaz, creo. La cuestión es ésta. Cada trasmisión de radio tiene lugar en una especie de código que debe ser interpretado en el extremo receptor. En este país la forma normal de codificar se conoce por el nombre técnico de modulación de amplitud, aunque la BBC ha estado utilizando también recientemente una forma de codificación algo diferente conocida como modulación de frecuencia.

—Ah, eso es la modulación de frecuencia, ¿no? He oído hablar a muchas personas de eso.

—Sí, señor. Bueno, aquí está el asunto. El tipo de trasmisión que este equipo de Kingsley puede realizar estaría en una forma de código completamente nueva, un código que no podría ser interpretado sino por un instrumento receptor diseñado especialmente. De modo que aunque quisiera enviar algún mensaje nadie podría recibirlo.

—¿Excepto si tuviera el receptor especial?

—Exacto. Bueno, ¿le autorizamos a Kingsley su equipo electrónico o no?

—¿Qué razones da para pedirlo?

—Para radioastronomía. Para observar esta Nube por radio.

—¿Podría utilizarse para eso?

—Oh, sí.

—Entonces, ¿cuál es el problema, Francis?

—Es que justamente se pide en una cantidad espantosa. Admito que no soy un científico, pero no me puedo tragar que esta cantidad de material sea realmente necesaria. Bueno, ¿se la autorizamos o no?

El Primer Ministro pensó algunos minutos.

—Compruebe con cuidado el consejo que ha recibido acerca de esto. Si lo que usted ha dicho del código es cierto, déjeselo. En realidad este asunto de las transmisiones puede resultar una ventaja. Francis, ¿usted ha estado pensando hasta ahora en todo esto desde un punto de vista nacional, en oposición a internacional, quiero decir?

—Si, ¿por qué señor?

—He pensado en los aspectos más amplios. Los americanos deben encontrarse embarcados en el mismo bote que nosotros. Es casi seguro que están pensando en formar un establecimiento similar a Nortonstowe. Pienso que trataré de persuadirlos de la ventaja de un solo esfuerzo en cooperación.

—Pero ¿no significará eso que nosotros tendremos que ir allá y no venir ellos acá? —dijo Parkinson poco gramaticalmente—. Considerarán que sus hombres son mejores que los nuestros.

—Quizá no en este campo de, hum, radioastronomía, en el que creo que nosotros y los australianos rayamos muy alto. Ya que la radioastronomía parece ser de importancia clave en este asunto utilizaré la radioastronomía como un fuerte apoyo para lograr un acuerdo.

—Seguridad —gruñó Parkinson—. Los norteamericanos piensan que nosotros no tenemos seguridad y a veces pienso que no están lejos de lo cierto.

—Superado por la consideración de que nuestra población es más flemática que la de ellos. Sospecho que la Administración americana puede considerar ventajoso que todos los científicos trabajando en este asunto estén lo más lejos posible de ellos. De otro modo estarán todo el tiempo sentados sobre un barril de pólvora. Las comunicaciones era lo que me resultaba difícil hasta hace unos momentos. Pero si pudiéramos establecer una línea directa de Nortonstowe a Washington utilizando ese nuevo código que usted decía, eso podría resolver el problema. Apuraré esto enérgicamente.

—Usted se refirió a aspectos internacionales hace un momento. ¿Quiso decir internacional realmente o angloamericano?

—Quise decir internacional, por lo menos los radioastrónomos australianos. Y no veo que las cosas puedan quedar entre nosotros y los norteamericanos durante mucho tiempo. Las cabezas de Gobiernos deberán ser puestas en conocimiento, hasta los Soviets. Luego dejaré caer algunas insinuaciones de que un tal Kingsley ha estado enviando cartas a un doctor fulano y un doctor mengano discutiendo detalles de la cuestión y que en consecuencia nos hemos visto obligados a confinar a Kingsley en un sitio llamado Nortonstowe. Diré también que si los doctores fulano y mengano son enviados a Nortonstowe cuidaremos gustosos que no causen trastornos a sus respectivos Gobiernos.

—¡Pero los Soviets no van a entrar con eso!

—¿Por qué no? Hemos visto nosotros mismos en qué medida puede ser molesto un conocimiento que escapa al Gobierno. ¿Qué no hubiéramos dado ayer para conseguir librarnos de Kingsley? Quizá usted todavía quiera sacárselo de encima. Ellos van a enviarnos a esas personas a la velocidad que pueda traerlos un avión.

—Es posible. ¿Pero por qué tomarnos tanto trabajo, señor?

—Bueno, ¿no ha pensado usted que Kingsley puede haber estado seleccionando su equipo? ¿Que esas cartas registradas eran su modo de hacerlo? Creo que va a ser importante para nosotros tener el equipo más poderoso posible. Tengo la sospecha de que en los próximos días es posible que Nortonstowe sea más importante que las Naciones Unidas.