VII - Llegada
Desde fines de julio se mantuvo una guardia nocturna en el refugio de Nortonstowe.
Joe Stoddard estaba en la nómina como era natural pues su trabajo de jardinero había cesado por el momento. La jardinería no es una actividad que convenga al clima tropical.
Ocurrió que la noche de observación de Joe correspondió al 27 de agosto. No tuvo lugar ninguna acción dramática. Sin embargo a las 7.30 de la mañana siguiente Joe golpeó tímidamente a la puerta de la habitación de Kingsley. La noche anterior, Kingsley, acompañado de otros ilustres varones, había bebido en forma algo excesiva. De manera que al principio apenas se dio cuenta que Joe trataba de transmitirle algún mensaje.
Gradualmente advirtió que el alegre jardinero estaba desusadamente solemne.
—No está ahí, señor, no está ahí. —¿Qué es lo que no está ahí? Por amor de Dios, vaya y tráigame una taza de té. Tengo la boca como el piso de la jaula de un loro—. ¡Una taza de té, señor! —Joe titubeó pero se mantuvo estólido sobre el terreno—. Sí señor. Sólo que usted dijo que yo tenía que comunicarle cualquier cosa desusada y realmente no está ahí.
—Joe, a pesar de lo mucho que lo estimo, le digo muy solemnemente que lo destripo, ahora y aquí, a menos que me diga qué es lo que no está ahí. —Kingsley habló en voz alta y despacio—. ¿Qué es lo que no está ahí?
—¡El día, señor! ¡No hay sol!
Kingsley miró su reloj. Era alrededor de las 7.42, mucho después del amanecer en agosto. Salió corriendo del refugio al exterior. Estaba completamente oscuro, ni siquiera atenuado por la luz de las estrellas que no podían penetrar la gruesa capa de la Nube.
Parecía estar presente un temor primitivo irracional. Había desaparecido la luz del mundo.
En Inglaterra y los países de occidente, en general, el golpe fue amortiguado por la noche, porque para ellos la luz del Sol se extinguió durante la noche. Un atardecer la luz declinó gradualmente como siempre. Pero ocho horas después no hubo amanecer. La pared en avance de la Nube había llegado al Sol en el ínterin.
Los pueblos del hemisferio oriental experimentaron en todo su horror la desaparición de la luz. Para ellos la oscuridad total sin atenuantes cayó en medio de lo que debería haber sido pleno día. En Australia, por ejemplo, el cielo comenzó a oscurecerse alrededor de mediodía, y a las tres de la tarde no se veía el menor brillo de luz, excepto donde se había encendido la iluminación artificial. Hubo manifestaciones callejeras en muchas de las ciudades más importantes del mundo.
Durante tres días la Tierra vivió como un mundo en la oscuridad, excepto los pequeños núcleos de humanidad, que poseían la tecnología suficiente para proporcionar su propia luz. Los Angeles y las otras ciudades de Estados Unidos vivían con el brillo artificial de millones de lámparas eléctricas. Pero esto no protegió al pueblo norteamericano del terror que acogotaba al resto de la humanidad. Hasta podía decirse que los norteamericanos disponían de más ocio y oportunidades para apreciar la situación mientras se sentaban frente a las pantallas de televisión esperando los últimos pronunciamientos de las autoridades que eran impotentes para comprender o controlar la marcha de los sucesos.
Después de tres días ocurrieron dos cosas. Volvió a aparecer la luz en el cielo diurno y comenzó a llover. Al principio la luz era muy débil pero día a día aumentaba su potencia hasta que eventualmente la intensidad alcanzó a un nivel intermedio entre la luna llena y el sol normal. Se puede dudar que esa luz haya pesado mucho en la balanza para equilibrar la aguda tensión psicológica que afligía en todos lados al Hombre, pues su tono rojo oscuro no dejaba dudas que no se trataba de una luz natural.
Al principio la lluvia era caliente, pero la temperatura cayó lenta y continuamente. La precipitación fue enorme. El aire había estado tan caliente y húmedo que había almacenado una gran cantidad de humedad. Con la disminución de la temperatura que siguió a la extinción del Sol, la lluvia cayó cada vez en mayor cantidad. Los ríos aumentaron su caudal inundando las riberas, destruyendo las comunicaciones y dejando sin hogar a multitudes. Después de semanas agotadoras, el destino de los millones que en todo el mundo fueron atacados por las aguas enfurecidas apenas puede imaginarse. Y siempre estaba con ellos acompañándolos la media luz de otro mundo que ahora reflejaba su tono rojo oscuro en la inundación.
Sin embargo la inundación fue una consecuencia menor comparada con las tormentas que afectaron a la Tierra. La liberación de energía en la atmósfera, ocasionada por la condensación de vapores en gotas de lluvia, superó todos los precedentes. Fue bastante como para ocasionar enormes fluctuaciones de presión atmosférica que desencadenaron huracanes en una escala que estaba más allá de toda memoria humana, y también de sus suposiciones.
La casa señorial de Nortonstowe fue destruida en gran parte en uno de esos huracanes. Dos trabajadores murieron en las ruinas. Las fatalidades en Nortonstowe no se limitaron a esta tragedia. Knut Jensen y su Greta, la misma Greta Johannsen a quien Kingsley había escrito, se vieron rodeados en una tormenta y fueron aplastados por un árbol que caía. Los enterraron juntos al lado de la vieja casa.
La temperatura cayó cada vez más. La lluvia se transformó en aguanieve y luego en nieve. Los campos inundados se cubrieron de hielo y, a medida que avanzaba setiembre, los bramadores ríos se silenciaron gradualmente mientras se iban transformando en inmutables cascadas de hielo. La tierra cubierta de nieve avanzaba lentamente hacia los trópicos. Y en tanto toda la Tierra caía en la férrea garra del frío, la nieve y el hielo, desaparecieron las nubes del cielo. Una vez más los hombres pudieron mirar al espacio.
Ahora era evidente que la sobrenatural luz roja del día no provenía del Sol. La luz se difundía uniformemente de uno a otro horizonte, sin ningún punto especial como foco.
Cada parcela del cielo diurno brillaba con un débil rojo oscuro. A través de la radio y la televisión se informó al pueblo que la luz venía de la Nube y no del Sol. Según decían los científicos la luz era provocada por el calentamiento de la Nube al pasar rodeando al Sol.
A fines de septiembre las primeras avanzadas de la Nube, delgadas como una telaraña, llegaron a la Tierra. El impacto calentó las capas superiores de la atmósfera terrestre como lo habían previsto los informes de Nortonstowe. Pero hasta ese momento los gases incidentes eran muy difusos para ocasionar un calentamiento hasta cientos de miles o millones de grados. Aún así, la temperatura aumentó hasta algunas decenas de miles de grados. Eso fue suficiente para que la atmósfera superior irradiara una brillante luz azul, fácilmente visible durante la noche. Por cierto las noches se hicieron increíblemente hermosas, aunque se puede dudar que muchos hombres estuvieran dispuestos a apreciar la belleza, pues en verdad la belleza requiere comodidad y ocio para que pueda ser adecuadamente gozada. Empero quizá algún tosco pastor del norte, aquí y allá, mientras cuidaba sus ovejas puede haber visto con ojos maravillados y, temerosos la noche marcada de violeta.
De modo que a medida que transcurría el tiempo se estableció un esquema de días rojo oscuros y noches de un azul titilante, esquema en que ni el Sol ni la Luna tomaban parte alguna. Y la temperatura caía siempre cada vez más.
Excepto en los países más industrializados, grandes cantidades de personas perdieron la vida durante este período. Durante semanas habían estado expuestos a un calor casi insoportable. Los hombres habían muerto por las inundaciones y las tormentas. Con la llegada del intenso frío la neumonía recobró su carácter fatal. Entre el comienzo de agosto y la primera semana de octubre murió aproximadamente un cuarto de la población mundial. El volumen de tragedias personales fue indescriptiblemente enorme. La muerte separó esposos, padres de hijos, novios, etc., con irreversible finalidad.
El Primer Ministro estaba enojado con los hombres de ciencia de Nortonstowe. Su irritación le hizo viajar hasta allí, un viaje amargamente frió y miserable y que no mejoró su humor.
—Parece que el Gobierno ha sido seriamente engañado —dijo a Kingsley—. Primero usted dijo que se podía esperar que la emergencia durara un mes y no más. Bueno, hasta ahora la emergencia ha durado más de un mes y no hay señales de que termine. ¿Cuándo podemos esperar que termine este asunto?
—No tengo la menor idea —respondió Kingsley.
El Primer Ministro frunció el ceño en dirección a Parkinson, Marlowe, Leicester, y con más ferocidad a Kingsley.
—¿Puedo preguntar cuál es la causa de este espantoso error de información? ¿Puedo señalar que se ha provisto a Nortonstowe con toda clase de facilidades? Sin querer hacer de ello un punto capital, ustedes han sido mimados, puestos en un lecho de plumas dirían algunos de mis colegas. En respuesta a ello teníamos todo el derecho de esperar un nivel razonable de competencia. Puedo decir que las condiciones de vida aquí son muy superiores a las condiciones en que el mismo Gobierno se ve obligado a trabajar.
—Por supuesto que las condiciones aquí son superiores. Lo son debido a que pudimos prever lo que venía.
—Y ésa parece haber sido la única previsión de ustedes, una previsión para vuestra propia comodidad y seguridad.
—En lo que hemos seguido un curso notablemente similar al del Gobierno.
—No termino de entenderle, señor.
—Entonces déjeme explicarle con más claridad. Cuando este asunto de la Nube se mencionó por primera vez, el interés inmediato de su Gobierno, y por cierto de todos los otros Gobiernos por lo que yo sé, fue impedir que los hechos importantes fueran conocidos por el público. El objeto verdadero de este secreto fue, por supuesto, impedir al pueblo que eligiera un conjunto de representantes más eficaz.
El Primer Ministro estaba ahora completamente furioso.
—Kingsley, déjeme decirle sin ninguna reserva que me sentiré obligado a tomar ciertas medidas, que dudo mucho le agraden, en cuanto vuelva a Londres.
Parkinson notó un súbito endurecimiento en la modalidad fácilmente insultante de Kingsley.
—Me temo que usted no va a volver a Londres, usted se quedará aquí.
—¡No puedo creer que ni siquiera usted, Profesor Kingsley, pueda tener el descaro de sugerir que me va a retener como prisionero!
—No como prisionero, mi querido Primer Ministro, no tal cosa —dijo Kingsley con una sonrisa—. Digámoslo más bien de esta otra manera. En la crisis que se aproxima usted estará más seguro en Nortonstowe que en Londres. Por lo tanto digamos que sentimos, es preferible, en interés del pueblo por supuesto, que usted debe permanecer en Nortonstowe. Y ahora como sin duda usted y Parkinson tendrán que hablar de un montón de cosas, deseo que Leicester, Marlowe y yo mismo nos retiremos.
Marlowe y Leicester estaban algo deslumbrados cuando seguían a Kingsley fuera de la habitación.
—Pero, Chris, usted simplemente no puede hacer esto —dijo Marlowe.
—Puedo hacerlo y lo haré. Si le dejamos volver a Londres va a hacer cosas que pongan en peligro la vida de todos los que están aquí, desde usted, Geoff, hasta Joe Stoddard. Y eso sí que no lo permitiré. Los cielos saben que tenemos bastante pocas probabilidades como están las cosas, sin que dejemos que empeoren.
—Pero si él no vuelve a Londres vendrán a buscarlo.
—No lo harán. Enviaremos un mensaje por radio diciendo que los caminos aquí están impracticables por el momento y que su retorno se puede demorar un par de días. La temperatura está cayendo tan rápido ahora, usted recordará que se lo dije cuando estábamos en el desierto de Mohave, bueno, es lo que está ocurriendo ahora, en unos pocos días los caminos van a ser genuinamente intransitables.
—No me parece. Es posible que no caiga más nieve.
—Por supuesto que no. Pero muy pronto la temperatura ya a ser demasiado baja para que funcionen las máquinas de combustión interna. No habrá transporte motorizado por tierra ni por aire. Ya sé que se pueden hacer máquinas especiales, pero para el tiempo que se den cuenta de eso las cosas se habrán puesto tan feas que a nadie le importará mucho si el Primer Ministro está en Londres o no.
—Apuesto que tiene razón —dijo Leicester—. Tenemos que disimular durante algo así como una semana y luego estará bien. Debo decir que no me agradaría que me expulsaran de nuestro cómodo pequeño refugio, especialmente después de todo lo que nos costó construirlo.
Parkinson había visto raramente enojado en serio al Primer Ministro antes de ese momento. Había manejado estas situaciones previamente con sísís o nonos de acuerdo con lo que pareciera más apropiado. Pero esta vez sintió que debía recibir de frente la andanada de furia del Primer Ministro.
—Lo siento señor —dijo después de escuchar durante algunos minutos—, pero temo que usted mismo se lo provocó. Usted no tenía que haber llamado incompetente a Kingsley. El cargo no se justifica.
El Primer Ministro farfulló algo.
—¡No se justifica! ¿Usted se da cuenta, Francis, que basados en ese mes de Kingsley no hemos tomado precauciones especiales acerca del combustible? ¿Se da cuenta en qué clase de situación nos coloca eso?
—La cuestión del mes de crisis no se debió exclusivamente a Kingsley. Recibimos exactamente la misma información de América.
—Una incompetencia no excusa a otra.
—No estoy de acuerdo señor. Cuando yo estaba en Londres siempre tratábamos de disminuir al mínimo la situación. Los informes de Kingsley siempre tenían una gravedad que nosotros no queríamos aceptar. Siempre tratábamos de convencernos a nosotros mismos que las cosas no eran tan malas como parecían. Nunca consideramos la posibilidad de que podían ser peores que su apariencia. Kingsley puede haber estado equivocado, pero él estaba más cerca de lo que era correcto que nosotros.
—¿Pero por qué estaba él equivocado? ¿Por qué se equivocaron todos los hombres de ciencia? Eso es lo que he estado tratando de averiguar y nadie me lo quiere decir.
—Ellos se lo hubieran dicho si usted se hubiera tomado el trabajo de preguntárselo en lugar de cortarles la cabeza.
—Estoy empezando a creer que usted ha vivido aquí demasiado tiempo, Francis.
—He vivido aquí bastante tiempo para darme cuenta que los hombres de ciencia no reclaman la infalibilidad, que somos nosotros los legos quienes atribuimos infalibilidad a sus afirmaciones.
—Por amor de Dios, Francis, basta de esta filosofía. Por favor sea lo bastante caritativo para decirme en términos sencillos qué es lo que ha andado mal.
—Bueno, según yo lo entiendo, la Nube se está comportando de una manera que nadie esperaba y que nadie comprende. Todos los científicos pensaban que tenía que ganar velocidad a medida que se aproximara al Sol, que atravesaría el Sol y desaparecería de nuevo a la distancia. En lugar de eso se fue deteniendo y al llegar al Sol demostró no poseer velocidad ninguna. De manera que en lugar de pasar e irse está simplemente descansando alrededor del Sol.
—¿Pero cuánto tiempo va a estar detenida ahí? Eso es lo que quiero saber.
—Nadie se lo puede decir. Puede estar una semana, un mes, un año, un milenio o millones de años. Nadie lo sabe.
—Pero buen Dios, hombre, ¿se da cuenta de lo que está diciendo? A menos que esa Nube se vaya de allí no podemos seguir viviendo.
—¿Usted cree que Kingsley no sabe eso? Si la Nube se queda un mes morirá mucha gente todavía, pero sobrevivirán bastantes. Si se queda dos meses, sobrevivirán muy pocas personas. Si se queda tres meses, nosotros en Nortonstowe moriremos a pesar de todos nuestros preparativos, y estaremos entre los que mueren último. Si se queda un año no quedará ninguna cosa viva sobre la Tierra. Como le digo, Kingsley sabe todo eso y es la razón por la que no toma muy en serio los aspectos políticos de la cuestión.