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Aprender a emprender
Los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer y escribir, sino aquellos que no sepan aprender, desaprender y reaprender.
ALVIN TOFFLER (1928), ensayista estadounidense
Lo más permanente es la condición humana. En ella radica el núcleo de todo entendimiento y lo que nos puede llevar a dilucidar la esencia de los distintos comportamientos y de las diferentes percepciones del mundo. En el marco de la condición humana se ha de situar el debate sobre el espíritu innovador, el carácter emprendedor y el éxito o el fracaso de la creatividad.
Me costó muchos años de esfuerzo llegar a comprender que, por encima de todo, había que aprender a emprender. Y hoy me desespera que nuestra cultura no sea capaz de apreciar el valor decisivo de la innovación y que, por ello, nuestra sociedad siga sin arriesgarse a fomentarla, impulsarla y apoyarla, siga sin ser capaz de apostar por ella. Una y otra vez se insiste en la necesidad de mejorar la educación, la formación profesional, la investigación, el desarrollo y la innovación, pero nos resistimos a ver el obstáculo fundamental a esa mejora: nadie nos entrenó durante ese proceso de aprendizaje para transformar el conocimiento en una oferta personal que añada valor a los demás.
Si se observa con detenimiento la cuestión, se debe conceder que la universidad, tal como hoy la conocemos, es una de las pocas instituciones que se mantiene casi inalterada desde hace siglos a pesar de los cambios, vertiginosos y profundos, que ha conocido en ese mismo período casi todo lo demás. En lo básico, se mantiene igual a sí misma desde el Renacimiento, aplicando desde entonces un modelo mucho menos conversacional e interactivo que lo fuera el de la enseñanza en la Atenas de Pericles, hace veinticinco siglos. Sin embargo, no creo que esto pueda permanecer así durante mucho más tiempo.
Cada vez se comprueba con mayor facilidad que la titulación es menos representativa y resolutiva que nunca como proyecto vital. Hoy los licenciados, los doctorados o los trabajadores especializados que salen de la formación universitaria y profesional clásicas no logran identificar su conocimiento con sus oportunidades ocupacionales. Vemos que algunos de los ajustes entre la oferta y la demanda, a la hora de ofrecer conocimientos, tienen éxito inmediato, pero también que se quedan obsoletos con enorme rapidez. Eso que llamamos experiencia cada vez significa menos para la empleabilidad, y las reestructuraciones empresariales afectan inexorablemente a un número creciente de personas con titulación o formación profesional clásica, a quienes los que deciden sobre ello consideran ahora desfasados con inusitada rapidez. Y vemos, a la vez, que las facultades o escuelas de empresariales producen más ejecutivos o funcionarios que empresarios. Y con más de cuarenta años ya se es viejo para el mercado de trabajo, salvo las curiosas excepciones de quienes, deciden quién sirve o no. Mientras tanto, la esperanza de vida, afortunadamente, aumenta, y también sabemos que la movilidad y la precariedad son crecientes. Y todo ello, en fin, en un contexto en que el modelo de sociedad que configuró la revolución industrial está desapareciendo, con sus consecuencias traumáticas en forma de cambios culturales, de angustia y de incertidumbre.
Llevo años tratando de transmitir, con dificultad y en lucha contra muchas reticencias, la importancia que para la formación integral de un ser humano tiene la conciencia personal de que se tiene algo que ofrecer a la sociedad. Partiendo de ella, de esa conciencia, se hace posible alumbrar una idea innovadora que pretendidamente llene y satisfaga un hueco en la demanda o, mejor aún, que genere por sí misma una demanda nueva. Desde ella es posible lograr luego que esa idea que le sobrevuela a uno tome tierra con los pocos medios de que se disponga. Y finalmente, cuando ese emprendimiento ya está en marcha, posibilita su desarrollo con los medios materiales y humanos necesarios.
Pero ¿qué nos falta para que haya muchos más emprendedores que se adapten a este modelo y sigan este proceso? Sin duda, un entorno social, económico y político adecuado, pero como falta ese entorno, muchos jóvenes brillantes, innovadores y creativos tienen que abandonar sus sueños, o tienen que irse de nuestro país a buscarlo en otra parte. Por eso, en España en particular y en Europa en general, no se dan esos fenómenos globales de éxito emprendedor que se producen en Estados Unidos y en algunas otras partes. Y por eso no estamos bien preparados para afrontar los muchos desafíos de esta nueva era, que son, a mi juicio, principalmente dos.
El primero es que la transmisión del conocimiento acumulado no es suficiente para afrontar los retos de la revolución tecnológica en constante evolución. Sometido a esa aceleración histórica, el ser humano, como ser histórico que es, se desestructura, pierde seguridad y adquiere conciencia de que con el conocimiento que le han dado no tiene capacidad para responder a los nuevos retos. Digo con el mejor de los conocimientos posibles; mucho peor aún lo tienen quienes, además, ni siquiera consiguen acceder a un conocimiento de altura.
En el mejor de los casos, uno ha de entrenarse para enfrentarse a lo incierto y para vivir en la incertidumbre; acostumbrarse a un futuro que le va a obligar a una adaptación permanente. Tiene, por tanto, que flexibilizar necesariamente su actitud. Ésa es la distancia fundamental que nos separa del modelo anglosajón, en el que, desde el comienzo del proceso educativo, desde la formación básica —no desde la universidad, sino ya desde la primaria—, los niños y las niñas se entrenan para aprender a expresarse, aunque sea a través del juego.
Para que nadie se equivoque, he de aclarar enseguida que añadir valor no sólo tiene un sentido mercantil. Estoy hablando de empresas, del tejido económico de la sociedad, de la riqueza que queremos generar para tener un determinado nivel de vida y un Estado del Bienestar. El razonamiento se puede aplicar igualmente cuando se trate de poner en marcha o de integrarse en una ONG, un grupo musical o una investigación científica aplicada a la realidad. En otras palabras, el entrenamiento que reclamo sirve igual para que cada uno sea un emprendedor de su propia vida y sea capaz de desarrollarse a través del conocimiento, con un sentido de oferta que añade valor, se busque o no el beneficio económico.
El segundo desafío que nos plantea la nueva era al que me refería antes es que si no somos capaces de educar a los jóvenes para que vayan construyéndose su propia autonomía personal, será imposible que, como comunidad, nos enfrentemos al futuro, todavía incierto, con la conciencia clara de que habrá que ir cambiando y adaptándose siempre, y con la seguridad necesaria de que sabremos ser lo suficientemente flexibles.
Por eso suelo reiterar que el problema del siglo XXI ya no se llama empleo, sino empleabilidad. Cuando me oyen decirlo, muchos se inquietan, pero es absolutamente cierto. Cualquier cambio tecnológico acaba con un significativo porcentaje de los empleos clásicos y todo aquel que tenga que afrontar el futuro tiene que estar ya preparado —más entrenado que formado— para poder cambiar de actividad, de profesión o, dentro de ella, de puesto de trabajo o de cometido varias veces, las que sean necesarias, a lo largo de su vida.
Tu actitud, no tu aptitud, es la que determinará tu altitud.
ZIG ZIGLAR (1926),
experto en motivación estadounidense
Desde hace años mantengo una pelea dialéctica con mi propia tribu ideológica, porque en mi propio partido seguimos hablando de empleo, pero nunca de empleadores. Esto es algo muy propio de la izquierda, pero alguna vez tendremos que empezar a hablar claramente de quién da empleo. Hasta ahora solemos separar ambas cuestiones, mientras perdemos el tiempo edificando grandes construcciones teóricas sobre las políticas de empleo.
Con quien me suelo entender mejor es con los jóvenes, entre otras cosas, porque la gran mayoría de ellos no se cree los discursos políticos tradicionales. Los jóvenes han percibido con total claridad —y hoy están sufriendo en carne propia— que el mundo ha cambiado y que su futuro no depende de que un gobernante prometa crear dos millones de puestos de trabajo. Yo también cometí ese error en el pasado. Pero, ahora, los jóvenes hacen bien en no creernos, porque lo que les decimos pertenece a un discurso político obsoleto, que no se corresponde con el mundo que ellos perciben ni en su propia vida ni a través de las redes sociales.
Hay muchas diferencias entre la generación a la que pertenezco y la de los jóvenes actuales —además de la obvia de mi edad—, pero me interesa destacar ahora una de ellas. Nosotros vivíamos esa juventud en el tardofranquismo y la inmensa mayoría teníamos la percepción —no racional, pero sí firme— de que si queríamos, íbamos a trabajar y, mejor o peor, ganarnos la vida. Cuando tenía veinte años, la última de mis preocupaciones era si iba o no a encontrar un empleo, porque estaba convencido de que lo tendría. Hoy, un porcentaje elevadísimo de los jóvenes no tiene seguridad alguna de encontrarlo. De hecho, casi están convencidos de lo contrario. Esta referencia no tiene nada que ver con el régimen, porque lo mismo ocurría, pero en mejores condiciones económicas y políticas, en los demás países de la Europa Occidental, que tenían, además, capacidad para absorber el gran flujo migratorio que vivíamos.
Creo que lo que los jóvenes tienen que pedir hoy a los políticos es que les abran espacios de oportunidad para su iniciativa creativa y emprendedora, que les desbrocen el camino. De poco vale que se les prometa que determinado programa traerá empleos para todos. Si el joven tiene una iniciativa emprendedora en cualquier nivel, lo que necesita y lo que requiere es que haya un espacio de oportunidad expedito para expresarla y ponerla en juego. El gobierno —en realidad, todo el sistema— tiene que abrir espacios de oportunidad para que haya más empleadores, para que se estimule el talento, para que se fomente y se apoye la iniciativa y para que se respete y se valore su aceptación del riesgo y su capacidad creativa e innovadora.
No llamo emprendedor sólo al que abre una empresa, pues también lo es el que trabaja por cuenta ajena pero es consciente del valor que añade con su conocimiento, su compromiso, su iniciativa y su flexibilidad. Esa conjunción de elementos supone que un camarero puede ser absolutamente prescindible o casi imprescindible dependiendo del valor que aporte a su trabajo. Intercambiable o imprescindible: ésa es la diferencia, nada menos. Lo mismo cabría decir de cualquier persona que cuide o atienda la casa de otro. Si una persona que está cuatro o seis horas en un hogar ajeno desempeña su labor de forma tal que cuando se va deja un hueco que cuesta trabajo cubrir, esa persona añade indudablemente valor, aunque su desempeño no entrañe alta tecnología. Por supuesto, siempre habrá alguien que en teoría pueda cubrir esas mismas funciones, pero, probablemente, no añadirá el mismo valor que la anterior.
He puesto estos dos ejemplos tan paradigmáticos para que nadie piense que sólo estoy hablando de empleos cualificados y de valor añadido tecnológico. Este razonamiento, sin embargo, vale igual para un empresario, un catedrático, un ingeniero o un comercial, un camarero o un fontanero. Hasta la labor con menor cualificación que nos quepa imaginar es casi insustituible cuando la persona que la realiza tiene plena conciencia de lo que ofrece y del valor que añade con su esfuerzo y su pericia a los demás. Entonces, con independencia de su nivel o de su estatus laboral, se hará insustituible y tendrá casi garantizada su empleabilidad.
Por tanto, ser emprendedor en cualquier terreno de actividad no consiste sólo en montar empresas. Es más bien una actitud personal que no se aprende en los libros ni está relacionada con la acumulación de conocimientos teóricos y que, de hecho, muchas veces no encuentra acomodo ni siquiera en los centros de enseñanza al uso. Pondré a modo de ejemplo el caso del cineasta español Alejandro Amenábar, que, antes de triunfar en las pantallas y ganar el Oscar por Mar adentro, comenzó abandonando sus estudios de imagen en la Facultad de Ciencias de la Información debido precisamente a la falta en ella de prácticas de cine; es decir, de entrenamiento práctico. Curiosamente, fue suspendido en la asignatura de redacción.
Un caso parecido es el del creador de la hoy enorme compañía internacional de logística Federal Express o FedEx, Fred Smith, quien presentó su proyecto empresarial en la Escuela de Negocios de Yale. Le suspendieron, al considerarlo de viabilidad y rentabilidad imposibles, pero él desoyó el dictamen del experto y siguió con su iniciativa contra viento y marea, con los resultados hoy conocidos. Este hombre era un veterano piloto de Vietnam y su máximo deseo era el reconocimiento, mediante el estatus de doctorado, de su capacidad emprendedora. Tras su éxito como empresario y su fracaso como doctorando, se debería plantear la idoneidad de los calificadores.
Con estos ejemplos lo que trato de decir es que no se aprende a asumir una responsabilidad y a llevar una tarea adelante sólo con conocimientos o con la transmisión de determinado tipo de habilidades. Hace falta algo más: una actitud personal desarrollada y reforzada por el entrenamiento desde la primera infancia.
Para mí es obvio que, en pleno siglo XXI, el verdadero problema ya no es el empleo, sino justamente la empleabilidad, el estar preparado no para defender de forma numantina un puesto de trabajo que cualquier cambio tecnológico se llevará por delante, sino para ocupar otro en la organización de la empresa o fuera de ella. Pero esa flexibilidad exige el correlato de la formación y el reciclaje profesional. A ese respecto, quiero dialogar con los empleadores e incluso convencerles de que la inversión en capital humano, lejos de ser un gasto, es una buena inversión. Me va a costar trabajo, pero quiero demostrárselo en serio a ellos, que son los que más entienden de inversiones. Creo que, tarde o temprano —mejor temprano—, lo acabarán entendiendo. Como entenderán que la precariedad en el empleo —confundida con una mayor flexibilidad— es un inmenso despilfarro para la empresa desde el punto de vista del capital humano que se va formando en ella.
En realidad, hablar de empleo sin hablar de empleadores no es ni de izquierdas ni de derechas; es una estupidez en la que venimos cayendo todos hace demasiado tiempo. Considero que para crear empleo y además riqueza, estimular la existencia de emprendedores —futuros empleadores, en una parte, al menos— es una fórmula mucho más eficaz que teorizar sobre el empleo. Para superar nuestras vergüenzas y no exhibirlas demasiado, las personas de izquierdas decimos que estamos de acuerdo con el autoempleo. Pero si al que se autoemplea le va bien y contrata a diez personas, en ese justo instante empieza a inquietarnos su figura. Pero ¿y si contrata a mil? Pues aún nos inquieta mucho más, porque ya no lo vemos como a alguien que crea empleo y riqueza, y que, por tanto, cambia para mejor la realidad de su propio país, sino como un reprobable explotador.
Partiendo de este prejuicio, hacemos un discurso público que se olvida de los empleadores y habla sólo del empleo, como si fuera una abstracción que se puede crear por decreto ley. Necesitamos empleos y, como es obvio, los dan los empleadores; es decir, los emprendedores que acaban siendo empresarios y dan a otros la oportunidad de emplearse. Por tanto, si no se dan las condiciones precisas para que los emprendedores desarrollen su iniciativa, no habrá empleo. Así que alguna vez habrá que comenzar a ensalzarlos, con independencia de cómo y en qué sector o actividad se desenvuelvan. Da igual si han montado una gran compañía de teatro, si han inventado un panel solar más eficiente o si han diseñado una alpargata pintoresca que pueden llevarse todos los extranjeros que nos visiten en su maleta de vuelta. Da igual. Si han creado riqueza, añadido valor y creado empleo, a todos se les ha de tener la máxima consideración. La dureza de la crisis ha retrotraído en muchos años la consideración que se les tenía a los generadores de empleo. Tal vez el comportamiento de algunos ha influido negativamente.
Hace ya diez años avisé —y las hemerotecas no me desmentirán— de que, por fortuna, nuestra economía nunca más podría ganar competitividad mediante un deslizamiento en la política cambiaria respecto de las monedas con las que competimos. Ya dije entonces que todo ajuste que se produjera debido a un cambio de ciclo económico repercutiría inexorable y brutalmente sobre la tasa de empleo. No disponemos de ningún otro mecanismo de ajuste. No aprovechamos las épocas de bonanza para introducir cambios estructurales —vale decir tecnológicos— que hoy nos permitan ganar productividad por persona ocupada y, por tanto, competir en mejores condiciones en la economía abierta. Y ahora ya hay pocas salidas. Sólo políticas incluyentes que generen nuevos creadores de valor capaces de emprender un proyecto que añada riqueza. Eso y desarrollar una cultura de país que amplíe el número de personas conscientes de lo que pueden ofrecer y de en qué medida su oferta personal añade valor y es relevante para los demás en este mundo ya globalizado. Ésa sería la forma de ir multiplicando el número de ciudadanos capaces de participar en la creación de valor y de riqueza que la sociedad abierta permite como nunca antes.
El cambio histórico en curso abre inmensas oportunidades. Ya no le vendemos o le ofrecemos algo sólo a nuestro vecino de aldea o de ciudad o de país: se lo podemos ofrecer, sin un esfuerzo titánico, a cualquier habitante del planeta. Pero, desgraciadamente, no se puede excluir que esas oportunidades colosales las aprovechen personas sin escrúpulos. La red no sólo está abierta para la gente de buena fe, ni mucho menos para la que pretenda hacer una política solidaria. Las nuevas tecnologías son accesibles a todos. Por eso no hay que ignorar que algunos —a veces parece que muchos— sólo piensan en la voracidad de enriquecerse y no en las consecuencias sociales, ni siquiera en la sostenibilidad del modelo. Incluso habrá siempre algunos que aprovechen la oportunidad de estar colocados en el sitio oportuno, en el momento justo, porque también estuvieron colocados en el colegio oportuno y en la cuna justa. Todo eso puede ocurrir porque el cambio cultural del que hablo, que se deriva grosso modo de que internet abre unas posibilidades de emprendimiento diferente, no viene producido por el propio instrumento, sino por cada ser humano que se sirve de él. Ahí reside lo verdaderamente inquietante.
No estoy dispuesto a tolerar como hipótesis de trabajo que las nuevas generaciones tendrán menos oportunidades que la mía, porque ésa es una de esas profecías que se autocumplen. No estoy dispuesto a tolerarlo porque me parece radicalmente falso y, en boca de algunos, una mentira interesada. Es mentira que nuestros hijos vayan a tener menos oportunidades que las que tuvimos nosotros. Tienen y tendrán muchas más, pero lo que no tienen es el entrenamiento adecuado para percibirlas y para aprovecharlas, ni el marco político, económico y cultural para estimularlas. Quiero contribuir a cambiar eso, y les aseguro que voy a intentarlo, aunque se me entienda mal incluso en mi propia tribu política.
No existe en nuestra cultura el apoyo a las aventuras, que siempre, por definición, son arriesgadas. Y como no existe, es imposible que surjan de la nada. Hay que ir promoviendo el cambio sociocultural, y por eso apelo a un cierto compromiso de las élites que tienen mucho que decir a ese respecto. Por ejemplo, tendríamos que promover un cambio de mentalidad en la izquierda progresista que sigue sin ver que la generación de riqueza y la creación de empleo van unidas, aunque la prioridad número uno de cualquier progresista —y también de cualquier conservador, por cierto— es prometer el pleno empleo. No obstante, hay que reconocer que, en la práctica, un político tiene poca capacidad para crear por sí mismo empleo. Esa responsabilidad recae casi en exclusiva en los empleadores, y en especial en los empresarios emprendedores, a quienes hemos de encargar el salto hacia adelante, porque son los realmente preparados, por actitud, para hacerlo. Si algo me ha enseñado la experiencia es que es raro que haya un emprendedor que sea conservador. Quien asume riesgos y se somete a los vaivenes empresariales no suele serlo. Conservadores son los rentistas, los que viven de las rentas cualquiera que sea su origen, a los que preocupa más la evolución de la inflación que la del crecimiento y el empleo.
Déjenme que apoye mis afirmaciones con ejemplos y datos concretos de plena actualidad. Hoy, el juego de equilibrios de la política alemana está en manos del 38 por ciento del electorado, formado por todos aquellos que dependen de una renta, sea en su calidad de pensionistas, sea porque añaden a su pensión los réditos de su ahorro, o sea porque son exclusivamente ahorradores y viven de las rentabilidades de sus depósitos. A ese tipo de personas les importa poco cuánto crezca la economía o cómo vaya el empleo; lo que les importa es que la inflación no les reste poder adquisitivo. Por tanto, el político que, como Angela Merkel, se comprometa a mantener controlada la inflación tiene de partida una base electoral del 38 por ciento. Si el producto bruto crece un 3 por ciento, mejor que mejor; pero si crece un 0,5 por ciento, tampoco le importa mucho a ese electorado, mientras tenga garantizada su renta. Toda la política alemana está influida por eso, para desesperación de los industriales, que, como ya no exportan como antes, ahora quieren que aumente el consumo interno, aun a costa de algo más de inflación. A tal fin, muchos han comenzado a subir los salarios hasta un 5,5 por ciento entre este año y el próximo, con una inflación del 1,2 o 1,3 por ciento. Por su propia cuenta y en contra de la política del gobierno, muchos empresarios alemanes han dado el pistoletazo de salida a un nuevo ciclo expansivo, que ahora necesitan para subsistir sin agobios.
Pero en España la pelota está principalmente en el tejado de los emprendedores que puedan crear empleo neto. Por ello señalo con tanta insistencia que algo tiene que cambiar para que se incentive el espíritu emprendedor, y no sólo en el terreno económico, sino también en el social, en el cultural y en cualquier otro. Algo tiene que cambiar en la mentalidad con que enfocamos el proceso formativo, pues con demasiada frecuencia lo que se enseña, aun siendo muy importante, es casi irrelevante de cara a la voluntad de emprendimiento. Éste es el auténtico desafío de la sociedad española del conocimiento en el siglo XXI. Mis reflexiones no buscan un mero cambio de los planes de estudio en una u otra universidad concreta, sino llamar la atención sobre la necesidad de que todo el modelo educativo y formativo fije como nuevo objetivo prioritario el entrenamiento de la capacidad de iniciativa.
Por apoyar mis afirmaciones en datos, debo decir que —por motivos que no vienen al caso— hace poco tuve la oportunidad de analizar a fondo las empresas de cierto éxito creadas en los últimos veinticinco años en Extremadura y saqué de ello una conclusión curiosa: pocas de ellas habían sido fundadas por un titulado. Decenas de titulados trabajan en ellas, pero las empresas en sí no tienen una relación directa con la titulación ni con los conocimientos adquiridos por su impulsor. Ésa es la punta del iceberg del problema sociocultural. Y, siendo un problema indiscutiblemente español, es en realidad un problema de toda Europa.
Desde el ámbito de la familia hasta la escuela, pasando por la universidad o el entorno social, en ningún estamento se demandan emprendedores, aunque cada día más se incorpore el concepto al discurso político. Sólo se salva la creatividad cultural, donde se premia al creador, pero sin valorar del todo su esfuerzo. Se le halaga —y ahora la derecha les ataca por su rebeldía y capacidad de denuncia—, pero no se aprecia el esfuerzo que supone transformar una idea en un éxito que añade valor a los demás. Incluso, a veces parece que se piensa que a los artistas creativos el éxito les cae del cielo, cuando por lo general suelen ser personas enormemente trabajadoras, entregadas en cuerpo y alma a su labor y a su función.
Fuera del arte, para lo demás no existe un ambiente sociocultural favorable. Y no digamos para los emprendedores de éxito. Imagínense a cualquier persona joven que tiene una idea, un proyecto, que hace algo y que fracasa. Culturalmente, esa persona será fácil que quede para siempre en la cuneta. Se tolera muy mal a cualquiera que sea emprendedor y tenga éxito, pero aún mucho peor a quien se decide a emprender y fracasa. Como si fracasar una vez equivaliera a ser un fracasado.
Esto me lleva de nuevo a lo que estoy diciendo: que nuestro principal déficit para dar el salto hacia el futuro es nuestra carencia social de espíritu emprendedor, trabado por un freno sociocultural que impide su estímulo. Y los brotes aislados muchas veces chocan contra la losa de la pasividad imperante.
Nos encontramos ante el hecho paradójico de que la educación se ha convertido en uno de los principales obstáculos en el camino de la inteligencia y la libertad de pensamiento.
BERTRAND RUSSELL (1872-1970),
filósofo y matemático inglés
No creo mucho en que la educación tenga que buscar desde la primaria una feroz competitividad individual. La educación primaria ha de ser sobre todo una educación para la ciudadanía, para hacer ciudadanos. En cambio, considero que la educación universitaria debe tender a ser fundamentalmente un nivel educativo de excelencia y, desde luego, tiene que educar para mantener ese espíritu de riesgo, emprendimiento y anticipación de futuro al que me estoy refiriendo. Los estudios universitarios han de perseguir ambos objetivos al mismo tiempo: excelencia en el conocimiento y espíritu y capacidad de iniciativa. Aunque en los momentos que estamos viviendo, de ataques constantes a la educación pública, la necesidad de la excelencia se esté utilizando torticeramente para fomentar una educación clasista y discriminatoria, que altera la igualdad de oportunidades.
Creo que al mundo no le llevará más de veinticinco años completar la transición en marcha desde la sociedad industrial a la sociedad de la información, determinada por la nueva revolución tecnológica, que aunque no afecta sólo a la información, fundamentalmente está marcada por ella. El modelo de economía industrial se está quedando atrás, y ahora es casi imposible distinguir unos sectores de otros. Los economistas siguen dándonos brillantes explicaciones de por qué pasó esto o aquello, pero nos orientan mal sobre lo que va a pasar a continuación o sobre lo que podría llegar a pasar, porque, como señaló el diplomático canadiense Vincent Massey, «el economista es un buen cartógrafo, pero un mal piloto».
Mi deseo de fondo es hacer que nuestra sociedad, y en especial el sistema educativo y la familia, se preparen para este reto, y que cambiemos entre todos la actitud pasiva para que el futuro no nos coja en pasado, que es lo que nos está ocurriendo. ¿Cómo? Pues, primero hablándolo y después haciéndolo, y, si puede ser, de forma organizada, porque algunos ya están en ello por su cuenta y riesgo, sin apoyo ni estímulo ni del sector financiero ni de las empresas tradicionales. Los que tienen éxito, lo tienen a pesar y por encima de todas las dificultades y todas las trabas. No hay nadie que apueste un euro por la gente que realmente está inventando y anticipando el futuro. Es sorprendente y lamentable porque la actitud innovadora y emprendedora es clave para el futuro del país.
Así pues, vuelvo a plantear la pregunta fundamental: ¿está nuestra sociedad en actitud de afrontar ese desafío? No digo en capacidad desde el punto de vista intelectual —que creo que sí—, sino en actitud. Mi apreciación es que no. Esto va muy rápido, es muy profundo y, además, es insoslayable. Ya no se trata de que dentro de diez años no vayamos a disponer del software que hoy estén haciendo en Boston, o dentro de cuatro o tres incluso del de Silicon Valley. Lo vamos a tener; el problema, ya digo, es llegar a tiempo. Y eso no lo vamos a conseguir, porque no hay actitud ni espíritu para ello, a pesar de que cualquiera de nuestros jóvenes desplazado a ese entorno lo hace personal e individualmente con total solvencia.
Desde luego que tenemos que ser más competitivos. Pero queremos que nuestros hijos tengan un máster o, si es posible, varios, sin fijarnos en que los diez empresarios más exitosos de Estados Unidos no sólo no tienen másteres sino que con frecuencia ni siquiera tienen estudios universitarios, como los empresarios de Extremadura de los que he hablado antes. Eso sí, todos ellos tienen otra cosa que a estos efectos parece más importante. Algunos dicen que se trata de capacidad de invención, pero yo creo que tampoco es eso exactamente. Bill Gates, que yo sepa, no ha inventado nada, pero sí ha sabido aprovechar las ideas de otros. Su gran invento es un método y una vía para tomar al asalto e inundar el mercado aprovechando el trabajo creativo de gente que sí es capaz de innovar. Steve Jobs no inventó la pantalla táctil: simplemente fue capaz de imaginar que con ella podrían hacerse aparatos que sirvieran a la gente.
Vuelvo a repetir que no estoy despreciando en absoluto la necesidad de obtener conocimientos y de estimular la excelencia. Lo que estoy denunciando es un problema de nuestra sociedad que, a mi juicio, resulta dramático. Fijémonos en un ejemplo para mí muy clarificador de lo que trato de decir. De cada cien titulados en facultades o escuelas de negocios españolas —algunas de las cuales son las más prestigiosas del mundo, por cierto—, muy pocos tienen el deseo, el propósito de crear una empresa. En otras palabras, formamos a alumnos para ser empresarios, pero cuando terminan sus estudios, prefieren ser ejecutivos de una empresa, o altos funcionarios del Estado. Bien mirado, ese resultado motivaría por sí solo el cierre de un centro: si los licenciados que egresan de una escuela de administración de empresas o de ciencias empresariales no quieren iniciar su propia aventura emprendedora, no quieren abrir su propia empresa, algo está fallando. Es evidente. No digo que no quieran dedicarse a lo que han aprendido. Quieren, pero su meta es aplicar todo lo que han aprendido en una gran empresa, y si es posible, contratados para toda la vida. ¿Se imaginan que de todos los licenciados en una facultad de medicina sólo el 15 o el 20 por ciento quisieran ser médicos?
Lo que busca un buen empresario o un buen emprendedor en cualquier terreno, consciente o inconscientemente, es crearse un espacio nuevo, atender una demanda insatisfecha o crear una nueva; o proporcionar un servicio mejor o de una manera diferente a como se venía haciendo. Pero ¿dónde se enseña y cómo se estimula tal espíritu emprendedor? Pues en ninguna parte, pero también en todas y en todo momento. No es un problema sólo de los políticos. Atañe a todos, y muy en especial a las élites sociales, que han de promoverlo y auspiciarlo, porque esta nueva mentalidad y esta nueva actitud no nacen por generación espontánea ni son cosas que se logren de un día para otro. Algunos dirán que es el Estado del Bienestar, hoy tan denostado, el que destruye la iniciativa. Tal vez sea cierto, pero sólo en parte. Una sociedad sin cohesión es una sociedad bastante peligrosa que puede conducir a cualquier aventura incierta. Por tanto, está bien que haya elementos de cohesión. Está bien que exista el Estado del Bienestar con los parámetros con que lo conocemos y que se introduzcan las reformas que sean necesarias, como han hecho los nórdicos, para evitar lo que ellos llaman «riesgo moral», y que nosotros traduciríamos como abusos en la utilización del Estado del Bienestar. Lo que no está bien es que haya una educación y un entorno social volcados en crear ciudadanos pasivos que siempre esperan todo de alguien. No es mi propósito hacer una descripción negativa ni derrotista. Lo que digo es: preparémonos para estar preparados. Parece una redundancia, pero no lo es.
En todo caso, la educación debería ser más amplia y abarcar más objetivos. Para los clásicos ya era mens sana in corpore sano, por lo que practicaban una educación completa, holística, centrada en la mente y el cuerpo. El ser humano es algo más que un recipiente de conocimientos o de información más o menos codificada o predeterminada. Es algo diferente de eso. Uno de aquellos griegos, aunque ya trabajando en Roma, el historiador Plutarco de Queronea, lo dijo de este modo: «El cerebro no es un vaso a llenar; es una lámpara a encender».
Como ya he dicho, tenemos buenos centros universitarios que pueden competir razonablemente con otros centros de cualquier parte del mundo. No hay graves problemas en eso, aunque hay que reconocer que no aparecemos en los ránkings internacionales, tendríamos que revisar los obstáculos que impiden a nuestros centros aparecer mejor colocados en esas clasificaciones. El médico, el jurista, el ingeniero, el físico o el lingüista licenciado en una de nuestras universidades es comparable, sin desdoro, a su homólogo de cualquier otro país de Europa. Cualquier ingeniero español puede competir con el nivel de formación de cualquier universidad norteamericana. La prueba de ello es cómo los reclaman y cómo se los están llevando, aunque sea con salarios misérrimos de 800 euros, pero ese es un problema distinto, aunque muy grave que refleja nuestra situación de desempleo masivo.
Me reafirmo en que educar no es sólo proporcionar conocimientos. Un niño no se educa sólo en el sistema educativo; se educa en el barrio, en la calle, en el entorno social, en la escuela y, después, en la universidad, sin dejar nunca de hacerlo en la familia. Por tanto, estoy hablando de cómo es nuestra sociedad, de qué la impulsa, de qué valores la sostienen. Mientras sigamos pensando que es mucho mejor que cualquiera de nuestros hijos gane lo más posible con un trabajo seguro y para toda la vida, seguiremos prefiriendo el espíritu funcionarial —aplicado en el sector público o en el privado— al emprendedor, y esto no es culpa del profesor de turno. Algo estamos haciendo mal para que los chicos y las chicas —que, como he dicho, tienen una natural tendencia emprendedora— terminen la carrera y quieran sólo que un trabajo les solucione la vida, cuando se sabe que esto ya no va a ser posible para muchos de ellos en la sociedad del siglo XXI. Hasta tal punto esto no es más que una falsa utopía que los propios jóvenes no se lo creen. Saben que las cosas ya no van por ahí, sino por otro derrotero muy distinto. La sociedad se ha de ocupar de ellos, desde luego —¡faltaría más!—, pero ellos también de la sociedad y, sobre todo, de sí mismos. En esta nueva sociedad, todos debemos ser líderes de nosotros mismos, responsables en definitiva de nuestro proyecto vital.
LA ACTITUD DE LIDERAZGO EN LA VIDA PERSONAL
Es un milagro que la curiosidad sobreviva a la educación reglada.
ALBERT EINSTEIN (1879-1955)
No comparto eso de que haya empresas e instituciones líderes, y no liderazgos personales. Las empresas sólo logran ser líderes si al frente de ellas hay personas que entienden bien el liderazgo y son capaces de desarrollarlo. Esto sí que forma parte del proceso de formación. Se tendrían que dar titulaciones de persona formada y entrenada, y no sólo educada, en el sentido de corto alcance de la transmisión y la recepción de conocimientos. En suma, se le tendría que conceder el título a un joven cuando tuviera una conciencia clara de qué ofrece y de qué valor añade a los demás. Mientras no sepa eso, su nivel de conocimientos y de educación podrá ser altísimo, pero él seguirá siendo un demandante social titulado.
Esto que digo del individuo es aplicable también a cualquier equipo humano: el problema no es sólo que haya un líder al frente del grupo, sino que cada miembro sea, a su vez, un protolíder impregnado de los objetivos, los valores y la capacidad de riesgo de los demás. Evidentemente, cada uno tendrá una aptitud diferente; sin embargo, a todos les es exigible la misma actitud. Justamente para lograr que esa actitud impregne a todos es para lo que señalo la necesidad de educar y entrenar a la vez. Tenemos un sistema en el que si surgen emprendedores y líderes, es casi por generación espontánea y casi en contra del propio sistema, que tiende a anularlos. Si uno quiere saber cómo se corre la maratón, cómo debe aprovechar óptimamente el cuerpo, qué tipo de zancadas ha de dar, cómo debe respirar, etcétera, encontrará todas las teorías y la información que quiera a su disposición. Pero si no se entrena corriendo y no disputa carreras, no será posible que obtenga resultado alguno. Desde luego, es mejor tener cualidades naturales para correr, pero si no se ponen en práctica, nunca se podrá ser un maratoniano exitoso. El ejemplo me vale, porque, bien mirado, todo aquel que acaba una carrera de maratón es ya en sí un ganador, termine en el puesto y con el tiempo que acabe. En realidad, tanto el maratoniano como el emprendedor disputan una carrera de autosuperación, que rinde beneficios para su estado y su bienestar general, con independencia del resultado final.
Es cierto que el ritmo de desarrollo en la formación de capital humano tecnológico es mucho mayor en Estados Unidos y en Asia que en Europa, pero lo que llama la atención no es la falta de talento en la Unión Europea, sino las escasas oportunidades de los jóvenes para desarrollar iniciativas innovadoras. No hay cultura del riesgo y por eso, como he dicho antes, no hay capital-riesgo que les apoye. Lo que sí hay, por el contrario, es un exceso de corporativismo. No se estimula ni se premia el espíritu emprendedor, y esto conduce a una especie de parálisis, de foto fija social, que impide la movilidad ascendente de las iniciativas emprendedoras. Al contrario que en las sociedades exitosas.
Se podrían mencionar más factores perniciosos, como el fracaso europeo en el esfuerzo en I+D+i desde que se puso en marcha la ambiciosa Agenda de Lisboa en el año 2000, o como la escasez de centros de excelencia en comparación con Estados Unidos, o como la falta de conexión entre la universidad y la economía real, salvo excepciones, o como otros muchos. Pero, como ya he dicho, sólo hay que ver y comparar las iniciativas europeas y estadounidenses de los últimos treinta años que han llegado a tener dimensiones globales y se obtendrá el reflejo de nuestras carencias.
Pondré un nuevo ejemplo muy concreto. En España tenemos una altísima tasa de jóvenes titulados capacitados para enseñar. A la vez, sabemos que en China hay una demanda insatisfecha de aprendizaje del idioma español. Sólo cubrimos el 40 por ciento de la demanda manifiesta, que, además, crecería si empezásemos a dar respuesta a la latente. Lo diré al revés: un 60 por ciento de los chinos que quieren aprender español no pueden hacerlo porque no hay plazas docentes para ello. Siempre que comento esto, la respuesta de quienes me escuchan suele apuntar a las deficiencias del Instituto Cervantes. Esta institución —cuya puesta en marcha se decidió en mi gobierno para poner en valor la lengua, nuestro mejor instrumento de internacionalización— es muy útil, pero no puede llegar a todo. Aun pensando que puede llegar y que debería llegar, el hecho cierto es que no lo hace. Lo que hay que preguntarse es más bien por qué no ha surgido aún una iniciativa privada que abra diez centros presenciales de enseñanza de español en China y otros cien online que lo hagan a distancia. ¿Por qué no hay una legión de muchachos desempleados organizándose para dar respuesta a esa demanda insatisfecha de lengua española en China? Es sólo un ejemplo entre muchos posibles de lo que quiero decir. El problema ya no es por qué no surgen iniciativas que abran nuevas demandas, sino por qué no surgen siquiera para cubrir una demanda ya preexistente e insatisfecha. Abrir nuevos mercados no es sencillo, pero atender un nicho de demanda ya existente es fácil. ¿Por qué nadie se busca la vida ocupando este espacio y desarrollando un emprendimiento con tantas posibilidades?
Es paradójicamente cierto que hay más talento que nunca y, en muchos casos, más ganas de hacer cosas que nunca, pero el ambiente, la cultura dominante, no estimula, ni siquiera favorece —cuando no dificulta—, que ese talento se traduzca en iniciativas emprendedoras, innovadoras, que nos ayuden a conseguir el cambio de modelo económico que decimos perseguir. Las implicaciones de lo que digo son mucho más amplias que la propia economía; llegan mucho más allá del liderazgo político, o del liderazgo a secas. Pondré otro ejemplo que, en primera instancia, puede resultar chocante. Si un drogadicto que se halla inmerso en un proceso de rehabilitación fuera capaz de asumir, durante ese proceso, que él es una oferta que añade valor para algunos de sus familiares, amigos y allegados —valor humano, en este caso, no valor económico o mercantil—, probablemente abandonaría mucho antes y con mayor facilidad relativa el hábito de la drogadicción, que deriva en parte del sentimiento de que su vida no añade valor a nadie y de que, por tanto, tampoco se lo añade a sí mismo. Por eso planteo que esta conciencia de constituirse y ser una oferta para los demás tiene múltiples dimensiones distintas que considerar, no sólo las relativas a la economía o el empleo. Y que su carencia forma parte de un ADN cultural profundo que no se puede paliar con leyes ni con partidas presupuestarias.
En este panorama, no es de extrañar que una de las partes más descuidadas de la educación sea el entrenamiento de las actitudes que se comparten conjuntamente con los demás para conseguir un resultado común. Tocar bien individualmente un instrumento no supone por sí sólo que se tenga la capacidad de armonizarse con otros individuos para lograr entre todos que funcione esa orquesta que es cualquier comunidad humana.
Ésta es una idea típica de Daniel Baremboim —con quien mantengo desde hace años una prolongada conversación que pretende convertirse en libro con el sugestivo pero incomprensible título de Música y política—. Este genio de la música lo es también del compromiso por conseguir la paz con los palestinos a través de la armonía que comunica a los seres humanos con el lenguaje profundo de la música.
En muchas actividades sociales pasa lo mismo que en los deportes de equipo: nadie gana si no ganan todos. Como oí decir en cierta ocasión a Alfredo Di Stéfano: «Ningún jugador es tan bueno como todos juntos». Cualquier individuo puede ser determinante como solista en un instante concreto, pero al momento siguiente ha de aceptar que vuelve a ser uno más y que el protagonismo ha pasado a otro u otros de los componentes de la orquesta. Esto exige responsabilidad y humildad, dos factores imprescindibles para ser uno mismo y para proyectarse en los otros y a través de los otros.
De hecho, creo en la posibilidad cierta de formar actitudes de liderazgo para la convivencia en la pluralidad de ideas y en la diversidad de identidades, y, de igual modo, creo en la llamada competitividad cooperativa, un concepto interesante de tratar. Conozco bien los réditos de este enfoque tan característico de muchas instituciones educativas estadounidenses. Lo conozco bien, pues durante una visita a Silicon Valley, hacia 1997 o 1998, tuve la ocasión de asistir a algunas discusiones que tenían como telón de fondo ese planteamiento. Por ello creo, después de haber discutido mucho con emprendedores, profesores y actores sociales, que nos hallamos en efecto en un momento en que sería posible ensayarlo aquí, y que esa es también una función que ha de recaer en la formación y el entrenamiento del liderazgo.
Por ahora, el contagio positivo que el modelo universitario estadounidense ha ejercido sobre nuestras universidades se ha limitado en gran medida a que, para nosotros, la excelencia pasa porque los jóvenes se esfuercen mucho, lo cual en sí mismo es positivo. Lo que no es tan positivo es que, al poner un excesivo énfasis en el esfuerzo, fomentamos en ellos no sólo que no sean cooperativos, sino también que desarrollen una competitividad cainita. Estoy pensando en actitudes tan habituales como la de pensar que si puedo negar a mi compañero los apuntes que tomé el día que él faltó a clase, tendré con ello una ventaja comparativa. Pues bien, en esta sociedad de la red, la única excelencia que cabe esperar —si se trabaja en abierto, conectado, como se debe hacer para progresar— se logrará por medio de la competitividad cooperativa, actitud que implica que no nos importa que otros conozcan lo que sabemos, la idea que pusimos en marcha, porque, aun así, seguiremos siendo los mejores en su desarrollo y seguiremos ganando. O más aún: que si muchos la copian, el estímulo colectivo aumentará y el proyecto aumentará exponencialmente. Por tanto, seguir formando a los alumnos en esa falsa concepción de la competitividad que se manifiesta, por ejemplo, en no facilitar los apuntes al compañero no vaya ser que éste al final saque mejor nota que yo, es negativo. A ninguno de los dos le beneficia, ni tampoco al grupo.
En definitiva, la competitividad cooperativa multiplica los efectos cruzados y las sinergias entre las mentes y las capacidades de cada uno, y así se consigue mucho más que ocultando información y perseverando en esa guerra fratricida que ha tenido un coste enorme para las grandes empresas multinacionales de todo el mundo, cuyos ejecutivos no sólo se ocultaban información, sino que, además, se ponían zancadillas para intentar romper o eliminar los progresos competitivos de los demás. Y cuando digo ejecutivos de grandes compañías, también estoy pensando en políticos y, en general, en líderes de cualquier otra índole.
El tipo de reconocimiento que esta sociedad exige no sólo es el de los libros, sino también el de la transmisión de habilidades, la transferencia de sensibilidades y el establecimiento de redes conversacionales que añadan valor a todos y que descubran nuevos espacios por los que todos puedan transitar. Si uno es competitivo en el sentido individualista y se guarda para sí lo que sabe, al final será incapaz de competir en este nuevo tipo de sociedad que ya vivimos.
Es absolutamente falso —peor aún, es absolutamente erróneo— que la competitividad no cooperativa, la feroz, sirva para mejorar. La cooperativa, en cambio, añade muchas más posibilidades de competir en la economía abierta que volver la espalda a los demás y dejarles sin la posibilidad siquiera del conocimiento, con la pretensión absurda y equivocada de que eso es lo que de verdad significa ser más que el otro. A esa generosa y redistributiva actitud, a esa competitividad cooperativa es a la que me refiero. Y es algo que, cada uno en su medida y en sus posibilidades, puede llevar a cabo en su propia vida, en multitud de facetas.
De un tiempo a esta parte hablamos mucho de valores. De valores con mayúsculas. De valores que echamos de menos en nuestras sociedades y que han sido la causa, según se dice, de buena parte del derrumbe de nuestro sistema. Pero a la hora de poner nombre a esos valores no hay mucha fortuna. Ya he dicho que se repite insistentemente que hay que hacer un debate de ideas, pero quien lo dice no pone ni una sobre la mesa. Con los valores pasa algo parecido. Como mucho, se recurre a los inmortales: el amor, la justicia, la humildad, aunque los valores que echamos de menos tienen que tener más encarnación real, más proximidad a nuestro tiempo, al mundo en que vivimos, a la realidad que compartimos. A mi juicio, esta competitividad cooperativa —o esta cooperación competitiva— es uno de esos valores que harán que transformemos los hechos. Que mejoremos la sociedad en que vivimos, que a la postre es lo que pretendemos.
Lo que propongo, en suma, es poner en red, para que todo el mundo acceda a ellas, todas las iniciativas, todas las demandas y todo el I+D disponible, con un código comunicacional que permita entenderse, interactuar e ir multiplicando sus efectos. Si la educación competitiva no va en esa dirección, iremos mal. Esta gran enseñanza de la actual cultura emprendedora es aplicable igualmente a los emprendedores sociales y culturales, no sólo a los económicos. En todos los casos, el pathos que hay detrás de ese impulso, o el ethos, si lo prefieren, es el mismo: cooperativo y solidario, pero no sólo por razones éticas, sino porque es más eficaz que el individualismo impasible de no relacionarse con los demás. Visto de otro modo, viene a equivaler a mezclar las diferencias para reforzar la unidad, en el buen entendimiento de que, volviendo a la sabiduría deportiva del baloncestista estadounidense Michael Jordan, «el talento gana partidos, pero el trabajo en equipo y la inteligencia ganan campeonatos».
DEL APRENDIZAJE AL «EMPRENDIZAJE»
Es mejor ser pirata que alistarse en la Marina.
STEVE JOBS (1955-2011),
cofundador y CEO de Apple
Con esta llamativa frase, Steve Jobs está transmitiendo el valor de la innovación disruptiva, la que nace a contracorriente y sin sometimiento a reglas preestablecidas. Es la esencia del riesgo que altera las convenciones, y que se percibe como una anomalía.
Estamos educados culturalmente para procurarnos una vida lo más segura y que entrañe el menor nivel de riesgo posible, pero cuando hablamos de nuestros hijos queremos que ese posible riesgo sea todavía mucho menor y, a ser posible, que no exista en absoluto. Por tanto, por lo que aquí nos interesa, lo que queremos es que, en estos tiempos tan difíciles, consigan un puesto de trabajo que les lleve tranquilos, sin sobresaltos, hasta la jubilación.
En términos generales, en el mundo anglosajón, si un muchacho de veintitantos años le pide un préstamo a sus padres para comprarse una casa, le dicen: «No, mira, primero te montas tu propia vida, tu propia carrera profesional, tu propia empresa… En eso te ayudo, y cuando tengas dinero, te compras una casa, la alquilas o haces lo que quieras y lo que puedas». Eso es en el mundo anglosajón. En el nuestro, si un hijo nos pide que le prestemos dinero para montar un negocio, aunque podamos hacerlo, le decimos: «No, mira, primero te aseguras la vida, te buscas un buen trabajo, te compras un pisito, que para eso sí te dejo dinero, y luego, cuando ya tengas los riñones cubiertos, entonces, si quieres, pones todo eso en peligro y te metes en líos de negocios». Ésa es la cultura que prima y que condiciona —cabría decir que nos lastra— muchos de los actos de nuestra vida.
Por ahí va el cambio de mentalidad que reclamo. Yo le pediría especialmente a la universidad, pero también al resto de los estamentos educativos, que nos ayude a producir un choque cultural que repercuta en el conjunto de la sociedad. No que cambie el sistema ni el plan de estudios. Ya sé que de momento no es fácil que todos entiendan que debemos educar, formar y entrenar a los jóvenes para que se preparen y se adapten a una sociedad que ha cambiado sus códigos de interpretación de la realidad. Que debemos abrirnos a nuevos horizontes, repletos de riesgos pero plenos de oportunidades, para lo que no tenemos un catálogo previo de medidas y de actuaciones adecuadas. No es fácil, pero hay que hacerlo.
Llevando este reto a términos de gobierno, he de recordar que cuando afrontamos nuestro desafío hacia la democracia hace más de treinta y cinco años ya contábamos con un libreto previamente probado y rodado. Ya lo habían hecho, bastante bien por cierto, los alemanes, los franceses o los ingleses. Contábamos con un guión previo que había funcionado indistintamente con alternativas democratacristianas o socialdemócratas. A Europa le había ido bien, muy bien: había subido su nivel de renta, había reforzado mucho la cohesión social… Lo que había que hacer entonces en España era tener valor para romper la defensa, a veces numantina, de estatus más que de privilegios, encabezada por ciertos poderosos sectores de la sociedad que se resistían a la modernización. Puesto que existía ese guión previo, sólo había que poner en escena la obra y representarla del mejor modo que fuera posible. Tener el coraje cívico y la capacidad de captar voluntades como para actuar en una obra que en Europa ya se venía representando con éxito desde hacía treinta años. En las circunstancias actuales, en cambio, el gran problema de la política es que el libreto no está escrito, no hay guión previo y no ha habido ni habrá tiempo para ensayos. Habrá que ir escribiéndolo sobre la marcha y, si es necesario, reescribirlo varias veces desde cero. Una obra improvisada. Esta gran dificultad añadida es, desde otro punto de vista, una gran oportunidad de cara a nuestra eterna búsqueda de respuestas.
Muchas veces se exagera el culto a la revolución tecnológica. Lo que lleva a que cuando alguien cree que es un buen especialista en una de las nuevas tecnologías, crea también que ya ha resuelto su futuro. Por supuesto, hay que adecuar la transmisión de conocimientos a las exigencias del mercado, pero ¿cómo se definen estas exigencias, inmersos como estamos en una revolución tecnológica que va al ritmo que va y en la que un informático sale de la universidad con veintitrés años y dos después, si se descuida, se ha quedado completamente obsoleto? Y lo mismo cabría decir de un bioquímico, un biólogo, un ingeniero o un físico. ¿Cómo se define en ese contexto la adecuación al mercado? No basta con que la universidad esté asociada al engranaje productivo de la sociedad, como a veces se reclama —y se reclama bien—, porque ese engranaje va a cambiar inmediatamente.
En tal sentido, la recuperación de las humanidades como base de una formación integral de la persona me parece un elemento decisivo. No sé si se sabe que durante mucho tiempo el mejor asesor de las empresas de Silicon Valley ha sido una persona que no entendía nada de ordenadores. Un profesor de literatura especialista en Shakespeare y, por tanto, especialista en la condición humana. Me parece algo absolutamente lógico, porque, bien mirado, a efectos del diseño de estrategias empresariales, importa más conocer al ser humano que saber cómo se maneja el instrumento, en este caso el software. Eso no significa que lo desprecie, al contrario; pero hay que saber que tiene un valor instrumental y que lo que importa del instrumento es si pone en comunicación o no a los seres humanos. Por tanto, sigue teniendo más importancia el ser humano que el instrumento, por muy perfecto y muy valioso que sea. Y así será siempre, por los siglos de los siglos. Sólo una formación humanística básica desde la primaria y que no desemboque en la pasividad —que no mate las ilusiones que tienen los niños— nos puede situar en condiciones de que nuestras sociedades estén formadas cada vez por más emprendedores de su propia vida.
Que nadie piense que cuando hablo del emprendedor estoy hablando de la sublimación de un personaje. En absoluto. Podar una viña puede generar un gran orgullo de trabajo bien hecho, de perfección, de impecabilidad y de servicio a los demás, pleno de dimensión solidaria. Por tanto, no estoy hablando de los grandes personajes, de presidentes de gobierno, de empresarios de éxito, de premios Nobel. Cualquier cosa que se haga en la vida con pasión, compromiso, y vocación de realización personal prestando un servicio a los demás dará muy buenos resultados.
Fijémonos en el caso de Singapur y del sudeste asiático en general, donde se da el doble de tiempo de escolarización por alumno que en otras partes del mundo. Es decir, que todavía tenemos déficits educativos muy serios, pero también una desorientación de lo que debemos hacer, porque creemos que hay que perseguir la formación superespecializada para adecuarse al mercado, y eso no es verdad. Hay que tener buenos especialistas con buena formación humanística para que comprendan que lo que tienen en la mano es un instrumento cambiante a la velocidad de la luz.
Seguramente lo que digo será percibido como una forma de idealismo extraña a los tiempos que vivimos. Pero ya les he avisado —y ya saben ustedes— que siempre me han considerado un pragmático. Luego no expreso un sueño, sino un proyecto. Ahora, recorrida ya la mayor parte del camino, me siento bien porque vivo para lo que digo, no de lo que digo. Esto, si lo piensan bien, se parece mucho a la realización de un ser humano de la que estoy hablando.
Como los más jóvenes de quienes me leen están a punto de emprender su propia vida, dedicándola a las ciencias, las letras, las artes o, incluso, por qué no, la despreciada política, quisiera recordarles que para ser dueño del propio destino se tienen que tener claras estas ideas básicas y que, sobre todo, es necesario dejar de demandar y comenzar a ofrecer. Pero que nadie se confunda cuando hablo de oferta y demanda: lo más importante en la vida seguirá siendo, a pesar de la mercantilización, aquello que no se puede pagar con dinero. La pasión. El sentimiento extrañamente placentero de un trabajo bien hecho. La emoción de conseguir lo que uno desea de verdad.
Lo que propongo tiene siempre la doble dimensión de la satisfacción personal y de la proyección hacia los otros. Con frecuencia se piensa que la gente que triunfa es la que se ocupa de sí misma, la que es egoísta. Incluso se dice que este egoísmo conlleva la felicidad. Pero no es cierto. La gente feliz es la que se realiza en los demás, sea cual sea el ámbito en que su vida se va a desarrollar. Un buen músico, como un buen deportista, como un buen político, como un buen empresario, si lo miran por detrás del velo de las apariencias, sólo lo es cuando cumple con estos requerimientos, entre los que merece un sitio preferente la colaboración, el trabajo conjunto, la convivencia y el trato con los demás. La actitud de cooperación.
LA VIDA COMO EMPRENDIMIENTO PERSONAL
Todos somos líderes y todos estamos liderando todo el tiempo, a menudo en pequeñas cosas y de manera inconsciente.
CHRIS LOWNEY,
ex jesuita y director ejecutivo de JP Morgan
Como estoy diciendo, no niego la necesidad del conocimiento; bien al contrario, la afirmo. Lo que digo es que el conocimiento se compra en el mercado y el emprendimiento y la capacidad de iniciativa, como no sabemos dónde encontrarlos, hay que hacerlos ex profeso. Lo que señalo también es que hay mil titulados dispuestos a que les den trabajo por sus conocimientos, pero sólo tres dispuestos a emprender algo. Hay muchos a los que les gustaría ser empresarios de gran éxito y con mucho dinero, pero no pagar el coste que supone asumir esa apuesta y hacer ese recorrido. Ni siquiera les apetece soportar el coste social de ser acusados de vivir a costa de los demás, ese extraño y curioso desprestigio que, en España, lleva aparejado el éxito empresarial. No sólo no menosprecio el conocimiento, sino que creo que una sociedad con un gap de conocimiento simplemente no sería capaz de engancharse a la revolución tecnológica. Si no se tiene una conexión sólida con las nuevas tecnologías, por mucho esfuerzo humano que se haga estaremos desfasados y seremos los analfabetos del futuro.
No menosprecio el conocimiento; sólo estoy poniendo de manifiesto uno de nuestros más graves problemas. Tenemos gente con mucha capacidad. Se lo aseguro. Llevo viajando por todo el mundo mucho tiempo y les puedo asegurar que en España tenemos gente de nivel, inteligente y de competencia perfectamente comparable con la de cualquier otro país. Por tanto, no es eso lo que me preocupa. Lo que nos falta es algo que otros tienen y que nosotros andamos buscando, y a veces nos confundimos en la búsqueda. Por ejemplo, decimos que hay empresarios de sobra. No es cierto. Hay pocos empresarios que se atrevan a serlo. Que quisieran serlo si fuera más fácil, o siempre que se lo dieran hecho, hay a montones, pero, que quieran ser, con todas las exigencias y con todas las consecuencias, empresarios emprendedores, asumiendo responsabilidades y riesgos, de ésos hay muchos menos. Uno de los motivos es que el entorno social no lo premia. No digo que no ayude con subvenciones, es que no premia, ni siquiera acepta, la locura de ser emprendedor. El sueño de querer construirse, como ser humano, una autonomía personal significativa, que lo haga dueño de su propio destino. Una locura llena de egoísmo, de fantástico y altruista egoísmo. Quiero ser yo, empresario de mi propia vida, capaz de decirle a cualquiera lo que quiera. El dueño de mí mismo.
Puede ser que esa nueva actitud que reclamo entrañe muchos sacrificios, y me parecerá muy bien que así sea. El que algo quiere, algo le cuesta, como dice el viejo adagio español. Sin riesgo no hay ganancia. Pero el resultado final —y eso es lo que de verdad me importa— es un ser humano con autonomía personal y, consecuentemente, más feliz que el que sigue dependiendo de alguien que le tiene que arreglar su vida y no puede definirla solo.
Cuando, en el orden laboral, descubramos y asimilemos esa ética del emprendimiento, asumiremos con más facilidad el infierno que comportan las penalidades burocráticas de pelearse con el de la ventanilla que no te entiende, o de soportar la sorna del compañero que te dice que estás loco, que adónde vas, o sobre todo, la amenaza continua y cierta del fracaso. Pero, muchas veces, será el fracaso no del que se hunde, sino del que tropieza y, con ello, gracias a los propios traspiés, avanza camino.
Hacer lo que uno quiere hacer porque lo quiere y pelear por ello. Eso realiza mucho más que ir sufriendo para sobrevivir a duras penas, con aquella vieja sensación de que el sueldo está bien pero los meses son muy largos. «El éxito no transforma a las personas; sólo las desenmascara», dijo el escritor suizo Max Frisch. Seguiremos siendo como somos; con muchas más conexiones de internet, pero tal y como somos. El objetivo final es conseguir ambas cosas: tener más conexiones a internet y ser de una manera diferente. Todo el que se arriesga está jugando con una gran ventaja: los otros no se han dado cuenta de lo interesante que es lo que estás haciendo, ni saben tampoco lo feliz que eres intentándolo. El día que se den cuenta será tarde, ya no les dará tiempo a reaccionar y tú habrás llegado antes.
Por el bien de nuestra sociedad, hay que conseguir que sea más fácil ser empresario que ser funcionario. Es cierto que es muy difícil ser un auténtico buen servidor público, y es cierto que los necesitamos como pilar fundamental de la sociedad; pero se es de una vez y para siempre cuando se obtiene una plaza por oposición, a eso me refiero. Y entonces ya se puede ser bueno o malo o regular, depende de algo que no tiene mucho que ver con el riesgo. Por su parte, alguien que crea o que encabeza una empresa no va a tener éxito de una vez y para toda la vida, como si hubiera hecho una oposición. De hecho, tendrá que vivir siempre pendiente de ese elemento fantástico que es la incertidumbre y de la realización de un proyecto vital en el que manda, que siempre estará cargado de riesgos. El problema es si el entorno social y cultural premia a uno o a otro en mayor o en menor medida. Si alguien te reconoce lo que haces, te sentirás mucho más a gusto, aunque el reconocimiento en sí no cambie nada gran cosa. Y esto para algunos podrá ser un juicio moral, una valoración subjetiva de la felicidad. Pero no quiero ni siquiera que sea eso, sino una simple descripción del mundo en que vivimos. Si no aceptamos la incertidumbre como uno de los elementos constitutivos de los nuevos tiempos, no alcanzaremos el éxito. Ni como individuos ni como sociedad.
Los políticos solemos ofrecerles a los ciudadanos proyectos políticos que les resuelven su vida —aunque en realidad no se la resuelvan—, normalmente sobre la base de la redistribución de servicios, como una mejor asistencia sanitaria, un mejor sistema educativo, etcétera. Pero nunca —ya me he lamentado antes de ello— se nos ocurre redistribuir un bien que es el más estimable: que las personas tengan una autonomía personal significativa y, por tanto, que sean los empresarios de sus propias vidas. Si queremos sociedad civil, redistribuyamos entre la gente capacidad de iniciativa y tengamos las disposición abierta para comprender y aprovechar la que se produce a través de un fenómeno tan nuevo e importante como las redes sociales.
Creo que, en última instancia, el éxito es la realización del proyecto vital que cada uno se ha trazado. En tal sentido, uno debería ser siempre el empresario de su propia vida, debería realizarla por sí mismo. Justo en la medida en que consiga hacerlo, tendrá éxito.
En consecuencia, permítanme que resuma lo dicho hasta aquí con cuatro propuestas básicas, muy simples, para la realización personal:
1. Es necesario tener conciencia de qué oferta es uno como ser humano y de qué valor añade a los demás, ya sea en su entorno inmediato —pareja, familia o amigos—, su empresa u organización social, política o cultural, o en la relación con los clientes de la empresa o de la organización para la que trabaja.
2. Es imprescindible tener sensibilidad para captar y hacerse cargo del estado de ánimo de los otros —por ejemplo, un cliente, un jefe o un subordinado—, y si ese estado de ánimo es positivo, ayudar a mantenerlo y reforzarlo, pero si es negativo, ser capaz de cambiarlo.
3. No se puede ser feliz sin un grado de compromiso, teniendo en cuenta que cuanto menor sea el carácter mercenario de éste, tanto más satisfactorio será. El compromiso es la mejor forma de realización del ser humano.
4. Debe mantenerse una conciencia firme de impecabilidad, voluntad y esfuerzo para hacer las cosas tan bien como se pueda.
En lugar de ser un hombre de éxito, intenta ser un hombre de valor: lo demás llegará naturalmente.
ALBERT EINSTEIN (1879-1955)
Es verdad que hoy el horizonte es más incierto que hace cincuenta años. Es verdad que hoy es bastante absurdo imaginar que con la acumulación de conocimientos muy especializados que se obtiene en una escuela de formación profesional o en una facultad uno va a poder sentirse tranquilo el resto de su vida. Y también es verdad que para los gobernantes es cada vez más difícil redistribuir directamente el bienestar material, así como fiscalizar el capital que circula por todo el mundo con absoluta libertad y que si se ve amenazado o simplemente controlado en un sitio, se va a otro, pues no hay fronteras para la especulación. Además, la población ocupada, como la base productiva, cada día es más estrecha —no sólo por la crisis de empleo, sino también porque aumenta mucho la productividad por persona ocupada—; y la fiscalidad se hace más compleja, pues al bajar los ingresos el Estado se retira de coberturas antes bien financiadas.
Incluso es verdad que todo eso coincide con otro fenómeno político inquietante. Por definición, la política es la preocupación por la polis, por lo que ocurre en lo público, en la ciudad entendida en un sentido amplio, en la comunidad a la que uno pertenece, sea ésta la local, la nacional o la más amplia de los seres humanos, en eso que desde hace décadas se dio en llamar la «aldea global». Quizá sea inevitable, pero se está notando, como en otros sectores de la sociedad, que el espacio para la política ejercida como un compromiso personal responsable y con pocas condiciones previas se está reduciendo mucho.
En ese contexto preocupante, se responde con dos actitudes principales por parte de los ciudadanos de esta aldea global. Una muy minoritaria de fundamentalistas excluyentes que enarbolan la verdad y nos golpean en la cabeza con ella porque creen que su verdad es absoluta y no es ni compartible ni transferible: o te la crees o no te la crees, pero sin medias tintas. Eso es un fenómeno, a escala mundial, muy ligado, por ejemplo, a las expresiones de nacionalismo exacerbado de todo tipo, algunos de carácter religioso, otros de carácter cultural o étnico, y con frecuencia mezclados con intereses económicos.
Por otra parte, hay un número creciente de ciudadanos que muestran una especie de relativismo falto de compromiso. De gente que, como decía Antonio Machado, parece que viene de vuelta de todo, pero sin haber ido antes a ninguna parte: «La vida es corta para ir, desconfíen de los que vienen de vuelta». Ese relativismo se extiende mucho por el mundo. El escaso compromiso suele ser bastante distanciado y bastante cínico, e incluso el trabajo lleva años convertido en gran medida en una actividad casi exclusivamente mercenaria, en la que el buen profesional aspira a que le paguen lo máximo posible y ahí acaba todo. La máxima retribución posible, pero sin que él se comprometa real ni vitalmente con su trabajo, con lo que hace durante buena parte de su tiempo.
No es sólo un problema de los políticos, ni siquiera fundamentalmente de ellos. La política refleja un estado de ánimo general y, como hemos visto antes, es cada vez menos comprometida y más dependiente de cada sondeo de opinión, más in-mediática. En ese contexto, lo que me preocupa es que haya dejado de significar un compromiso con un proyecto para el propio país en el que uno crea y que no siempre se ha de desarrollar a favor de la corriente, como pasa, por otra parte, con cualquier otra actividad humana comprometida.
Les pondré un ejemplo del valor de este compromiso en decadencia, pero, para hacerme más creíble, lo haré refiriéndome a alguien que no forma parte de mi tribu ideológica, aunque sí de mi admiración personal, el canciller alemán Helmut Kohl. En los últimos años del siglo pasado, Kohl sabía que un 70 por ciento de la opinión pública alemana no quería cambiar el marco por el euro. El marco, por así decirlo, formaba parte de la raíz identitaria del pueblo alemán, lo cual es algo muy serio. Desde la hiperinflación que sufrieron en la década de 1920 y que llevó al poder a Hitler, el marco era sagrado para todos los alemanes, que pensaban muy mayoritariamente que les había dado seguridad y estabilidad. Kohl sabía, por tanto, que el 70 por ciento de la ciudadanía estaba en contra de su decisión. Sin embargo, creía que una «Alemania europea» era mucho mejor para la paz y para el futuro del siglo XXI que una «Europa alemana», situación que ya probamos dos veces a lo largo del siglo anterior y que parece que algunos nos quieren hacer probar ahora de nuevo. Como estaba convencido de eso, Kohl se comprometió con el euro y lo llevó adelante. Puede que ésa sea una de las causas de que perdiera luego las siguientes elecciones. O no, pero eso da igual. A pesar del riesgo de perderlas, su convicción profunda era que Alemania tenía que imbricarse a fondo en el proyecto europeo y que, aunque no el único, la moneda común era un elemento de cohesión. Lo que quiero señalar con este ejemplo es que el compromiso político personal abunda cada vez menos en la política y en la vida en general. Parece como si los políticos se mojaran el dedo y lo alzaran para saber hacia dónde sopla el viento, a fin de decidir la dirección de sus decisiones. Pues yo estoy convencido, como mi amigo Kohl, de que así no se construye nada.
Tras tantos años de vida pública, primero bajo la dictadura, después en el gobierno y luego fuera de él, he aprendido que la vida que merece la pena vivirse es aquella en la que uno adquiere un compromiso, y que ese compromiso debe tener el menor número de condiciones posible. Si es posible, ninguna. Las cosas han de hacerse comprometidamente por egoísmo; es decir, sabiendo que sólo así puede encontrarse la felicidad, sea ésta lo que sea. Los relativistas intelectuales, por muy listos e inteligentes que sean, terminan pagando su frustración tarde o temprano. Sin embargo, la gente que se entrega comprometidamente a una tarea vive intensamente. Porque, como también acertó a explicar Antonio Machado, hay cosas que tienen valor, pero no tienen precio, y hay quien confunde ambos por necio.
Muchos políticos interpretan su función pública en términos cristianos como un sacrificio por los demás, pero sería mejor que dejaran de sacrificarse y ofrecieran el sitio a quien lo viva con satisfacción personal. Ciertamente, el esfuerzo es enorme y el compromiso, si se toma en serio, produce insomnio y muchas preocupaciones —recuerden ustedes mis canas—, pero es la mejor manera de vivir. Desconfíen siempre de los que ya están de vuelta. Yo al menos prefiero estar siempre yendo.
El futuro de la sociedad dependerá de que seamos capaces de cambiar las actitudes, en especial las de los jóvenes. Y tales actitudes podrían cambiar si los jóvenes comprenden que su país, dentro de quince o veinte años, será lo que su generación quiera que sea. Que serán ellos los que ocupen todas las esferas del poder: el político, el empresarial, el cultural… Si adoptan un compromiso de cualquier tipo y lo transmiten en forma de solidaridad, aunque sea tácita, pueden transformar el país. Pueden transformar Europa. Cualquier generación puede hacerlo con esas premisas. Como muchos españoles, yo sí que he vivido la transformación de mi propio país. Eso lo hizo una generación —no digo un gobierno ni una clase política— comprometida con su propia vida. Con sus circunstancias históricas. Y unos líderes comprometidos a su vez, si se me permite la redundancia, con ese compromiso social. Así fue entonces, pero hoy les digo que mi compromiso sigue plenamente vigente si se trata de ayudar a mi comunidad. Que sigo haciéndome las mismas preguntas eternas para tratar de encontrar las respuestas que necesitamos.
Cuenten siempre conmigo para eso.