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Características del liderazgo

 

 

El liderazgo es un arte, no un don.

 

ROBIN S. SHARMA (1965),
experto en liderazgo canadiense

 

 

El liderazgo se suele identificar con un carácter personal fuerte y decidido, con una actitud muy competitiva o con otros rasgos afines de la personalidad humana. A menudo se llega a la fácil conclusión de que ya no hay líderes como los de antes, algo que se ha dicho siempre, pero que hoy, ante la ausencia de respuestas a la crisis, tal vez sea verdad. Al menos, ahora hay una convicción generalizada en tal sentido, y conviene recordar que en política la verdad es lo que los ciudadanos perciben como tal. Si una mayoría de ciudadanos no reconoce al líder, si no se siente representada por él —aunque lo hayan votado por exclusión—, es evidente que éste no reúne la condición básica del liderazgo.

En última instancia, a la hora de definir al líder suele invocarse la recurrente mención del carisma personal, esa indefinida capacidad, pretendidamente innata, de comunicarse con los demás y de que éstos se identifiquen con el líder. Sin embargo, la debilidad de esta definición simple y manida se pone de manifiesto cada día al descubrirse que abundan, para desgracia de todos, los líderes que tienen muy poca gracia y un escaso encanto a la hora de comunicarse con los demás. No es infrecuente oír hablar de líderes poco o nada «carismáticos».

En general, parece que hoy pocos traspasan la barrera de la comunicación: ni llenan el espacio, ni tienen el temple o la fortaleza emocional que un líder ha de transmitir. También es muy habitual preguntarse si los líderes nacen o se hacen. Ya he dicho antes que yo creo que no es posible que los líderes nazcan. Si fuera así, dada la aparente carencia de ellos en la actualidad, se podría deducir que los partos de las últimas décadas son de distinta naturaleza a los anteriores. La capacidad de liderazgo no puede ser algo que dependa de la genética.

Pero más allá de esta baldía discusión sobre el origen y la naturaleza del liderazgo, lo que resulta útil es identificar y definir cuáles son las principales características que se han de dar en una persona para que pueda convertirse en un líder, no sólo político, y más allá de que a posteriori su ejercicio se considere beneficioso o perjudicial. De hecho, si se trata de características del liderazgo, no estamos determinando si se emplean para lo que consideramos bueno o malo para la sociedad.

Algunas atañen a factores inherentes a la condición humana y que perduran a lo largo del tiempo. Otras, en cambio, se relacionan más bien con fenómenos que cambian con la evolución histórica, de acuerdo con la nueva realidad sobre la que se proyecta su actuación y en consonancia con la transformación de los instrumentos que tiene a su disposición. Por ejemplo, el liderazgo que se desarrolla con los medios de comunicación actuales tiene que ver poco con el líder del pasado que no contó con ellos. En la actualidad, la proyección del líder da continuos reflejos en las redes sociales y cualquier cosa que dice o que hace tiene una resonancia inmediata y sin límites de fronteras. Así pues, cuando los líderes se habían acostumbrado a vivir —más o menos conflictivamente— con los medios de comunicación de masas tradicionales, ahora ya no saben cómo administrar su relación con el fenómeno de las redes sociales y su impacto en la realidad sobre la que deben gobernar. Por lo general, responden a las redes sociales con métodos de contrapropaganda —creando las suyas propias— o con movilizaciones convocadas contra las que generan las redes sociales. Esta manera de proceder polariza el enfrentamiento en lugar de canalizar, mediante un diálogo incluyente, las iniciativas positivas que surgen a diario en esas mismas redes, identificando nuevas formas de liderazgo que pueden ser muy útiles para la revitalización de la política.

En mi opinión, las características básicas del liderazgo exigen la existencia de un fuerte compromiso —no mercenario— con un proyecto; la capacidad para hacerse cargo del estado de ánimo de los otros, como condición para influir en él; la facultad de coordinar equipos humanos y de procesar información relevante para avanzar hacia los objetivos; y la fortaleza emocional.

 

 

COMPROMISO NO MERCENARIO

 

No perdamos de vista los factores más importantes que llevan a un liderazgo exitoso: el compromiso, una pasión por dejar huellas, una visión por lograr un cambio positivo y el coraje para la acción.

 

LARRAINE MATUSAK (1930),
consultora y experta en liderazgo estadounidense

 

La primera condición básica de un líder es que adopte un compromiso fuerte con el proyecto que ofrece y representa, y que ese compromiso no sea mercenario para que tenga los menores condicionamientos posibles, cualquiera que sea su naturaleza. Nadie que no crea en lo que hace y que no se comprometa profundamente con ello es capaz de generar la credibilidad necesaria para concitar apoyos que le permitan el ejercicio del liderazgo.

¿Qué significa «compromiso no mercenario»? Significa que no se pida a cambio nada o casi nada; que se asuma por el compromiso en sí mismo, no porque se sea un gran profesional que se vende al mejor postor. Si se cree en el proyecto que se ofrece, no se están esperando contraprestaciones. Por eso se habla de «mercenario» en alusión al soldado de fortuna que lo mismo dispara —con la misma eficacia y con la misma frialdad— hacia una trinchera que hacia la contraria, dependiendo sólo de quién pague más por sus servicios. Esto puede ser muy eficiente, pero no es liderazgo; genera profesionalidad y eficacia, sin duda, pero aquí se habla de otra cosa. El compromiso de un líder es algo próximo a la incondicionalidad. Los objetivos que se persiguen son, en este caso, mucho más importantes que la contraprestación personal que se espera obtener.

Obviamente, hay que vivir de algo, hay que pagar las facturas, pero existe una primera distinción básica entre los que viven para la política o los que viven de la política. Ése es el primer rasgo definidor y diferenciador del liderazgo. No se trata de defender que el que trabaja en la política no pueda vivir con decencia, ni que su entrega a una causa haya de entrañar por fuerza un sacrificio familiar. Lo que sostengo es que cuando un político se profesionaliza tanto y llega a pensar que no puede hacer ninguna otra cosa que la que hace, deja de creer en su proyecto o en sus ideas y pasa a embarcarse en luchas internas de rivalidad, en estrategias de cómo mejorar la propia posición para ocupar puestos de poder cada vez más relevantes. Ésa es la diferencia: en esas circunstancias se defiende un puesto y no un proyecto; se lucha por un estatus y no por la realización de unas ideas. Por último, el peor de los supuestos es el de los que entran en la política para aprovecharse de ella y enriquecerse a costa de los demás, utilizando su posición de poder para sangrar las arcas públicas o sacar dinero de las privadas a cambio de favores.

Por tanto, el líder se distingue porque parte de un compromiso fuerte y sostenido con el proyecto que encabeza. Un compromiso que los demás perciben de modo inequívoco. Un compromiso al que no pide compensaciones personales. Todos los grandes emprendimientos —ya sea en el mundo de la política, la cultura, el deporte, la empresa o en cualquier otro ámbito— necesitan y exigen esa cualificación. Nunca estarán exclusivamente vinculados a las contraprestaciones que de ellos se deriven para las personas que lo llevan a cabo. El liderazgo político, así entendido, no se paga ni se cobra. En el sentido machadiano, vale mucho, aunque no tiene precio.

Muchas veces se ha dicho, erróneamente, que hay que mostrar gratitud hacia los políticos, aunque se haga de forma tardía. Pero la verdad es que en el ejercicio de la política lo máximo que se debe esperar es reconocimiento si el resultado del empeño es bueno para la sociedad a la que se sirve. Un político obtiene votos en la medida en que es capaz de inspirar confianza, que la gente deposita en sus palabras, en su discurso, en su proyecto, a cambio sólo de que él demuestre ser coherente con los compromisos que adquiere. Ese mecanismo de transferencia de la soberanía individual de cada uno de los miembros de una comunidad convierte al político en un personaje que concita la atención de todos, no sólo en sus actos de gobierno, sino también montado en un avión, reuniéndose con unos y con otros, hablando en público o en cualquier manifestación de su actividad cotidiana. Para el individuo que recibe esa confianza, teniendo en cuenta la dureza y la intensidad con que se experimenta la política, la experiencia resulta apasionante. Debe ser él quien esté agradecido el resto de su vida a las personas que le han dado su confianza y, a cambio, sólo puede esperar que le reconozcan lo hecho, si ha merecido la pena. Que un político pida o espere gratitud es como que una estrella de la música espere que, al salir al escenario, no sólo le aplaudan, sino que le den las gracias por su éxito. Todos han reconocido a Churchill el mérito del liderazgo en la Segunda Guerra Mundial, en particular los británicos, pero ese reconocimiento no les llevó a darle su voto en las primeras elecciones convocadas tras el conflicto.

Recuerdo algunas conversaciones con Adolfo Suárez, durante mi período en la presidencia del gobierno. Me decía que la gente le manifestaba su reconocimiento y afecto, pero no le daba sus votos. Se refería a su etapa posterior a la presidencia, cuando creó un nuevo partido (CDS), después de su ruptura con UCD, y se presentó a las elecciones con muy escasos resultados. Creía que era un problema de gratitud, aunque reconocía que los ciudadanos habían apreciado su labor en la presidencia. Por eso le hice la reflexión anterior, contándole la historia de Arístides, el reformador de la Atenas clásica, que amplió los poderes de la asamblea de ciudadanos. Esa misma asamblea, haciendo uso de la reforma de Arístides, empleó dichos poderes para condenarlo al ostracismo.

Esta característica del liderazgo entraña para mí, aunque sorprenda, una apelación al egoísmo y no a la generosidad. Porque lo cierto es que las vidas más plenas y más realizadas son las más cargadas de compromiso, y lo son en mayor medida cuanto menos hayan fundado su compromiso sobre una base mercenaria o interesada, cuanto menos condiciones le hayan puesto. El líder, en ese sentido, obtiene un beneficio superior de realización personal.

Resulta oportuno recordar aquí una anécdota de Teresa de Calcuta que ilustra a la perfección lo que quiero decir. En cierta ocasión, la visitó un periodista de una televisión estadounidense para hacer un reportaje en profundidad, una de esas crónicas en las que se sigue a un personaje durante las veinticuatro horas de su actividad cotidiana. Cuando el reportero llevaba un par de días viendo en medio de qué miserias y de qué sufrimientos se desenvolvía la vida y la actividad de la monja albanesa, le dijo: «Madre Teresa, lo que usted hace no lo haría yo ni por dos millones de dólares». La monja se volvió hacia él, lo miró sonriendo y, con toda humildad, le contestó: «En eso estamos de acuerdo: yo tampoco lo haría por dos millones de dólares». Una respuesta absolutamente razonable. En modo alguno hubiera sido ella capaz de pignorar su compromiso con su causa.

Lo que está en juego en definitiva es la satisfacción ligada a la realización personal, que es la forma superior de la felicidad. Durante años parecía estar de moda esa actitud despreocupada y pasota que muestra la desconfianza cínica hacia todo: la política o la adhesión a una causa cualquiera. Pero ese pasotismo es muchas veces una pose, una manera de ser diferente o de alardear. Pasar con veinte años, cuando casi nada es ridículo, resulta comprensible; pasar cuando se tienen cuarenta y cinco, ya empieza a resultar grotesco; y pasar cuando se tienen sesenta o setenta años, cuando a uno ya no le quedaría tiempo sino para seguir pasando todo lo que le quede de vida, más que grotesco, es dramático. Lo peor de todo es que el que desconfía de las intenciones de los demás y opta por pasar para eludir las desilusiones también elude su realización personal.

Por tanto, el compromiso político no entraña una apelación moralizante al sacrificio. Puesto que realizarse en la vida es comprometerse de modo proactivo con algo, lo que cabe decir es que, cuanto más fuerte y más sólido sea ese compromiso, más satisfacción producirá. El camino para una realización vital de mayor plenitud es comprometerse con aquello en lo que uno cree y cumplirlo, desde el principio hasta el fin; y esa realización plena es lo que más se acerca al sentimiento de felicidad. De ese modo, lo que a veces se entiende como sacrificio es, en última instancia, realización plena. Así pues, para ejercer el liderazgo, el compromiso es fundamental, imprescindible e irrenunciable. Imaginen al escalador que llega a la cumbre o que, cuando no consigue llegar, se entrena con tesón y lo intenta de nuevo. Su realización está en su compromiso. Además, si alcanza la cumbre, siente una felicidad especial. ¿Cuánto sacrificio, incomprensible para muchos, supone esa forma de vida?

Este compromiso fuerte explica que haya líderes que, con independencia del juicio ético o político que le merezcan a cada uno, son auténticos fanáticos tanto en sus ideas como en sus comportamientos. Pocas dudas caben respecto a los liderazgos de Hitler o Stalin, aunque repugnen sus resultados. Lo mismo se podría decir de Bin Laden o del narcotraficante colombiano Pablo Escobar. De hecho, hay que conceder que el mundo está lleno de fuertes liderazgos encaminados a hacer el mal.

Se sigue considerando al egipcio Gamal Abdel Nasser como un gran líder de su país y del resto del mundo árabe, pero sin tener en cuenta que el resultado de su gestión supuso una frustración para Egipto y para otros países árabes. En el caso de Mahatma Gandhi, cuyos principios políticos son indiscutibles, se puede apreciar que la plasmación de los mismos en ideas concretas y en soluciones reales para su país no funcionó. Ha quedado su inquebrantable voluntad de paz y su tenacidad en la resistencia pasiva, que desarmó la estrategia británica, pero sus sucesores no siguieron esta filosofía en el desarrollo de la India. Ahmadineyad, el anterior presidente de Irán, afirmaba no tener miedo a nada porque nada tenía que perder. Aunque creyera en lo que decía, no consideraba que los que tenían mucho que perder eran los ochenta millones de iraníes por los que creía hablar; es decir, los que dependían de un ejercicio responsable de su liderazgo. Por eso, analizadas las consecuencias, parece una locura su afirmación.

En otro orden de cosas, podría parecer que, al trasladar esta característica del compromiso no mercenario al mundo empresarial se estaría incurriendo en una contradicción o se estaría enunciando una paradoja: ¿un empresario lo menos mercenario posible? Pero lo que intento explicar es que la retribución económica, el beneficio puramente material, no define ni da calidad de liderazgo al compromiso personal. Conozco a grandes emprendedores, empresarios de éxito que tienen más dinero del que podrán gastar ellos, sus hijos y sus nietos, pero siguen liderando la empresa y dirigiendo su rumbo. Su interés no está movido por el enriquecimiento, sino por el compromiso con el proyecto que dirigen y por la dimensión de sus aportaciones a la sociedad.

Este verano de 2013 ha fallecido Rosalia Mera, que construyó, con Amancio Ortega, el imperio Inditex. Su compromiso trascendía los objetivos de su exitosa empresa y se proyectaba en iniciativas que favorecían la inclusión social y el espíritu emprendedor e innovador de otros. Su éxito económico no cambió en absoluto su coherencia personal con lo que pensaba. Por eso rechazó los recortes sociales y criticó las políticas educativas y sanitarias. Por eso comprendió y apoyó los movimientos sociales como el 15-M como respuesta a la crisis.

Para ser capaz de asumir y de mantener un compromiso de este tipo se tiene que pensar, desde el comienzo de la formación, en construirse una autonomía personal significativa. Cuando la profesionalización de la actividad política llega al extremo de que no queda otro horizonte más que mantenerse en ese carril, eso puede significar que se ha perdido una parte de la autonomía personal. No puede ser que si, por la razón que sea —y en política son evidentes las razones posibles—, se abandona un puesto de liderazgo, ya no se sepa qué hacer con la vida personal. Habría que subrayar que quien sólo sirve para ser diputado, es probable que tampoco sirva para eso, pues estará indefectiblemente condicionado por la necesidad de preservar sus intereses personales para sobrevivir en la lucha por ganarse la vida. Le ocurrirá como al dirigente político de un país latinoamericano al que un día eché de menos durante una visita a su país. Cuando pregunté por dónde andaba, mi interlocutor me respondió: «Se cayó del presupuesto».

 

 

CAPACIDAD PARA HACERSE CARGO DEL ESTADO DE ÁNIMO
DE LOS DEMÁS E INFLUIR EN SU MEJORA

 

La función de un líder es elevar las aspiraciones de las personas y liberar sus energías para que traten de realizarlas.

 

DAVID GERGEN (1942),
comentarista político estadounidense

 

La segunda característica que ha de cumplir el liderazgo es la capacidad y la sensibilidad del líder para aproximarse al estado de ánimo del otro y ser capaz de hacerse cargo de él: ha de comprender por qué hay un determinado estado de ánimo, negativo o positivo, y evaluar si encaja o no con el propósito de su liderazgo. Por supuesto, como veremos a continuación, hacerse cargo del estado de ánimo del otro no significa sólo registrarlo y resignarse pasivamente a él; significa actuar conociéndolo y teniéndolo en cuenta. Desde este punto de vista, el problema no es si un líder puede o no tener razón; el problema es si tiene o no capacidad para hacerse cargo del estado de ánimo del otro. Si no la tiene, el otro no le sentirá próximo, se dará cuenta de que no le comprende y no le aceptará como líder. Y hará bien.

Esta característica tiene mucho que ver con la condición humana, con el grado y la forma en que un ser humano es capaz o no de hacerse cargo de los sentimientos de sus semejantes. Como dejó claro el gran científico chileno Francisco Valera, lo que distingue al primate superior del resto de los primates es precisamente su capacidad de empatía. Desde mi pertenencia a la tribu de la política, y aun teniendo en cuenta que es muy difícil establecer una catalogación entre mis congéneres sin proceder a las oportunas pruebas empíricas, puedo asegurar que en ella no hay muchos primates superiores. Con demasiada frecuencia, los políticos nos olvidamos del estado de ánimo de los ciudadanos y nuestros discursos se separan dramáticamente de la realidad que experimentan.

Todos los seres humanos vivimos en círculos concéntricos que consideramos el mundo pero que, en realidad, son muy reducidos. Creemos que lo que ocurre dentro de nuestro círculo es lo que pasa en el mundo. La dificultad y la virtud del político es ser capaz de comprender que lo que pasa en su mundo no es lo que pasa en el mundo; que lo que él detecta en el círculo de periodistas que le rodean, o en el de los colaboradores que le ayudan o aconsejan, no es lo que pasa en el mundo. Hay que recordar que la opinión pública y la opinión publicada sólo a veces coinciden. De hecho, el liderazgo tiene que estar mucho más atento a la opinión pública que a la publicada, sin dejar de tener en cuenta a esta última. Hace años, un director de periódico oficialista y amigo de un presidente mexicano le oyó unos comentarios en un círculo relativamente íntimo. Adulador, le pidió permiso para escribir sus palabras en un editorial. El presidente lo autorizó diciendo: «Sí, escríbelo, pero no lo platiques».

Ahora bien, ¿cómo mantener el necesario contacto con el sentir de los ciudadanos? Desde luego, hay que tener el oído atento, pero eso no se debe confundir con callejear, sino que más bien está relacionado con la capacidad de conocer y valorar lo que sienten realmente los demás, y eso depende mucho del carácter personal y del entrenamiento del líder. Depende asimismo de tener el coraje de rodearse de colaboradores capaces de decirle la verdad y no lo que quiere oír. Hay supuestos líderes que están en la calle todo el día, pero no se enteran de nada, fundamentalmente porque sólo se mezclan con los suyos.

Ya he apuntado que la función final del liderazgo no es seguir la estela del estado de ánimo de los demás, sino cambiarlo en relación con el proyecto que se ofrece. No se trata, como he dicho antes, de analizar un sondeo de opinión y actuar desde la política en consecuencia. En realidad, si el líder se enfrenta con un estado de ánimo negativo del que no es consciente, la distancia y la desconfianza populares hacia él aumentarán. Como paso previo para poder cambiar algo negativo en positivo o para hacer lo positivo más positivo aún, es fundamental comprender y compartir el estado de ánimo que lleva aparejado, sin resignarse a que se perpetúe. Esto, que parece obvio, se olvida con frecuencia. El proceso es, en este sentido, complejo, aun siendo conceptualmente sencillo: es imprescindible conocer algo para poderlo modificar; y es imprescindible empatizar con alguien para poder influir en su estado de ánimo.

Decía Robin S. Sharma, experto en liderazgo canadiense, que «los seres humanos se movilizan cuando hay alguien que moviliza sus emociones». Por tanto, no sólo hay que ser capaz de hacerse cargo del estado de ánimo de los otros, sino ampliar esa capacidad para incidir en él, mejorándolo si es positivo, o cambiándolo cuando es negativo. Sólo así conseguiremos que nos acompañen y ayuden en el desarrollo del proyecto que queremos realizar.

Hoy, en medio de esta crisis que nos azota, aun sabiendo que no conviene dejarse llevar por la corriente, se aprecia con frecuencia una ceguera increíble en las propuestas políticas que piden a los ciudadanos sacrificios sin tener en cuenta su estado de ánimo o, a lo sumo, haciendo declaraciones hueras de solidaridad con el malestar y el sufrimiento de quienes lo están pasando mal, como si esa mera declaración solucionase algo. Tanto ocurre esto que se puede asegurar que hay una terrible insensibilidad en la toma de decisiones que ignoran o menosprecian, desde la arrogancia del poder, esos estados de ánimo desolados. La mayor contradicción se produce cuando lo que piden a los demás no se lo exigen a sí mismos.

Incluso hay líderes que se creen fuertes precisamente porque «no se dejan confundir» y hacen lo que quieren o lo que les indican otros, sin tener en cuenta el ánimo de los destinatarios de sus decisiones. Toman estas decisiones con contumacia, aumentando o agravando con ello el estado de ánimo negativo de las personas con respecto a sus propuestas. Se creen fuertes, entre otras cosas, porque confunden el poder (potestas) con la autoridad (autoritas). Porque ejercen el poder que les ha sido atribuido sin la autoridad moral que les permitiría nadar a veces a contracorriente. Para ello, para nadar a contracorriente, es imprescindible hacerse cargo del estado de ánimo de la gente y, sobre todo, respetarlo. En estos casos, cuando el poder no se ejerce con la autoridad como cualidad moral, el liderazgo desaparece, se diluye en sí mismo sin dejar rastro, y no queda esa influencia sobre los comportamientos de los demás característica del buen liderazgo. Cuando se ha ejercido el poder sin esa autoridad moral y se pierde el poder para mandar, el liderazgo desaparece.

Hay que aceptar que cuando se está en pleno ejercicio del poder es difícil saber si, además de éste, se tiene también autoritas. Pero si falta la capacidad —y a veces hasta el interés— de conocer el estado de ánimo de los demás y de ejercer una influencia beneficiosa sobre él, es indiscutible que no se tiene autoritas, sino mera potestas. Lo inquietante y lo pernicioso es que abundan los políticos —y, en cualquier ámbito, las personas con poder— que, carentes de autoritas, disfrutan mucho de su potestas. Personas que se sienten satisfechas ejerciendo el poder a su arbitrio con el único propósito de demostrar que lo tienen, aunque sea en espacios reducidos, como los de la familia o la empresa.

La autoridad como poder moral que se ejerce haciéndose cargo del estado de ánimo de la gente permite cambiar éste, mejorándolo, si el compromiso con el proyecto que se defiende es del tipo descrito antes: sin carácter mercenario. En esto hay que ser rotundos: no hay liderazgo si no se está facultado para cambiar el estado de ánimo de los demás. Y el liderazgo no obtendrá buenos resultados si no aprende a manejar estos resortes de influencia en el grupo al que lidera, tanto en la dirección y coordinación de los equipos ejecutores, cuanto en los destinatarios finales del proyecto. Y no hay que olvidar que esto es tan cierto en el campo político como en cualquier otro.

Para el ámbito de la política es decisivo comprender que la legitimidad se desdobla en legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio. Para los demócratas, la de origen proviene de la voluntad popular libremente expresada. Producida ésta, la legitimidad depende del ejercicio del poder, del cumplimiento de los compromisos adquiridos, de la explicación veraz de las dificultades que a veces impiden el cumplimiento de algunos de ellos. Pero también depende de que se sea coherente en la propia vida personal con lo que se está ofreciendo o pidiendo a los demás. Si los ciudadanos que padecen esta grave crisis ven a sus dirigentes proponerles sacrificios, mermando sus oportunidades, liquidando la cohesión social que los protege, restringiendo el ámbito de sus libertades, con vagas esperanzas de un futuro mejor que no saben cómo anticipar; y, al mismo tiempo, constatan que esos dirigentes hacen lo contrario de lo que proponen, abusando o permitiendo que otros abusen de su posición de poder, la frustración y el rechazo acabarán con ese liderazgo. Lo estamos viviendo cada día en esta inacabable crisis que se está aprovechando para hacer contrabando ideológico bajo cuerda.

 

 

CAPACIDAD PARA COORDINAR EQUIPOS

 

El talento gana partidos, pero el trabajo en equipo y la inteligencia ganan campeonatos.

 

MICHAEL JORDAN (1963),
jugador de baloncesto estadounidense

 

En la sociedad actual, más que nunca, el líder debe demostrar una gran capacidad de coordinar equipos humanos, sobre todo cuando se trata de tareas complejas que afectarán a un número muy elevado de personas. En este empeño, el objetivo primordial es saber sacar lo mejor de cada una de las personas que forman el grupo.

A este respecto, hay que distinguir previamente entre la coordinación de equipos humanos delegada, que se ejerce cuando se tiene el encargo y el poder de coordinación, y el ejercicio del liderazgo propiamente dicho, en el que se une al poder orgánico la autoridad moral con la capacidad de influencia de las que he hablado antes. El poder de dirección viene dado por las circunstancias: el que tiene poder, da órdenes, y el que las recibe, obedece. Ésa es justamente la potestas a la que ya he aludido antes, que no siempre viene acompañada de la autoritas.

El poder es un atributo que, en el terreno político, puede ser el resultado de los votos o de las botas. En ambos casos es un atributo externo, una forma de jerarquía. La autoritas, sin embargo, es una cualidad moral que a menudo está disociada del poder, lo que provoca un fenómeno curioso: se obedece, se acata, pero no se respeta, de modo que cuando el poder cesa, cuando los votos o las botas lo revierten, no queda rastro del que lo encabezó o el que queda es de rechazo. No queda ánimo colectivo que lo sostenga ni arquitectura social que evite el derrumbe.

El verdadero liderazgo, ya lo he dicho, nace de la autoritas, no de la potestas, y la coordinación de equipos humanos a él asociada se basa en la autoridad moral, no en el poder para ordenar al otro lo que tiene que hacer. La autoridad es lo que permite una coordinación de equipos humanos que no sea por imposición, por miedo. Es cierto que en el momento en que ya no se tiene poder institucional, aunque se mantenga la autoridad moral, la capacidad de influencia en el proceso de toma de decisiones disminuye drásticamente.

Cuando un líder elige un grupo de colaboradores para formar un equipo de gobierno no tiene que seleccionarlo por sus lealtades perrunas, por la posibilidad de hacerse obedecer sin discusión ni contraste de opiniones. Al contrario, ha de tratar de elegir a los mejores en cada campo, que siempre —si eso se cumple— serán mejores en ese aspecto que el propio líder, que es el que tiene la facultad de seleccionarlos. Por consiguiente, si se quiere tener como colaborador a un genio, como me decía Omar Torrijos, lo primero que el líder debe saber es que los genios tienen sus genialidades, y que tales genialidades suelen ser molestas en la vida diaria. Y también ha de saber digerir el hecho de que esos elegidos por su capacidad tengan un nivel superior al suyo propio en la tarea que se les encomiende. Llevar adelante un proyecto consistente con colaboradores capaces sólo es posible mediante la autoridad, no a través del mero ejercicio del poder.

Algunos especialistas creen que para obtener el mejor rendimiento de un equipo, todos sus miembros deben llevarse bien. Pero esto no es en absoluto cierto. Al formar un equipo de trabajo no se debe pretender que todos sean amigos entre sí para evitar fricciones entre sus miembros. El equipo de un líder tiene que estar formado por los mejores y de cada uno de ellos, sean cuales sean sus coincidencias, sus discrepancias o sus relaciones personales, tiene que sacarse lo mejor para el proyecto. Desde luego es mejor que los componentes de un equipo se lleven bien, pero eso por sí solo no significa que tal equipo sea más operativo ni asegura en ningún sentido el éxito de los objetivos. De hecho, a veces se llevan tan bien que crean complicidades entre ellos que acaban por ser negativas para la consecución de los objetivos. Es preferible seleccionar personas que crean en sus propias ideas y tengan convicciones firmes, las discutan y sean capaces de mantenerlas, aunque haya después una autoridad que arbitre el camino por el que hay que seguir sin riesgo de ruptura.

Ahora bien, tampoco puede obtenerse un resultado eficaz de un equipo en eterna discordia o que gaste buena parte de sus energías en conciliar los egos personales. Un buen liderazgo debe ser capaz de manejar esos egos, a veces gigantescos, para dirigir equipos humanos compuestos por los mejores, que suelen ser también los más difíciles de coordinar. La pretensión sería la de que todos diesen de sí el máximo de lo que puedan dar; es decir, que se sumen al proyecto sin condicionarlo.

Este problema se ve con más claridad en el mundo de los deportes de equipo, donde muchas veces la selección de los mejores jugadores no implica, ni mucho menos, que se vaya a contar con el mejor equipo, ni tampoco que se vayan a obtener los logros que parecerían corresponder a la alta cualificación de los componentes individuales. De hecho, muchas veces los equipos formados por los mejores jugadores fracasan. Y ello porque no se suele comprender el arte de coordinar equipos humanos. En el deporte de élite, el «factor humano» es el de jóvenes con poca experiencia vital de desmesurado éxito, en muchos casos gladiadores de lujo, magníficamente pagados durante un tiempo limitado, que más tarde acaban devorados, porque no saben qué hacer con su vida. Tienen que aprovechar individualmente su fulgurante éxito, por definición corto en el tiempo. ¿Cómo manejar eso? ¿Cuánta autoridad moral y cuánto conocimiento se necesitan para ello?

Si el líder elige a los mejores, se encontrará con personalidades fuertes que quieren expresar sus opiniones. Bajo ningún concepto el equipo humano del que un líder dispone debe ser el de las lealtades incondicionales. Ha de ser simplemente el formado por las personas de las que uno cree, aunque se equivoque, que son más válidas. Si esos equipos humanos son recordados y valorados tiempo después de salir del gobierno, significa que se acertó en la selección y que cumplieron la función encomendada.

Por eso no hay que confundir la lealtad con la sumisión. La única lealtad válida y deseable es con el proyecto, y entraña, en consecuencia, la capacidad de decirle la verdad al líder, aunque a éste no le guste. La capacidad de llevarle la contraria. No cabe duda de que esta lealtad entraña aspectos muy complicados de administrar. El productor de cine estadounidense Samuel Goldwyn, famoso por sus declaraciones sorprendentes, explicaba: «No quiero a ningún “sí, señor” a mi alrededor. Yo lo que quiero es que todos me digan la verdad… aunque eso les cueste el trabajo».

Naturalmente, los equipos no tienen por qué ser homogéneos. Con frecuencia, su heterogeneidad enriquece el resultado final, siempre que no se caiga en la incompatibilidad. Y, por supuesto, no deben ser competitivos en el sentido individualista y casi hostil de nuestra tradición cultural, aunque resulta muy conveniente que practiquen la llamada competencia cooperativa y la estimulación recíproca, sobre las que más adelante volveremos.

El mayor error del liderazgo se produce cuando el que decide la selección de equipos, no soporta que los componentes sean más brillantes que él mismo. Es el error de los mediocres que no soportan que nadie destaque en su entorno.

 

 

CAPACIDAD PARA PROCESAR INFORMACIÓN RELEVANTE

 

La información por sí sola no constituye conocimiento hasta que, a partir de ella, se piensa algo.

 

RÜDIGER SAFRANSKI (1945),
filósofo y ensayista alemán

 

Desde hace algún tiempo ha dejado de tener vigencia aquella verdad aceptada por todos durante miles de años que afirma que «la información es poder». Esa tesis —cuyo declive, pese a su evidencia, muchos líderes siguen sin aceptar— llevaba aparejado el hecho de que quienes ocupaban la cúpula de una organización disponían de más información que los demás, lo que les hacía más poderosos. Ahora hay que aceptar la nueva realidad derivada de la revolución tecnológica. Hoy la información es un bien mostrenco, sin dueño exclusivo, sin guardianes, como el mismo aire. La revolución impulsada por internet ha puesto a disposición de todo el que sepa acceder a ella toda la información —la relevante y la irrelevante, la basura y la valiosa— de lo que pasa en el mundo, de lo que pasó y casi de lo que pasará enseguida. Hoy por hoy, si hay alguien que cree tener más poder porque sólo él posee la información, está equivocado: se miente a sí mismo o intenta mentir a los demás.

Pero aunque la vieja máxima ha dejado de ser cierta, casi todos los líderes de cualquier ámbito continúan pensando que lo es, y por ello siguen ocultando información incluso a las personas más cercanas, intentando tener un mayor poder relativo. Cada día vemos fenómenos que muestran lo que estoy exponiendo. Por ejemplo, las revelaciones de WikiLeaks o las del agente Snowden, o las de los que revelan las cuentas secretas en la banca suiza, han puesto de manifiesto la dificultad de controlar la información que se pretende secreta, y que obligará a redefinir los llamados «secretos de Estado».

El contrapunto dramático de esta realidad es la propia pulsión de los poderes públicos por controlar las comunicaciones privadas de los ciudadanos. La seguridad se impone sobre la libertad y la privacidad y aún no conocemos ni los límites ni las reglas que nos permitirán ejercer plenamente nuestros derechos de ciudadanía sin interferencias del poder.

Durante miles de años, el liderazgo ha actuado con la convicción de que el dominio de la información equivale a poder. El poderoso acumulaba información y, gracias a ello, tenía ventajas sobre todos los demás. Pero ahora la clave de su posible ventaja se ha transformado radicalmente. No consiste ya en poseer o no la información. La cantidad de datos disponible para todos es tan grande que lo que en realidad importa, lo que resulta de verdad relevante, es la capacidad intelectual y metodológica de la que se disponga para procesar ese alud de información y extraer de él aquellos elementos relevantes para el propósito que se persigue. Muchos de mis colegas políticos no se han dado cuenta de este sencillo cambio de paradigma y de que hoy ni siquiera la capacidad de análisis de la información disponible tiene por qué ser una cualidad de quien dirige el grupo: la puede tener, y normalmente la tiene, cualquier miembro de su equipo.

Les pondré un ejemplo elocuente. Como es bien sabido, la información sobre los atentados del 11-S estaba disponible, como la del más reciente de Boston, e incluso sobraban las pistas de lo que iba a ocurrir. Lo que faltó fue inteligencia en los servicios para procesar debidamente esa información y para neutralizar la amenaza que contenía.

En eso consiste el poder en el nuevo contexto, en el que el líder ha de contar con la inteligencia suficiente que le permita procesar la información. Por ello el líder actual tiene que interiorizar esta nueva realidad a la hora de diseñar las tareas de coordinación de los equipos humanos que dirige.

 

 

FORTALEZA EMOCIONAL

 

Obsérvese la diferencia entre lo que pasa cuando un hombre se dice a sí mismo: «He fracasado tres veces», y lo que ocurre cuando dice: «Soy un fracasado».

 

SAMUEL I. HAYAKAWA (1906-1992),
político estadounidense

 

Otra característica que define el liderazgo es la «fortaleza emocional», que no se debe confundir con la «inteligencia emocional» de la que tanto se habla últimamente y casi siempre con tan poco fundamento. La fortaleza emocional es la capacidad de no dejarse arrastrar por el éxito ni por el fracaso, de mantener la centralidad tanto cuando todo va muy bien como cuando todo va muy mal, cuando se vive el éxito o se experimenta el fracaso. El dicho popular de «saber perder» es tanto o más aplicable cuando se valora el «saber ganar».

Es obvio que hay personas más fuertes o más frágiles que otras ante la adversidad y ante el triunfo, pero, como el resto de los rasgos que definen el liderazgo, la fortaleza emocional también es susceptible de ser entrenada. Pasa lo mismo que con el autocontrol. Cuando un líder tiene dudas —algo muy saludable, por cierto—, lógicamente está sufriendo. Mi teoría es que el líder político ha de resolver esas dudas lo antes posible para que, una vez que se dirige al público, las tenga resueltas. Un líder puede equivocarse, pero no puede trasladar la duda a los receptores de sus mensajes, porque su función es dar certidumbre. Ha de proyectar certeza… y luego corregirse cuando la certidumbre que ha transmitido se ha demostrado errónea. Reconocerlo y rectificarlo. Como dijo Winston Churchill, que tanta capacidad tenía de sintetizar literariamente estas intuiciones: «El político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene; y de explicar después por qué no ocurrió lo que él predijo».

Para dar solidez al liderazgo se necesita fortaleza emocional en el sentido confuciano de la expresión: el ser humano centrado que no se deja arrastrar por la exaltación y la euforia en el éxito ni por la depresión y la frustración en el fracaso. Eso que he llamado «saber ganar» y «saber perder», sin dejar de ser fiel a lo que uno cree y sin desviarse del compromiso que se ha contraído, es decisivo para el líder.

Por lo general, la borrachera que sigue al éxito, cuando llega, es lo que más perturba el ejercicio del liderazgo o, si se prefiere, lo que más lo ciega. Para un líder —en cualquier ámbito—, «morir de éxito» es algo más frecuente de lo que se cree. Suelen morir de éxito las empresas que van bien o los partidos políticos que ganan elecciones y acumulan poder. Ello ocurre fundamentalmente porque parece lógico pensar que si todo va bien, no hay necesidad de cambiar nada, pero las cosas son bien distintas, e incluso opuestas. Siempre se debe cambiar algo porque la realidad va cambiando, y el que no se adapte y responda a la nueva situación y a su dinámica de transformación, acabará por quedarse al margen de la realidad o, si se prefiere, acabará siendo abandonado por ella.

Sucede en la política y en la vida de la empresa, a la que nunca se puede dar por perfectamente adecuada, ni por permanente. O se vigila, se corrige, se reestructura, se adapta, se actualiza y se transforma, o acabará por naufragar. En este sentido, hay empresas que mueren de éxito, porque, concentradas y seguras en sus buenos resultados, no se dan cuenta a tiempo de que el viento ya ha rolado y, justo en el momento en que más dinero están ganando, comienza a soplar en contra.

En el terreno político, tenemos un buen ejemplo dolorosamente cercano: en una realidad que cambia con tanta rapidez y profundidad como la actual, Europa está pagando el precio del éxito de su reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial, el éxito del modelo que tan bien nos fue económica y socialmente y al que nos hemos aferrado. Ese éxito nos ha producido una peligrosa ceguera que nos impide ver el alcance real de los cambios del mundo y la necesidad de responder a ellos. Para recuperar esa necesaria visión hace falta liderazgo, hacen falta líderes con fortaleza emocional, con compromisos e ideas nuevas que sean capaces de digerir el éxito del pasado y afrontar la crisis actual con propuestas innovadoras.

La fortaleza emocional es lo que permite superar el obstáculo de los errores que se van cometiendo en la vida y utilizarlos como vía de corrección. Como bien sabemos todos, los políticos metemos la pata, pero eso no es lo peor. Lo peor es que, muchas veces, tras constatarlo, no decidimos sacarla y nos empeñamos en dejarla metida. Nadie es lo suficientemente inteligente como para no equivocarse nunca, pero pocos lo son para aprender a aceptarlo y a enmendar los errores. Por tanto, lo más perentorio en el ser humano, y en especial en el líder, sobre todo cuando gobierna, no es aprender la perfección, sino aceptar la rectificación lo más rápido posible.

Cuando un proyecto político cambia la realidad para mejorarla, nos encontramos a líderes que mantienen su discurso como si esa realidad, que han contribuido a cambiar, fuera la misma. Viven atrapados en una propuesta que ya se ha realizado y pierden la atención de los ciudadanos que ya están viviendo otra realidad distinta.

 

 

Hasta aquí, en resumen, las grandes características que definen el liderazgo. Pero aún deberíamos añadir una muy importante que, por cierto, resulta muy poco común: un buen líder debe saber irse. En el ejercicio de cualquier actividad relevante, el protagonista tiene que ser consciente de cuándo se ha convertido en una rémora para la solución de los problemas y, en consecuencia, de cuándo ha llegado la hora de marcharse.