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Un rescate urgente: el de la Política
Arreglar los problemas económicos es fácil, lo único que se necesita es dinero.
WOODY ALLEN (1935), cineasta, humorista y
escritor estadounidense
Me gustaría proponer que, dentro del programa de grandes rescates que se está acometiendo, se incluya, con la máxima urgencia posible, el de la Política, escrita por esta vez con noble inicial mayúscula. No obstante, sospecho que, en cualquier caso, con independencia del éxito de mi propuesta, acabará siendo necesariamente así, porque parece que la política tiene que volver.
En esta crisis nos metió un mercado librado a sus propios designios, un mercado que ahora es incapaz de sacarnos por sí solo del laberinto. Todas las convenciones dominantes se han roto. Y aunque es cierto que esta visión omnipresente del mercado, ocupándolo todo y excluyendo cualquier intervención, tiene un fundamento ideológico de fondo, no creo que éste sea el espacio del debate actual, porque no será determinante —ahora ya no— para superar la crisis y realizar los cambios que requiere el funcionamiento del sistema financiero global. Hoy, la presencia de la política vuelve a ser tan arrolladora, con las intervenciones masivas en el sistema financiero, que la superación de esta grave crisis depende de que las cosas se hagan bien desde el punto de vista político.
La crisis del sistema financiero, cuyos efectos seguirán sintiéndose en la economía real durante mucho tiempo, es una paradoja para los defensores neocon del mercado sin reglas y de eso que llaman el «Estado mínimo», obligado a abandonar la función de representación de los intereses generales mediante los marcos reguladores adecuados. La crisis es una oportunidad para los que creen —para los que creemos— en la función de la política como gobierno del espacio público compartido, que, entre otras, debe asumir la función de regular sensatamente la contradicción de intereses propia de una sociedad libre y ocuparse de que el ciudadano no esté solo, a merced del mercado, para ser capaz de representar los intereses generales. Y, sobre todo, es una oportunidad para las ideas, más que para una confrontación ideológica que podría llevarnos a un bloqueo estéril de las respuestas que necesitamos. Las respuestas han de provenir de la Política con mayúscula, la que mira a los ciudadanos y pone al propio mercado a su servicio, y no al revés.
Ahora lo que importa es hacerlo bien y rápido, en los niveles locales y en los más amplios del nuevo espacio que compartimos en el mundo interdependiente de la globalización. Si se resuelve la crisis y se encauzan las soluciones que eviten su repetición en el futuro, triunfarán durante mucho tiempo las ideas capaces de sacarnos de este marasmo.
Son de temer las voces de los populismos demagógicos de cualquier signo, pero se irán apagando porque la realidad se hará más dura y el dinero fácil se ha acabado para mucho tiempo. Los ciudadanos pedirán resultados y exigirán a la política que las cosas no se vuelvan a ir de las manos como ha ocurrido en esta crisis.
Las intervenciones masivas sirvieron —y aún deben de servir— para evitar la depresión, limitando su efecto en la economía productiva, y para mejorar el marco local y global en que se mueven los flujos financieros, a fin de que sean más previsibles y transparentes. Por eso habría que haber actuado —y aún hay que actuar— simultáneamente desde lo local y desde lo global. La coordinación para fijar reglas comunes entre sistemas políticos tan diversos será complicada. Sin embargo, si se acepta que el funcionamiento del sistema financiero es global e interdependiente y si se definen las razones profundas del fracaso, aún se podría actuar con cierto sentido y eficacia. Si fuéramos capaces de comprender que la crisis nació de la carencia de gobernanza global, aún se podría encontrar el camino del entendimiento para reformar el funcionamiento del sistema.
Desgraciadamente, se sigue negando el carácter globalizado y globalizador del sistema financiero y, por eso, se mantienen las teorías del desacoplamiento en algunas regiones del mundo. Es cierto que hay regiones o países que han notado los efectos de manera diferente o desigual y que han respondido a ellos con acciones que combaten sus consecuencias con mayor o menor grado de eficacia, pero todos se han visto afectados por la pandemia financiera y todos la han notado en su nivel de empleo y en su crecimiento.
En definitiva, la Política, que nunca debió de haberse ido, ha de volver para rescatar a la economía real, así como lo hace con la financiera, del marasmo en que sigue instalada. Ahora bien, debe volver, pero debe hacerlo convocada, impulsada y redefinida por la sociedad civil; por el sistema, pero también por la propia sociedad.
EL SISTEMA Y LA SOCIEDAD AL RESCATE DE LA POLÍTICA
El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan.
ARNOLD TOYNBEE (1889-1975),
historiador británico
Es más que comprensible, pero en el fondo es una tontería quejarse sin más de los políticos. En lugar de ello, lo que se debería hacer es sustituirlos. Si se escucha cualquier tertulia radiofónica o televisiva, o casi cualquier conversación en la calle, se constata que lo más fácil es acusar a los políticos de que no se enteran de nada, de que son un desastre y de que sólo defienden sus propios intereses, cuando no de que sus defectos incluyen la estolidez y la delincuencia. Todo ese alud de críticas, con independencia de su mayor o menor justificación, va degradando la política y al político, en una operación de zapa que se retroalimenta. Cada vez que un político trata de explicarse, le resulta imposible, porque el juicio, con su veredicto incluido, ya está hecho. Pero ninguno de los tertulianos de pro —o, más bien de contra— dice: «Yo, que lo tengo tan claro, les voy a decir a estos tipos cómo se hace; me voy a presentar, voy a ganar y voy hacer las cosas como se deben hacer». Y cuando alguien lo hace, como en el caso de Beppe Grillo en Italia, resulta más que dudosa su conveniencia. Criticar con razón —o sin ella, tanto da— es muy distinto y mucho menos complicado que intentar poner las ideas en acción.
Hasta hace unos pocos años, la conclusión generalizada era que la política, por definición, estorbaba. Pero sólo ha estorbado hasta que la fiesta se acabó, hasta que las crisis regionales pasaron de epidemias a pandemias y comenzaron a afectar a las economías de los países centrales. Ahora que atravesamos una crisis global, como es lógico, se vuelve a reclamar de nuevo su presencia. Acabada la fiesta vuelven a ser necesarios los servicios de limpieza. Se vuelve a oír la pregunta «¿Dónde están los políticos?», porque, aunque hasta hace poco parecía que ya no se les necesitaba, ahora se les vuelve a necesitar para afrontar la crisis. Pero, cabría defenderse, los políticos están, desgraciadamente, en donde se les arrinconó: en la irrelevancia, en la inmediatez, en la mediocridad… o en el rincón de los acomplejados.
Todo provino, en última instancia, de que los políticos olvidamos que somos y debemos ser oferentes de proyectos de cambio dentro de la historia de nuestro propio país y, por ende, de la mundial. Si la política que se hace no gusta, hay que cambiarla; si los partidos políticos que hay no gustan, hay que cambiarlos o cambiar a sus dirigentes. Lo que no vale es decir «esto no me sirve y no tiene arreglo». De todas maneras, como bien decía Antonio Machado a los jóvenes, la política se va a seguir haciendo: «Si no la hacen ustedes, puede que la hagan contra ustedes».
Por eso hay que decir a todos, y sobre todo a los jóvenes: haced política. No sigáis despreciándola porque no es otra cosa que la gobernanza del espacio público que compartimos todos. Si no hay política, si no hay buena política, nadie ganará y todos perderemos. Lo que hay que hacer es mejorar la calidad y el contenido de la política, y esto sólo se consigue con ideas y con participación. Con una sociedad civil fuerte.
Cuando hablan de los jóvenes, los políticos suelen hacerlo de la misma manera, especialmente cuando se piden votos. Se refieren a ellos diciendo: «Son la generación mejor formada de la historia». Pero cuando gobiernan, pasan a afirmar que «la formación está fatal» y a elaborar nuevas leyes de educación: en el momento actual, desmontando la igualdad de oportunidades en una regresión histórica que no creíamos posible.
El error que se comete siempre es decirles a los jóvenes que el futuro está en sus manos. Pues claro que lo está: ¿en manos de quién iba a estar si no? Eso es una obviedad; no hay duda alguna de que el futuro está en sus manos, pero es probable que los políticos de más edad, cuando dicen eso, lo que realmente piensan, sin llegar a expresarlo, es: «Esperad un ratito, que tenéis mucho futuro por delante; no nos desalojéis tan pronto». Se limitan a halagarlos con la obviedad de que el futuro está en sus manos, pero sin tener el coraje de añadir que esto por sí solo no garantiza que ese futuro sea mejor, sin aclararles que eso dependerá de cómo se comporten ellos hoy, mañana y pasado.
Siendo así, ¿por qué no hacen política partidista los jóvenes? Creo que, más allá de las decepciones que provocan los partidos con su funcionamiento endogámico y alejado de la realidad, no hacen política porque es mucho más fácil dedicar un compromiso solidario a un solo objetivo. Salvar a las ballenas del peligro de extinción es muy loable, por supuesto, y más fácil que responder a problemas complejos, a veces con contradicciones, que es el significado de gobernar. Es más fácil: el compromiso es mucho más limpio, es «sí o no», y llena por sí mismo una parte de la existencia, del impulso solidario. En la sociedad actual, pocos de los mejores se quieren dedicar a la política, al servicio público. Seguramente porque esa noble actividad, ese compromiso, si es ejercido con honradez, no compensa ni materialmente ni —lo más importante— en términos de reconocimiento y respeto. Del político se presume que es un desaprensivo y un corrupto, y es casi imposible desmontar esa presunción.
Por eso digo que el proceso de selección de nuestros representantes se está volviendo negativo y eso, en última instancia, degrada la democracia representativa. En esas condiciones, ¿por qué iba a elegir un joven meterse en la lucha política en vez de volcar su altruismo en una ONG o en vez de hacer carrera, si es que puede, en una empresa? El compromiso político puede que todavía sea esencialmente noble, por lo que entraña de servicio al país y a la comunidad, pero también comporta, si se ejerce con honradez, un vía crucis personal para toda la vida.
Habría que hacer más amable el ejercicio de la política. Por ejemplo, siendo más exigentes y menos condescendientes con los que hacen uso de la política en beneficio personal y no al servicio de los ciudadanos, pero a la vez más generosos con los que piensan en ella como la prestación de un servicio a los demás con un compromiso profundo y no mercenario.
Tengo la satisfacción de haber servido a mi país, de haber contribuido a consolidar la democracia, de haber extendido la asistencia sanitaria gratuita a todos los ciudadanos —aunque ahora parece que eso fue una conquista efímera—, de haber universalizado también la enseñanza y de conseguir que la universidad multiplicara casi por tres el número de estudiantes durante el período en el que presidí el gobierno, con 900.000 universitarios becados para compensar la carencia de ingresos familiares. En consecuencia, me siento satisfecho vitalmente de haber hecho el esfuerzo. Me siento orgulloso, si puedo decirlo así, de haber sido y de ser político, aunque haga diecisiete años que salí del gobierno y renuncié a volver a ejercer cualquier otra responsabilidad institucional.
Desde esa experiencia, les digo a los jóvenes lo mismo que a la gente que ya tiene el pelo cano, o que ya ni siquiera tiene pelo: si no estáis conformes con lo que está pasando, cambiadlo. Nadie le aparta a uno de nada. Es cada uno el que se aparta porque no lucha o porque no quiere ocupar el espacio, que nunca se regala; simplemente se ocupa. Por eso, todo aquel que quiera lograr algo debe hacer un esfuerzo. Los que no están conformes, que se rebelen y hagan lo que han de hacer. Yo tengo las preocupaciones que tengo y también mis propias rebeldías. Lo que no estoy en absoluto dispuesto a compartir es esa resignación que conduce a la melancolía o al cinismo. Eso significaría aceptar una derrota sobre una nostalgia. Y no estoy dispuesto a hacerlo.
En cualquier caso, puedo admitir que estamos en una etapa de pensamiento débil, sobre todo porque la política se ha quedado rezagada respecto de las respuestas que se necesitan para la nueva realidad. Y hasta que no se resuelva eso estaremos escuchando discursos viejos, aunque los pronuncien los jóvenes. Rescatemos, pues, el concepto de la Política con mayúscula para orientar la superación de la crisis de los partidos. Y en este caso digo «rescatar» de nuevo en el sentido machadiano no de ser novedosos, sino de ser originales, de ir a la raíz de nuestros problemas. Porque la variable estratégica para salir del atolladero, para competir en el mundo, está en que la política ocupe de nuevo el espacio que necesitamos para representar los intereses generales.
La política y el liderazgo político pueden ser denigrados, pero son imprescindibles para ubicarse en esta nueva realidad global. La política trata de gobernar el espacio público ciudadano, en el que conviven y se enfrentan una gran pluralidad de ideas. Al menos en España —pero creo que en otras muchas partes es igual—, cada ciudadano es en potencia un partido político en sí mismo. Cuando se gobierna, se hace sobre esa pluralidad de las ideas que se confrontan entre sí, entre diferentes partidos y también dentro de cada uno de ellos. Por eso es tan duro el oficio político.
El canciller alemán Konrad Adenauer lo recordaba con brillantez hace muchos años: «En política uno se enfrenta con adversarios políticos, con enemigos políticos… y con compañeros de partido». Porque en esta tarea, lo que parece prioritario es liquidar al otro, sea quien sea. En casi todas las demás profesiones esto ocurre con menos frecuencia. Los empresarios, por ejemplo, compiten entre sí, pero siempre tratan de aunar intereses. Los médicos, los abogados, los arquitectos, los fontaneros o los escritores mantienen algunas rivalidades, pero sienten que comparten algo y que se deben cooperación. Los políticos, en cambio, pertenecemos al único colectivo humano en que se disfruta destruyendo al otro y en que prima excesivas veces el principio de «¿De qué se habla, que me opongo?».
Como he dicho, la política es el arte de gobernar el espacio público que compartimos todos. Un espacio común conflictivo, por definición plural en las ideas, pero también en los sentimientos de pertenencia, lo que hace más compleja la gobernanza. A este respecto, en España todavía estamos discutiendo qué somos, qué es España. Y esto sólo se resuelve cuando uno lo ve desde fuera, pero como no todos salen con un cierto sosiego en la mirada, no todos pueden ver lo que es España. Se cuenta que durante un debate sobre una nueva Constitución en España, cuando se discutía el artículo sobre quiénes podrían ser españoles, Antonio Cánovas del Castillo exclamó: «Son españoles… los que no pueden ser otra cosa».
Así, seguimos discutiendo qué es España, qué somos, y seguimos liados en ese enredo infinito de los sentimientos de pertenencia más o menos excluyentes. Todo catalán sabe que es catalán, todo vasco sabe que es vasco, como todo gallego, como todo andaluz —por incluirme a mí—, etcétera. Por tanto, hay distintos sentimientos de pertenencia que atañen al mundo de lo no racional y sobre los que hay que gobernar. Y después, más allá de esos sentimientos de pertenencia, hay intereses diversos y con frecuencia contrapuestos.
Aunque así lo exprese una vieja idea del liberalismo histórico —base, no se olvide, de la democracia en que vivimos—, gobernar no consiste sólo en administrar la cosa pública. En todo caso, esto, que debe hacerse bien, tiene además que garantizar una convivencia pacífica entre todas las ideas y entre las diferentes identidades. Por eso insisto en que el arte de gobernar procura conjuntar todo eso en un proyecto que dé una identidad —que suele ser identidad de identidades— y un propósito común a todos, por encima de las diferencias, en el espacio público que compartimos. Es la más compleja de las tareas, porque, en el sentido más profundo, gobernar es crear —y no sólo garantizar— la convivencia, y, además, generar y ofrecer proyectos que identifiquen a la nación consigo misma. Gobernar, en fin, es aprovechar todas las sinergias de un país para que se desarrolle. Y si está en crisis como ocurre ahora, para que encuentre su espacio en esta economía global en el que poder competir, crear riqueza, distribuir bienestar e igualdad de oportunidades.
La única democracia que existe es la representativa. Yo he vivido durante buena parte de mi juventud en una llamada «democracia orgánica», la de Franco, que era el líder político encarnado, pero que recomendaba a los jóvenes «hagan ustedes como yo: no se metan en política». Parece que Aznar en un viaje a China, hizo esa misma recomendación a los estudiantes universitarios de Pekín. Todavía existen, pese a los años transcurridos, algunos residuos de aquella actitud.
Tenemos, pues, que rescatar la política y volver a colocarle la mayúscula inicial. Hay crisis en los partidos —los instrumentos de canalización y representación de la voluntad de los ciudadanos—, que no van a ser sustituidos por nada, salvo por otras siglas inventadas para la ocasión, por lo menos en el horizonte previsible. No me atrevo a decir lo que va a ocurrir dentro de cincuenta años porque no soy chino, que son los únicos creíbles para Occidente cuando hablan en ese horizonte. Pertenezco a este mundo occidental, donde si uno proyecta o planifica para más allá del horizonte de los cuatro o cinco años que le toca gobernar, nadie le cree.
Como he dicho, la única democracia que existe es la representativa, y esto no admite juegos ni vacilaciones. Se lo dice un demócrata no fundamentalista. La democracia no es una ideología: es un método y un instrumento —el mejor que se ha inventado— para organizar la convivencia. Pero la democracia no garantiza el buen gobierno. Sólo garantiza —y no es poco— que podamos echar a los gobernantes que no nos gusten. Ésa es su gran diferencia con la dictadura.
Lo explicaré de manera poco solemne. A la larga, la democracia es superior a cualquier otra forma de gobierno porque a ningún político o partido les gustan que los echen. Por tanto, tratarán de corregir los errores y de hacerlo lo mejor que les sea posible. Es verdad que a veces no se comprende que los políticos, como el resto de los seres humanos, meten la pata. Lo más grave no es meter la pata, sino no rectificar a tiempo, explicar el error y pedir perdón. Pero lo peor de todo, es meter… la mano.
Uno de los mayores problemas actuales es que estamos atorados en algunas meteduras de pata y no tenemos tiempo para analizarlas, ni voluntad de corregirlas. Algunas de las decisiones que tenemos que tomar para los próximos años deberíamos haberlas tomado hace ya años. Vamos con retraso en temas vitales que no son ya asuntos del futuro, sino del presente o incluso del pasado. Buscamos, con retraso, nuestro sitio en esta reconfiguración del mundo, que ha sido espectacular por su rapidez y por la profundidad de los cambios. Hay que conseguir una democracia que sea más eficiente al servicio de los ciudadanos y más transparente para eliminar la corrupción; es decir, hay que conseguir un sistema que imponga muchas más limitaciones a la arbitrariedad, porque existen demasiadas cosas sometidas al azar. Tenemos desafíos de modernización de la democracia y hay que darles respuesta.
Sin embargo, la articulación de la democracia no es tarea de un solo día. Es un sistema afortunadamente imperfecto. Sólo son perfectos los totalitarismos y por eso son odiosos. De hecho, la democracia es el peor sistema político que existe, con excepción de todos los demás. Lo dijo, como se sabe, Winston Churchill, que en su definición comparaba la democracia con el tupido y reluciente césped de los parques británicos, y señalaba que es hoy magnífico porque sus compatriotas llevan doscientos años recortándolo, regándolo, abonándolo y cambiándole los tepes deteriorados. No hay otra forma de que una democracia se perfeccione sino cuidándola durante muchos años.
Es imprescindible hacer las reformas que afectan a nuestras instituciones y a nuestro modelo de crecimiento para que sea sostenible dentro de la globalización, para que sea competitivo. Y esas reformas son mucho más fáciles de hacer si se definen áreas de consenso entre todos los actores, empezando por los políticos. Esos acuerdos no tienen que afectar a todo, pero sí a cuatro o cinco puntos básicos. Necesitamos crear consensos —no hay un solo país exitoso en el mundo que no los tenga—, sean pactados —como hicimos en el pasado reciente en España— o adquiridos. Los llamados Pactos de la Moncloa, que llevaron al clima de diálogo necesario para el consenso de la Constitución de 1978. La única de nuestra historia que no significó el triunfo de media España frente a la otra media. Aunque hoy necesita reformas y nuevos puntos de encuentro.
Entre los demócratas y los republicanos estadounidenses hay un enfrentamiento político casi feroz, salvo cuando se trata de los intereses nacionales. En eso, todos hacen piña y actúan al unísono, cosa que les solemos reprochar (o, al menos, lo hacían así hasta que ha empezado a imponerse la «vetocracia» de la que he hablado antes). No deberíamos reprochárselo, porque hacen lo que tienen que hacer. Como ellos, nosotros tenemos que discutir de tantas cosas que deberíamos separar unas pocas y decir «De esto no vamos a discutir, vamos a ir todos a una». Así fortaleceríamos a nuestro país y garantizaríamos su futuro más allá de los cambios de gobierno.
Ésa es la frontera de mi optimismo. Pero mi pesimismo proviene de la cuestión de si realmente hay o no voluntad para hacerlo. Si la hubiera, ya habríamos ganado. Como ellos, como los que prosperan, debemos ser pragmáticos en lo referente a los intereses comunes y ser ideológicos, con ideas, en lo restante, para proponer alternativas diferenciadas entre las que elegir.
IDEOLOGÍA Y PRAGMATISMO: EL POLÍTICO EMPRENDEDOR
La política es el arte de aplicar en cada época aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible.
ANTONIO CÁNOVAS DEL
CASTILLO (1828-1897),
político e historiador español
Los políticos pueden limitarse a predicar con discursos, o pueden transformar las palabras en acciones. A mí no me interesan —y creo que a nadie— los que no tratan de analizar y de cambiar la realidad, los que esperan pasivos a que ésta se acerque a su prédica y luego, cuando eso no ocurre, se excusan: «¡Qué lástima! Si me comprendieran, qué bien viviríamos». No me interesan los predicadores que no se comprometen con la realidad. He conocido a muchos de ellos que dicen ser de izquierdas —mucho más que yo— y que me descalifican porque no les parezco suficientemente escorado a babor. Les acepto la crítica encantado —o, al menos, resignado—, pero en mi acción de gobierno preferí con mucho —e incluyo en ese análisis los errores— que los ciudadanos de mi país tuvieran mejor nivel de educación, mejor nivel de salud, mejor nivel de pensiones y mejor nivel de renta cuando terminé mi tarea de gobierno que cuando la empecé catorce años antes. Preferí superar las barreras del aislamiento histórico e integrar a España en la realidad internacional que le correspondía. Me interesan más estos resultados que haber sido un gran predicador y no haber contribuido a mejorar la condición de mis compatriotas.
Para los predicadores es facilísimo enumerar todos los males de la tierra —que ahora son muchos y los conocemos en tiempo real— y, desde ahí, declamar sus grandes principios: «Hay que ser solidarios, hay que ser benéficos, hay que ser equitativos». Cuando se bajan de la tribuna, tienen garantizado el aplauso general, que reciben satisfechos sin haber dado ni una sola indicación de cómo piensan solucionar los problemas. Aunque tengan razón en su catastrofismo, ese tipo de personas no me interesa nada. En cambio, sí me interesan los que se comprometen con las respuestas, los que no siguen denunciando los males de la tierra, sino que ponen en juego su empeño y su iniciativa y rompen la pasividad para corregir esos males.
Pero a los que prefiero de verdad es a aquellos a los que, además, se les entiende. Los que no practican esa malévola costumbre política, que antes descubrieron muchos profesores, de ocultar su ignorancia con el enrevesamiento y la oscuridad deliberados, cuando no con el engaño, la manipulación de las palabras y los conceptos. Yo tenía un profesor de derecho civil que cuando explicaba derecho hipotecario solía decir: «Como decía mi maestro Felipe Clemente de Diego, ya que no somos profundos, seamos al menos oscuros». Muchos en la política, como no pueden ser profundos, creen que lo pueden disimular siendo oscuros. No digo turbios; digo opacos. Quiero decir que hay que cambiar no sólo las ideas y las actitudes, sino también la manera de comunicarlas. Los políticos confunden la seriedad y la inteligencia con aparecer siempre muy graves y encorsetados. Oscuros, opacos y serios.
Aunque a menudo la política parece ser el ámbito en que se mueven como peces en el agua los profesionales burocratizados de la lucha por el poder, también es un emprendimiento. De hecho, como está tan degradada a ojos de muchos ciudadanos, cuesta trabajo decir que, en realidad, es el más noble emprendimiento del ser humano. Respeto mucho a los emprendedores que generan riqueza, que crean empresas y que cambian realidades. Pero hay otra empresa mucho más importante incluso: el país propio. No tiene las mismas reglas de funcionamiento que un consejo de administración, pero también es un emprendimiento, el más valeroso de todos.
Ya he dicho que para mí el liderazgo es la capacidad de concebir un proyecto común que conecte con una aspiración mayoritaria. Si alguien posee esa capacidad, entonces posee liderazgo. Pero hay que entender que me refiero a una aspiración mayoritaria en su verdadero sentido complejo, no a una que se comparta con total adhesión, porque todas las mayorías son intrínsecamente complejas y contradictorias, y expresan intereses también complejos y contradictorios. Y las mayorías por adhesión incondicional, como las unanimidades, me parecen sospechosas.
Pondré un ejemplo para explicarme mejor. La gran ventaja competitiva de las ONG frente a la política, aparte de que aún están menos burocratizadas —repito, aún—, es que explican la realidad y el mundo con la sola referencia de un único objetivo indiscutible —pongamos por caso mitigar el hambre en el Tercer Mundo— y se despreocupan más o menos de todo lo demás. Esta concentración del objetivo genera una gran paz interior y un gran impulso.
Sin embargo, en política no puede haber un solo objetivo, porque la realidad social y política es por naturaleza compleja. En última instancia, la democracia parte de la aceptación de que la sociedad vive en conflicto y lo que hace es tratar de ordenar civilizadamente ese conflicto, no eliminarlo. Si se eliminase, no estaríamos ante una democracia, sino ante cualquier régimen totalitario que acaba con la contienda por el único procedimiento eficaz posible: aplastando cualquier discrepancia.
Pocos niegan que todos los integrismos son peligrosos, pero cuando se habla de ellos nos solemos referir únicamente a los religiosos. También hay laicos que no aceptan que otros tengan creencias y las combaten con ferocidad. En tal sentido, los demócratas fundamentalistas son los que siempre están en contra de la democracia en la que viven porque les parece que no alcanza el nivel que ellos —y quizá sólo ellos— desean. Recordemos una vez más que la democracia es un instrumento para ordenar la convivencia, no un sistema cerrado. El único país europeo que ha eludido todos los totalitarismos del siglo XX es Gran Bretaña. Pues bien, a la Cámara de los Lores —que además es el Tribunal Supremo británico— no la elige nadie. No parece algo democráticamente perfecto, pero aun así los británicos llevan doscientos años viviendo en libertad, mientras que algunos fundamentalistas democráticos nos han hecho pasar a los demás por experiencias autoritarias sólo porque creían que la democracia o era perfecta o no era.
Soy una persona pragmática, también en política. En el mundo latino eso es muy despreciado, pero en el anglosajón implica siempre algo positivo. Los latinos creemos que ser pragmático significa renunciar a los ideales. Sin embargo, los que inventaron la expresión, los griegos clásicos, creían que pragmático era aquel capaz de llevar sus ideas a la realidad. Ésa, justamente, es mi opción personal. El pragmatismo me ha llevado a ser moderado durante toda mi vida. Es útil porque dicta que cualquier buena idea, cualquier buena propuesta, debe ser tomada en consideración provenga de donde provenga. Yo lo practico en sentido etimológico, porque me resulta insuficiente satisfacerme con la mayor o menor brillantez de las ideas que defiendo. A mí me interesa cambiar la realidad para mejorarla. Por ello acepto cualquier propuesta que dé resultado, que funcione y, por supuesto, que sea honesta. En cualquier caso, quiero recordar que el mayor ideal es ser tan pragmático como para creer que uno puede mejorar la realidad día a día. Al fin y al cabo, como señalaba Cánovas del Castillo: «En política, lo que no es posible es falso», aunque lo que es posible, lo que se pueda hacer o no, es siempre discutible.
En las convicciones muy ideologizadas, lo normal es que uno se case con el instrumento, aun a costa de ser infiel al objetivo. Y el gran problema de toda ideología es que tiende a oscurecer el debate sobre la acción del poder público. Cuando se es progresista —y yo quiero seguir siéndolo el resto de mi vida—, no deben confundirse los instrumentos con los objetivos. La izquierda es mi tribu y esto es, por tanto, una autocrítica. No podemos recrearnos y conformarnos con inventar un futuro que presentamos como paradisíaco, facilitando que la derecha gobierne siempre el presente, porque la mayoría no nos cree. En la otra tribu, la de los conservadores, el problema es su obsesión por tratar el crecimiento económico como un simple problema técnico. Cuando abogamos por la redistribución del ingreso con más educación y salud, siempre dicen que éstos son problemas de equidad social. Y lo son también, pero yo prefiero plantearlos en términos de eficiencia.
En suma, a una parte de la izquierda no le preocupa cómo crear riqueza. Cree que con repartir lo que hay todo se arregla, aunque se termine repartiendo miseria. La derecha, que entiende que hay que crear riqueza, se olvida en cambio de que hay que redistribuir el excedente, el ingreso, para hacer sostenible su creación. Siempre dicen que hay que esperar un poco más a que haya una acumulación suficiente para empezar a redistribuir. Pero antes de que llegue ese momento viene una crisis y corta el ciclo y, entonces, ya no es posible redistribuir. Hay que esperar de nuevo. La única forma de romper ese ciclo —que, como algunos círculos, es vicioso— es mediante un acuerdo y una mejor comprensión de los objetivos comunes. El objetivo es crecer redistribuyendo. El paro es un drama social, pero el que tenga menos sensibilidad puede considerarlo, si así lo prefiere, como un fracaso económico. No hay nadie que esté dispuesto a invertir y a confiar —que es la base de la inversión— cuando se tiene a más de la mitad de los jóvenes desempleados. El objetivo, por tanto, no es crecer primero y, cuando la mesa esté llena, entonces, por rebose, ver cómo se va redistribuyendo.
Quiero insistir en esta idea que me parece fundamental para superar esa dicotomía falsa entre creación de riqueza y redistribución: lo peor de crear riqueza sin redistribuirla al mismo tiempo no es la injusticia, no es el daño moral que se inflige a la sociedad, sino la crisis económica que se engendra. Un crecimiento económico sin redistribución está abocado a interrumpirse bruscamente y a crear fuertes movimientos sociales de protesta. Por eso, si se me permite decirlo así, quien no sea capaz de tener compasión con la pobreza debería tenerla con la riqueza. Aunque sea por propio egoísmo, para preservar el crecimiento económico. Como he sido autocrítico con la izquierda, quiero recordarles, que los neoconservadores se presentan ante crisis, proponiendo «viejos caminos» para superarla. En España dicen «que hay que volver a la senda de la prosperidad perdida», que se atribuyen. No comprenden, y menos aceptan, que «esa senda», el viejo camino, es el que nos ha llevado a esta crisis desastrosa. ¡Y sólo se les ocurre volver a tomarlo!
Los cambios históricos tienen una dinámica progresiva, en el sentido de que van siempre hacia una situación distinta. Pero es una simplificación excesiva creer que cualquier dinámica de cambio es en sí misma positiva y que toda reacción contraria al cambio es necesariamente negativa en todos sus aspectos. Por eso, yo, que llevo muchísimos años en la pelea política, he tratado siempre de evitar caer en el sectarismo; he intentado ponerme en el lugar de los otros para saber qué dicen y qué razones arguyen o qué intereses más o menos legítimos defienden.
Entiendo la política como ideas en acción, o ideas más acción. Eso no quiere decir que dé por supuesto que todo aquel que está en política tiene ideas —muchos políticos no saben por qué ni para qué están en esta lucha—. Pero a la vez, también estoy convencido de que no basta con tener ideas. La gran diferencia entre un politólogo y un político —al igual que entre un catedrático de empresariales y un empresario— es que éste tiene una idea y la pone en marcha, mientras que aquél se limita a estudiar las ideas en sí. En tiempos como éste —y lo digo sin desdoro de nadie—, importan más los políticos y los empresarios que los teóricos. Ahora se trata de salir de la crisis, pero no sólo con ideas, sino con ideas que se pongan en práctica… y que funcionen. Déjenme que recurra una vez más a Antonio Machado, que decía: «En política sólo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela». Es hora, pues, de ser pragmáticos.