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Lo que define a un líder

 

 

Si sus acciones inspiran a otros a soñar más, aprender más, lograr más y crecer más, entonces, usted es un líder.

 

JOHN QUINCY ADAMS (1767-1848),
presidente estadounidense

 

 

La naturaleza del liderazgo se percibe con mucha más claridad cuando se ha perdido el poder que cuando se está ejerciendo. Mientras se está inmerso en la tarea de dirigir un partido o un gobierno —pero también una empresa, un grupo musical, un equipo de fútbol o cualquier otra cosa—, no queda tiempo para teorizar sobre el liderazgo ni sobre las características que definen a un líder. Mientras se está en plena acción, no hay distancia para hacer teorías ni para sacar conclusiones sobre la naturaleza del liderazgo. La ocasión llega después de dejar el gobierno —o de que el gobierno lo deje a uno—, que es justo cuando comienza el asedio amable pero insistente de los interesados en preguntar en qué consiste el liderazgo, cómo se procesan las decisiones estratégicas o las que deben responder inmediatamente a situaciones dramáticas.

Mi amigo Javier Pradera insistió durante años sobre esta misma cuestión. Decía: «No quiero saber cómo funciona el Consejo de Ministros en su quehacer ordinario… De lo que dice la normativa creo saber más que tú. Quiero saber cómo decides ante una situación dramática o un acontecimiento inesperado. También quiero saber cómo arbitras entre posiciones diferentes y qué diseño estratégico tienes».

De los cincuenta años que llevo en la vida política activa, veinticinco los he pasado en la primera línea y casi catorce presidiendo el gobierno de España. Durante todo ese tiempo, mi preocupación no ha sido nunca definir el liderazgo, sino desarrollar los proyectos que me tocaba dirigir. Primero de lucha contra la dictadura; después, de transición democrática, y más tarde de gobierno capaz de consolidarla y modernizar el país, de incorporarlo a Europa, etcétera. En definitiva, resolver los desafíos poniendo en práctica ideas e ideales.

Claro que he tenido que tomar decisiones al hilo de los acontecimientos, frente a situaciones difíciles o dramáticas. Álvaro Mutis, un magnífico escritor, me planteó un día, en compañía de Gabriel García Márquez, la siguiente cuestión: «¿En qué consiste la “soledad del poder” de la que tanto se ha escrito?». Estábamos tomando un café en La Moncloa y le respondí, señalando el teléfono que había sobre la mesa: «Álvaro, ése es el último teléfono que suena. En eso consiste la soledad del poder». Es una imagen simbólica que pueden imaginar en cualquier responsable, aunque sea un entrenador de fútbol.

En general, a un líder no lo define su voluntad de serlo —aunque la tenga—, sino los resultados de lo que hace. Por eso, a muchos que llegan a la responsabilidad máxima, la historia los juzga como fracasados en su empeño. Al dejar el poder es cuando se tendrá oportunidad de analizar un asunto tan complejo. Qué es un buen líder, cuáles son sus principales rasgos definitorios y sus motivaciones, sus condicionantes y sus retos, de qué instrumentos y herramientas dispone para llevar a término sus fines, qué le motiva y qué le preocupa, qué le ilusiona y qué le desilusiona, a qué trabas y rémoras se enfrenta y, por el contrario, qué le sirve de estímulo o de acicate…

A comienzos del mes de noviembre de 2005, el Club de Madrid, el foro de ex mandatarios dedicado a la promoción de la democracia en el mundo, al que pertenezco, se reunió por primera vez fuera de la ciudad que le da nombre. El lugar elegido fue Praga y el propósito era reflexionar acerca de las transiciones democráticas en el mundo poscomunista. En aquel marco, participé en un debate con otros tres ex presidentes: el estadounidense Bill Clinton, el brasileño Fernando Henrique Cardoso y, en calidad de anfitrión, el checo Václav Havel. Una buena muestra de lo que llamo «jarrones chinos».

Como ya he dicho otras veces, para mí los ex presidentes son como grandes jarrones chinos en apartamentos pequeños. Se supone que tienen valor y nadie se atreve a tirarlos a la basura, pero en realidad estorban en todas partes. Nadie sabe muy bien dónde ponerlos y todos albergan la secreta esperanza de que, por fin, algún niño travieso les dé un codazo y los rompa. Gracias a la experiencia acumulada, que puede ser mucha, emiten opiniones que a veces proyectan demasiada sombra o que se convierten en armas arrojadizas durante la batalla política diaria.

Havel, de quien guardo un recuerdo imborrable, era un gran creador, un hombre de letras, pero también —y puede ser que precisamente por ello— un político inadaptado, en el mejor sentido de la expresión. Aquel hombre, que recorría los inmensos pasillos del palacio presidencial en patinete para ahorrar esfuerzos a su ya mermada salud, había encabezado la lucha contra el totalitarismo comunista y hubo luego de liderar su país —a costa de no pocos sufrimientos personales— en la transición hacia la democracia, pero también hacia la división de la República Checoslovaca. Le conocí en el momento de mayor amargura política, cuando, aún sin acabar la llamada Revolución de Terciopelo de 1989, trataba de conciliar a las partes enfrentadas en el ya irreversible proceso secesionista, que finalizaría en 1993 con la división entre Chequia y Eslovaquia. Por entonces, el Parlamento —presidido por el eslovaco Alexander Dubcek, antiguo dirigente comunista e impulsor de la Primavera de Praga de 1968 y del efímero «socialismo con rostro humano» que enseguida aplastarían los tanques soviéticos— discutía, en un ambiente muy crispado, la ley de depuración de responsabilidades del régimen comunista. Había una desazón enorme. El debate parlamentario de esta ley se había convertido en una puja para decidir quién sería más exigente en la petición de responsabilidades al régimen comunista. Como tantas veces, los que habían sido menos firmes en el combate contra la dictadura comunista aparecían como los más radicales en cuanto a la extensión de la ley personal y temporalmente. Llegaron al ridículo de exigir responsabilidades al propio Dubcek, que había sufrido una dura represión durante la invasión soviética.

En cierta forma, aquella delicada situación política recordaba a la vivida por los españoles años antes, durante la Transición, por lo que Havel me pidió que le explicara nuestra experiencia. Un día en que ambos tomábamos una cerveza en un local típico de Bratislava, comentando la situación, le dije: «Como hombre de letras que es usted, me va a permitir que le cuente una anécdota escueta que le hará comprender cómo fue la Transición en España. Mire, al mes de tomar posesión como presidente del gobierno, me tuve que desplazar a Sevilla para asistir al entierro de mi suegro. Al pie de la escalerilla del avión, un señor se me presentó: “Señor presidente, estoy a sus órdenes, soy el comisario encargado de su seguridad”. Le di la mano, le saludé por su nombre y le dije que adelante. Al escuchar su apellido, me preguntó lívido: “¿Me conoce usted?”. “Claro, claro —le respondí—. Usted me detuvo en octubre del 74”. Descompuesto, el comisario trató de improvisar una explicación, pero le corté recordándole que me acordaba de su apellido no sólo porque me hubiera detenido, sino porque también era hermano de un compañero de facultad. El hombre pasó un momento difícil, pero yo traté de tranquilizarlo: “No se preocupe. Cumpla usted con su obligación y vamos”». Al terminar mi pequeño relato, Havel se me quedó mirando y me dijo: «Ya comprendo. No hace falta que me explique más».

Sobre esa base de entendimiento personal y de experiencias compartidas, los encuentros con Havel en Praga venían a simbolizar el abrazo de los demócratas del mundo a los esfuerzos democráticos de la República Checa. Ése era el motivo de fondo de aquella reunión de antiguos líderes.

Pues bien, al final de ese amistoso debate de jarrones chinos de la política, la moderadora, la ex primera ministra canadiense Kim Campbell, remató la conversación planteándonos la pregunta siguiente: «Ustedes que han tenido una larga experiencia de gobierno, ¿nos podrían explicar brevemente en qué consiste el liderazgo?». Cuando alguien nos plantea esa cuestión, en apariencia sencilla, todos solemos atajar desgranando una selecta antología de anécdotas personales, en algunos casos muy divertidas y en otros muy dramáticas. En aquella ocasión, las dos primeras respuestas, a cargo de Cardoso y de Havel, no se salieron de los cauces habituales. Yo, sin embargo, preferí aquel día tratar de articular una respuesta más conceptual, menos anecdótica, que explicara de manera sistemática en qué consiste, en mi opinión, el liderazgo. Bill Clinton, que esperaba su turno de cierre tomando notas, hizo ese gesto tan norteamericano de palmearme las rodillas en señal de aprobación. Al parecer, él nunca se había planteado hacer una reflexión metódica del asunto y respondió relatando algunas de las situaciones relevantes de su mandato en las que le había tocado tomar decisiones complicadas.

Así pues, más allá de las anécdotas, sin duda ilustrativas, he reflexionado con frecuencia acerca del asunto y he llegado a algunas conclusiones que, si no acertadas, creo que son al menos interesantes como punto de partida del debate que en este libro quiero suscitar. Lo que dije en aquella ocasión y todo lo que pienso a este respecto quedará pormenorizadamente expuesto en las páginas que siguen, pero lo mejor será centrar primero el tema haciendo diversas consideraciones generales que nos permitan enunciar una definición de las características del liderazgo político y, por extensión, del liderazgo de cualquier tipo.

 

 

¿EN QUÉ CONSISTE EL LIDERAZGO POLÍTICO?

 

El liderazgo es un compromiso con una idea, un sueño y una visión de lo que puede ser. […] Es hacer lo correcto por educar e inspirar a un electorado, teniendo empatía con el ánimo, las necesidades, los deseos y las aspiraciones de la humanidad.

 

BENAZIR BHUTTO (1953-2007),
primera ministra de Pakistán, destituida por un
golpe de Estado y asesinada cuando se presentó
de nuevo en 2007

 

Me impresiona recordar que recibí a Benazir Bhutto cuando era presidente del gobierno de España y, poco tiempo después, viví su derrocamiento por un golpe de Estado. Recuerdo, sobre todo, sus palabras en una reunión convocada por Bill Clinton en Nueva York, unos días antes de su regreso a Pakistán como candidata. Con una naturalidad y serenidad que hacían poco creíbles sus palabras, comentó que estaba segura de que iban a atentar contra su vida durante la campaña electoral. Así fue y, trágicamente, con éxito.

Con el paso de los años he llegado a comprender que lo que llamamos liderazgo es una conexión especial entre un discurso político, en el sentido más noble de la expresión, y un ethos mayoritario, es decir, una aspiración conjunta que expresa la identidad y los deseos mayoritarios de un país. Por supuesto, esa conciencia colectiva no tiene por qué ser siempre de adhesión en positivo a un proyecto; también puede expresarse como un rechazo, una resistencia mayoritaria a un determinado estado de cosas. Además, tampoco tiene por qué transformarse en una única intención de voto. Esa aspiración mayoritaria no lleva a los ciudadanos a apoyar en las urnas un determinado liderazgo político, pero sí, si éste de verdad lo es, a respetarlo e incluso valorarlo positivamente.

Tal conciencia colectiva surge de una composición social complejísima. Junto a los intereses compartidos coexisten los intereses particulares y grupales que se contraponen y, pese a ello, conectan entre sí gracias a valores «intangibles», es decir, gracias a aspiraciones que no se pueden cuantificar. En cada momento histórico, un amplio sector de la sociedad comparte un conjunto diverso de esos valores intangibles. Eso es lo que hace posible que una gran mayoría conecte al unísono con un determinado proyecto en el que todos se ven reflejados, aunque no coincidan con partes del proyecto propuesto.

A veces se dice que el líder ha de aceptar la realidad como es, acatarla tal como viene planteada. Yo, en cambio, creo que el líder de un proyecto de cambio tiene que ser por definición rebelde: en primer lugar, rebelde consigo mismo; en segundo lugar, rebelde frente a lo que no le gusta de la sociedad o del mundo; y, finalmente, rebelde respecto a las circunstancias que dificulten el avance del proyecto que se pretende.

Me explicaré. Siento una simpatía natural por la rebeldía incondicional que desde siempre ha llevado a la gente a reunirse para expresar su rechazo genérico a todo aquello que no le gusta, incluso bajo el grito de «otro mundo es posible». Sin embargo, me distancio de esa actitud, con frecuencia ingenua, porque en realidad no creo que otro mundo sea posible. Acepto que éste es el mundo que nos ha tocado vivir, pero también creo —de eso estoy convencido— que es manifiestamente mejorable. En términos ideológicos, mi posición de rebeldía no es la de un revolucionario que quiere cambiarlo todo y de una vez, que anhela un «hombre nuevo». Mi posición es la de un reformista plenamente convencido de que se pueden cambiar las cosas que van mal, fuera de toda falsa utopía. Que nuestra tarea es mejorar las condiciones de vida de los seres humanos en el mundo al que pertenecemos.

En definitiva, la rebeldía es una actitud esencial para cambiar las cosas. No conformarse con uno mismo y no conformarse con lo que va mal; mantenerse vivo y atento a todas las cosas, abierto a todas las posibilidades y dispuesto a aprovechar todas las oportunidades que permitan un cambio positivo. Sin embargo, hay que distanciarse del optimismo ciego.

El optimismo del líder —es decir, su afirmación de que hay que cambiar las cosas y de que es posible hacerlo— no puede ser retórico ni «profesional». No puede limitarse sólo a la pose de un discurso alentador, que niegue la realidad. Porque cuando, pese a todas las evidencias de desastre, el político que practica el optimismo profesional insiste en decir que no pasa nada, que todo va bien, que todo va a resolverse y, puestos en la actualidad, que el año que viene ya no habrá crisis, su discurso resulta, cuando menos, poco empático; es decir, definitivamente antipático y rechazable, pues no conecta con el estado de ánimo de la gente. El optimismo del líder debe estar siempre basado en la realidad y acercarse, desde el conocimiento y la comprensión, al estado de ánimo real de los ciudadanos. El optimismo es necesario para afrontar una crisis y desarrollar un proyecto, pero debe ser precavido y realista; es decir, veraz.

Siento que cuando describo la situación y critico lo que está pasando aquí y ahora —en España o en Europa—, la conclusión que suelen extraer los que me oyen es que soy pesimista. Pero insisto en aclarar que soy un optimista escarmentado: que no niega la realidad, sino que se hace cargo de ella precisamente porque quiere cambiarla.

A este respecto, en esta segunda década del siglo XXI, los políticos tenemos la obligación de intentar saber cuál es el proyecto que conecta con la aspiración de los ciudadanos. Con la aspiración de signo positivo, pues los rechazos los conocemos sobradamente, aunque haya que tenerlos siempre en cuenta para el desarrollo de la acción, porque expresan con frecuencia elementos de crítica que te permiten corregir tus propios análisis. Lo importante es que no paralicen. El líder político ha de procurar que los anhelos y los sueños, en especial los de los jóvenes, encuentren su lugar en la democracia representativa que se expresa en las urnas.

El sentimiento social mayoritario de nuestro tiempo es la desazón que se extiende por todos los países del Occidente desarrollado. Lo que los franceses llaman malaise. Un desasosiego que, aunque casi siempre se manifieste de forma semejante, puede tener muchas causas: la preocupación por el desempleo que no se resuelve; la inquietud respecto al futuro; la incertidumbre debida a la necesaria adaptación a la globalización; el vértigo provocado por los rápidos cambios que introduce la revolución tecnológica…

Un buen ejemplo, aún cercano, de esta conexión de un líder con una conciencia colectiva mayoritaria, se dio en Europa en la década de 1950, justo en el inicio de la construcción europea. En aquel contexto, uno de los llamados «padres de la patria europea», el francés Jean Monnet, no ejerció nunca representación política alguna. No gobernó, no tuvo ningún cargo de responsabilidad institucional. Por tanto, no tuvo nunca poder formal; pero lo que sí tuvo siempre fue una gran autoridad sobre los demás, lo que le permitía coordinar las voluntades de todos sobre la base de mínimos crecientes. Como todo estaba por hacer, cabía ir acometiendo paso a paso aquello en que todos se iban poniendo de acuerdo.

Es una personalidad curiosa la de Monnet en la que se da el fenómeno de un liderazgo basado en la autoritas, es decir, un liderazgo sin potestas. Él comprendió que después del desastre absoluto de las dos guerras mundiales, en Europa había surgido un ethos colectivo que se contraponía a la patología de la guerra y trascendía a las enormes diferencias que seguían existiendo entre los pueblos. Franceses y alemanes llevaban un siglo matándose. Lo que necesitaban ellos y todos los demás pueblos europeos en aquel momento, a lo que aspiraban colectivamente, era a la paz y a la reconstrucción del continente.

En ese contexto, no era muy difícil y sí tremendamente útil, proponer que se constituyera la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, la CECA. Porque, poniendo en común el carbón y el acero, y eliminando la pugna por el control de las zonas productoras —por ejemplo, el valle del Ruhr—, se eliminaba uno de los factores determinantes de la guerra que habían mantenido durante décadas. Se canalizaba el inmenso deseo de paz de todos los europeos que ya habían padecido dos devastadoras guerras mundiales casi consecutivas. Ésos fueron la intención, el objetivo y el mayor logro de Monnet, pero no el único.

Ese mismo espíritu fue el que inspiró la fundación de la Agencia Europea de la Energía Atómica, el EURATOM, que puso en común la nueva energía, potencialmente muy destructiva, pero también con enormes posibilidades de creación de bienestar y de transformación social. Y esa misma aspiración de paz y reconstrucción, detectada y aglutinada por Monnet, estuvo implícita en la Política Agrícola Común que aquellos fundadores de Europa comenzaron a aplicar, entendida en este caso como necesidad imperiosa de huir definitivamente de la hambruna, ese azote inconsistente con el hecho de que Europa ya era entonces un continente desarrollado.

Se puede deducir, en suma, que si se define e impulsa un proyecto colectivo, es relativamente fácil conectar con los elementos intangibles que movilizan la voluntad de una sociedad. Comprendiendo este mecanismo de dinámica social, se puede entender mejor la naturaleza y el origen del liderazgo político, que, como es lógico, no equivale, per se, al mero ejercicio de un alto cargo de responsabilidad pública.

 

 

NO TODO POLÍTICO ES UN LÍDER

 

El político piensa en la próxima elección; el estadista, en la próxima generación.

 

OTTO VON BISMARCK (1815-1898),
estadista prusiano

 

La cita del mariscal Bismarck mantiene su vigencia en nuestros días y resulta especialmente apropiada en estos momentos de crisis. En la democracia representativa, el líder que pretenda que su proyecto llegue a la próxima generación, tiene que tener la capacidad de ganar la confianza de los ciudadanos para que le apoyen en la siguiente elección.

En la democracia actual, dominada por lo inmediato —algunos la llaman democracia consumista—, la mayor dificultad del liderazgo reside, precisamente, en convencer a los ciudadanos de que los proyectos que se proponen responden a la doble dimensión de las preocupaciones por los problemas de hoy y su trascendencia para las generaciones futuras.

A grandes rasgos, podemos distinguir diversos tipos de políticos. Algunos políticos tienen principios, pero no tienen ideas. Otros poseen ideas, pero carecen de principios. Y no escasean los que no tienen ni ideas ni principios. Finalmente deberíamos ocuparnos de identificar a aquellos que tienen ideas y principios.

Tendemos a apreciar a los individuos que tienen principios, sobre todo si se dedican a la política, pero terminan por dejarnos vacíos los predicadores que no dan trigo. Me refiero a los que se encierran en discursos dogmáticos, a los que se repiten como un mantra, sin plasmarlos en propuestas capaces de cambiar la vida de las personas. En política abundan los individuos que presumen de pureza ideológica, exhibiendo un discurso cerrado, que les da seguridad y que, en realidad, oculta su total carencia de ideas: ideas concretas para comprender una realidad cambiante que exige respuestas diferentes de las del manual aprendido de memoria.

Con frecuencia, estos ideólogos sin ideas están convencidos de que su prédica fundamentalista basta para cambiar la realidad. Pero, en el fondo, es una coraza, un escudo, que les permite denunciar calamidades, sin aportar soluciones para los desastres que denuncian. En algunos casos, la prédica es la función principal, casi única, de un líder, como ocurre en las religiones. La trascendencia permite saltar sobre la inmanencia. El Papa cumple así con su función, pero el líder político que se basa sólo en esto no la cumple. Los que recuerden las viñetas del dibujante Quino comprenderán lo que digo: Mafalda se subía a una tribuna y hacía ante sus amigos un solemne llamamiento a la paz mundial, y cuando se lo reprochaban por inútil, respondía que lo mismo hacía el Papa y nadie lo criticaba por ello.

Pues bien, los políticos se han de bajar del púlpito —o, si se prefiere, salirse de la viñeta—, ponerse manos a la obra y cambiar lo que va mal, lo cual, claro está, es mucho más arriesgado y criticable. Y es que el gran riesgo de la política no radica en la prédica, sino en la puesta en práctica de las ideas. Describir un mundo justo o pormenorizar las causas de las injusticias no es una tarea demasiado difícil, y, en cualquier caso, es más literaria que política. Pero a la hora de llevar a cabo esos grandes principios, es justamente cuando sobrevienen las contradicciones, las frustraciones, los choques de intereses y, en definitiva, los fracasos de todo tipo. La tarea política es resolver todo esto, no sólo relatarlo.

Con frecuencia he discutido este tema con Fidel Castro. Más de medio siglo predicando una revolución que liberaría a los cubanos de la tiranía de Batista, del imperialismo yanqui y del monocultivo de la caña, para crear una sociedad próspera e independiente, han terminado en un poco discutible fracaso. Es cierto que los líderes —Fidel lo es, sin duda—, cuando se aferran a un discurso que niega la realidad y desconoce los cambios, siempre tratan de explicar el fracaso atribuyéndoselo a otros. El mundo está lleno de ejemplos de esta naturaleza como los que vivimos en nuestra propia realidad española.

He hablado antes de políticos que tienen ideas, pero no tienen principios. Suelen ser personas inteligentes y capaces, incluso eficaces, a quienes les da exactamente igual qué factor o qué resorte hayan de aprovechar, o qué principio conculcar, para salir airosos de una determinada situación o para llevar a buen puerto un proyecto concreto. Valga como ejemplo el del ex presidente estadounidense Richard Nixon, político de gran altura intelectual, aunque de no tan gran altura de miras y, sobre todo, de poca hondura ética. Son personajes que anteponen sus intereses o su pasión de poder a cualquier límite ético en su acción política.

Veamos también a los que no tienen ideas ni principios. Oportunistas de la política, que sólo quieren aprovechar personalmente lo que se les ofrece, suelen ser ambiciosos y no les preocupa tomar prestadas las ideas de los demás para obtener lo que les resulta útil en función de sus intereses. Suelen imitar, sin pudor, a aquellos que les parecen exitosos en cada momento, aunque se distancien de ellos cuando los ven fracasar. George W. Bush —no confundir con su padre, George H. W. Bush, completamente diferente— fue el único presidente al que pudieron colocar la teoría del unilateralismo, tras la caída del muro de Berlín y la liquidación del modelo comunista. Lo convencieron de que Estados Unidos debía actuar como única superpotencia mundial, ejerciendo de «gendarme mundial» para mantener su hegemonía. Ni el viejo Bush, ni Bill Clinton aceptaron esa estrategia de los neocon. Sin duda, los atentados del 11-S fueron el detonante para que el presidente Bush júnior aceptara, en su ignorancia, la estrategia de la llamada «justicia infinita». Fue un momento clave en el que el sistema de compensación de poderes típico de la democracia presidencial estadounidense cedió y puso en manos del presidente plenos poderes para actuar. Ante tal responsabilidad, Bush júnior, demasiado falto de ideas para ejercer ese liderazgo, quedó en manos de los protagonistas de la teoría del unilateralismo. Las consecuencias, después de Irak y Afganistan, son sobradamente conocidas.

El perfil del presidente Ronald Reagan, a quien tuve la oportunidad de conocer, es diferente. Era bastante ignorante, pero, a diferencia del anterior, sabía que no sabía, y esta inteligencia le permitió elegir equipos humanos muy eficaces. Su atención se concentró en la prioridad de luchar contra el comunismo y hay que reconocer que aceleró su derrota. Lo traté mucho y mantuve una relación fácil y cordial desde el punto de vista humano, a pesar de los desacuerdos de fondo con sus políticas neoconservadoras, desde los puntos de vista económicos y sociales. Reagan admiraba a Margaret Thatcher, que ponía la letra a la música que sonaba en su cabeza. Su facultad más destacable, la que dio éxito a su presidencia, era la de elegir equipos humanos que le permitían cumplir los objetivos de su presidencia.

Finalmente, hay políticos capaces de acompañar los principios con las ideas. Son los que saben que para poder llevar a cabo una profunda transformación —a partir de un compromiso fuerte con un proyecto—, hay que apoyar firmemente los pies en el mundo real y desplegar ideas que lo tengan en cuenta y que sean factibles de ser puestas en práctica. Éstos son los que encarnan el mejor liderazgo político, el que mezcla unas convicciones profundas con un proyecto y con la capacidad de tomar decisiones, fijar objetivos y asumir riesgos ante situaciones difíciles, incluso a contracorriente, cuando los demás dudan o están confusos. Si esto va acompañado de un «carisma personal» que les permita traspasar la barrera de la opinión pública, con impacto, los mensajes y las ideas tendrán el apoyo de la mayoría. Respecto a estos líderes, se podría parafrasear a Bertolt Brecht y decir: «Ésos son los imprescindibles».

A lo largo de mi vida, me he encontrado con algunos casos —no demasiados, pero sí suficientes— que se adaptan a este último tipo de políticos que, con principios e ideas, son imprescindibles.

Por ejemplo, un político dotado de unas ideas firmes y el necesario pragmatismo es el alemán Helmut Schmidt. Inquebrantable defensor de la economía social de mercado, nunca ha olvidado, a diferencia de otros, que la cohesión social sólo es posible si es económicamente sostenible. Pero su principal virtud es que ve el mundo en su globalidad. Schmidt fue el primero al que oí, hace ya treinta años, llamar la atención insistentemente sobre el papel que estaba llamada a desempeñar China.

Otro líder político que ve con claridad las relaciones de fuerza que actúan en el mundo es Bill Clinton, un demócrata convencido que cree en la redistribución y en la justicia social. Fue él quien hizo el primer intento de reforma del sistema sanitario estadounidense, aunque luego se vio obligado, para ganar la segunda presidencia, a retirarla. Tal vez su mayor error fue que, al ver que en su país seguía creciendo la desigualdad de rentas y que no disponía de mecanismos para mantener una política redistributiva que invirtiese esa tendencia, se convenció de que lo único que podía hacer era promover el crédito fácil y accesible para todo el mundo, iniciando, en aquel segundo mandato, la dinámica que llevó al estallido del sistema financiero en los años 2007 y 2008.

He tenido, como se sabe, gran amistad con Helmut Kohl, otro de los políticos de gran visión global, sobre todo en temas europeos. Tal vez menos sofisticado que otros, pero con unas prioridades muy claras y una gran tenacidad, lo que le hacía enormemente fuerte cuando gobernaba su país. Kohl fue capaz de arriesgar y perder las elecciones cuando apostó por el abandono del marco en favor del euro. Su convicción europeísta estuvo por encima de su posible reelección.

El más frío y más sereno de los líderes con los que he tratado ha sido François Mitterrand. Su seguridad en sí mismo le llevó a cometer el error de intentar reescribir su papel en la historia de Francia. Su controvertida relación con una etapa del colaboracionista gobierno de Vichy hizo que le llovieran multitud de críticas. Pero en el ejercicio del poder era frío y sereno, dotes también esenciales que diferencian al líder del simple político.

No obstante, entre todos estos líderes, el que más me llamó la atención fue el chino Deng Xiaoping. Cuando se haga justicia histórica sobre el siglo XX y la historiografía deje de ser hegemónicamente occidental, Deng ocupará el lugar que merece por la fuerza y la clarividencia de su pensamiento y por las grandes transformaciones que lideró en China, sin perder ni un instante la conciencia de que también estaba transformando el destino del mundo. En los pocos encuentros que tuve con él, me explicó lo que consideraba que tenía que pasar en China dentro del contexto mundial y sólo se equivocó en la velocidad del movimiento: al final ha ocurrido todo en mayor grado y con mayor rapidez de lo que él preveía. Según Deng, China alcanzaría hacia el año 2050 el producto per cápita medio que le correspondía después de haberlo perdido con la guerra del Opio, a mediados del siglo XIX. Ese objetivo, como hoy sabemos, tardará muy poco en hacerse realidad.

No se agota aquí el catálogo de grandes líderes a quienes me gustaría destacar. Por ejemplo, no olvidaré a Nelson Mandela, una persona desprovista de rencor, que nunca ha querido pasarle factura a los que se la tenían que haber pagado. Ésa es su grandeza histórica. Después de estar más de veinte años en la cárcel, antepuso el interés de su país a cualquier otra consideración de índole personal. Y con esa gran templanza anímica fraguó grandes logros para Sudáfrica y se convirtió en un referente mundial.

En España me he encontrado con una persona de esa misma dimensión humana. Se trata de Ramón Rubial, que durante la Transición, cuando le pedían que relatara y sacara réditos políticos de sus dos décadas de cárcel, siempre atajaba con la misma respuesta: «Pero qué mérito le ven a eso. Yo no estuve ni un solo día voluntariamente».

En definitiva, si se me pidiera elaborar un retrato robot del buen líder, conjuntaría la tenacidad de Helmut Kohl, la visión del mundo y la capacidad de empatía personal de Clinton, la capacidad comunicacional del papa Wojtyla, la serenidad de Mitterrand, la habilidad en la formación de equipos de Reagan y la capacidad de análisis y la buena gestión grupal de Olof Palme.

 

 

LA VIGENCIA DE LAS GRANDES PREGUNTAS

 

Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas.

 

MARIO BENEDETTI (1920-2009),
escritor y poeta uruguayo

 

Como ya hemos visto, el liderazgo político consiste esencialmente en tener un proyecto y conectar con un sentimiento, una voluntad, una aspiración y un interés colectivos. Pero esa definición, que en principio todos podríamos aceptar y defender, difiere en gran medida de la que hoy parecen empeñados en plasmar muchos dirigentes políticos. Es obvio que la política es mediática, pues, al fin y al cabo, tiene que pasar obligatoriamente por los medios para llegar a los ciudadanos. Pero hoy, por desgracia, más que mediática se ha vuelto «in-mediática», como las telenovelas: cambia cada día según los supuestos requerimientos de la audiencia. Y eso la aleja por completo del verdadero liderazgo, porque niega la existencia de un proyecto a medio y largo plazo.

Las democracias mediáticas e irreflexivas que tanto abundan son enemigas naturales de los liderazgos sólidos. En ellas priman los sondeos de opinión sobre las convicciones, y los líderes políticos se dejan arrastrar por las tendencias diarias de esos sondeos. Impera la simplificación de los mensajes para ajustarse al minuto de que se dispone en los informativos, aunque ello vaya en detrimento del razonamiento y la pedagogía necesarios para convencer y movilizar a la ciudadanía. Hoy, el político, lejos de ejercer su liderazgo, parece ofrecer sólo lo que pide el público cada día. No defiende, ni mucho menos aplica, un proyecto de país. Y eso es justamente lo contrario del liderazgo. Eso implica el sometimiento a ese tirano llamado opinión pública, al que Napoleón ya calificaba de «poder al que nada se resiste», y del que Azaña decía con amargura: «Nada hay más cambiante que eso que llaman opinión pública». Y también implica, si no se corrige, la muerte anunciada de la política, porque cada vez la hará más despreciable a ojos de los ciudadanos.

El político entendido como líder debe liberarse de la dictadura de lo inmediato y hacer siempre las cosas que debe hacer. Ese imperativo de actuación, que a menudo se suele llamar «ética de la responsabilidad», siguiendo la terminología acuñada por Max Weber, es su carta de naturaleza.

Puedo poner un ejemplo personal. El ciudadano Felipe González estaba en contra de la integración de España en la OTAN y en mi condición de diputado voté así cuando el gobierno de Calvo Sotelo llevó esta decisión al Parlamento en los primeros meses de 1982. Pero, tras las elecciones, el presidente Felipe González convocó un referéndum y pidió el voto favorable para mantener esa integración decidida por el gobierno anterior. Aunque las cosas han cambiado mucho en treinta años, si lo tuviera que hacer otra vez, votaría de nuevo por la permanencia. Al fin y al cabo, uno tiene derecho a cambiar de opinión. Sin embargo, lo que trato de señalar ahora no es eso, sino que, cuando se tiene una gran responsabilidad política, no se hace lo que a uno le gustaría hacer, sino lo que cree —equivocadamente o no— que favorece a los intereses generales de su país. Otra cosa hubiera sido que España no hubiera adquirido ya el compromiso de ser miembro de la OTAN, que hubiera planteado una decisión diferente. Como dijo en su momento Winston Churchill: «No es suficiente que hagamos lo mejor; a veces tenemos que hacer lo que se requiere que hagamos».

Pero no hay que confundirse. Los compromisos electorales deben cumplirse y si hay circunstancias que lo impiden o que te hacen cambiar de opinión, tienes la obligación de explicarlo con veracidad, sin buscar culpas ajenas, evitando la sensación de engaño que predomina en la política española. Hoy no vivimos cambios de posición que puedan explicarse por la ética de la responsabilidad de la que hablaba Weber, sino un permanente incumplimiento de compromisos electorales que están llevando al desmantelamiento de tres décadas de esfuerzos para mejorar las condiciones de vida de los españoles. Se oyen excusas que centrifugan toda la responsabilidad hacia atrás (herencia recibida) y hacia fuera (imposiciones de Bruselas). Se gobierna a golpe de decreto-ley, sin debate en el Parlamento, sin explicaciones a los ciudadanos, sin comparecencias ante los medios.

Se equivocan y son dañinos los que creen que tienen una explicación sistemática y cerrada del mundo, y hacen continuo alarde de ella a pesar de lo mucho que el mundo cambia y de la velocidad a la que lo hace. El dinamismo y la flexibilidad que exigen estos «tiempos líquidos», como los llama Zygmunt Bauman, son enemigos de todo cliché dogmático, de todo prejuicio inamovible, de todo corsé paralizante. Salvo los adeptos a las religiones, que pueden ofrecer una explicación cerrada del mundo porque tienen un referente absoluto, los que vivimos en esta tierra como laicos, sin vínculos con la trascendencia, sabemos que la realidad cambia y que no se puede encuadrar en un marco ideológico cerrado. Algunos, más que comprometidos con los objetivos, parecen estar casados con los instrumentos para llegar a ellos. Lo intentaron los comunistas y lo intentaron los nazis, y ambos afortunadamente fracasaron, aunque con un coste humano indescriptible.

Pero la certidumbre de que no hay una sola explicación sistemática y cerrada del mundo no implica que no haya que seguir buscando siempre mejores respuestas. Al final de su vida, el escritor mexicano Octavio Paz comentó la caída de la Unión Soviética y el hundimiento del modelo bipolar, alternativo, de capitalismo y comunismo, con unas palabras sabias que no me canso de recordar: «Que las respuestas hayan fracasado, no significa que las preguntas no estén vigentes».

En este momento histórico en que la crisis —especulativa y, por tanto, también especular— ha situado al capitalismo mirándose en el espejo, por primera vez sin el referente alternativo del comunismo que lo obligaba a hacer reformas con sentido social, a la vez que lo señalaban como un modelo peor, el sistema capitalista se libra a sus propios impulsos, sin compensaciones. Por eso, la implosión del sistema financiero de 2008 y sus graves consecuencias económicas y sociales hacen que la imagen que devuelve el espejo en que se mira sea fea y deforme. Es el momento más idóneo para hacerse las preguntas adecuadas. Si se pierde la oportunidad de mantener ese interrogatorio político sobre los fallos sistémicos que estamos viviendo, se impondrán respuestas disolventes del sistema en las que cristalizarán los rechazos de los antisistema —no todos ellos situados, por cierto, fuera del sistema, porque algunos lo están horadando desde dentro—, o seguiremos aplicando respuestas conservadoras, de cualquier signo ideológico, que sacralicen la defensa de lo obtenido, sin ofrecer alternativas capaces de encontrar nuevos instrumentos para salir de la crisis.

Hay que pensar si nos hemos hecho realmente, con seriedad, las preguntas adecuadas respecto de lo que está pasando, esas que nos servirían para orientar con acierto las respuestas. Lo único seguro, por ahora, es que las respuestas están fracasando. O dicho de un modo más preciso, las respuestas no son tales, desde el momento en que no dan satisfacción a las grandes preguntas, que siguen plenamente vigentes.

Por ejemplo, ¿qué hacemos con la injusticia social? ¿Qué hacemos con el hambre? ¿O con la infancia maltratada? ¿Qué hacemos con el mal reparto del conocimiento y la educación, los mejores instrumentos de crecimiento y de desarrollo personal y social? ¿Qué hacemos, en fin, para que el fenómeno histórico de la globalización distribuya los ingresos que genera de manera más justa?

 

 

EL LÍDER Y LA CONCIENCIA COLECTIVA DE SU GENERACIÓN

 

El mayor problema de la juventud de hoy es… que ya no formamos parte de ella.

 

SALVADOR DALÍ (1904-1988), pintor español

 

Si situamos la reflexión en el marco español, uno de los principales desafíos consiste en saber cuáles son los elementos que conectan a unos ciudadanos con otros y que les permitirían sentirse partícipes de un proyecto común. No me refiero a los elementos concretos, que siempre serán discutibles y diversos, sino a ese conjunto de intangibles que podrían conectar entre sí a una mayoría determinante de ciudadanos: sentimientos, intereses y anhelos hoy tan difíciles de identificar, definir y aprehender.

La Política, con mayúscula, es el arte de gobernar el espacio público que compartimos. Algo diferente de la necesaria gestión de gobierno, o, si quieren, de la mera gestión de la empresa.

Se gobierna ese espacio público en el que existen intereses contrapuestos, personales y sociales. No son los mismos los intereses de los trabajadores y los de los empresarios, aunque para ambos sea vital la supervivencia de la empresa, su crecimiento y su desarrollo. Tampoco lo son los intereses de los rentistas y los de los que viven de su esfuerzo y rendimiento personal o empresarial. Incluso dentro de los colectivos sociales, en los considerados intereses de clase, hay contradicciones que vemos con frecuencia ante cualquier conflicto de deslocalización. La más clara demostración de cómo ceden las solidaridades de clase ante impulsos nacionales la vimos en los enfrentamientos de las guerras mundiales que llenaron las trincheras y los cementerios de trabajadores enfrentados entre sí.

También se gobierna sobre una pluralidad de ideas y de ideologías contrapuestas, típicas del pluralismo de las sociedades democráticas organizadas. Distintas alternativas basadas en preferencias ciudadanas —o en rechazos de otras— que han de sentirse representadas en los órganos de la soberanía que son los parlamentos y ser tenidas en cuenta aunque haya gobiernos de mayoría. No se gobierna sólo para los que te votan. Las políticas deben ser lo más incluyentes posibles para alcanzar los intereses del conjunto de la ciudadanía.

Además, en todas las sociedades complejas —y la nuestra lo es en mayor medida que otras— se gobierna sobre una gran diversidad de sentimientos de pertenencia, que conforman identidades diferentes. Hablo de sentimientos de pertenencia para resaltar que no son racionalizables, como lo pueden ser los intereses económicos o el pluralismo de las ideologías. Sobrevuelan sobre lo anterior, conformando identidades personales y colectivas distintas. Cuando hablamos de la «España plural» nos referimos a esto, aunque, a mi juicio, errando el concepto. España es plural, como todas las democracias, porque existen distintas alternativas políticas. Así pues, el pluralismo debería referirse a las ideas. España es diversa porque existen diferentes sentimientos de pertenencia que conforman identidades distintas, percepciones de la realidad que trascienden el terreno de las ideas. Tal vez, lo más complicado en el «arte de gobernar el espacio público que compartimos como España» es asumir esta diversidad de identidades o sentimientos de pertenencia. No vale la simplificación, siempre excluyente, a la que tienden los nacionalismos de cualquier signo, aunque algunos sean más moderados y tolerantes que otros.

El gran desafío del liderazgo está aquí. Cómo gobernar para que el proyecto que se presenta a los ciudadanos de ese espacio público compartido comprometa a la gran mayoría en todos los territorios, aunque sus votos reflejen la pluralidad de las ideas y los intereses en juego, sin negar la diversidad de identidades.

Por eso, cuando hablo de un proyecto político capaz de interesar a todos, aludo a ese mecanismo intangible que hace que no todos te voten, pero que todos se sientan concernidos por el proyecto que se lidera, incluyendo la variedad de intereses, la pluralidad de ideas y la diversidad de sentimientos de pertenencia.

Esa necesaria cohesión social y territorial es la que hoy está seriamente resquebrajada en España. Por ejemplo, lo que resumimos con la etiqueta de «crisis territorial» se basa en los delicados mecanismos de los sentimientos de pertenencia, que cada día rechinan más y se desengranan más. Son pulsiones no racionalizables ni cuantificables, aunque a menudo se intente hacerlo o se utilicen para aprovechar intereses que nada tienen que ver con la identidad. Se puede racionalizar con cuánto dinero se arregla la distribución de la financiación autonómica, pero ¿cómo se cuantifica el sentimiento de pertenencia, que en cada autonomía es diverso y que tiene además muchos perfiles personales? En esas condiciones, ¿cómo puede decir un país que tiene un proyecto común?

Recordaré que sólo se puede funcionar como país cuando se identifican los intereses bajo los que, aun siendo contrapuestos, subyacen otros comunes y, por tanto, capaces de cohesionar a la ciudadanía; es decir, las ideas que, aun siendo plurales, tienen una dimensión capaz de ser compartida. No es posible vivir en comunidad sin que algo hermane a cada cual con su generación. Y esto es de especial importancia respecto a la juventud. De lo que se trata, pues, es de buscar los referentes de las jóvenes generaciones actuales, más allá del hecho objetivo de que tienen una gran inteligencia digital y de que se acercan con total naturalidad a cualquier dispositivo electrónico. Urge identificar las referencias generacionales que conforman hoy una conciencia colectiva. Esos factores intangibles que se puedan convertir en motores del cambio de una humanidad que se globaliza económicamente a marchas forzadas, pero que no es capaz de traducir esa globalización en términos de progreso para todos.

Quiero insistir en que no se trata de identificar los ideales de las nuevas generaciones; en el fondo, no han cambiado mucho, porque forman parte de la condición humana y de la juventud. La búsqueda que me interesa atañe a sus referencias colectivas. Todos conocemos las de nuestras respectivas generaciones. Ahora es preciso buscar las de la generación que ha de reconstruir el mundo.

Cuando nosotros éramos jóvenes, resultaba más fácil encontrar esas referencias. Creíamos, de una manera más o menos difusa, que la patología era la dictadura y que la solución eran la democracia y la libertad. Con esas premisas, resultaba relativamente sencillo sumar una corriente de esfuerzos a esa pulsión de cambio, a ese anhelo de echar abajo la tiranía para que llegara algo diferente. Entonces, la mayoría de los jóvenes, de un modo u otro, compartíamos una misma rebeldía juvenil y participábamos de una misma inconformidad con lo establecido. Lo curioso es que mas allá de nuestro rechazo a la dictadura y a la falta de libertades, algo estaba pasando en el mundo con lo que nos identificábamos. Y algo de todo aquello nos tocaba sin llegar a comprender con precisión qué era. A todos los jóvenes nos definía y nos interconectaba la insatisfacción ante una sociedad que constreñía cada vez más los valores y las libertades, y que se sometía al dictado del mercado capitalista. Soñábamos con el cambio expresado en los estallidos primaverales de 1968 en todos los rincones del mundo, y parecíamos dispuestos a remover los obstáculos que se opusieran a lo que deseábamos alcanzar.

Muchos líderes de mi generación surgieron con y de esas referencias, pero ¿con cuáles o de cuáles surgirán los de hoy? ¿Qué nuevo marco colectivo compartirán los líderes que deben protagonizar el urgente relevo generacional?

De nuevo vemos surgir con fuerza movilizaciones de jóvenes que empezaron con el 15-M y fueron arrastrando tras ellas a padres y abuelos. Son un nuevo impulso y una esperanza del necesario surgimiento de nuevos liderazgos. Lo analizaré más adelante, intentando escudriñar qué tienen de fenómeno de resistencia ante la pérdida de derechos sociales o de libertades de colectivos ciudadanos y qué pueden tener de respuestas nuevas ante fenómenos también nuevos a nivel mundial.

 

 

EL RELEVO GENERACIONAL DE LÍDERES

 

La única función real del líder es producir nuevos líderes, no más seguidores.

 

RALPH NADER (1934), activista estadounidense

 

Estamos ante la tarea más difícil del ejercicio del liderazgo y, seguramente, la más necesaria. Sólo después de salir de la presidencia del gobierno y de la dirección del partido he sido consciente de no haber cumplido esa función.

Con respecto al relevo generacional, es conveniente que analicemos en detalle precisamente la difícil mecánica de elección y sustitución de los líderes.

Uno de los problemas de cualquier liderazgo fuerte, ya sea político o de cualquier otro tipo, es que el líder puede llegar a sentirse crecientemente impaciente cuando lleva mucho tiempo al frente. Hablo por experiencia. Al empezar, cualquier líder es capaz de soportar un gran peso sobre su espalda y de arrastrarlo casi sin esfuerzo. Cuando lleva diez años en el poder, en cambio, le molesta una sola mosca posada sobre su hombro. Con todos se impacientará. Tras un ejercicio de liderazgo dilatado, se tiene la sensación de que ya le han contado a uno, y varias veces, todos los cuentos, y se soporta cada vez menos cualquier nuevo intento de hacerlo. El ejercicio continuado del poder te da sin duda experiencia, pero también te va limando una de las características más necesarias para gobernar: la atención a los demás y la capacidad de aguante. Y eso es lo peor que puede ocurrir para gobernar: el líder no puede impacientarse.

Alguien ha calculado que la media de permanencia de los jefes de gobierno en la Europa de la posguerra de los años cuarenta del siglo pasado fue de siete años. En consonancia con esto, recuerdo que una vez, cuando llevaba once años en el gobierno, me visitó en La Moncloa Helmut Schmidt, que siempre ha inspirado respeto y miedo, y con la edad cada vez los produce más. Hoy, con sus noventa y cuatro años y sus dificultades de movilidad, su plena lucidez sometida a la economía del esfuerzo, habla con frases lapidarias, que parecen restallar como un látigo y que sumergen al auditorio en reflexiones nuevas y distintas de las que circulan normalmente. La última vez que lo vi en un debate, interrumpió a algunos altos mandatarios alemanes para preguntarles: «¿De qué crisis económica hablan, porque aquí, que yo me haya enterado, no es la economía real lo que ha entrado en crisis, no? Lo que está en crisis es un mal funcionamiento del sistema financiero que ustedes siguen sin querer corregir». Ése es su estilo. En una demostración anticipada de su hoy laconismo, en aquella visita imprevista, Helmut Schmidt me dijo: «Diez años es el límite». Y tenía toda la razón. Tal vez en otras épocas fuera distinto, pero en ésta diez años es el límite de resistencia de materiales si ejerces el poder con responsabilidad y un compromiso fuerte.

A veces por agotamiento y otras por circunstancias sobrevenidas, llega el momento en que conviene ceder el paso. El punto más difícil es aquel en que el líder no es capaz de comprender y asumir que, para la organización o la institución a la que sirve, ya es más parte del problema que de la solución. Cuando se llega a esa situación, se necesita que otros te adviertan o te pidan que cedas el paso al relevo necesario. Para hacerlo sin traumas, se deben intercalar generaciones nuevas en las instituciones, de manera sistemática, sin necesidad de saltos traumáticos.

Este problema, que trasciende la política, afecta a todos los proyectos económicos, sociales, culturales, etcétera. En su origen, prácticamente todos los emprendimientos han surgido de una iniciativa personal y, en muchos casos, han tenido una identidad familiar. Hasta las multinacionales nacieron por iniciativa de un líder que construyó en torno a una idea original una empresa familiar. Pero la mayoría no son capaces de institucionalizar un mecanismo en virtud del cual el proceso de toma de decisiones vaya pasando a manos de los que en cada momento tienen más capacidad. Por lo general, el líder de una organización empresarial llega a un punto en su vida en que, al igual que el líder político, se siente insustituible, sin caer en la cuenta de que se está agotando su ciclo vital y de que, cuando se consume, creará un problema por no haber organizado ordenadamente su sustitución. Aunque ese líder piense que ha dejado todo en orden, e incluso dedique sus últimos años a delegar la gestión diaria, lo cierto es que si hay alguna decisión estratégica que tomar, quiere que el nuevo responsable acuda siempre a él para consultarle. Eso por sí solo demuestra la enorme dificultad del relevo.

A este respecto, el mundo de la política en democracia tiene la ventaja de que los procesos electorales y el mecanismo de limitación de mandatos —cuando lo hay— producen por sí solos la renovación de líderes. En China, la clase política se ha autolimitado a diez años la permanencia en el poder; por tanto, hay una renovación política del sistema, una oxigenación, si no democrática, sí al menos meritocrática. Pero en las democracias parlamentarias no hay forma de articular eso. (No estoy hablando, o no únicamente, de la limitación de mandatos institucionales, que sí ha sido instituida en algunos países, sino de la limitación de permanencia al frente de un partido o en un cargo parlamentario.) En ciertos países se ha tenido la suficiente previsión para que, de modo natural, se vayan entreverando las generaciones dentro de los órganos de gobierno de los partidos, de forma tal que, cuando un líder está agotando su tiempo, tiene siempre por detrás una nueva generación de cuadros capacitada para el ejercicio del poder.

En España nos movemos a saltos continuos entre generaciones. En nuestro país, el líder suele gobernar rodeado por un equipo seleccionado en su propio horizonte generacional. Yo entré en el gobierno con cuarenta años y la media de edad de mi primer gobierno era cuarenta años. Salí del gobierno con cincuenta y cuatro y la media de edad de aquel último gobierno era aproximadamente de cincuenta y cuatro años. Como es evidente, no supe seleccionar a personas más jóvenes y preparadas que se fueran incorporando a mi equipo y se fueran entrenando. Lo veo, desde la mirada de hoy, como un fallo claro de liderazgo. Cuando pensaba en el relevo —con más frecuencia de la que se supone—, sólo veía a la gente de mi generación.

La percepción de la realidad de una persona de treinta años no puede ni tiene por qué ser la misma que la de una persona de sesenta o setenta años. No es que sea más representativa la de uno que la de otro; sencillamente se trata de dos percepciones distintas, y las dos hacen falta en el proceso de toma de decisiones.

Pero, como ya he dicho, uno de los problemas del liderazgo fuerte es que tiende a anular cualquier otro liderazgo. También a los que por ley natural suponen una renovación generacional. Cuando se tienen setenta años, se ven demasiado jóvenes a los que tienen treinta o cuarenta como para asumir responsabilidades de alto nivel. Pero cuando llegué al gobierno con cuarenta, no me veía demasiado joven para presidirlo, ni tenía esa percepción con los ministros de menor edad que nombré.

En política esto se ve con claridad, pero también se observa a menudo en el mundo de la empresa. Cuando el líder es fuerte, impide el surgimiento de sus sustitutos. Sin embargo, paradójicamente, se podría afirmar que no se puede llegar a ser un auténtico líder si entre sus preocupaciones no está en todo momento la de preparar y facilitar el relevo.

La característica común de las experiencias vitales de todos los líderes políticos —y, por analogía, de los que actúan en otros campos distintos— es que han llevado a cabo muchos proyectos centrados en ayudar a los demás, sea para redistribuir bienestar entre la población, para mejorar la salud o la educación, o para cualquier otro fin semejante. Con independencia de la ideología, el líder se define por su capacidad para concebir y poner en marcha un proyecto que, en principio, pretende mejorar las condiciones de vida de los demás, que le respaldan precisamente por eso. Pues bien, después de muchos años de hacer este esfuerzo de redistribución, algunos líderes llegan a una conclusión inquietante: ¿por qué no se les ha ocurrido redistribuir lo más valioso que poseen, que es la capacidad de iniciativa para desarrollar proyectos, transmitiendo a los demás el desarrollo de sus propias capacidades y el entrenamiento para ofrecerlas a otros? ¿Por qué no han enseñado a los demás a ser dueños de su propio destino? ¿Por qué no se han preocupado de generar en otros una autonomía personal significativa y por qué no han redistribuido su propia capacidad de liderazgo?

En principio, esta idea puede extrañar, pero enseguida se comprende que el liderazgo es un bien susceptible de redistribución. El líder puede educar a nuevos líderes, sin duda; pero, sobre todo, puede entrenarlos. Cualquier sistema, institución u organización tiene la obligación de generar nuevos liderazgos, no sólo a través de la transmisión de conocimientos, sino mediante el entrenamiento de la capacidad para transformar el conocimiento en oferta que añada valor, que sirva a los demás. No se trata tanto de enseñar a ser líderes o de formar líderes, como de entrenar para serlo. La virtud se adquiere mediante el ejercicio. Practicando la justicia, nos volvemos justos, e igual valdría decir para la democracia o el liderazgo.

En el fondo, lo que se plantea es la vieja discusión de si el líder nace o se hace, o de hasta qué punto el líder nace y hasta qué punto se hace. Mi opinión, como ya se habrá comprendido, es que, en lo fundamental, el líder se hace. ¿Por qué no dedicar entonces una parte del esfuerzo de liderazgo a redistribuir esa valiosísima facultad que posee todo emprendedor político, social o económico para crear en los demás el deseo de ofrecer un valor propio a la sociedad?

En términos sociales, no redistribuirla suele crear sociedades pasivas o procesos educativos que fomentan una cierta pasividad. Ciudadanos proclives —parafraseando el «¡Que inventen ellos!» de Unamuno— a aplicar en su propia vida la máxima de que emprendan, que impulsen o que lideren los demás. Que sean otros los que resuelvan todos nuestros problemas.

Éste es, en definitiva, el objetivo principal que motiva las reflexiones de este libro, que arrancan de una cuestión fundamental: ¿cómo hacer comprender al ser humano que una autonomía personal significativa es el fundamento de su realización y que todos estamos obligados a ser líderes de nuestra propia vida? ¿Cómo redistribuir la capacidad de iniciativa y de liderazgo? ¿Cómo lograr que siempre haya líderes dispuestos y capacitados para reconstruir el mundo y para hallar nuevas respuestas útiles a las grandes preguntas que permanecen?

De momento, para comenzar a despejar estas incógnitas, ahondemos en otro elemento básico del hábitat propio del líder político: su relación con las instituciones, para pasar enseguida a abordar las características básicas que definen a un líder en el contexto histórico actual.

 

 

EL LÍDER Y LAS INSTITUCIONES

 

Ninguna institución hará cambios fundamentales a no ser que crea estar en serios apuros y que necesita hacer cosas nuevas para sobrevivir.

 

LOUIS GERSTNER (1942), directivo estadounidense

 

Si el liderazgo es positivo, casi todos tendemos a desear que no se limite, que no se le pongan trabas. Ahora bien, ¿y si es negativo? Y aún más: ¿quién y cómo decide si un liderazgo es positivo o es negativo? En todo caso, en las democracias representativas el principal contrapeso del liderazgo personal es el buen funcionamiento de las instituciones, que pueden ser muy diferentes y que desempeñan, según los casos, papeles muy distintos.

Hay que aclarar de entrada que el liderazgo personal no puede sustituir nunca el papel de unas instituciones sólidas. Cuando esto ocurre, el deslizamiento hacia el autoritarismo es frecuente. En situaciones no democráticas, como ocurre en Cuba, ni siquiera se puede decir que se ha impuesto el llamado materialismo histórico marxista. El régimen se confunde con el liderazgo personal, no con la evolución de las condiciones materiales, y la inexistencia de instituciones que compensen ese poder personal lleva inexorablemente al autoritarismo. Pero en las democracias pluralistas, cuando las instituciones son frágiles y no sirven para compensar el poder del liderazgo, la tendencia al autoritarismo y la arbitrariedad se desarrollan con facilidad. Cada vez con mayor frecuencia observamos liderazgos personales y personalistas que, sin respeto a las instituciones, hacen apelaciones directas y demagógicas al pueblo para tomar decisiones.

Sin embargo, el liderazgo es necesario y nada parece que vaya a cambiar esto. Cuando una persona vota hace una doble cesión de soberanía personal. Por una parte, con su voto viene a decir que el líder tiene seguidores; si no los tuviera, no lo sería. Así, cuando un líder tiene muchos seguidores es porque hay muchas personas que comparten sus ideas y sus métodos. Pero lo que lleva a una persona a depositar en otro parte de su soberanía personal (su libertad de decidir) es la confianza que le inspira éste comparado con el resto. Para comprobar tal afirmación, bastará con ver que un mismo discurso político —exactamente el mismo, con el mismo contenido—, pronunciado por cuatro personas distintas, daría como resultado un efecto casi mágico: sólo una de esas personas traspasaría la barrera de la comunicación y la mayoría de la gente la creería, mientras que las otras tres no lo lograrían.

A los fundamentalistas de la democracia no les gusta creer que esto es así, y a los que no ganan elecciones, tampoco. Pero es cierto. Se supone que una persona vota por unas ideas y muchos sostienen que se vota por un programa. Sin embargo, los programas no los lee casi nadie, salvo para reclamar su incumplimiento tras las elecciones. Se vota sobre todo un discurso que expresa unas prioridades y un proyecto. Se vota también por tradición personal o familiar, a causa de una cercanía sentimental o por una proximidad ideológica en sentido amplio.

En este ejercicio actúa algo que tiene poco que ver con el funcionamiento de las instituciones o con los programas electorales. Es algo que se vincula más con la condición humana: no se cede soberanía a ningún proyecto político si no es capaz de encarnarse en un rostro en el que se pueda confiar. Por tanto, nunca dejará de existir la función del liderazgo político. Pese a quien pese, y alegre a quien alegre. Cuando se vota por exclusión, es decir, por rechazo a una propuesta o a un liderazgo, sin convicción y confianza en el líder que lo va a sustituir, el ejercicio suele terminar en fracaso y frustración. Lo vemos cada día.

Ahora bien, al margen de todas estas consideraciones, las instituciones pueden ser fuertes o débiles. Desde luego, son preferibles las fuertes, sólidas, bien fundadas y con capacidad de actuación. Si son así, la ciudadanía tenderá a tener comportamientos razonables, pero si son débiles o están desacreditadas, tenderá a tener comportamientos de rechazo generalizado.

La institucionalidad fuerte, sin embargo, tiene que estar bien gestionada para evitar peligros como los que se están produciendo en Estados Unidos. La evolución histórica ha llevado a un sistema bipartidista con una institucionalidad fuerte y poderes compensados. En dicho sistema, el poder del presidente, que es importante —salvo condiciones excepcionales que sólo se han producido una vez desde la Segunda Guerra Mundial, tras el atentado en las Torres Gemelas—, está institucionalmente limitado por el creciente poder del Congreso. El sistema permite un equilibrio entre el liderazgo fuerte y el funcionamiento compensatorio de la representación parlamentaria. Por lo general, ese equilibrio conduce a una modulación del poder presidencial, que previene cualquier posibilidad de arbitrariedad. Sin embargo, el sistema bipartidista también ha entrado en crisis al convertirse de manera paulatina en una vetocracia, en la que —con raras excepciones— uno de los partidos tiene la presidencia pero no la mayoría en las cámaras y en que esta mayoría se mueve más por el instinto de vetar lo que va a hacer el otro que por el de acordar salidas razonables a partir de las diferencias. Esta realidad paraliza críticamente al poder ejecutivo.

Una partitocracia fuerte acompañada de instituciones débiles conducen a una situación de crisis de la democracia. De este modo, en muchos lugares hemos visto cómo, después de introducir grandes reformas económicas, lo que fallaba era la institucionalidad política, la capacidad para aplicarlas. La ausencia de buenas instituciones convierten el liderazgo en un ejercicio que va de la discrecionalidad del líder a la arbitrariedad absoluta, y esta última produce efectos tan perversos que el proceso de toma de decisiones resulta siempre imprevisible.

Pero quizá la combinación más grave es la que está encarando la crisis del sistema político español, que en estos momentos combina la carencia de liderazgo con la pérdida de prestigio institucional, causada ésta por factores muy diversos, pero fundamentalmente por dos: la crisis de gobernanza y el total descrédito social. Siendo así, tenemos un serio problema de institucionalidad, ya que momentos como los actuales exigen más que nunca liderazgos e instituciones sólidas y creíbles que nos permitan superar la crisis profunda en la que estamos inmersos.