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Entrenando a líderes
En los momentos de crisis, sólo la imaginación es más importante que el conocimiento.
ALBERT EINSTEIN (1879-1955),
físico de origen alemán
Yo he elaborado y he puesto en práctica numerosos proyectos en mi vida política. No digo que fueran ni buenos ni malos, ni que todos salieran bien. Pero han sido muchos, y supongo que todavía me quedan algunos más que desarrollar. Siempre he estado comprometido con acciones concretas para intentar mejorar las condiciones de vida de los seres humanos, y en especial de los que me son más cercanos. En mi experiencia como político, incluida la de gobierno, he intentado en general cosas de esas que sólo «se les ocurren a los rojos», incluso cuando, como es mi caso, son rojos pero atenuados. Aun así, nos distingue esa pasión redistribuidora que llamamos, por resumir, solidaridad. Imbuido por ese espíritu de rojo moderado, he intentado redistribuir solidaridad en multitud de materias: educativa, sanitaria, de pensiones… Pero hasta hace relativamente poco no se me ocurrió que la mayor riqueza que podría redistribuir era la propia actitud de crear proyectos que pudieran resolver problemas a los demás y que la mayor solidaridad era impulsar a personas dotadas de ese mismo espíritu para generar iniciativas que pudieran resolver sus propios problemas y los ajenos, proyectos que cambien, para mejorar, la vida de todos. Ésta, al fin y al cabo, me parece una riqueza solidaria mucho más apreciable incluso que la transferencia de conocimientos o que una mayor calidad educativa.
No he sabido redistribuir suficientemente la capacidad de emprendimiento, que es uno de los mayores compromisos que debe asumir un líder: el de hacer más líderes. Aún no sé cómo hacer del todo bien eso, aunque ya tengo una intuición muy clara. Lo que sí sé, en cambio, es que no sólo los genios son capaces de crear. Que hay mucha gente que pasa desapercibida pero que vale mucho. De hecho, todo ser humano tiene un potencial de creatividad e imaginación que nuestro sistema, a pesar de que lo necesita imperiosamente, no le facilita desarrollar ni aplicar. Incluso a menudo se lo impide, y hasta se lo penaliza. Que se diluya o se pierda esa riqueza, además de un dislate, es un desperdicio social inaceptable. Y un reto sobre el que hay que trabajar. Sé también, complementariamente, que no se trata de crear ciudadanos pasivos, a los que se les prometa resolver sus problemas desde la cuna hasta la tumba. Y sé que, a pesar de todos los esfuerzos que se hagan, siempre quedará una zona de exclusión social que exigirá la solidaridad directa del quehacer político. Y que, finalmente, de lo que se trata es de que los ciudadanos puedan tener el mayor número posible de oportunidades para resolver sus propios problemas por sí mismos y, al mismo tiempo, para realizarse desde el punto de vista personal.
REDISTRIBUCIÓN DEL ESPÍRITU EMPRENDEDOR
Vivimos en una época en la que el conocimiento ha superado a la sabiduría.
CHARLES MORGAN (1894-1958), escritor inglés
Permítanme que saque una consecuencia más de mi experiencia política. Hice muchísimos esfuerzos por mejorar y generalizar la educación en España —ya he dado cifras significativas a ese respecto—. Y lo mismo podría decir en cuanto al sistema de salud y en lo referente a carreteras, comunicaciones o cualquier otro tipo de infraestructuras. Pero, sinceramente, eso no es lo que más satisfecho me ha dejado de mi labor pública. Cuando medito sobre todo lo que en aquellos años hicimos —bien o mal— y sobre todo lo que no hicimos —para bien o para mal—, me doy cuenta de que, de todo, lo más satisfactorio para mí es que, a finales de los años ochenta, los españoles nos pudimos sentir por fin razonablemente bien en nuestra propia piel. Algo que hacía mucho tiempo que no ocurría. Logramos que al viajar por Europa el pasaporte ya no nos exigiera explicar de dónde veníamos ni quiénes o cómo éramos. Por fin podíamos circular por nuestro continente con una especie de derecho de ciudadanía homologable a cualquier otro. Fue eso lo que resaltó un minero asturiano, emigrante en Bélgica, cuando me encontró a finales de los años ochenta. Nos sentíamos de nuevo orgullosos de ser ciudadanos españoles.
Hoy eso puede parecer una conquista menor u obvia, pero son esas transformaciones intangibles, esas modificaciones del estado de ánimo colectivo, las más espinosas de afrontar, porque no existe ninguna fórmula para ello, ni se consigue con leyes ni con medidas económicas. Hay que recordar que, desde al menos un siglo antes, España era un país cuya mayor producción había sido la de una materia exportable tan sensible como es el capital humano. Una circunstancia lamentable, por cierto, que hoy vuelve a estar de plena actualidad. Durante mucho tiempo, España se había dedicado a exportar capital humano en oleadas unas veces impulsadas por razones económicas y otras, políticas, cuando no por ambas a la vez. Todo tipo de exilios que habían expatriado a ingentes cantidades de personas arrancadas a la fuerza de sus raíces. Haber podido revertir esa tendencia es lo que, visto desde mi perspectiva actual, más satisfacción me produce, igual que hoy la reversión de este proceso que creíamos consolidado es lo que más insatisfacción e incluso diría que rebeldía me produce.
Sin entrar ahora en el fondo de las causas y de los errores sobrevenidos, lo cierto es que en este momento casi estamos vendiendo el país a precio de saldo, a la vez que dilapidamos un capital que nos costó más de treinta años crear y que incluye, y eso es lo que más me duele, a los jóvenes mejor preparados, que ahora, como tantas veces en el pasado, tienen que hacer las maletas e irse fuera. Hoy de nuevo exportamos la parte de nuestra riqueza que más nos ha costado atesorar. Un derroche y una tristeza. De alguna forma, estamos expatriando nuestro futuro. Es un cuadro desolador. Está pasando y, desgraciadamente, va a seguir pasando. Y no nos podemos resignar ni quedarnos de brazos cruzados, lamentándonos. Hay muchas cosas que se pueden y que se deben corregir, y tal vez, para empezar, bastaría con tener una idea clara de lo que se quiere conseguir.
No me preocuparía tanto si intuyera que se trata de una emigración circular. Pero lo indignante es que hayamos dejado de nuevo sin oportunidades a los jóvenes de talento. Además de empobrecernos, quedarán huecos en la economía española que no vamos a poder llenar. Me refiero a todo aquello que exige una formación especializada, una cualificación con I+D+i; a aquello de lo que depende la viabilidad de un aparato productivo con capacidad de exportación. Pero por ahora no está nada claro que esta nueva emigración —que esta nueva hemorragia— vaya a ser de ida y vuelta. Para ello tendríamos que demostrar capacidad de reacción y poner en marcha un nuevo proyecto que tenga presente que se puede ahorrar en todo, pero no en la formación de excelencia o en la innovación. Si se ahorra en eso, el país estará virtualmente muerto y las oportunidades para recuperar a los que se vayan seguirán siendo casi nulas.
El país protagonizó hace poco un cambio histórico que en los tres siglos anteriores fue imposible y que ahora de nuevo algunos se están empeñando en revertir a una velocidad extraordinaria. A la vista de ello, me invade una dolorosa sensación de despojamiento que, de momento, no me paraliza. La cuestión de fondo es qué posibilidades reales tiene el aparato productivo del país para reincorporar al menos a la mitad de quienes han perdido el empleo. ¿Qué posibilidades tiene de crear tres millones de empleos en los próximos diez años? ¿En qué sectores de actividad? He llegado a la triste conclusión de que si seguimos con esta política, no existe ninguna posibilidad. Pero eso no quiere decir que no haya soluciones. Quiere decir que no se debe seguir con esta política.
Muchas de esas soluciones dependen de las respuestas a las grandes preguntas que estoy buscando en este libro. Esas grandes preguntas insatisfechas a las que aludía Octavio Paz. Una de ellas se refiere a la juventud y su formación, al reenfoque definitivo de su educación que vengo proponiendo con urgencia. Ya he dicho que, por razones cronológicas obvias, el futuro es de los jóvenes. Pero la calidad y el tipo de futuro que vivan ellos y quienes les sigan dependen en gran medida de cómo les preparemos, de qué condiciones les leguemos para afrontarlo y, especialmente, desde mi punto de vista, de cómo redistribuyamos en ellos el espíritu emprendedor.
Cabe preguntarse si estamos en buenas condiciones para responder desde el punto de vista empresarial o emprendedor a los múltiples desafíos de la globalización y, sobre todo, si lo estamos ante la revolución tecnológica, que nos exige no sólo ya llegar como y cuando sea, sino también lo antes posible. Porque llegar de una forma u otra, se llegará, pero el problema ya no es ése. El problema es que a lo mejor llegamos diez años tarde, y eso equivale a lo que hubiera sido en la primera revolución industrial llegar con medio siglo de retraso. Por tanto, tenemos poco tiempo que perder. O, mejor dicho, ya no podemos perder más. Eso pensaba con frecuencia casi obsesiva cuando llegué al gobierno: hemos perdido la modernidad en la revolución industrial y no debemos perderla en esta ocasión.
Ahora bien, ¿cuál es la clave para llegar o no llegar a tiempo? Ya he dicho que, a mi juicio, la clave no está en el aprendizaje de las nuevas tecnologías. Nadie duda de que el sistema educativo actual, tomado en su conjunto —es decir, sumando a las escuelas primaria y secundaria y a la universidad, el entorno familiar y social—, transmite conocimientos probablemente de mejor calidad y en mayor cantidad que nunca antes en la historia. Pero tengo la impresión de que, además, nuestro sistema educativo actual —y debo insistir hasta la saciedad en que no me refiero sólo a la enseñanza reglada, sino al espíritu social que un niño respira durante su formación— inocula también en los jóvenes el germen de la pasividad, y es ahí donde creo que está la clave de todo. Creo que desterrar, o al menos paliar, esa pasividad es justamente la palanca con la que se podría movilizar nuestra sociedad y recolocarla en la senda del futuro.
De hecho, las actuales circunstancias de crisis están haciendo por sí solas que buena parte de esa pasividad juvenil esté desapareciendo, aquí y en todo el mundo. Pondré un ejemplo. Cuando hace un par de años el director de estrategia de Google visitó el norte de África durante el brote revolucionario de las Primaveras Árabes y observó a los jóvenes norteafricanos buscar desesperadamente con teléfonos móviles ya obsoletos el casi imposible acceso a redes que les permitieran comunicarse con los demás, concluyó «que el primer motor de la innovación es la necesidad». Esa misma necesidad está haciendo ahora que muchos jóvenes de todo el mundo —en puntos tan alejados geográfica y culturalmente como Turquía o Brasil, y también en España y todo Occidente— se sacudan la pasividad y den la cara diciendo «la sociedad no me está dando espacio de desarrollo, pero yo me quiero buscar la vida por mí mismo, con iniciativa y ganas de trabajar».
De una forma u otra, todo ha cambiado ya a bastante velocidad, y seguirá haciéndolo. La hasta hace poco común expectativa de un joven de que le dieran un empleo acorde con su titulación está desapareciendo. Los jóvenes, mucho mejor que los políticos, saben que ya todo ha cambiado.
EL NIÑO ES UN EMPRENDEDOR NATO
En la actualidad, se procura en todas partes divulgar la sabiduría. Quién sabe si en unos cuantos siglos no habrá universidades destinadas a restablecer la antigua ignorancia.
GEORG CH. LICHTENBERG
(1742-1799),
escritor y científico alemán
Por definición, todo preadolescente, sea cual sea su carácter —desinhibido o más bien tímido, da igual—, está lleno de ilusión e imaginación y quiere serlo todo en la vida: desde astronauta hasta bombero, desde superhéroe hasta futbolista, lo que sea. Hay alguno incluso que quiere ser presidente del gobierno. Cualquier cosa que se le pase por la cabeza a un niño, eso quiere hacerlo. Dicho de otra forma, en su naturaleza lleva el resorte del espíritu emprendedor.
Pero después a todos ellos les pasamos por esa dura prueba del sistema educativo y, a los veintipocos años, cuando salen del sistema universitario o de la formación profesional, cuando han atesorado una buena formación y un buen conocimiento, la vocación de muchos de ellos ha pasado a ser la de esperar que alguien, quien sea, les resuelva sus problemas y su vida. La gran mayoría de aquellos niños emprendedores que querían ser de todo ya sólo buscan un hoy casi imposible trabajo seguro y para toda la vida. Matamos su espíritu emprendedor, sus anhelos de aventura, su aceptación de los riesgos. Una buena parte de su imaginación, de su deseo de querer serlo todo, de su capacidad de emprendimiento natural se queda por el camino.
Ahora todo ha cambiado, pero durante estas últimas décadas —y tal vez desde mucho antes— les hemos estado programando para que esperasen pasivamente que fueran otros quienes resolvieran los problemas; los suyos y los generales. A que alguien externo a ellos, una empresa o una entidad pública, les abriese el horizonte para su inserción en la sociedad. Y ellos, tal y como los hemos acostumbrado, hasta hace poco esperaban dócilmente ese maná.
Pero ese espejismo, y más en las duras circunstancias en que estamos, se desvanece pronto, como la propia juventud que, como ya se sabe, es la única enfermedad que se cura con el tiempo. Como ese período juvenil se pasa con rapidez, un día, de pronto, los chicos dejan de serlo, y, sorprendentemente para ellos, ven que nadie les ha abierto puerta alguna. Creo que aquí reside una de las cuestiones clave. En esta espiral de pasivas insatisfacciones. Como ya sabemos bien, a partir de ahora, en esta nueva era, todo el mundo tendrá que estar reciclándose continuamente durante toda la vida. Entonces, ¿por qué les hacemos ver falsamente a los jóvenes que les basta con formarse y que luego la sociedad les resolverá, de una forma u otra, su integración en el mercado de trabajo? Eso nunca ha sido verdad y ahora, con la gravísima crisis de empleo juvenil que sufrimos, mucho menos. Lo que se les debería ofrecer a la salida de su ciclo formativo no es una cualificación de su nivel de conocimientos, sino de su actitud y su preparación para empezar una aventura por su cuenta; la suya personal, la propia.
Estos últimos años me he dedicado a tratar de averiguar de primera mano cuál debería ser la actitud correcta. A tal fin, he entrado en contacto con unos cuantos exitosos empresarios estadounidenses, algunos de mucha tradición, de esos que terminan su vida montando una fundación y donando a ella buena parte de su fortuna porque —razones fiscales aparte— no quieren que sus hijos sean ricos por herencia. Les ayudan a salir, pero sólo eso; a encontrárselo todo hecho, no.
Ahora que tanto lo necesitamos, tenemos en nuestra sociedad —en la española en particular y en la europea en general— un déficit enorme de espíritu emprendedor. Piensen en lo siguiente. Al menos el 70 por ciento de las treinta primeras grandes empresas estadounidenses de hace veinticinco años —de las cuales, veinte eran las primeras del mundo—, han sido sustituidas hoy en ese ranking por otras. Microsoft, Apple, Google… Así pues, en esa cultura hay movilidad ascendente y también descendente, lo cual quiere decir que se premia el mérito, la innovación y el espíritu de riesgo. Si hacemos el mismo ejercicio con las treinta primeras de Europa hace veinticinco años, comprobaremos que en este caso todas menos una o dos siguen siendo las mismas. Por tanto, no hay movilidad, ni premio a la iniciativa con riesgo. O ni siquiera hay iniciativa con riesgo. Esa tendencia inmovilista no la resuelve sólo un sistema universitario de excelencia —que, por otra parte, también necesitamos—, sino un entramado universidad-sociedad capaz de fomentar y valorar la iniciativa, la capacidad creativa y la innovación.
No estoy proponiendo la imitación burda del modelo estadounidense, porque si hubiéramos afrontado este tema hace sólo veinte años, el ejemplo a seguir debería haber sido entonces el japonés, que ahora ya nadie se atrevería a proponer. Lo que digo es que de ese inmovilismo se derivan esquemas de pensamiento que, por ejemplo, en Europa, reservan toda posibilidad de innovación tecnológica a las grandes corporaciones de siempre. En otras palabras, en Europa, un Bill Gates no habría iniciado su aventura en un garaje, ni siquiera, probablemente, habría sido contratado por Deutsche Telekom. En Europa, el talento nunca ha tenido capacidad de movilidad ascendente porque la estructura corporativa no permite que la gente con iniciativa y capacidad crezca y sustituya a los que ya las han perdido, a los que se han descuidado y a los que no se han adaptado ni han respondido a los nuevos retos y a los renovados requerimientos.
No cabe duda de que esta crisis marca el punto de inflexión de un cambio de civilización a escala mundial y no podemos acercarnos a esta nueva realidad mirándonos sólo el ombligo. Podemos y debemos ser conscientes y analizar nuestros problemas internos, pero si no lo hacemos en el contexto de la revolución copernicana a escala mundial en que estamos inmersos, no podremos encontrar la salida. Estamos metidos en un complejo laberinto y hay que saber elevarse y mirarlo desde fuera para poder hallar la escapatoria, el hilo de Ariadna que nos saque de este dédalo. Aún hoy, cuando discutimos de la crisis entre nosotros, seguimos hablando, como mucho, en términos diferenciales —¿por qué hay tanto paro aquí y no lo hay en Alemania o en Singapur?—, pero seguimos sin afrontar la urgente discusión de que estamos ante un cambio de civilización y de que la decadencia y la marginalidad europeas responden a nuestra incapacidad para afrontar ese cambio de escenario mundial, en el que ya no somos hegemónicos.
Como he comentado antes, en Estados Unidos han iniciado un proceso de reindustrialización, pero eso no significa, como creen algunos, que vayan a levantar barreras proteccionistas para defender su sistema productivo tradicional. Lo que van a hacer —lo que ya están haciendo— es sobre todo aprovechar su gran capacidad de innovación arropada culturalmente por un espíritu de riesgo y alimentada por su flujo casi constante de capital-riesgo. Allí no importa que haya ideas que fracasen. Lo dan por descontado y por bueno, e incluso lo consideran un excelente aprendizaje.
Esa actitud positiva hunde sus raíces en lo más profundo de su cultura, que se sigue inculcando en los hogares y en los colegios de primera enseñanza. En algunos colegios, por ejemplo, un día a la semana tienen una rutina invariable en que cada niño, de manera voluntaria pero con mucha ilusión, sin sentirse obligado, tiene que llevar algo de su casa que le guste —un juguete, un cuento, una foto, lo que sea— y exponerlo en clase, sometiéndolo al juicio de sus compañeros. Cada niño tiene que explicar ante los demás de qué se trata, de dónde lo ha sacado, si se lo han regalado, para qué lo usa, por qué le gusta, todo lo que se le ocurra y todo lo que le parezca que puede interesar a los otros. Después, cada uno de sus compañeros escribe lo que más le ha gustado ese día de todo lo que han visto. Los niños llevan cada semana uno de sus tesoros, lo exponen —con lo que se obligan a hablar en público— y además se exponen a sí mismos al juicio de los demás. Pueden tener éxito o no, pero cada semana se renueva ese compromiso y su posibilidad de éxito, con independencia de lo que ocurriera la anterior. Así, entre otras cosas, el niño aprende a encajar el éxito y el fracaso, y también que ha de ofrecer a los demás lo mejor que tenga y que ha de aprender a transmitirlo de la mejor manera posible. Esos valores van penetrando por esa vía lúdica en una sociedad como la estadounidense. Ése es su estilo, y no propongo copiarlo. Lo que propongo es encontrar nuestra propia vía para formar a ciudadanos activos, con iniciativa y capacidad de riesgo, sujetos al juicio ajeno, y acostumbrados a afrontarlo.
Niños así, con su espíritu emprendedor casi intacto, son los que deberían llegar a las universidades y a las escuelas de formación profesional, para que allí se les explicase que se han de enfrentar a un futuro nuevo, lleno de incertidumbre pero también de oportunidades, y también para que se les preparase y se les entrenase para hacerlo con éxito. De alguna forma, pues, reivindico que se recupere la labor insustituible de los Maestros —con mayúscula—, de esos que cuando uno tiene mi edad recuerda aún de su lejano paso por la enseñanza media o la universidad. Yo tuve muchos profesores, pero maestros dignos de ese nombre tuve sólo dos. Uno de ellos me enseñó química, pero aun así le considero mi maestro porque me enseñó a enfrentarme de pie al mundo, y eso no es química, eso es verdadera maestría, auténtica formación. Como decía el ensayista estadounidense William Arthur Ward: «El maestro mediocre, dice. El buen maestro, explica. El maestro superior, demuestra. El gran maestro, inspira». Así pues, ¿dónde están los maestros que inspiren, que enseñen a ponerse de pie ante el mundo? No me refiero a los buenos profesores de una materia pedagógica, sino a los maestros que enseñan a enfrentarse a la vida.
Les contaré una anécdota que expresa mejor que cualquier otra cosa lo que quiero decir. Hace unos años visité Finlandia, país que tiene según todas las evaluaciones uno de los mejores sistemas educativos del mundo, conseguido sólo hace unos quince o veinte años —lo que demuestra que un cambio tan radical como el que propongo no necesita décadas para imponerse y dar sus frutos—. Con la caída de la Unión Soviética, los finlandeses perdieron de golpe, sin previo aviso, la mitad de su riqueza, el 50 por ciento de su PIB, y, abocados por las circunstancias a un cambio que remodelase todo su sistema y su sociedad, decidieron empezar por reformar en profundidad su sistema educativo. Hoy, Finlandia es un país de algo más de cinco millones de habitantes que está teniendo bastante éxito, incluso se diría que desproporcionado; no hay más que pensar en Nokia como ejemplo destacado.
Llegué, pues, de visita a Helsinki, la capital de ese exitoso país, y todo el tiempo me acompañó una joven diplomática de carrera, a la que adscribieron a tal tarea. En una de nuestras charlas le pregunté por curiosidad por qué optó por la carrera diplomática y ella me respondió algo para mí revelador. Sin atisbo alguno de ironía, me dijo: «Pues porque no tenía puntuación suficiente para ser maestra o profesora de instituto». Sencillo pero sorprendente. No es un problema de cuánto ganan allí los profesores de instituto —ganan una retribución digna—; es un problema de estatus social. En Finlandia, la profesión más apreciada es la de educador. ¿Tendrá eso que ver con su éxito socioeconómico? Rotunda, categóricamente, sí: tiene todo que ver.
A veces, en lugar de crear espacios de oportunidad —lo que podríamos definir como abrir a los estudiantes las utopías del futuro—, en muchas de nuestras universidades se siguen predicando las utopías del pasado que ya han fracasado. Lo que yo quiero para la universidad es que estimule e incentive los espacios de vanguardia, para que en ellos se despliegue ante los jóvenes el futuro que tenemos que conquistar para nosotros mismos, para nuestros países y para nuestros hijos. Ése es el verdadero liderazgo que ha de inculcar la universidad. Lo que estoy proponiendo, en definitiva, es que analicemos dónde están nuestros déficits desde el punto de vista del funcionamiento del sistema educativo, social y familiar, porque seguimos queriendo que nuestros hijos obtengan cuanto antes un hoy casi utópico puesto de trabajo lo más seguro e indefinido que sea posible, y no que emprendan su propia aventura personal por su cuenta y que asuman sus riesgos.
Luego volveré sobre este punto, pero ahora lo que quiero señalar es que además concurre otro déficit social: no hay más emprendedores que asuman los riesgos inherentes a sus iniciativas porque tampoco hay capital-riesgo a su disposición, y, paradójicamente, no hay capital-riesgo a su disposición porque no hay suficiente número de emprendedores que asuman riesgos. Es un problema cultural. Con independencia del orden de los factores, lo que percibo claramente es que tenemos un problema cuya resolución es decisiva para la clarificación del horizonte inmediato. No digo que no existan algunas operaciones de capital-riesgo; claro que existen. Pero ya sabemos que no en la misma medida que en Estados Unidos. El capital-riesgo allí es, de verdad, capital-riesgo. Y lo mismo cabe decir del capital-semilla o de los business angels. En España no existe el aliento inversor que los estadounidenses resumen en la expresión «las tres F», es decir, «family, friends and fools», o «familia, amigos y locos», que suelen dar el impulso inicial a los primeros pasos de un joven emprendedor. No hemos creado un hábitat social favorable al emprendedor ni que cobije convenientemente el emprendimiento.
En casi todas las sociedades avanzadas, la filosofía imperante es que un fracaso no aparca a uno en la cuneta para siempre. Un fracaso es sólo una experiencia que puede convertirse en un valor añadido para apostar por la persona que ha fracasado una o dos veces pero ha seguido intentándolo, porque se considera que ya ha aprendido lo que debe y lo que no debe hacer. Me gusta como lo enfocaba el baloncestista estadounidense Michael Jordan, al que ya he citado alguna otra vez y cuya inteligencia no se limitaba a la cancha de juego. Jordan explicaba: «He fallado más de 9.000 lanzamientos en mi carrera, he perdido casi 300 partidos, 26 veces me han confiado el lanzamiento ganador y lo he fallado… He fallado una y otra vez a lo largo de mi vida y por eso he tenido éxito».
Todos sabemos que en España un fracaso equivale muchas veces a un desastre vital, que no tiene vuelta atrás. Como decía el joven Larra: «En este triste país, si a un zapatero se le antoja hacer una botella y le sale mal, después ya no le dejan hacer zapatos». De hecho, aquí no sólo se aparta a los que fracasan una vez, sino que incluso se sigue apartando también a los que tienen éxito. El viejo Omar Torrijos me dijo hace más de treinta años: «He estado dos veces en España y tendríais que cambiar el lema ése que veo en los cuarteles de la Guardia Civil, ese de “Todo por la Patria”». «¿Por cuál?», le pregunté con curiosidad. «En España tendríais que poner: “Abajo el que suba”, que eso sí que os identifica». Sí alguien tiene éxito, ¡a por él! ¡Qué gran verdad, pero cómo duele!
Nuestras principales carencias a este respecto se podrían resumir de la manera siguiente: tenemos un buen nivel educativo, pero eso no garantiza que estemos percibiendo el cambio, ni tampoco que dispongamos del espíritu emprendedor que se requiere para afrontarlo. Es cierto que la calidad y la cantidad de la educación y la formación que demos a nuestros jóvenes son muy importantes, pero la riqueza más importante a distribuir es el espíritu emprendedor, aunque ello exige un profundo cambio cultural. La educación clásica no lo despierta ni lo alienta ni en las personas, ni en las empresas, ni en la cultura, ni en la política. Mi impresión es que se redistribuyen buenos y útiles conocimientos, pero que éstos no se asumen como base sobre la que iniciar una aventura personal, con el riesgo que ello comporta, pero con la satisfacción de abrir un espacio nuevo, de proyectarse como ser humano en la sociedad en la que uno vive, percibiendo y aprovechando el mundo pleno de oportunidades que se está creando a nuestro alrededor. No abundan las aventuras con riesgo, ni existe capital-riesgo para respaldarlas, porque no existe una verdadera cultura del riesgo; calculado y prudente, pero riesgo al fin.
Es la cultura de la pasividad y el inmovilismo la que tenemos que cambiar, en nuestro sistema educativo, en nuestra familia, en nuestra sociedad, en nuestras estructuras económica y financiera y en nuestra acción política, si queremos que nuestro país aprehenda los nuevos espacios que se están abriendo y los aproveche creando y redistribuyendo la riqueza que necesitamos para nuestro desarrollo. Desde la izquierda en la que siempre he estado, les digo que la mejor forma de solidaridad para el siglo XXI es la redistribución del espíritu emprendedor, capaz de crear riqueza y empleo y, a la vez, de comprender la dimensión social de este empeño.
LA INNOVACIÓN, UNA SALIDA A LA CRISIS
El progreso es una bonita palabra. Pero el cambio es su motivador. Y el cambio tiene sus enemigos.
ROBERT F. KENNEDY
(1925-1968),
político estadounidense
He preguntado muchas veces cómo puede ser que, siendo los europeos quinientos millones de personas y los estadounidenses la mitad aproximadamente, en Europa no se den fenómenos empresariales como Google, Microsoft o Facebook. ¿Por qué ese tipo de iniciativas y, en general, esa capacidad innovadora no tiene más recorrido en Europa? ¿Es que los europeos no tenemos capacidad de innovación, imaginación o talento? Creo que no es eso. Sí tenemos talento, y mucho, lo que nos falta es un ambiente cultural que favorezca su desarrollo. Lo que no tenemos, dicho con toda claridad, es oportunidades para que aflore esa capacidad de innovación, se desarrolle y alcance el éxito. La estructura europea es, salvo excepciones, extraordinariamente corporativa y tiende a matar la iniciativa. Una conjunción de factores colectivos e individuales asfixia la creatividad del individuo, y no sólo su proyección social.
En los años noventa, anduve por todo el mundo tratando de conocer de cerca lo que suponía la globalización como fenómeno y analizando su impacto en nuestras realidades económicas, políticas, financieras, culturales, etcétera. Era un encargo de la Internacional Socialista, hecho en septiembre de 1996 en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York. El resultado lo presenté en un congreso en París, en otoño de 1999. De todos esos viajes y contactos saqué, entre otras, la conclusión de que, en un mundo en cambio, los europeos corríamos el peligro de morir de éxito. Se vivía tan bien en la Europa que se construyó en los treinta años de posguerra que nadie quería cambiar nada. Parecía como si a los europeos no nos importara que el mundo cambiase, pues nosotros no íbamos a hacerlo. ¿Para qué si todo, aparentemente, nos iba bien? Ése fue entonces el cuello de botella de la adaptación a la nueva realidad y esperemos que no sea ya hoy el callejón sin salida.
Hoy, en pleno declive, la única gran variable estratégica con que contamos en Europa no es el salario; no vamos a competir con China ni con Brasil en costes salariales. No podemos ni queremos hacer eso. Nuestra principal variable estratégica es la cantidad y la calidad de conocimientos que se derivan de la nueva sociedad del conocimiento y que se aplican a la competitividad. Si no competimos por esa excelencia, no lograremos añadir verdadero valor y no podremos mantener la cohesión social que se construyó en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, teniendo en cuenta, además, las perspectivas demográficas de Europa.
Pero, siempre que hablemos de competitividad habrá que acostumbrarse a recordar que en nuestra adaptación a la sociedad del conocimiento han de persistir los valores de una sociedad cohesionada y solidaria. Me da rabia tener que recordarlo, pero la izquierda está desaparecida en su necesaria defensa de una economía altamente competitiva; de mercado, pero con una dimensión social y sostenible en el tiempo, que haga frente a la actual economía de casino financiero sin reglas. Alguno podría hasta repetir eso que alguien dijo, con más gracia que acierto, de «¿Dónde está la izquierda? Al fondo, a la derecha».
Hay que intentar comprender que hablamos de competitividad, porque sólo utilizando esa variable estratégica podemos desenvolvernos en la sociedad globalizada. Si no, seguiremos deslizándonos por el suave declive que afecta a Europa, como en su momento afectara al Imperio romano en pleno apogeo. Y cuando nos demos cuenta, la decadencia será ya irreparable. Por eso llamo la atención sobre la necesidad de comenzar a luchar, ya que no se puede hacerlo desde ayer, desde ahora mismo.
No es mi intención referirme al pasado para abordar las cuestiones relativas al liderazgo, pero tengo una conciencia muy nítida de la situación que a este respecto vivía nuestro continente en la década de la que se llamara «galopada europea», entre 1985 y 1995: entonces se funcionaba mediante procedimientos que a veces estaban en los tratados y a veces no. Jacques Delors, a la sazón presidente de la Comisión, se creía el tratado cuando éste decía que la Comisión tenía el derecho de iniciativa. Pero, consciente de que siempre se aprobaría sólo una cantidad menor de las que se presentaran, Delors no dejaba de ponerlas encima de la mesa de forma casi compulsiva. De hecho, incluso dimitía a cada rato porque no le aprobaban los presupuestos, y tenía que aguantar que Giulio Andreotti, al que quería convencer de que se liquidara prioritariamente el endeudamiento de la Unión Europea —ilegal, pues por definición el presupuesto europeo no puede tener déficit—, le dijera en alguna ocasión: «Señor Delors, de cristiano a cristiano, no querrá usted que paguemos todos nuestros pecados en un solo jubileo».
Cada uno, según su peso, su carácter y sus condiciones europeístas, reaccionaba de un modo u otro ante las iniciativas de Delors, pero siempre formábamos un grupo que incluía como condición necesaria y suficiente —hoy cada vez menos suficiente, aunque sigue siendo necesaria— un buen entendimiento franco-alemán. Así, Kohl, que no era muy aficionado a leer grandes dossieres, llegaba a un entendimiento con Mitterrand, y ambos ampliaban el abanico a España, Holanda y Bélgica, con independencia del peso relativo de cada uno. Un grupo de cinco personas comprometidas con llevar adelante una iniciativa es muy difícil de parar, ya sea ante quince o ante veintisiete. Entre los miembros de este pequeño grupo quizá no había un acuerdo total, pero sí una relación de confianza mutua. Durante aquellos años, Margaret Thatcher nos decía que quería evitar «el disparate» que estábamos haciendo, que trataría de detener aquel tren de cualquier modo. Sin embargo, al final, siempre añadía: «Pero nunca me bajaré de él». Es en esta actitud en la que ha fallado David Cameron, con los costes comunitarios que eso ha tenido y tendrá, pero también con efectos muy negativos para su propia supervivencia política. Anunciar un referéndum para 2018 ha precipitado una dinámica que no controlará.
Así era entonces el funcionamiento europeo, pero ya no volverá a haber un liderazgo unipersonal mientras el espacio público que compartimos en Europa no se defina como un espacio de gobierno. No creo que nunca se llegue a definir como tal en el sentido clásico y, por tanto, probablemente nunca será tampoco liderado por una sola persona. No es razonable esperarlo, pero sí es razonable esperar liderazgos compartidos por grupos humanos que sepan a dónde quieren llevar a Europa y que mantengan unas relaciones de confianza lo suficientemente sólidas como para impulsar el proyecto Consejo a Consejo, bajo una presidencia de la Comisión que ejerza el derecho de iniciativa, que tan necesario es.
Siempre me angustia oír que alguien arguye — en especial un líder político— que «hay tiempo para eso». No, no hay tiempo. Para llegar a los resultados deseados en el horizonte 2020-2030, ya llevamos quince años perdidos. Ya estamos corriendo por detrás del futuro. Todos hablan de la sociedad del conocimiento, pero nadie designa, encabeza e impulsa la acción política decisiva. Sólo los países nórdicos parecen haberlo entendido. No les han hecho falta grandes acuerdos, y ya están manos a la obra resolviendo sus propios problemas.
Como he dicho, una parte importante de la reforma que sigue pendiente es la de los sistemas educativos para responder a las nuevas realidades del mundo en que vivimos. Pero de un sistema educativo de alto nivel no se deriva de modo automático un comportamiento lo suficientemente creativo, imaginativo y con iniciativas como para afrontar los desafíos del mundo y la economía globalizados. En esta tesitura hace falta una nueva orientación y unos nuevos líderes en todos los niveles de nuestra sociedad.
EL IMPULSO CREATIVO Y LA BÚSQUEDA DE ANOMALÍAS
La pregunta no es ¿qué mundo les vamos a dejar a nuestros hijos?, sino ¿qué hijos les vamos a dejar a nuestro mundo?
LEOPOLDO ABADÍA (1933),
profesor y ensayista español
La fregona me parece un invento mucho más trascendente que otros muchos de gran sofisticación tecnológica. Manuel Jalón, el inventor zaragozano al que se le ocurrió unir un palito a una bayeta hecha trizas, cambió la condición y la vida de millones de personas en todo el mundo. Triste y desgraciadamente, de más mujeres que de hombres, porque estos últimos ya habían inventado antes mil y un trucos para eludir sus responsabilidades domésticas. Lo que deseo es que haya más gente como este modesto pero gran inventor, innovadores en todos los terrenos y ámbitos, que abran nuevos espacios o, como diría un buen amigo mío, que «eliminen cegueras».
Ya sé que este ejemplo de la fregona —tan poco tecnológico— mueve incluso a la sonrisa, porque a todo el mundo le parece un artilugio de esos obvios que, cuando alguien los descubre, todos los demás nos asombramos de que no se le hubiera ocurrido antes a nadie. Pero su obviedad sólo se hizo evidente cuando a Jalón se le ocurrió tal avance. El día anterior nadie lo veía tan obvio. Estaba oculto bajo una «ceguera» incomprensible a posteriori. Eso demuestra la importancia de las iniciativas individuales. Ésta, en concreto, le debería haber valido al inventor un gran monumento a la dignificación de ese humilde trabajo en todos los países del mundo. Y, ya puestos, también de la sanidad mundial, porque creo que también inventó la jeringuilla desechable…
Por ejemplos como éste es por lo que siento una enorme curiosidad por saber cuál es el impulso que hace que un joven sea creativo y tenga iniciativa en cualquier campo. Ejemplos tan sencillos y tan exitosos son los que aumentan mi preocupación por la situación de pasividad emprendedora que hasta hace poco he observado en España, y los que me llevan una y otra vez a reflexionar sobre el hecho tan lamentable de que hoy, que tanto la necesitamos, la creatividad y la innovación sigan siendo tan poco apoyadas y valoradas, aunque ahora la crisis que obstruye las oportunidades de empleo está haciendo que aumenten las iniciativas emprendedoras e innovadoras entre los jóvenes que tratan de buscarse su propia salida. Habría que impedir que los jóvenes —y los no tan jóvenes— perdieran ese afán emprendedor con que comienzan la vida y que ahora se sienten en la necesidad de poner en marcha. Que de la infancia a la edad adulta se pasara con ganas de seguir haciendo y probando todo. Que no desaparecieran por el camino los sueños, que son los que movilizan el espíritu emprendedor. Que no desapareciera el deseo de abrir un nuevo espacio personal, de encontrar o construir un mundo nuevo, de cambiar una realidad con la que no se está de acuerdo o que deja tanto que desear.
Que cada vez haya más gente buscando su propio camino, su propia solución y realización personal me parece que es poseer el auténtico espíritu emprendedor. Lo cual no quiere decir que todos tengamos que hacernos empresarios ni que el Estado se inhiba de sus obligaciones. La cohesión social tiene que seguir siendo garantizada por el poder público. Ahora bien, cuanto más haga cada uno por sí mismo, para sí y para los demás, creando nuevas oportunidades, tanto mejor. El resultado depende del sistema educativo, desde luego, pero también de algo más: de lo que los niños oyen en su casa, en su familia; de cómo viven; de qué cultura social adquieren, de si notan o no el aliento común de las aspiraciones sociales de mejora. La parte más noble de nuestro sistema educativo es la transmisión del conocimiento acumulado, pero la más coja del propio modelo de enseñanza —o, ampliando el enfoque, de la formación del capital humano— es que no entrenamos a los jóvenes para que sepan qué hacer con los conocimientos que van adquiriendo. Sea cual sea el título que finalmente se ostente, el resultado más importante que todos debieran sacar al final de su paso por el ciclo formativo es saber cómo transformar su conocimiento en una oferta que añada valor. Da igual que uno se dedique a la música, la ingeniería informática, la literatura o la hostelería.
Creo que los emprendedores son líderes y que los líderes son emprendedores, pero que tener espíritu emprendedor no equivale por sí solo a ser empresario, del mismo modo que el liderazgo no es sólo gestión. El liderazgo es abrir horizontes nuevos. De hecho, a menudo la gestión consiste en hacer las cosas bien, mientras que el liderazgo atañe más a lograr encontrar la manera de hacer las cosas. En el mundo empresarial, en particular, pero también en la política o, por ejemplo, en las ONG, el liderazgo y la iniciativa corresponden a la persona que tiene capacidad de descubrir una anomalía, es decir, algo diferente de lo que convencionalmente estamos acostumbrados a hacer. Toda anomalía, por regla general, es en principio mal recibida precisamente por serlo, pero, cuando después se transforma en una realidad de las que llamamos dominantes, se extiende como un valor para todo y para todos, y pasa a ser una convención aceptada colectivamente. Ésa es la gran diferencia entre la simple innovación, que es muy interesante al mejorar los procesos de cualquier tipo, y la innovación disruptiva, la que ofrece una alternativa radicalmente distinta a la habitual en el proceso al que estamos acostumbrados. La innovación disruptiva, basada en el hallazgo de una anomalía que inaugura una nueva manera de hacer las cosas, es muy difícil que tenga cabida en una estructura empresarial organizada. En esta estructura, cada uno cumple sus objetivos con un presupuesto y con unas limitaciones, y la introducción de una anomalía distorsiona el propio proceso. Por eso las empresas no llegan a tener la habilidad de encontrar y sacar partido de las anomalías. Pese a lo que pueda parecer, no la tienen las grandes multinacionales estadounidenses, que se suelen limitar a disponer de una red bien engrasada de buscadores de anomalías exitosas fuera de su propia estructura empresarial, bien para comprarlas e integrarlas, o bien para destruirlas y eliminar su amenaza competitiva. La búsqueda de anomalías compete más a los individuos creativos que a las organizaciones regladas, tal vez por aquello que explicó en cierta ocasión el gran popularizador del automóvil Henry Ford: «Si yo hubiera preguntado a mis clientes qué necesitaban, hubieran dicho que un caballo mejor».
Por ejemplo, todos saben ya que la nueva anomalía que se impondrá en la informática a corto o medio plazo es la de «la Nube», y todos están pendientes de ella, pero lo cierto es que esa tecnología está aún sin desarrollar. Hay un embrión ya operativo, pero las grandes empresas todavía no se han decidido a hacer una prueba en serio en sus propias estructuras. Están absolutamente convencidas de que en diez años todas las entidades financieras, todos los servicios públicos y todos en general van a utilizar la Nube. Pero no aplican su talento en su desarrollo definitivo porque están acostumbrados a relacionarse con sus clientes y con su trabajo de una determinada manera que les es cómoda, a la que se han adaptado, y porque saben que en algún momento va a estar disponible en el mercado, y entonces, cuando ya esté probada, la incorporarán, pero comprándola, sin arriesgar ni comprometer recursos ahora.
Lo que distingue al innovador es que ha acertado a mirar la escena con un foco o desde un encuadre hasta entonces inexistente para el resto de quienes la contemplaban. En definitiva, que ha tenido el acierto o la suerte de descubrir un enfoque distinto —es decir, una anomalía— que transforma radicalmente la realidad. A mí, y supongo que a otros muchos, me parece de enorme importancia comprender el valor del descubrimiento de la anomalía y, por tanto, de la capacidad creativa y del enfoque alternativo. Pero, a los efectos de lo que quiero decir aquí, lo que me interesa subrayar es que los líderes no representan necesariamente los valores dominantes. Con mucha frecuencia, el verdadero liderazgo —el político, pero también el empresarial—, como dinámica de cambio, consiste en descubrir una anomalía, ponerla de manifiesto y sacar de ella una nueva utilidad o una mejora de las ya existentes. Así pues, el verdadero liderazgo nace siempre en los márgenes de lo aceptado.
LIDERAZGO POLÍTICO Y LIDERAZGO EMPRESARIAL
Un líder sabe qué se debe hacer. Un gerente sólo sabe cómo hacerlo.
KEN ADELMAN (1946),
diplomático y analista político estadounidense
Uno de los muchos riesgos de la escena política es la irrupción de algunos empresarios que, muy críticos con la ineficiencia que atribuyen a lo público, dan el salto a la política y creen que pueden llevar a cabo la tarea de gobierno como han llevado la de la dirección de su empresa. Es el caso, por ejemplo, de Berlusconi, al que conozco desde hace muchos años, que cree que el Consejo de Ministros debería funcionar como el consejo de administración de sus empresas o que el Parlamento es igual a una asamblea de sus accionistas. Esa confusión es la que hace que se produzcan errores dramáticos.
En cualquier caso, quiero recordar, sobre todo a los empresarios, que sigue existiendo un espacio público y un espacio privado empresarial, y que cuando pedimos responsabilidad al empresario, lo hacemos para que comparta, con otros actores sociales, la del destino común en el espacio público que comparten con los políticos. Y si se quieren dedicar a la política, que no cometan el error que atribuyo a Berlusconi. Este espacio público compartido, frente al espacio privado de la empresa, es un lugar de encuentro donde las ideas, por definición plurales, han de convivir necesariamente; donde los intereses, por definición diferentes, muchas veces incluso contrapuestos, han de ser gobernados; y donde las identidades, los sentimientos de pertenencia, son diferentes —salvo la ciudadanía como conjunto de derechos y obligaciones para todos—, pero no necesariamente contrapuestos.
En eso consiste básicamente la política. La más noble y la más miserable de las tareas, con los registros más excelsos, pero también con los más lamentables de la actividad humana. Pero sin política no hay gobernanza del espacio público compartido; no hay sociedad organizada. En la empresa, por definición, la identidad ha de ser una, la de la empresa, y la contradicción de ideas debe servir para tomar una decisión, no para hacer proyectos alternativos, pues el proyecto es siempre el mismo. Esto me parece importantísimo para comprender la diversidad de los fenómenos.
A los jóvenes que se dedican a la empresa, y que se van a quejar mucho de la política y de los políticos, quiero insistirles en que, cuando estén hartos de los políticos y gocen de democracia, los cambien. Y que cuando estén hartos de los que han cambiado, que se hagan cargo de su país y hagan política. No vale seguir quejándose eternamente. Es fácil destruir algo con un martillo; lo difícil es construir lo que ha de sustituirlo. Lo que vale es comprometerse a cambiar la realidad que a uno no le guste.
Una de las razones de que la política sea tan complicada y esté fallando tanto es que no hay escuelas que preparen para tareas como la de presidir un país. No conozco a nadie que haya sido presidente y que venga de una escuela de ciencias políticas —ninguno salvo John F. Kennedy, que no es poca excepción, por cierto—. Normalmente enseñan a ser analista político, pero no a ser líder político. Igualmente, tampoco hay facilidad para crear líderes empresariales. Muchos empresarios que han levantado a pulso su empresa, a menudo sin estudios de posgrado y en ocasiones sin título alguno, creen que los hijos que tienen dos o tres másteres lo van a hacer mucho mejor que ellos. Nada lo garantiza, y menos un máster. Pese a lo que creen muchos, los títulos ayudan, pero no aseguran una mejora de las posibilidades. En cambio, sí lo garantizan un aprendizaje y un entrenamiento programados del liderazgo.