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Una nueva era global
En tiempos de cambio, quienes estén abiertos al aprendizaje se adueñarán del futuro, mientras que aquellos que creen saberlo todo estarán bien equipados para un mundo que ya no existe.
ERIC HOFFER (1902-1983),
pensador estadounidense
No soy un pensador ni un analista; siempre he sido un activista político. No por vocación, sino por rebeldía moral frente a una dictadura que no me gustaba. Cuando cruzaba la frontera con Francia, me sentía libre en un país extranjero, y cuando volvía a mí país, me sentía oprimido, prisionero y sin libertad. Pensé que esa situación no tenía razón de ser, que había que recuperar las libertades. ¿Cómo era posible que tuviera que irme de mi país para respirar y que se me cortase la respiración al regresar? No fue, pues, un compromiso político-ideológico, sino moral, el que me llevó al activismo. Elegir después dónde se ubica uno concretamente en el espectro político era un problema secundario frente a aquella rebeldía de base. Pues bien, como activista político que soy, me impaciento. Y en la medida en que la vejez avanza y mi horizonte vital se acorta, me vuelvo más y más impaciente.
El paso de la sociedad agraria a la de la revolución industrial se produjo a lo largo de siglo y medio; el de la inteligencia analógica a la digital se va a producir en una sola generación. La velocidad del cambio tiene sus propios efectos y, sobre las fracturas sociales de la sociedad industrial de hace cuarenta años, se van a acumular ahora otras que se podrían describir en unos términos muy simples: personas que accederán a la tecnología ligada a internet, y por lo tanto a la revolución que ésta ha supuesto, y personas que no tendrán acceso a ella. Esta nueva brecha va a configurar un mundo radicalmente distinto, porque ya no se producirá respecto al eje Norte-Sur, sino que discurrirá por lugares antes insospechados. Países como China y la India están ya incorporados a esa revolución tecnológica, pero otros están, y previsiblemente seguirán, excluidos. Por tanto, ni siquiera la división tradicional entre centro y periferia tiene ya sentido.
¿Qué es hoy el centro? Sigue siendo Estados Unidos. Pero no se sabe si la periferia es el Medio Oeste estadounidense en relación con California, o si es la Republica Dominicana en relación con Finlandia. Si aquélla, por muy próxima que se halle geográficamente a ese inmenso centro de poder que es Estados Unidos, queda descolgada de la incorporación social a internet, entonces será la periferia. Sin embargo, Finlandia, por muy lejos que esté, o Singapur, que no produce ni un barril de petróleo pero vende derivados del petróleo, o México, que produce petróleo pero compra derivados del petróleo, ¿son la periferia o el centro? Tal vez Singapur ha empezado ya a ser un país central, pero ¿en qué sentido? En el de que se conecta a la red y tiene algo relevante que ofrecer a través de ella. Ésa es la idea básica: quien está en el centro de esta nueva realidad es quien tiene algo nuevo que ofrecer que añade valor en la sociedad de la red, no importa qué lugar geográfico o geopolítico ocupe. De hecho, parece que hoy ya no hay ni centro ni periferia, tal como lo entendíamos en tiempos pasados. Ahora se están configurando nuevos centros, con fronteras diferentes y apareciendo nuevas periferias que pierden relevancia en la economía global y en la sociedad de la red. Ni siquiera en política persiste ya el concepto de centro. Como máximo, existen, como decía Confucio, personas que son capaces de centrarse y, por tanto, de ser fuertes emocionalmente.
Hemos llegado a una época llena de riesgos, pero también de nuevas oportunidades, en la que las buenas ideas no se les tienen que ocurrir a los jefes, ni, en un plano superior, a las grandes potencias. Por eso hoy, como he dicho antes, un buen líder es el que sabe aprovechar y dar valor a todas las buenas ideas de los equipos con los que trabaja, y un buen país es el que pone en valor su principal activo: el capital humano, la creatividad, el deseo de innovar.
La característica fundamental del cambio que estamos viviendo es la velocidad y el vértigo asociado a ella. Estamos pasando vertiginosamente de una era industrial aún no completada a una nueva civilización derivada de las nuevas tecnologías. No sólo la de la información —con su nueva forma de comunicarse—, sino también de la biotecnología y otras muchas. Este mareante cambio de era ha resuelto por sí solo uno de los desafíos más formidables del ser humano: la posibilidad de comunicarse superando las barreras que parecían infranqueables del tiempo y el espacio. Eso que ahora se llama la red nos permite comunicarnos en tiempo real y en un espacio virtual con el resto del mundo, generando nuevas formas de interdependencia en las que el Código Mercantil ha sido sustituido por el software, elaborado por ingenieros y no por abogados o juristas. Cada vez que surge un software nuevo, se revolucionan las relaciones comerciales, mercantiles y civiles entre los seres humanos, sin que exista una codificación y una reglamentación estables. Y la ausencia de reglas produce angustia y un número creciente de abusos, como ocurre con la propiedad intelectual.
No hago una calificación desde el punto de vista ético de este cambio de era. Como siempre, todo cambio tecnológico tiene un carácter neutral. Su aplicación —humana en todo momento— es la que debe ser valorada. Es verdad que se está produciendo una gran aceleración en la competitividad y en la innovación. Y es verdad que la innovación y la iniciativa empiezan a ser cada vez más cooperativas, en la medida en que lo exige el trabajo en red facilitado por la tecnología. Hoy ya es inimaginable un físico trabajando aisladamente en su laboratorio y esperando dos años para presentar sus logros en un congreso, guardándose impaciente para sí algún descubrimiento que le pudiera hacer merecedor del premio Nobel. Hoy, probablemente, los diez mejores físicos del mundo trabajan en red continua y permanentemente —de hecho fueron ellos los que desarrollaron el germen de la World Wide Web—, sacando a la luz en cada instante por dónde va su proceso investigador. ¿Cómo podíamos llamar a ese nuevo método de colaboración aplicado a la creatividad cultural, al espíritu emprendedor o al trabajo de las ONG? Quizá habría que llamarle «competitividad cooperativa» y, en ese sentido, solidaria.
LA PARADOJA DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL
¿La civilización occidental? Bueno, sería una excelente idea.
MAHATMA GANDHI (1869-1948),
líder espiritual indio
La gran paradoja que debe ser destacada en este contexto es que el mundo occidental desarrollado triunfa y al mismo tiempo perece: vence la economía de mercado, que se vuelve aceptable para todo el mundo; y se impone la revolución tecnológica inducida por la capacidad acumulada de creatividad y de innovación del mundo occidental. Pero, una vez que el Occidente desarrollado consigue todo eso, pretende que el efecto no sea aprovechado por nadie más que por quien lo creó. Pese a esta ceguera y esta mezquindad evidentes, lo que se suele criticar no es esa situación, sino más bien los comportamientos competitivos de China o los países emergentes, que se ven como una amenaza para los viejos países industrializados. En primer lugar, porque las empresas se han desplazado en busca de economía de costes, en lo que se ha llamado deslocalización de inversiones: las inversiones industriales de los países industrializados, con costes mucho más altos, han huido a los países emergentes. Y, en segundo lugar, porque la nueva tecnología, la derivada de la red, tiene una potencia expansiva y una cuasiimposibilidad de control que permite que los emergentes estén siendo al mismo tiempo la fábrica industrial del mundo y aprovechando directa e inmediatamente, sin tener que esperar transferencias, todos los avances derivados de la plasmación de la revolución del conocimiento. Esto ha hecho que la única hegemonía occidental que quede sea la del control de los circuitos financieros internacionales, con los efectos devastadores que estamos aun sufriendo. En realidad, el mundo occidental ya ni siquiera manda en el mercado de materias primas, salvo en los movimientos especulativos que alteran los precios. Así, el Occidente desarrollado de las democracias representativas, por su cortedad de miras, ha ido construyendo su propio fracaso mientras sus valores y sus métodos triunfaban. Ésa es la gran paradoja.
Desde hace dos siglos, el ámbito de realización de la democracia representativa es el Estado-nación. Pero hoy los problemas a los que nos enfrentamos y sus respuestas ya no se encuentran en ese territorio natural. Votamos en el ámbito de realización de la democracia, que es el Estado-nación, pero los problemas del sistema financiero global, del comercio internacional y de las estructuras de las empresas pertenecen ya a otro espacio. Ésta es una idea absolutamente clave para comprender la realidad.
Más allá del ámbito del Estado-nación —salvo el invento en fase de fracaso crítico de la Unión Europea—, no existe una representación democrática que satisfaga a sociedad alguna. Pero todo ciudadano de una democracia representativa es hoy consciente de que está votando por unos representantes, por unos dirigentes, que no tienen bajo su control las decisiones que son vitales para su propio desarrollo. Nadie puede negar ya que el principal problema que tenemos en ese espacio compartido que llamamos Europa es que no consideramos que la burocracia de Bruselas nos represente. No vemos en tales burócratas a nuestros representantes electos, y principalmente por la razón obvia de que no han sido elegidos.
Y si las estructuras de decisión y de poder escapan al control de la democracia representativa, nos encontramos con un doble y paradójico fenómeno: la gente se siente demasiado distante del gobierno central y trata de territorializar internamente su comunitas, intenta que la representatividad sea lo más cercana posible a su realidad; pero, al mismo tiempo, es cada vez más consciente de que su suerte ya no depende de las decisiones de su gobierno o su Parlamento. ¿Qué va a hacer el señor Draghi con el Banco Central Europeo? ¿Qué va a hacer la señora Merkel, después de haber sustituido hace tiempo de facto a la Comisión Europea en el proceso de toma de decisiones? ¿Qué va a hacer Europa? Son otros quienes deciden por nosotros. Es una segunda gran paradoja que se inscribe dentro de la primera.
En ese contexto, es indiscutible que Europa tiene todavía el mejor sistema de cohesión social del mundo, aunque esté atravesando una grave crisis, pero es casi menos discutible aún que la Unión Europea no ha avanzado como potencia económico-tecnológica ni en relación con Estados Unidos ni en relación con la que se contempla como la amenaza de China y de otros países emergentes. En medio de una crisis de gobernanza a escala mundial, de una crisis inmediata del sistema financiero internacional y de una crisis de seguridad, se oye hablar mucho del «poder blando» de Europa, que en realidad no es otro que el menguante poder de la chequera, el de pagar lo que otros destrozan irresponsablemente. Un poder decrépito que recuerda al que pretenden tener los señores de mi edad que, tras perder su sex-appeal, creen que lo pueden recuperar mediante su check-appeal.
Hace unos años, oí cómo Henry Kissinger reflejaba muy gráficamente esta inoperancia europea, diciendo: «Sí, se habla mucho de Europa, pero ¿me quieren decir a qué teléfono hay que llamar para que se ponga Europa? Porque yo sé a qué teléfono hay que llamar para que se ponga Alemania o Francia o Gran Bretaña». Tenía entonces razón y aún la tiene más hoy. Quien gobierna define quién responde al teléfono, pero no hay un teléfono que permita conocer lo que piensa Europa sobre un tema que nos afecte a todos. A cambio, hay veintisiete teléfonos, tantos como países, más los de la Comisión, más los del Parlamento… Ello implica problemas de gestión política, pero sobre todo un desafío complejo que obliga a redefinir no sólo el liderazgo y el papel de la política, sino también el propio Estado-nación, que, como ámbito de realización de todo, está hoy doblemente superado: a nivel supranacional, por la tensión globalizadora, y a nivel intranacional, por la redistribución del poder para acercarlo más a la ciudadanía.
A todo ello, como he dicho, hay que añadir la implosión del sistema financiero a escala global. Y en España nos afectó doblemente al coincidir en el tiempo con el de un aparato productivo demasiado basado en el ladrillo y el cemento y demasiado dependiente del crédito exterior. España construía más viviendas y consumía más cemento que Alemania y Francia juntas, aunque ellas suman más de tres veces nuestra población. Era inevitable y previsible que algún día, más pronto que tarde, esa burbuja reventara acarreando consecuencias catastróficas.
La decadencia del predominio europeo, la crisis del Estado-nación, el estallido del sistema financiero, el derrumbe de la economía local española… Todo ello junto equivale al final de una era y el principio de una nueva. Un comienzo que discurre sobre dos grandes ejes. Uno es la liquidación de un sistema basado en dos modelos alternativos y confrontados. Como ya es sabido, Francis Fukuyama dijo, coincidiendo con la caída del muro de Berlín, con más brillo que acierto, que esa nueva situación constituía «el fin de la historia»; pero yo creo más bien que en realidad lo que suponía era el comienzo. Estamos en los albores de una historia radicalmente distinta; nada se ha acabado. El mundo que ha emergido después de la desaparición de los bloques es más complejo. Aquel mundo repartido en zonas de influencia era más previsible: o se estaba con una parte o con la otra. Las dos grandes potencias vivían con relativa tranquilidad porque sabían que el equilibrio se basaba en el terror que suponía la destrucción mutua asegurada. En el centro neurálgico de aquellos dos sistemas enfrentados, al igual que ocurre en el epicentro de dos placas tectónicas en continuo rozamiento, no había gran riesgo, pero en los bordes, en las zonas de rozamiento, los choques eran continuos y el sufrimiento inmenso.
Ese sistema ya está liquidado. Y también hemos superado —por la fuerza de los hechos— el intento de sustituirlo por el unilateralismo estadounidense, por esa pretendida «gendarmería universal» de la que tanto se hablaba no hace mucho tiempo. Esa tentación ha desaparecido tras el estrepitoso fracaso de la aventura en Oriente Próximo, la destrucción de Irak y la contaminación a Afganistán, que siguen sin tener solución y que aún amenazan con extenderse a otros países de la misma zona. Hoy todos clamamos por el multilateralismo, pero todavía no somos capaces de crear un orden nuevo basado en él.
Simultáneamente, mientras se producía el derrumbe del sistema de bloques, surgía —tal vez como concausa— el otro gran factor de cambio, el segundo eje al que me he referido antes: la revolución tecnológica, que trajo la globalización de la comunicación, del sistema financiero y de la economía.
Por eso hablo de la gran paradoja del Occidente desarrollado. Su sistema ha triunfado sobre el sistema comunista alternativo, que ha desaparecido. Su revolución tecnológica sin precedentes se ha extendido a todo el planeta. La consecuencia es que el Occidente del que hablamos está en decadencia, como si fuera víctima de su propio triunfo.
RETOS Y DESAFÍOS DE LA GLOBALIZACIÓN
Uno puede estar a favor de la globalización y en contra de su rumbo actual, lo mismo que se puede estar a favor de la electricidad y en contra de la silla eléctrica.
FERNANDO SAVATER (1947), filósofo español
Estar en contra o a favor de la globalización como fenómeno histórico no es el problema. Visto desde hoy significa lo mismo que ocurrió con la revolución industrial. La globalización es un dato de la realidad que marca una nueva era marcada por la revolución tecnológica. Visto así, el desafío es cambiar el rumbo actual para que el progreso y el crecimiento mundial que induce lleguen a la gran mayoría de los seres humanos con mayor justicia y equidad.
La actual revolución tecnológica ha de ser vista con perspectiva como un logro —con consecuencias económicas, financieras, comerciales, políticas, culturales y de todo tipo— por el que el ser humano ha luchado desde que se puso en pie inteligentemente. Supone el cumplimiento de su afán de comunicarse con los demás, que a lo largo de la historia se ha manifestado a veces a través de la conquista, otras a través del comercio, del turismo o la aventura.
Aunque hoy ya casi nadie lo vea así, la globalización fue vista al principio como una nueva forma de imperialismo o de hegemonía. Si a estas alturas a alguien se le ocurriera decir que el Renacimiento impuso una nueva forma de dominio, de poder y de imperio, todo el mundo esbozaría una sonrisa. Algo parecido pasaría si alguien mantuviera la tesis de que la revolución industrial que hace dos siglos definió el Estado-nación moderno fue una nueva forma de imperialismo, pero por aquellas fechas hasta la Santa Madre Iglesia condenaba escandalizada esas máquinas de perversión que eran un invento del diablo. Hoy, desde la distancia histórica, vemos la revolución industrial como un fenómeno que dividió al mundo entre países que pudieron incorporarse a ella y países que se quedaron descolgados.
Coincidentemente, la primera reacción típica de una parte de la izquierda ante la nueva realidad de nuestra época fue ver la globalización como una nueva forma de hegemonía imperialista. Así lo calificaban los hace diez años activísimos y hoy casi olvidados movimientos antiglobalizadores, que rechazaban lo que dieron en llamar «el imperialismo de la globalización». La realidad ha demostrado exactamente lo contrario: el gran triunfo de Occidente tras la derrota del comunismo y la revolución tecnológica, dos productos occidentales, han traído vertiginosamente su propia decadencia. Hoy resulta evidente que los países emergentes se están imponiendo a los centrales, Oriente triunfa sobre Occidente y el Sur avanza rápido respecto al Norte. Por tanto, la amenaza imperialista de la globalización se ha vuelto en contra de sus propios creadores, porque los que lo han aprovechado al final han sido los globalizados.
Como ya pronosticaba hace muchos años Marshall McLuhan, «la nueva interdependencia electrónica recrea el mundo en la imagen de una aldea global». El mito del país ensimismado, presuntamente feliz, con una cultura propia e incontaminada, con una economía segura y a salvo de enemigos y virus exteriores, ha pasado a la historia, salvo para el interesado argumentario nacionalista. La revolución de la comunicación ha tenido como resultado la mundialización de la política, de la economía y de la cultura. Ya es un hecho irreversible, de modo que de nada sirve echarse las manos a la cabeza y cargarle la culpa de nuestro futuro a la globalización. Como todos los fenómenos de esa envergadura, la globalización tiene efectos positivos y negativos, y la obligación de los responsables políticos es aprovechar todo lo posible los primeros y paliar al máximo los segundos.
El problema es el carácter de los activistas impacientes como yo: todo cambio histórico, como ocurrió en el de la Edad Media al Renacimiento, como ocurrió con el de la sociedad agraria a la industrial, tiene un coste enorme desde el punto de vista humano. Sólo con la perspectiva que dan los siglos se puede olvidar ese coste inmenso y ver el proceso como un paso positivo que pudo ser aprovechado por mayorías mucho más grandes de la humanidad. Pero ahora, agitados por los vaivenes de este nuevo gozne histórico, el problema es asimilar los durísimos costes de la transición de un período a otro. El esfuerzo de la política debería ser acortar y disminuir el sufrimiento, optimizando las posibilidades que ofrece una nueva era. Ése sería el liderazgo de verdad en busca de un nuevo orden mundial, que sustituya el desorden actual.
Si su única posibilidad consiste en quedarse como está, entonces no se trata de una oportunidad.
MARGARET THATCHER (1925-2013),
primera ministra británica
El mundo sigue cambiando a gran velocidad y todavía no se ha implantado un nuevo orden mundial reconocible. De momento lo que hay es un nuevo desorden. Recuerdo a mi amigo George Bush —el padre; el hijo frecuenta otro tipo de amistades— diciendo después de la caída del muro de Berlín: «Y ahora vendrán los dividendos de la paz». Pero el pago de esos dividendos a los que aludía Bush sénior se ha retrasado y los podemos dar ya por perdidos. También recuerdo a muchos de mis colegas cantando las excelencias del paso del bipolarismo al multilateralismo. Sin embargo, el multilaterismo no ha generado un nuevo equilibrio, y los conflictos, incluso en Europa, han estallado sin control. No existe un gobierno del mundo, ni es probable que lo haya próximamente.
Por tanto, habrá que mejorar los mecanismos con que por ahora se cuenta. La Organización de las Naciones Unidas provoca frustración, pero es insustituible. Es necesario someterla a una reforma profunda y encomendarle la búsqueda de nuevos equilibrios y nuevas formas de cooperación internacionales. Enunciarlo es fácil, pero proponer caminos concretos para su consecución es más complicado. Por ejemplo, aún no se sabe cómo regular, con rigor y evitando abusos, el derecho de injerencia por razones humanitarias. La ONU funciona como en una especie de compañía de seguros mutuos: todo el mundo quiere que atienda a los siniestros, incluido el primer cliente de la compañía, que es Estados Unidos, pero es difícil que se logre si ese cliente principal se resiste a pagar sus cuotas. De ahí que se vea obligada a funcionar como una compañía de seguros que tiene que cubrir los siniestros sin que los socios paguen sus cuotas. Los asegurados exigen que arreglen el coche cuando se estropea, pero no quieren pagar las pólizas. Así no pueden funcionar ni las Naciones Unidas ni ninguna de sus organizaciones asociadas.
Es necesaria la búsqueda de nuevos equilibrios y nuevas formas de cooperación internacionales. Esos nuevos equilibrios necesarios para dar respuesta al riesgo de dependencia de un único poder hegemónico sólo podrían conseguirse mediante el fortalecimiento de formas de regionalismo abierto, no entendidas como potencias. El modelo más acabado es el de la Unión Europea. Si la Unión cumpliera su papel, estaría representando a quinientos millones de ciudadanos en una experiencia de supranacionalidad en un ámbito global con la mayor potencia comercial del mundo —no así ya en otros parámetros—, y constituiría un auténtico poder, lo mismo que lo podría constituir América Latina unida, frente a los grandes poderes preexistentes, como Estados Unidos, o emergentes, como China. Serían unidades de poder que podrían afrontar el esfuerzo de hallar y de mantener un nuevo equilibrio.
Simultáneamente, el Consejo de Seguridad de la ONU tiene que ser ampliado, eliminando los derechos de veto y fortaleciendo los equilibrios territoriales y poblacionales. Las Naciones Unidas deben orientar sus acciones sin grandes modificaciones de su Carta, cuyos principios y objetivos siguen siendo válidos. Y también sería necesario estimular la educación y los derechos humanos universales como instrumento de acción que permitiera ayudar a las regiones que queden por fuera de la línea del desarrollo. En este contexto, las organizaciones no gubernamentales cobrarían cada día más importancia.
En suma, todavía no hay un nuevo orden que se corresponda con la globalización como fenómeno. De hecho, tardaremos en encontrarlo y no porque falte inteligencia para definirlo, sino porque falta voluntad. El pensador y revolucionario italiano Antonio Gramsci se autodefinía como pesimista de la inteligencia y optimista de la voluntad. Era una buena descripción para un revolucionario, que admiraba la abnegación y el sacrificio de sus compañeros comunistas italianos, al mismo tiempo que comprendía, ya entonces, que el sistema por el que luchaban no podría funcionar. Pero para los que no lo somos, lo contrario es más verdadero: yo soy más pesimista de la voluntad que de la inteligencia. Con la inteligencia comprendemos y explicamos el fenómeno de la globalización y la perniciosa ausencia de un nuevo orden o de un gobierno mundial. Lo que entraña dificultad es que haya disposición para, una vez comprendido el problema, comenzar a arreglarlo.
LA DENOSTADA POLÍTICA AL RESCATE DEL SISTEMA FINANCIERO
Por supuesto, nos llevará algún tiempo cambiar la economía. Como ustedes saben, es algo así como hacer dar la vuelta al Titanic.
JOHN MAJOR (1943), ex primer ministro británico
Hace cinco años se reclamó la vuelta a la política para sacar a flote a un sistema financiero que, por sus propios errores, se había hundido. Y es que aunque cada entidad financiera actúe globalmente y cometa errores globalmente, su posible rescate se hace siempre a cargo de los ciudadanos del país de origen. Los agentes financieros, además de poderosos, son muy hábiles. La vuelta de la política que reclamaron con astucia, plantea la siguiente secuencia: 1) crisis del sistema financiero; 2) recesión con destrucción de empleo; 3) rescate de ese sistema financiero; 4) aumento de la deuda pública provocada por esto, y 5) desequilibrio fiscal y crisis del sistema. Dentro de esta secuencia centran ahora toda la discusión en el déficit y en la deuda —es decir, en los dos últimos puntos—, tratando de que olvidemos cuál fue el origen de todo: la crisis provocada por ellos.
Angela Merkel afirma con insistencia que hay que corregir el desequilibrio de la deuda y los déficits excesivos, y yo no lo dudo. Pero considero que lo prioritario es entender cómo se creó esta situación y, en consecuencia, qué hay que hacer para que el desequilibrio del sistema, que es el punto quinto, no vuelva a repetirse por culpa del bucle infernal que esa secuencia describe. En Gran Bretaña, David Cameron no acepta imponer tasas al sistema financiero, con el viejo argumento de «a la City no la toques», lo que le lleva a calificar de locura cualquier renovación de la propuesta de aplicación de la tasa Tobin, ya hecha en 2009 por Sarkozy.
Pero, en realidad, ¿qué más dan esos decimales por transacción? ¿Suponen una auténtica carga? Pues sí, porque con una tasa mínima del 0,1 por ciento, lo recaudado en cada transacción no es nada, pero, claro, tal como se hacen ahora las transacciones, con fórmulas algorítmicas aplicadas a los programas de inversión telemáticos, se realizan decenas de miles de transacciones diarias, que, aun con esa tasa casi insignificante, supondrían decenas de miles de detracciones del 0,1 por ciento. Ahora bien, el verdadero interés de la tasa no sería estrictamente la recaudación —que también—, sino la regulación y el control de un mercado descontrolado por completo. Pero lo que a Cameron le inquieta —es decir, lo que le inquieta a la City— no es la mengua de ingresos de los actores financieros, sino la amenaza de ese control. Lo único cierto es que los mercados financieros deben regularse mucho mejor. Y de lo que no hay duda es de que debería limitarse la especulación financiera, incluida la que tiene por objeto las materias primas en general y las alimentarias en particular. Hay que aumentar la fianza de estas operaciones.
Consideremos un supuesto a modo de aclaración. Durante nuestro boom inmobiliario, era normal para algunos inversores comprometerse a comprar sobre plano diez pisos, en la seguridad de que cuando se finalizara el proyecto esos diez pisos se habrían revalorizado un 20 por ciento. Pero el truco de esa transacción especulativa, del todo legal, es que el inversor sólo pone el 5 por ciento del valor sobre plano de cada piso. Por tanto, si ha comprado diez, con el valor nominal de medio piso ha puesto dinero para retener diez. En el momento en que la promoción esté finalizada, antes de suscribir la hipoteca, el inversor se libera de ocho a su nuevo precio de mercado y con la plusvalía se queda gratis con dos o tres. Eso mismo se hace con el petróleo. Por ejemplo, se hizo, con gran escándalo, en la primavera de 2008, cuando se produjo una compra de 278.000 millones de dólares de petróleo en el mercado spot, lo que produjo casi automáticamente que el petróleo alcanzara un precio de 148 o 149 dólares/barril. Y eso mismo se hace con las materias primas alimentarias, con las cosechas: se pueden comprar siete u ocho cosechas de arroz, poniendo sólo una fianza del 5 por ciento del valor total previsto de las cosechas.
Pondré otro ejemplo real. Hace unos años, un corte en las exportaciones de grano de Rusia, tras una sucesión de desastres naturales, permitió el surgimiento de un movimiento especulativo sobre la alimentación a escala mundial. Hubo especuladores que compraron granos a futuros de la misma manera que se compran los diez apartamentos sobre plano del ejemplo anterior. Ese mismo tipo de especulación, aplicada en esta ocasión a una pequeña constricción en la oferta de grano en el mundo, aceleró la subida del precio de los alimentos a costa del hambre de la gente y, por tanto, con las consecuencias políticas que pudieran derivarse, entre ellas las revueltas sociales.
Esto, obviamente, es indeseable, pero lo que hay que preguntarse es si se puede evitar respetando el mercado, si es posible encontrar y aplicar normas que lo impidan sin dañar su funcionamiento normal. ¿Cómo corregir un fenómeno de esa naturaleza sin regular el sistema financiero? En realidad, la corrección sería fácil y así se la propuse a Sarkozy cuando presidía el G-20, como alternativa a su variante de propuesta de la tasa Tobin, que sabía casi condenada al fracaso. El mecanismo de corrección sería imponer que los bancos centrales exigieran al comprador de futuros que afiance su compra especulativa con el 60 por ciento del valor estimado. De ese modo se acabaría con la especulación por el simple hecho lógico de que especular adelantando el 60 por ciento de la operación es mucho más arriesgado: si el mercado cae, el inversor se arruina. Con el sistema actual, los grandes especuladores saben bien que en la primera cosecha ya amortizarán todo lo invertido. Por tanto, a partir de ahí, pueden especular con tranquilidad alzando los precios de las siguientes cosechas. He aquí un mecanismo perverso que hay que corregir, imponiendo unas fianzas mucho más altas.
Uno de los mayores problemas de fondo es que el poder de los agentes financieros es, por definición, anónimo y viven en la anomia de la falta de reglas: no tienen identidad, ni nombres propios, ni domicilio conocido, no tienen normas ni límites. No se sabe quiénes son y, por lo tanto, no se les pueden pedir responsabilidades. Este hecho, sumado al de los misteriosos derivados, hace que los movimientos de capital sean imprevisibles. Imprevisibles, no contabilizables y peligrosos. Lo indignante es tener que oír después a esos grandes operadores financieros diciendo con descaro cercano al cinismo: «Ustedes no reformen nada. Ocúpense de recuperar el equilibrio de las cuentas públicas que se les ha ido de las manos, que del mercado ya nos ocupamos nosotros». Se ha perdido el equilibrio de las cuentas públicas por rescatar al sistema financiero y ahora este sistema nos afea nuestra situación, pero sin dejar de pedirnos ayuda.
Esto lleva a una conclusión triste y descorazonadora que, por lo que observo, a los ciudadanos les tiene muy desconcertados. La mayor gravedad del impacto de la crisis sobre Europa no es una imposición de los mercados; es el resultado de la necesidad de competir en un nuevo modelo económico más abierto, desprovisto de los privilegios antiguos. Sólo compitiendo y añadiendo valor económico se puede defender la identidad europea y mantener un sistema de cohesión social como el que deseamos. Pero no podremos hacerlo si no tenemos una economía que cree un excedente y permita financiar la sanidad o el sistema educativo como los que queremos disfrutar. Resulta irritante ver cómo se va consolidando la opinión ciudadana de que nos gobiernan los mercados, porque nuestros representantes transmiten la impresión de que las reformas se hacen porque así lo exigen y no porque ellos lo consideren conveniente. De ser cierto, se debería permitir que votásemos directamente a los mercados. Una vez más, conviene repetir lo obvio: si se eligen representantes políticos no es para que luego a ellos les gobiernen los mercados, sino para que sean ellos quienes gobiernen. En suma, no es para que acaben con la economía de mercado, ni siquiera con la especulación —hay mucha que forma parte indisoluble de la economía de mercado, y resulta neutra—, sino para que tomen las decisiones que deban tomar con libertad, sin coacciones.
Por definición, toda la economía es especulativa, incluso la de las familias, aunque, eso sí, en el sentido noble de la palabra «especular», que significa «efectuar operaciones comerciales o financieras, con la esperanza de obtener beneficios basados en las variaciones de los precios o de los cambios»; es decir, intentar imaginar lo que puede pasar en función de las decisiones que tú tomas. Si has tomado una decisión errónea y te has comprado en un momento equivocado un piso caro, al que luego tienes que dedicar la mitad de la renta disponible previsiblemente en los próximos años, en lugar de haber hecho un esfuerzo de ahorro y dedicar sólo un 25 por ciento de esa renta, cuando ésta sea más baja de lo esperado quedarás atrapado en la hipoteca. Eso es también especular. Especular sobre qué puede pasar contigo, con tus hijos, con tu profesión… Toda la economía se basa en especulaciones. Lo que ocurre es que la especulación familiar se parece poco a la que hacen los tiburones financieros, que proyectan una operación en un espejo cóncavo para que el espejo les devuelva su movimiento multiplicado por diez. Ésa es la especulación negativa, aunque conviene insistir en que todo es especular.
En Europa no se ha emprendido todavía ninguna de las operaciones necesarias para que la gobernanza económica prime sobre la gobernanza financiera. Resulta hoy ridículo, además de dramático, que haya operadores financieros sometidos a distintas reglas de juego según pertenezcan a cada uno de los veinte países en los que operan. ¿Cómo es posible que las reglas de juego, que el control, que los marcos reguladores, sean distintos en cada país? ¿Cómo es posible que falte la voluntad política de solucionar esto y que los lentos pasos que se dan sean por la fuerza de los hechos?
Se me podría decir que sí hay un ejemplo de voluntad reguladora, que es la Unión Bancaria Europea en marcha. Este ejemplo debería desmentir lo que digo, pero, por desgracia, no lo va a desmentir, pues Alemania ha decidido frenarlo porque su implantación supondría que sus bancos estarían sometidos a un supervisor común, equitativo con todos. Alemania no quiere que sometan a revisión a algunas de sus entidades financieras porque sabe que algunas de ellas no pasarían por un test de estrés como el que le hicieron a las Cajas de Ahorros españolas. Por tanto, Alemania quiere retener durante un tiempo el control en sus propias manos hasta que su sistema financiero esté saneado. Luego no va a haber Unión Bancaria —a la que también se oponen obviamente los británicos— en un tiempo previsible y, si la hay, será escalonándola discriminatoriamente.
Lo que está claro es que sin gobernanza económica y fiscal no puede mantenerse la Unión Monetaria europea. Ésa es la gran ventaja competitiva de Estados Unidos. De igual modo, sin solucionar la crisis de gobernanza de las democracias representativas, se convertirán en meras democracias formales, sin ninguna operatividad y, en consecuencia, injustas.
Teniendo en cuenta la fragilidad de la memoria histórica, se dirá que estos fallos de la Unión Monetaria se podrían haber previsto cuando firmamos el tratado. Naturalmente, los que lo firmamos, hace más de dos décadas, lo hicimos como «Unión Económica y Monetaria». A finales de la década de 1990, los líderes en el poder decidieron poner en marcha una peculiar Unión Monetaria con un Banco Central limitado en su papel, pero se olvidaron, o mejor no quisieron, poner en marcha la Unión Económica. El pato cojo no estaba en el tratado, lo inventaron después.
CRISIS DE GOBERNANZA DE LAS DEMOCRACIAS REPRESENTATIVAS
No podemos construir nuestro propio futuro sin ayudar a otros a construir el suyo.
BILL CLINTON (1946),
ex presidente estadounidense
Todavía estamos en una fase de exploración para averiguar qué está pasando con eso que hemos dado en llamar «crisis de gobernanza de las democracias representativas», fenómeno repleto de paradojas formidables. Para empezar, hay serios problemas de liderazgo. A escala mundial, los gobiernos no han perdido potestas —algunos sólo la hemos transferido regionalmente—, pero sí mucha autoritas. Sus competencias siguen siendo las que son, pero la autoridad para ejercerlas ante la ciudadanía haciéndolas creíbles, como categoría moral, está en evidente crisis.
Yo he vivido una interesante paradoja en los últimos años. A finales de la década de 1970 y comienzos de la de 1980 reivindiqué el papel del mercado, provocando una respuesta de rechazo en el conjunto de la izquierda. Luego reivindiqué el papel de la política, cuando empezaron a hacerse omnipresentes el «todo mercado» y el pensamiento único, pero sin dejar de reclamar también los cambios necesarios en la estructura del Estado, con lo cual provoqué un nuevo rechazo, esta vez entre los siempre entusiastas conversos a la nueva filosofía del pensamiento único, que veían la política como un estorbo, y entre los más nacionalistas, porque, en su opinión, cuestionaba la supervivencia del Estado-nación. La realidad es que mi reflexión no iba en ninguna de estas direcciones, porque considero el mercado —tan repudiado por la izquierda clásica— inseparable de la democracia, aunque la democracia pueda sucumbir a la dictadura empujada por el propio mercado, si a éste le conviene. Y porque el mercado es mucho más eficiente que el Estado en sus funciones específicas, pero es imposible, por su propia dinámica, pedirle conciencia social, que redistribuya los ingresos o que atienda a las necesidades educativas o de asistencia sanitaria con criterios de igualdad.
Desde comienzos de la década de 1990, cuando aún presidía el gobierno de España, empezaron a preocuparme los problemas de gobernanza de las democracias representativas. El impacto de la caída del muro de Berlín, la reunificación de Alemania y, sobre todo, la desaparición del bloque soviético, en una rápida sucesión de acontecimientos históricos, cambiaron la realidad geopolítica mundial. Esto estuvo acompañado, o más bien fue impulsado, por la revolución tecnológica, que en la difusión de la información fue capital. El efecto ha sido inmenso en todos los aspectos de la vida. Pues bien, el desconcierto ideológico producido por el fracaso comunista y el impacto del proceso de globalización en la política, y muy especialmente en el Estado-nación como espacio de realización de la democracia, no han tenido su correlato en unas reformas institucionales que den una nueva vigencia a los partidos políticos representativos.
El propio desarrollo de una economía global ha condicionado la soberanía que hasta ahora decidía sobre las macroeconomías nacionales. Los tiempos del desarrollo con inflación, o de los desequilibrios presupuestarios que no ponían en juego la posible quiebra del Estado, o de las políticas de sustitución de importaciones, pertenecen a una época superada. Los márgenes para las políticas macroeconómicas propias se han estrechado, y los gobiernos que se salen de ellos pagan un tributo extraordinariamente alto en los mercados globales. Los ciudadanos que acuden a las urnas en las elecciones nacionales entrevén que parte de las decisiones de gobierno ofrecidas en los programas electorales escapan a la capacidad de gestión de sus representantes, tanto en el Parlamento como en el Ejecutivo. Por si fuera poco, la saludable descentralización interna se confunde con frecuencia con la centrifugación del poder y con el cuestionamiento de la cohesión nacional. Y es más que evidente que los contenidos de las políticas concretas han cambiado. Las privatizaciones de servicios públicos considerados esenciales son algo más que una moda. El Estado se está retirando de algunas de las responsabilidades que lo definían como garante de la defensa de los intereses generales y, en particular, de los intereses de los más débiles.
Este fenómeno de debilitamiento del Estado ha sido aceptado por los ciudadanos a causa de la imagen burocrática y clientelar —cuando no corrupta— de la vieja estructura, que no ha sido sustituida por otro modelo más eficiente. Así, a la retirada del Estado de la generación directa de producto interior bruto mediante las privatizaciones de empresas públicas, ha seguido el mismo repliegue en los servicios que prestan derechos considerados hasta ahora universales e innegociables, como la educación o la sanidad. Nos encontramos con poderes públicos que han perdido el control sobre contenidos de la política que afectan a la ordenación del territorio, a la cohesión social, a la formación de capital humano, a la igualdad de oportunidades, etcétera. Y que, al carecer ya del fin que la ciudadanía les atribuye, provocan desafección y rechazo. Esto no significa que determinadas privatizaciones —la retirada del Estado de las funciones empresariales, que se realizan casi siempre con mayor eficacia y eficiencia por los actores privados, cuando se hacen adecuadamente— no comporten beneficios para la ciudadanía. Lo que se percibe como negativo en esta corriente de repliegue y retirada del Estado es su fuerte ideologización neoliberal, que considera el Estado mínimo como el paradigmático para el desarrollo de su modelo de globalización.
No me parece discutible que el Estado deje de hacer coches o pantalones vaqueros, pero empieza a plantear más que dudas su retirada de aquellos servicios que crean igualdad de oportunidades entre los ciudadanos. Me refiero a la energía, las infraestructuras, el agua o las telecomunicaciones, que pueden ser gestionadas pública o privadamente, pero que tendrán una incidencia sustancial en las oportunidades de los ciudadanos. Si estos servicios son privatizados, el criterio de la optimización del beneficio no puede imponerse a la consideración de servicio público, y por tanto su privatización debe ser compatible con un marco regulador que garantice su prestación para satisfacción de los ciudadanos y no sólo de los accionistas.
Cuando llegué al gobierno e inicié un proceso de venta y de privatización de grandes empresas públicas, sólo hice una nacionalización, la de la red eléctrica de alta tensión, que sigue siendo una empresa pública. Y ello porque esta red garantizaba que la energía que llegaba a un pueblo aislado tendría el mismo coste para el usuario que la energía del que vive en el centro de una gran ciudad. Es evidente que si se distribuye energía en una gran concentración de población, el coste unitario disminuye, pero mi decisión quería garantizar igualdad de oportunidades en la disponibilidad de energía en el conjunto del territorio.
Si esta misma consideración se hace respecto a la educación o la sanidad, que son derechos básicos, la retirada estatal provoca situaciones mucho más graves. Es imposible imaginar que esos derechos de acceso universal puedan ser satisfechos por intereses privados que se rigen por la lógica de la optimización del beneficio.
Pero la degradación de la política está llegando al extremo de abandonar incluso las funciones que se le otorgaban en la democracia liberal originaria. Así, se privatizan, entre otras cosas, las tareas de seguridad o la vigilancia de las cárceles, dejando al Estado al margen de sus responsabilidades. Los atentados del 11-S, por ejemplo, pusieron al descubierto esta absurda deriva en la seguridad aeroportuaria. Estamos ante un fenómeno histórico de grandes dimensiones que necesitamos analizar con rigor para redefinir el papel del Estado-nación, su articulación representativa a través de los partidos políticos y el reparto funcional de sus responsabilidades, tanto en los niveles territoriales como en los que afectan a la división de poderes.
Es cierto que problemas como la financiación de los partidos políticos, la transparencia en su funcionamiento, la corrupción y otros asuntos parecidos están en la base de la imagen degradada de la política ante la ciudadanía. Por eso hay que corregirlos, a la vez que se recuerda que, como decía George Bernard Shaw: «No es cierto que el poder corrompa; lo que ocurre es que hay políticos que corrompen al poder». Pero aun así me parece que el primer ejercicio debe encaminarse al análisis de las funciones del propio Estado-nación y de la política en la nueva era de la información o postindustrial que ya ha comenzado.
Este análisis, a su vez, debe enmarcarse en otro aún más amplio. Si la política es el arte de gobernar el espacio público que se comparte, con ideas plurales, identidades diversas e intereses contrapuestos, es imprescindible comprender que este espacio se proyecta en lo local y en lo global. Vale decir en lo intranacional y en lo supranacional. Estos desafíos de gobernanza van a condicionar el futuro de la acción política en todas sus manifestaciones. Estamos viviendo en cuatro espacios públicos relevantes: el local interno, el del Estado nacional clásico, el regional supranacional y el global —Cantabria, España, Europa y el mundo—, pero la política se sigue realizando, en el mejor de los casos, sólo en los dos primeros, mientras que los otros dos, cada vez más decisivos para la vida de los ciudadanos, escapan al control de sus representantes. Por tanto, tenemos la obligación de repensar las formas de hacer política, la función y la organización de los partidos como instrumentos para su desarrollo, y los modelos institucionales que permitan la gobernanza en este nuevo contexto.
En la crisis de gobernanza actual hay, como siempre, líderes políticos que sólo quieren ganar y líderes que quieren hacer algo. También hay otros, como Barack Obama, que además de ganar quieren hacer, pero que, aun definiendo bien lo que quieren hacer, acaban ejecutándolo mal. Eso ocurre porque han perdido el poder real. Estoy convencido de que el gran problema de los primeros cuatro años de gobierno de Obama fue que sus márgenes para hacer reformas casi habían desaparecido. No tiene menos poder formal como presidente de Estados Unidos que el que tuviera el anterior o el anterior al anterior, pero en términos de poder real, de autoridad para ejercerlo, no parece que sea el mismo. Cuando arrancó su mandato, fue requerido, como los presidentes de todos los gobiernos europeos, para salvar al sistema financiero en crisis por sus propios errores. No de los errores de los demás, sino de los suyos propios. No obstante, una vez hecha la operación de salvamento con ingentes recursos públicos —es decir, con dinero del contribuyente—, ya no le dejaron que interfiera en ningún tipo de reforma para tratar de evitar la siguiente crisis del sistema. Ahí está su pérdida de poder, que también queda reflejada, entre otros ejemplos posibles, en sus difíciles intentos de reforma del sistema sanitario o en la cuestión de Guantánamo. Y eso es algo que no sólo le afecta a él, sino también a todos los presidentes de las democracias representativas, lo cual nos deja una vez más a las claras que, además de querer hacer, hay que tener capacidad para tomar decisiones. Esta capacidad no debe confundirse con la de hacer leyes, porque el poder normativo es muestra muchas veces de la imposibilidad de poder tomar decisiones reales.
Los presupuestos de un Estado sí que demuestran más claramente el poder, porque muestran las prioridades. A qué se quiere dedicar el dinero. Pero ¿quién elabora esos presupuestos?, ¿quién los gestiona?, ¿quién dicta las prioridades? Hay un fenómeno curioso, del que ya se ha hablado mucho. El anterior primer ministro de Grecia era el ex vicepresidente del Banco Central Europeo, Lukás Papadimos. Mario Draghi, el actual presidente del Banco Central Europeo, fue vicepresidente para Europa del tambaleante banco de inversión y luego comercial Goldman Sachs, es decir, un representante puro de los de «la pasta por la pasta». Y en el currículum vitae del ministro de Economía y Competitividad español Luis de Guindos se lee que fue presidente ejecutivo para España y Portugal del quebrado banco de inversión Lehman Brothers. Los que se han hecho cargo de controlar la implosión del sistema financiero estadounidense proceden de Wall Street, epicentro de ese estallido. En otras palabras, los zorros se están encargando del gallinero. ¿No es algo paradójico?