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Una salida liderada de la crisis
Esta crisis es una oportunidad extraordinaria para arreglar todo lo que hemos hecho mal y para un nuevo proceso que lleve a la creación de un nuevo sistema económico internacional.
LUIZ INÁCIO «LULA» DA SILVA (1945),
político brasileño
De momento, sólo se está respondiendo a los efectos de la crisis, pero sin atacar las causas, lo cual impide que el modelo que está rigiendo el mundo, tanto política como económica y socialmente, avance.
Ya he dicho que la globalización crea más riqueza de la que destruye, pero en todos los casos genera mayor desigualdad en el reparto del ingreso. En la situación actual de crisis, un buen número de países que llamamos emergentes han crecido; y otros, desarrollados, han contraído su economía. Veamos los casos de Brasil y de España.
En Brasil ha aumentado la riqueza, incluso en el período de la gran crisis financiera global y han salido de la pobreza, y de la marginalidad, decenas de millones de personas. Sin embargo, las fuertes movilizaciones sociales están denunciando la desigualdad en el reparto del excedente que se ha creado, reivindicando más atención sanitaria, más educación y mejores prioridades en el gasto del Estado. Los marginados que han entrado en el sistema, adquiriendo conciencia ciudadana, denuncian la desigualdad.
En España, tras los años de «bonanza», la crisis ha revelado una enorme desigualdad en el reparto de los sacrificios. ¿Imaginan que la diferencia de 4.000 millones de euros —menos de medio punto en el PIB— haya generado una catástrofe tan grande en el empleo, en la sanidad, en la educación o en el sistema de pensiones? No quiero decir que los efectos no sean muy generalizados, sino que mucha gente ha perdido casi todo, un número bastante menor está más o menos igual, y algunos se han beneficiado de la crisis.
El gran error de Occidente es haberse deslizado hacia la financiarización de la economía, de tal manera que se ha abandonado la economía orientada al ser humano, la economía real, la economía productiva, para darle una importancia desmedida a la economía financiera. Además, curiosamente, esta financiarización de la economía sigue sin resolver uno de sus propios cometidos. Hay muchas actividades económicas viables que están profundamente alteradas, incluso arruinadas, por el efecto distorsionante de la economía financiera. Esto acelera la crisis de gobernanza por los efectos económicos, por los efectos en el empleo y por las consecuencias sociales de la crisis.
Pero cuando se dice que nadie ofrece alternativas, es verdad. La calle tampoco, porque no las puede ofrecer. La alternativa de la calle es de mera resistencia y se concentra en movimientos que responden a objetivos múltiples. En España hemos visto mareas «verdes», «blancas», etcétera, definiendo objetivos defensivos contra los recortes y/o las privatizaciones, contra los desahucios, contra la marginación de los discapacitados. Como cada uno tiene su propio objetivo único, la suma de todos no da un cuadro de gobernanza, se produce como una denuncia polifónica de los efectos de una crisis profunda que ha separado la economía real de la economía financiera, que sigue por su cuenta.
En los capítulos anteriores he mencionado repetidamente la necesidad de cambiar de modelo, de que es una crisis sistémica sin alternativa de sistema, pero lo que aún no está claro es en qué podría consistir ese nuevo modelo, y en ello quiero avanzar ahora.
LAS GRANDES LÍNEAS DE UN NUEVO MODELO
Sólo una crisis —real o percibida— da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente.
MILTON FRIEDMAN (1912-2006),
economista estadounidense
Camino del sexto año de crisis, la perspectiva nos lleva a pensar en la famosa «década perdida» de América Latina en la década de 1980. La cita de Friedman, paradójicamente, nos lleva a considerar que esta crisis, que él no llegó a vivir, fue la consecuencia del triunfo de su modelo a partir de la década de 1980. Pero las ideas que él dice que flotan en el ambiente son aún confusas y contradictorias, por eso vemos a los protagonistas del desastre en la sala de mandos.
A estas alturas se tiende a olvidar que el origen de todo estuvo, como he dicho, en la implosión de un sistema financiero no regulado y sometido a los dictados de una sofisticada ingeniería financiera cargada de humo, sin relación alguna con la economía productiva. El estallido de esa inmensa burbuja especulativa arrastró a la economía real a una recesión mundial, especialmente grave en los países centrales, como epicentro que eran y que siguen siendo de este disparatado sistema.
Hasta ahora sólo se ha hecho frente a la situación de la deuda soberana derivada de la implosión financiera como un problema de solvencia, que inicialmente no existía, cuando lo más grave era entonces, y es aún ahora, la falta de liquidez que generó, imprescindible para el crecimiento económico susceptible de crear empleo. Cuando España entró en crisis, tenía un 37 por ciento de deuda sobre el producto bruto y un superávit presupuestario del 2 por ciento. Alemania tenía el 87 por ciento y un déficit de más de tres puntos. Con ese 37 por ciento de deuda pública, España no tenía un problema de solvencia derivado de sus cuentas públicas, aunque familias y empresas hubieran llegado a un nivel excesivo de endeudamiento. Ahora, después de las medidas de rescate y de la contracción derivada de las políticas austericidas, empieza a tener un problema de riesgo porque la deuda pública avanza hacia el 100 por ciento del PIB y la privada no disminuye.
La austeridad como única receta es un error de estrategia —en particular en la zona euro— que está contrayendo dramáticamente la economía y agravando la crisis de la deuda, al tiempo que nos hace olvidar la causa original y, por tanto, que no actuemos sobre ella. Además, este enfoque erróneo está poniendo en cuestión y provocando la fractura de la cohesión social que definió la época de reconstrucción y desarrollo europeos tras la Segunda Guerra Mundial. En realidad, todo es una gran paradoja: el modelo triunfante del neoconservadurismo desregulador iniciado en los pasados años ochenta ha dominado el escenario de la globalización hasta el estallido de 2008 y, como respuesta, la misma corriente ideológica, mayoritaria hoy en Europa, se olvida de las causas de la crisis y centra la estrategia en las consecuencias, confundiendo la enfermedad con sus síntomas. Mientras tanto, las fuerzas representativas del centroizquierda progresista se sienten arrinconadas, a la defensiva en la Unión Europea y acosadas por la presión de la derecha más extrema en Estados Unidos.
Comparto con los liberales la idea de que la política debe facilitar las condiciones adecuadas para el crecimiento. Por el contrario, no comparto con ellos la concepción de que todo lo demás —el reparto del excedente que se cree— vendrá por sí solo, por simple acumulación. Es una visión fundamentalista del capitalismo liberal, que lo libra todo al mercado. Pero tal cosa nunca ha ocurrido, ni ocurrirá. Por eso defiendo el camino de la economía social de mercado, no sólo por el imperativo moral de la equidad o por el impulso solidario que está en la base de la socialdemocracia, sino porque es económicamente más eficiente que el modelo que estamos viviendo.
La sociedad no aguantará permanentemente un desarrollo que suponga un incremento de las distancias y los desequilibrios sociales. Si alguien persiste de forma egoísta en este tipo de crecimiento sin redistribución, pondrá en crisis el modelo —el suyo propio— y abrirá la puerta a cualquier demagogo populista o salvador de la patria dispuesto a demolerlo por la vía rápida.
En realidad, como he dicho al final del capítulo anterior, hay dos enfoques dominantes que aceptan que el mercado atribuye los recursos mejor que una economía en exceso intervenida. Para el modelo neoconservador, lo que hay que hacer es dejar que funcione el mercado libremente, sin reglas, que acumule la suficiente riqueza para que esa acumulación llegue, por desbordamiento, a la ciudadanía. En este diseño, los problemas de la pobreza o la marginalidad o la equidad se contemplan sólo como problemas morales —que también lo son—, mientras que el de crecimiento es de eficiencia económica. Por tanto, contraponen dos ideas: por un lado, está la eficiencia —es decir, políticas económicas capaces de hacer crecer a la economía—, y, por otro, un problema moral relativo a la equidad: ¿cómo conseguir que esa riqueza no deje en la cuneta a la gente? La propia izquierda lo formula con frecuencia en estos términos. Pero el fallo está en que el modelo es erróneo en su base.
El modelo más eficiente es el que crece y, a la vez, redistribuye el excedente o el ingreso. Obviamente, el que tenga moral añadirá esta razón a la política redistributiva, mientras que el que no la tenga, lo debería hacer por razones de eficiencia. No podemos confiar en que todos —ni siquiera la mayoría— sean caritativos, pero sí en que todos busquen beneficiarse del crecimiento. En la situación que sufrimos en España, el paro no es sólo un clamoroso drama social, sino un inmenso fracaso económico.
Los errores en el enfoque de la crisis están haciendo crecer el nacionalismo antieuropeísta, ese virus destructor de Europa tan virulento a lo largo del siglo XX. De nuevo surge la misma paradoja: el error en las propuestas de gobernanza económica europea —que es imprescindible para el funcionamiento de la Unión Monetaria— incentiva y acelera las pulsiones nacionalistas en todos los rincones del continente. Una mezcla explosiva que introduce más confusión en la ciudadanía, que ve a sus gobiernos inermes ante la hegemonía de los mercados e inertes ante los sucesivos embates de los particularismos nacionalistas.
En estas circunstancias, necesitamos más que nunca una propuesta europeísta liderada por la socialdemocracia que, desde un pensamiento renovado, sea capaz de comprender las implicaciones del cambio que vivimos a nivel global. No un proyecto meramente defensivo de lo conseguido hasta ahora y hoy en peligro, de aquello que conformó ese modelo al que el brasileño Lula, desde la periferia, definió como «patrimonio democrático de la humanidad», pero que tampoco caiga en la mera denuncia sin alternativa del pensamiento neoconservador que nos llevó a la crisis.
Europa, en la globalización, no tiene otro camino que más Europa, más soberanía compartida para avanzar en la gobernanza económica de la Unión y en su proyección hacia el exterior. Este impulso debería excluir de nuestra agenda las tentaciones nacionalistas y proteccionistas que persiguen réditos políticos a corto plazo. Mas este impulso hacia una mayor integración europea no puede formularse desde una estrategia equivocada como la que domina la realidad actual, provocando la desesperanza ciudadana ante la contracción de la economía, el desbocado aumento del paro y la liquidación de las redes de cohesión y solidaridad. No se puede seguir pidiendo sacrificios reales y ofreciendo esperanzas inciertas que nadie cree.
Ésta es, pues, la oportunidad para una opción renovada de doble sesgo socialdemócrata y europeísta. Necesitamos equilibrar nuestras cuentas públicas, controlar los déficits excesivos y la deuda creciente. Pero no necesitamos una terapia brutal que olvide la necesidad de crecer, crear empleo y recuperar solvencia. Los únicos países que pueden pagar sus deudas son los que crecen y generan riqueza. Necesitamos liquidez para que el crédito llegue a la economía productiva y haya crecimiento y empleo. Podemos y debemos activar el Banco y el Fondo Europeo de Inversiones y convocar a los que quieran participar con sus excedentes de ahorro —como China, otros países emergentes o fondos de particulares— en un gran fondo de inversión en las infraestructuras pendientes: energéticas, de redes, de autopistas del mar… que impulsen la modernización y el crecimiento generador de empleo en Europa.
Pero hay que insistir en que no se debe seguir obviando el origen de la crisis. La habilidad neoconservadora —al igual que la de los actores financieros y de las agencias de calificación— consiste en hacernos olvidar las correcciones de fondo que necesita el modelo de economía financiera desregulada y llena de humo que nos llevó a esta catástrofe. Los gobiernos están condicionados obsesivamente por las primas de riesgo y las valoraciones de las agencias —sin legitimidad alguna, ni de origen ni de ejercicio—, atrapados en una especie de lucha por la supervivencia cotidiana que les distrae de las causas de fondo que provocaron la situación actual. Y, como hemos visto, ni siquiera se consigue el consenso mínimo para imponer una tasa a las transacciones financieras.
Además, la izquierda tiene que proponer —sin miedo ni complejos— las reformas estructurales que se necesitan para avanzar hacia una economía altamente competitiva, que premie la productividad por hora de trabajo, la excelencia del producto final, la innovación, el talento y el espíritu emprendedor. Un modelo sostenible económica y medioambientalmente, que sea válido para competir en una economía globalizada que hoy por hoy nos está marginando. Sólo así podremos añadir el valor suficiente para defender —a la ofensiva— la cohesión social que nos identifica, sosteniendo y mejorando si es posible un sistema sanitario público, una educación y una formación profesional de calidad, que nos permitan llegar a todos, igualar oportunidades y competir con ventaja.
Si queremos que haya una alternativa de izquierda mayoritaria, que incluya al centro del espectro sociopolítico, a los jóvenes y a los mayores, tenemos que utilizar nuestros valores para aplicarlos a la nueva realidad. Nosotros, los socialistas españoles, lo hicimos en los años ochenta, antes de que otros hablaran de «terceras vías» para la socialdemocracia. La sociedad nos entendió y nos apoyó. Una vez más tengo que recordar que la izquierda no puede cometer el error de confundir los instrumentos con los fines, ni la ideología con el ropaje vacío de ideas con que se encubren algunos. En cada época histórica hay que saber renovar las ideas y los instrumentos para ser fieles a los valores de solidaridad y libertad que nos impulsan.
Si me preguntaran cuál es en última instancia la salida de la crisis de fondo —no ya la de gobernanza europea, sino la que empezó siendo financiera, después pasó a ser económico-social y ahora es política—, yo respondería que el futuro para un país como el nuestro depende de cómo aprovechemos el capital humano y la creatividad que tenemos. Por tanto, en España, lo primero que habría que hacer sería tratar de dar solución a la tragedia de que haya un 57 por ciento de jóvenes sin empleo en una sociedad que aumenta la esperanza de vida y que, por lo tanto, necesita ese capital humano. A medio y largo plazo, no hay otra salida de la crisis que no sea ésa, aunque haya que atender en lo inmediato la crisis del sistema financiero, diagnosticar y sanear la crisis global que produjo esa implosión —pero que venía de atrás en la economía—, detener y revertir la destrucción masiva de empleo, regularizar y racionalizar el rescate de los bancos, vigilar el crecimiento de la deuda…
Me resulta difícil evitar, aunque sea mal comprendido, una reflexión que tiene que ver con nuestra demografía, semejante a la de casi toda Europa. Con el desempleo de los jóvenes convive un crecimiento de la esperanza de vida de los mayores. Menos jóvenes y con poco empleo deben sostener una pirámide que se va invirtiendo por arriba y creando serias dudas sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones. Si a esto unimos la necesidad de aumentar nuestra capacidad de competir en la economía global, nos encontramos en una situación compleja y, con frecuencia, contradictoria. Si optáramos por abrir espacio a los jóvenes sin empleo, con jubilaciones anticipadas, por ejemplo, el peso de la pirámide sería mayor por arriba. Si optáramos por aumentar la edad de jubilación para hacer más sostenible esta demografía, las oportunidades de recuperar empleo para los jóvenes disminuiría. Por tanto, la única respuesta es distribuir el trabajo disponible, con más vida activa por arriba y más trabajo para los jóvenes. Como necesitamos mantener, ya lo he dicho, la competitividad, habría que diseñar el sistema retributivo por horas y productividad, con mayor flexibilidad. O sea, si adelantamos la jubilación hacemos menos sostenible el sistema habida cuenta el incremento de la esperanza de vida. Si la atrasamos, manteniendo el sistema actual, quitaremos oportunidades a los jóvenes y desaprovecharemos su capital humano. Sólo nos queda repensar a fondo este sistema que crea injusticia por ambas partes de la pirámide.
Desde la Gran Depresión, desde la década de 1930, no hemos vivido una situación tan complicada. Yo creo que es incluso más compleja que la crisis de los años treinta. En mitad de la Gran Depresión, cuando no había dinero para nada, cuando la ruina fue pública y privada, Einstein planteó: «Bueno, si no tenemos dinero siquiera para la investigación básica, estimulemos la creatividad, que cuesta menos dinero o, incluso, a veces, no cuesta nada». En la llamada sociedad del conocimiento, la variable estratégica —en particular para un país pobre de recursos naturales como el nuestro, pero en general para cualquier otro, incluso de tantos recursos como Colombia— es el factor humano. El gran capital de una sociedad es su gente. Pero para que ese capital, en el sentido más noble de la expresión, se desarrolle plenamente tiene que tener un buen nivel de formación, un buen estímulo a la creatividad, a la innovación, y ha de estar ocupado. Pues bien, la tragedia actual es que lo que menos aprovechamos y lo que más destruimos de todo es el capital humano, cuya poda —que está siendo salvaje— suscita, en general, menos contestación social que otro tipo de recortes. Por tanto, estamos descapitalizando al país de la única variable estratégica de la que disponemos.
A pesar de la tentación del pesimismo, hay que volver a insistir en que nunca dispusimos de más instrumentos tecnológicos para dar respuesta a los problemas reales de los seres humanos. Podemos comprender el desafío y disponemos de los instrumentos, pero lo que falta es la voluntad. El pesimismo es el que afecta a la voluntad. El optimismo puede ser el de la inteligencia. Al contrario de la visión de Gramsci respecto a la revolución comunista. Se necesita una fuerza movilizadora; es decir, se necesita un verdadero liderazgo en acción.
MENOS «THINK TANK» Y MÁS «ACTION TANK»
Todos los hombres de acción han sido y son también soñadores.
JAMES E. HUNEKER
(1857-1921),
libretista y compositor estadounidense
En este mundo occidental en decadencia, hay probablemente un exceso de think tank y un déficit de action tank, demasiado estudio —que tiende a servir al que lo paga— y poca acción. Así pues, probablemente, tenga cierto sentido pasar de las musas al teatro y decir algo que agite las conciencias; tocar el tambor para ver quién escucha, aunque, hay que reconocerlo, a veces el esfuerzo puede conducir a la melancolía.
Con frecuencia me pregunto si no estamos perdiendo el tiempo, porque la sociedad está necesitando dramáticamente hacerse preguntas inteligentes para saber qué pasa, no sólo reaccionar a las consecuencias. El think tank por sí mismo, dentro del sistema, no está produciendo resultados. Por eso hablo de action tank, porque pensar desde dentro del sistema sin la capacidad para romper las barreras que él se ha puesto a sí mismo es casi burocratizar el pensamiento; es tanto como tratar de buscar la respuesta a un problema sistémico dentro de un sistema cerrado, con reglas que se pretenden inamovibles… como tratar de arreglarnos el traje desgarrado desde dentro, sin quitárnoslo.
Es lo que ocurre en las instituciones de la Unión Europea. Pasan los años, se comienza a reconocer que se está fracasando, pero todos mantienen el discurso como si no hubiera tal fracaso. No es porque les falte esfuerzo de pensamiento para justificar lo que hacen. Lo que les falta es valentía para reconocer que se han equivocado en esto o aquello otro, y que hay que corregirlo. Por eso continúa sonando, monótono y repetitivo, el mismo mantra de siempre.
Lo que estamos haciendo no funciona. Por tanto, hay que salirse fuera y rectificar a fondo. Por ejemplo, mantengamos un cierto nivel de austeridad para hacer sostenible el sistema recuperando a medio plazo el equilibrio de las cuentas públicas, pero vamos a estimular la economía mejorando sobre todo la capacidad de utilización del capital humano. Para hacer algo distinto y que sea creíble, hay que reconocer los errores y eso no está en el mandato genético del pensamiento burocrático dominante. No podemos imaginar a los líderes de la Unión Europea diciendo que los rescates a Grecia o a Portugal han empeorado las cosas en esos países, que han hecho más difícil la salida. Lo mismo podríamos decir del rescate de «bajo coste» aplicado a España: insisten en más de lo mismo; afirman que está dando resultado pero que hay que esperar y «profundizar» en las reformas. Como los galgos que corren detrás de esa liebre mecánica, nuestros gobernantes nunca llegan a ella y se van agotando cada día más.
En las sociedades desarrolladas tenemos un problema de liderazgo y, como he señalado antes, se comienza a percibir una cierta fascinación por el mandarinato chino. Se oye decir: «Si los chinos pueden tomar decisiones a medio y a largo plazo, si pueden planear la construcción de ciudades de diez, doce o veinte millones de habitantes, o de veinte centrales nucleares, ¿cómo es posible que no se puedan tomar decisiones de medio y largo plazo en California para resolver los problemas energéticos o los de la deuda pública, siendo el Estado más rico del mundo en términos de producto per cápita y el más avanzado desde el punto de vista tecnológico?»; o «¿Por qué Europa no es capaz de ponerse de acuerdo para hacer coherente su política monetaria con su política económica, fiscal o bancaria?». Pues la verdad es que es así. Ya pueden discutirlo en los foros que quieran con quienes quieran, que al final no se avanza en serio.
Hay una grave crisis de liderazgo en las sociedades democráticas desarrolladas. Pero, paradójicamente, esta crisis de liderazgo no proviene de la falta de líderes. No es sólo ese el problema.
Ha habido una enorme evolución —por lo demás, muy interesante— que se manifiesta en los factores que ya he comentado antes: crisis del Estado-nación, en su doble dimensión, de intranacionalidad y de supranacionalidad; desafíos globales que se afrontan desde ámbitos locales, y también crisis en la redistribución del poder que no se efectúa sólo entre los responsables políticos de las democracias representativas, sino hacia nuevos actores en la sociedad, como ocurre con el insólito poder de las agencias de calificación o el de los agentes financieros. Por eso oímos constantemente a los responsables electos de los gobiernos democráticos hablar a los ciudadanos de las «exigencias de los mercados» como razón fundamental del incumplimiento de sus programas electorales o de las medidas de recorte de la cohesión social.
Así que ahora estamos empezando a discutir acerca de un futuro que ya ha pasado. Creo que, justo cuando estamos comenzando a vislumbrar la posibilidad de que el mundo esté cambiando, resulta que tenemos que reconocer que el mundo ya ha cambiado, e irreversiblemente. Por tanto, no estaría mal que hubiera una propuesta, aunque no la veamos en el horizonte actual.
La situación entraña una evidente crisis de liderazgo en una parte del mundo, mientras que, en otra, se alzan las tentaciones de lo que Fernando Henrique Cardoso ha llamado «utopías regresivas». Algunas de las más notables y de las más sonoras son fácilmente identificables por todos, como el chavismo venezolano: alternativas de sistema llenas de retórica, no reales, que son ya auténticos fracasos históricos. No son utopías, aunque sí son regresivas. Recordemos que, como avisaba sabiamente el escritor Albert Camus: «La tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre los defectos de los demócratas». Vale aplicar esta misma ley a las utopías regresivas y a las democracias populistas.
Pero también se cae en otra tentación tanto o más peligrosa, cual es la de decir constante e irritantemente que lo que debe hacerse en la gestión de esta crisis es recuperar la senda de la prosperidad perdida: volver al camino del que nos hemos desviado. Tantas veces como se diga esto habrá que puntualizar que fue precisamente ese camino el que nos llevó a la crisis.
Por tanto, estamos —lo diré una vez más— ante una crisis sistémica en una economía globalizada que no va a dejar de serlo aunque haya reacciones más o menos proteccionistas de sesgo nacionalista. Pero si no hay alternativas de sistema, e incluso yo diría que no las hay, ¡por fortuna!, tenemos por delante una tarea en cierto modo keynesiana, aunque no ya por su orientación, sino por la necesidad de reformar a fondo el funcionamiento del sistema para salvarlo de sí mismo. Y ahí es donde faltan liderazgo e ideas en acción. Nos enfrentamos a desafíos que son dramáticos por su magnitud, pero realmente apasionantes por lo que se puede hacer.
Estamos en un mundo que ya ha cambiado una parte sustancial de sus parámetros históricos, pero que sigue siendo cambiante. Por eso, además de hacer más action tank, deberíamos confrontar las ideas con esa parte del planeta emergente o reemergente del que hablamos desde nuestra óptica civilizadora y conceptual —ya submergente—, y prestar atención a cómo perciben ellos la realidad. No tanto a cómo la percibimos nosotros, ni a cómo creemos que ellos la perciben, sino a cómo lo hacen realmente. No estaría nada mal analizar su actitud ante la Organización Mundial del Comercio, las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional y otros tantos organismos internacionales, porque ésta revela no sólo sus intereses, sino sus propias pautas culturales que todavía no somos capaces de entender y que seguimos malinterpretando. No nos apeamos de nuestra visión del mundo girando en torno a nuestra —ya perdida— centralidad.
Es una costumbre muy europea y muy occidental. Sólo conocemos el islam y su evolución por los estudios —algunos magníficos, eso sí— que han hecho autores occidentales, sobre todo británicos, pero nunca se nos ocurre ver si hay alguno entre ellos que hable de la evolución y de las contradicciones que viven. Lo mismo nos ocurre con nuestra visión de China, de la India o del continente asiático en su conjunto. Seguimos viendo el mundo desde una visión occidental, aun reconociendo que ha cambiado y que Europa está retrasada en la respuesta a la crisis y en las reformas estructurales planteadas, que —insisto en ello— tienen que hacerse sí o sí. Y cuanto más se tarde en hacerlas, más oportunidades se perderán.
Necesitamos diálogo, en el sentido más riguroso del término. Diálogo que nos permita comprender el logos de los otros y valorarlo, para poder expresar el nuestro sin arrogancia. Y, en la medida de lo posible, necesitamos compartir resultados, intercambiar percepciones de la nueva realidad para enriquecer las respuestas.
Creo que la inteligencia nos permite percibir con claridad los desafíos que tenemos por delante, pero, como he dicho antes, no hay voluntad ni liderazgo compartido para hacer lo que hay que hacer en las reformas que son inevitables. Eludimos la cuestión mediante discursos más bien populistas, de uno u otro signo, que no nos están permitiendo avanzar. Estamos olvidando que el que no aplica un remedio está, en realidad, agravando su problema, mientras que, muchas veces, el que tropieza y no cae, avanza camino, como recordaba en los años treinta del siglo pasado Fernando de los Ríos, citando a los manijeros de su tierra, ante la pregunta sobre el voto femenino, que planteó dudas sobre los resultados de las siguientes elecciones.
Lo único claro es que esta crisis tiene solución. Podría suceder que nos permitiera avanzar en el sentido de una mayor coordinación y armonización de la política económica europea. De hecho, lenta y tímidamente, eso ya está sucediendo. Se suele decir que Europa siempre se ha movido a golpe de crisis. No es evidente, pero, pese a todo, Europa ha avanzado en la gobernanza económica más de lo que se pretendía antes de la crisis. En fin, no sé si habrá que esperar a otro baquetazo para avanzar más hacia una Unión Económica y Monetaria eficientes. En todo caso, se empiezan a dar pasos y creo que los responsables europeos son conscientes de esta realidad. No obstante, soy más pesimista respecto a la posibilidad de compartir soberanías para avanzar seriamente en el modelo de gobernanza que necesitamos.
Las reformas estructurales que necesitamos en la Unión Europea nos exigen compartir soberanía, no ceder la propia a otros poderes nacionales, sino articular el proceso de toma de decisiones en órganos que nos representen a todos. Para ello se han de superar pulsiones nacionalistas disgregadoras que están tomando fuerza y también argumentos que tratan de eximir nuestra responsabilidad. No puede haber transferencias de soberanía sin cuidar la legitimidad democrática. Nadie debe tomar decisiones que afecten a nuestras vidas, si no nos representan.
Por eso sorprende oír a los líderes responsabilizar a «Bruselas» de decisiones que han de tomar ellos o que han sido compartidas por ellos en las instituciones comunes. Cuando en el país propio se expresa la queja de la imposición, cuando allí, en los foros correspondientes, no se ha expresado el rechazo y se ha compartido la decisión, se pierde legitimidad. Cuando se pertenece al claustro de profesores, luego no se puede aducir que el maestro nos tiene manía y por eso nos suspende en los exámenes y nos impone deberes. ¡Haber protestado en el propio claustro! En esto el caso de Chipre es paradigmático. Desde el gobierno español, como desde otros, se criticó el error cometido con Chipre, pero la resolución que condujo a ese dramático error fue una resolución unánime del Consejo de Asuntos Económicos del Eurogrupo. Haciendo esa corrección, estaremos avanzando hacia la coordinación de las políticas económicas.
Asimismo, necesitamos avanzar hacia un mayor grado de unión política, aunque es obvio que, mientras la Unión Europea gestione sólo el 1 por ciento del producto interior bruto conjunto, es difícil que sea ambiciosa a la hora de diseñar sus políticas interna, exterior y de seguridad. Tomemos sólo un elemento de comparación para saber si es relevante o no un poder europeo en el mundo. Hablo numéricamente, y no quiero que se establezca una comparación lineal. Frente al 1 por ciento del que dispone la Unión Europea para actuar, Estados Unidos, en este momento, debe de tener federalizado el 24 por ciento aproximadamente del producto bruto. Entonces, el margen de actuación del gobierno federal de Estados Unidos es radicalmente diferente en su relevancia para sus ciudadanos y para el mundo del de la Unión Europea.
Estoy convencido de que en Europa vamos a avanzar inevitablemente a golpe de crisis. Ojalá sea esta vez cuando se produzcan los pasos decisivos y no esperemos a la siguiente situación de aún mayor dificultad. Pero que quede claro: por supuesto que vamos a salir de la crisis. El peor escenario que contemplo es el que podríamos calificar, salvando las distancias, de «a la japonesa». Eso sí que me preocupa, porque Japón no es un país menor, aunque ahora nadie mire, erróneamente, hacia él, pese a su enorme cantidad de ahorro. Japón lleva más de tres lustros sin salir de la crisis. Baja, sube, baja, sube… A Europa le amenaza ese mismo riesgo de subirse a una montaña rusa justo cuando acaba de salir de un mareante casino financiero. Ahora Japón ha decidido tomar medidas cambiarias e inyectar liquidez al sistema, con lo que la economía japonesa está reaccionando. ¿Y si la Unión Europea hiciera lo mismo y, en lugar de devaluar a través de los salarios y el empleo, devaluara la moneda?
Se apeló a la política para que salvara al sistema financiero de la crisis que había provocado. Sin embargo, no resulta difícil pronosticar que de nuevo se la intentará apartar a la hora de reformarlo y de evitar que caiga en los mismos errores que ya ha cometido. Eso es lo que está ocurriendo y ésa es mi principal preocupación. Líderes políticos arrinconados por la deuda y la prima de riesgo que tienen que centrar sus esfuerzos en los efectos de la crisis que provocó la implosión del sistema financiero e incapaces de hacer las reformas que eviten que se repita.
Pero toda crisis, por definición y casi por etimología, encierra una oportunidad. Y hay que aprovecharla.
LA CRISIS VISTA COMO OPORTUNIDAD
La excelencia de un líder se mide por la capacidad para transformar los problemas en oportunidades.
PETER DRUCKER (1909-2005), escritor y consultor
de empresas austro-estadounidense
Para nuestra cultura, legataria de Grecia y Roma, «crisis» significa ruptura, el punto de inflexión de un proceso cualquiera, sea éste, por ejemplo, una enfermedad o un fallo del sistema. En el diccionario de la Real Academia la palabra «crisis» tiene diversas acepciones, desde la de «cambio brusco en el curso de una enfermedad» para mejorar o empeorar, hasta «situación dificultosa o complicada». En todo caso, el concepto entraña un elemento de gravedad que altera inevitablemente el curso normal de los acontecimientos. Sin embargo, en el chino mandarín la palabra se representa con dos ideogramas, los que expresan las ideas de «peligro» y de «oportunidad». De tal modo que aglutina las ideas de riesgo y de oportunidad que encierra toda crisis. Los chinos entienden que toda crisis abre nuevos espacios que pueden ser aprovechados de manera positiva, percepción que es coherente con su fenomenología de las prácticas históricas adquiridas, fundamento de su filosofía de la vida desde Confucio.
En el momento histórico actual, como ya he dicho, vivimos una crisis de dimensión semejante a la del paso de la Edad Media al Renacimiento o de la sociedad rural y artesanal a la sociedad industrial. La diferencia no creo que esté en su calado histórico —que será semejante o mayor—, sino en el ritmo de los acontecimientos. Estamos dejando atrás la sociedad industrial clásica, que nos ha acompañado en los últimos dos siglos, y hemos entrado vertiginosamente —casi en aluvión— en la que de momento se suele llamar «sociedad del conocimiento» o «sociedad de la información». El problema es cómo nos situamos en esa nueva red de configuración del mundo y cómo aprovechamos las inmensas oportunidades, minimizando los no menores riesgos implícitos en todo cambio de civilización. Éste es el desafío.
Todo y todos están en crisis: está en crisis el Estado-nación, como ámbito de realización de la política, de la soberanía, de la democracia —cuando la hay— y de la identidad nacional; está en crisis el mundo de la empresa, rodeado de muchas posibilidades, pero en proceso de adaptación a los nuevos fenómenos; está en crisis la adaptación de toda la sociedad a un cambio que si por algo se caracteriza es porque es vertiginoso. Pensemos en que la energía eléctrica, de la que disponemos ahora como algo universal, con pocas excepciones, tardó un siglo y medio en extenderse por el mundo; en cambio, internet lo va a hacer en una sola generación. Y la realidad que impone su uso es totalmente nueva: por primera vez en la historia, los hijos enseñan a los padres y a los abuelos, y no al revés. Esto supone un cambio de tanto calado que si no estamos atentos, si no comprendemos su magnitud, nos acarreará muchos riesgos de adaptación.
Lo característico del cambio que ha generado el fenómeno de la globalización es la revolución tecnológica, cuyo motor ha sido la circulación universal y casi instantánea de la información. El salto cualitativo y cuantitativo desde la perspectiva tecnológica —biotecnología, nanotecnología, TIC, etcétera—, que aún continúa, ha sido el trasfondo en el cual ha madurado el cambio de civilización.
Desde la desaparición de la política de bloques, el mundo ha ido desplazando su centro de poder desde el Occidente hegemónico —los «países centrales»— hasta el Oriente emergente que, junto con algunas áreas de América Latina y otras en vías de desarrollo rápido, está inclinando a su favor esa balanza de poder. Simultáneamente, el desasosiego aumenta en las sociedades desarrolladas, acostumbradas al Estado del Bienestar, a la seguridad que se derivaba de una economía eficiente, competitiva y hegemónica durante la era industrial, y en particular durante el último medio siglo, con un componente de cohesión y solidaridad social muy alto.
En ese contexto, la pregunta es cómo corregir la situación. Hay que reaccionar en todos los niveles de gobernanza: global, supranacional-regional, nacional y local. Es estúpida la visión de los que pretenden que desde el ámbito de un solo país se puede afrontar este proceso, aunque la contradicción está en que sólo en ese ámbito se materializa la democracia representativa, y es en ese ámbito en el que estamos obligados a hacer las reformas estructurales que necesitamos para integrarnos en la nueva realidad económica global. Si no se hace así, esta crisis perdurará y creará un sinfín de sufrimientos y de costes. Pero salir, saldremos de ella. Aunque para ello será necesario articular una respuesta decidida. Una respuesta, desde luego, liderada.
RESPUESTA LIDERADA A LA CRISIS
Las grandes crisis producen grandes hombres.
JOHN F. KENNEDY
(1917-1963),
presidente estadounidense
Mi opinión es que tenemos que actuar con una sensación de emergencia, que sólo puede nacer de la confianza y del optimismo, ante una crisis global que no afecta por igual a todos los países del mundo. Tenemos que actuar enlazando las medidas anticrisis con las reformas estructurales de medio y de largo plazo, que saquen especialmente a la Unión Europea —a todos los países miembros— de esta etapa de distracción respecto de lo que estaba pasando en el mundo, que ya dura demasiados años. Por tanto, decidir una actuación rápida anticrisis nos debería llevar a comprender que ésta, que nació en Estados Unidos, ha golpeado con mayor virulencia y está lastrando más a Europa, y mucho menos a China, la India, Brasil y otras zonas emergentes del mundo. Es una crisis muy occidental en un momento en que el poder del mundo se desplaza de ese Occidente que ha sido el centro y que hemos vivido durante muchas generaciones, hacia Asia. En tal tesitura, Europa corre el peligro de convertirse en una parte insignificante del continente euroasiático.
Explicaré sucintamente qué podemos hacer contra la crisis. A contracorriente de las autoridades europeas, afirmo que tenemos que aplicar políticas anticíclicas hasta que la economía productiva despegue por sus propios medios. Si la prioridad es, como creo, crecer y crear empleo, no se pueden liquidar las políticas anticíclicas. Por tanto, la Unión Europea tiene que activar los mecanismos de que dispone, desde el Banco Europeo de Inversiones hasta el Fondo Europeo de Inversiones, para mantener políticas anticíclicas, y alguno de los grandes países de la Unión, como Alemania, debe mostrar su liderazgo en las políticas anticíclicas y, por tanto, la capacidad de generar crecimiento y empleo que no dependan sólo de las exportaciones a otros países europeos más golpeados por la crisis. Han de facilitar el comercio y las importaciones a su propio país. Si usted crece, aumenta su capacidad de compra, de consumo interno; no sólo va a consumir productos alemanes, sino que va a consumir productos de otros países europeos, porque una economía que se basa sólo en la exportación dura lo que dura la capacidad de compra de sus clientes; por definición, una vez que ésta se agota, su economía exportadora se detiene también, y eso es lo que le está pasando a Alemania.
No ha fallado el Sistema Monetario Europeo, no ha fallado el Pacto de Estabilidad y de Crecimiento en Europa; ésos no son los instrumentos causantes de la crisis. Ha fallado la falta de coordinación y de gobernanza de las distintas políticas de cada uno de los países y la no aplicación de una sola política monetaria. El tratado estaba previsto para una Unión Económica y Monetaria; no sólo monetaria y con un Banco Central mermado de atribuciones. La falta de convergencia entre las políticas económicas y fiscales ha producido los choques asimétricos que eran previsibles en la zona euro en el momento en que implosionó el sistema financiero.
Necesitamos, pues, mayor gobernanza europea y, de verdad, reformar el sistema financiero. En España también. Asimismo, necesitamos darle tiempo a la banca —pero no demasiado— para adaptarse. Hasta ahora lo único que ha cambiado de las instituciones financieras es que han cortado el crédito y que no retribuyen el ahorro. El resto sigue siendo igual: venden los mismos productos que nos llevaron a la crisis, exactamente los mismos, los mismos derivados, las mismas operaciones que nadie entiende.
En el fondo, lo que falta es pedagogía de la crisis, es decir, transparencia y claridad en el traslado de las medidas a los ciudadanos, que si no oyen claramente lo que pasa, no se van a mover. Hablo de Europa, no me refiero sólo a España. Y hay que hacerlo con claridad y con liderazgo. Llamar a la responsabilidad de todos, pero antes llamar a las cosas por su nombre. Por ejemplo, recordar que la banca española estaba endeudada hasta las cejas y que era necesario su rescate. El fallo es no haber pedido responsabilidades a los gestores que, en ocasiones, han engañado a sus clientes o a sus accionistas. Pero hay que explicar también con claridad que rescatar a la banca quiere decir darle el dinero que le falta para compensar la posible exigencia de devolución de sus acreedores; no de sus deudores, sino de sus acreedores, que son los depositantes nacionales y los depositantes extranjeros. Conviene aclararlo porque a veces parece que la deuda es de la gente con la banca. Eso es sólo en parte verdad, porque la deuda también es de la banca con la gente, aunque sea con otra gente. Me preocupa el deslizamiento que nos lleva hacia la irresponsabilidad colectiva de lo que ha ocurrido. Aunque haya responsables preferentes, o responsables dominantes, es muy difícil decir que a alguien le han puesto una pistola en la cabeza para comprometerse con una hipoteca disparatada y con un crédito disparatado para viajar. Es verdad que daban créditos fácilmente, pero el que no quería tomarlos no los tomaba. Por eso hay que extender la autocrítica, imprescindible, al conjunto de valores sociales que hacían eso posible.
Ya tengo una larga experiencia política y nunca he visto una crisis a nivel internacional tan poco previsible como la que estamos viviendo. Tan poco previsible quiere decir tan incierta, que genere tanta inseguridad. Lo que digo es que podemos salir adelante, hacerlo bien, cambiar nuestro modelo productivo, partiendo del que tenemos, y tener éxito en el futuro. Pero la pregunta es si lo estamos haciendo responsablemente. Creo que las fuerzas políticas, no. La sociedad en su conjunto, no. Y tampoco los empresarios. Hay que recordar que todo depende de nosotros. Yo, desde luego, haré el esfuerzo, aunque me conduzca a la melancolía, porque, como decía don Quijote: «La buena fe no nos la pueden quitar».
EL NUEVO LIDERAZGO EN LA INTERDEPENDENCIA GLOBAL
Sólo cuando baje la marea sabremos quién estaba nadando desnudo.
WARREN BUFFETT (1930),
empresario e inversor estadounidense
El fenómeno de la globalización comporta un proceso de interdependencia creciente, aunque ciertamente desequilibrada. La interdependencia ha existido siempre en una medida o en otra, pero la de los poderes imperiales, desde el siglo XVI hasta el XX, permitía al centro —es decir, al gran poder— amputarse un miembro y eliminar la gangrena. En cambio, tal como se están planteando hoy las cosas, la interdependencia no permite en el conjunto del sistema amputaciones parciales, por pequeño que sea el órgano a amputar. Hoy ya no se puede cortar por lo sano. Se acabó el dominio imperial y la hegemonía de Occidente. Por tanto, los desequilibrios no impiden que la interdependencia crezca cada día más, y que podamos conocer lo que pasa en cualquier lugar, por pequeño que sea, ya esté en Oriente Próximo —la línea de fractura en la que vivimos—, América Latina o Asia. Le llaman efecto «ala de mariposa». Que Chipre haya creado en 2013 el problema que ha creado es elocuente. Hace cien años, si se hubiera planteado ese problema, se hubiera creado un cinturón de seguridad a su alrededor, se hubiese dejado que la isla se cociera en su propia salsa, se hubiera amputado el miembro gangrenado y no hubiese afectado al resto de los miembros.
Esta interdependencia está planteando dos cuestiones principales referidas ambas a la gobernanza: ¿cómo se puede gobernar un mundo interdependiente si no existen instituciones de gobierno para ello? y ¿cómo se puede concebir un liderazgo que no sea compartido o colectivo, a través de esas instituciones, para introducir gobernanza en la globalización?
Si los seres humanos somos seres históricos y nuestro código de interpretación de la realidad es un código adquirido a través de generaciones, incluso la educación no es más que la transmisión del saber acumulado históricamente. Todo eso se facilita a través del sistema educativo —no sólo por medio de la educación en el sentido formal, sino también por medio de la familia y el entorno vital— y nos permite a cada uno de nosotros tener un código de interpretación de la realidad propio de los seres históricos que somos. Aunque todavía podríamos decir que en nuestro mandato genético sobreviven muchos de los valores rurales de nuestros ancestros, ya casi ninguno de nosotros es «de campo»; ni siquiera la gente de pueblo lo es. Sin embargo, parte de nuestros valores siguen siendo propios de aquella sociedad agraria, aunque hemos vivido grandes traumas durante un siglo y medio para adaptarnos a la nueva realidad. Pero ¿qué pasa con esta sociedad que trabaja a través del ordenador, que aísla a la gente físicamente y la conecta virtualmente?
La solidaridad nace de la experiencia vital que se comparte, y si ésta es el trabajo agrícola, o el trabajo en cadena, eso genera solidaridad. Ahora bien, cuando desaparece el trabajo en cadena, esa experiencia vital compartida también desaparece. Por tanto, las bases en las que se fundamentará la solidaridad serán otras. Ya no será la experiencia vital que se comparte en el trabajo, la escuela o el barrio. Ahora cada uno vive y trabaja en su cubículo. De alguna manera, eso supone el triunfo del individualismo, que indefectiblemente llevará al sálvese el que pueda, como ya estamos observando.
Por supuesto, ese cambio tiene sus valores positivos. Sin embargo, lo que me preocupa a este respecto es que el ser humano está soportando —en una sola generación y no a lo largo de dos siglos de adaptación— un cambio de civilización cuyo principal efecto es que desestructura lo que precisamente le define: su carácter de ser histórico que interpreta la realidad con un código adquirido por la experiencia histórica transmitida por sus mayores. Lo que me preocupa, en fin, es que ese código adquirido durante generaciones en una evolución lenta o rápida —según se quiera ver— de la sociedad agraria a la sociedad industrial no tiene tiempo suficiente para adaptarse a este paso de la sociedad industrial a la «sociedad de la información», circunstancia que crea en el individuo angustia al comprobar que su código no sirve ya para las nuevas realidades, que se suceden a una gran velocidad. Es imposible que el sistema educativo en sentido amplio sea capaz de prever la gran velocidad de ese cambio que desestructura a los seres humanos. De esta forma, la dificultad del liderazgo en el ámbito de la política —por razones que podríamos discutir, la empresa muestra mejores comportamientos, y también la cultura— estriba en que, en general, los políticos son mucho menos sensibles y adaptables a los cambios históricos.
Hoy es costumbre comentar que los políticos se encuentran muy lejos de la realidad y que, incluso, se inventan problemas que no son los de la gente común. Es cierto que no hay que olvidar que los políticos se ven afectados por el mismo problema que todos: son y somos —somos y son— seres históricos, pero ello no quita que cada vez me irrite más ver que los discursos ideológicos de la gente no son más que una coraza para ocultar la falta de ideas. Me da igual que el discurso sea socialista, nacionalista, de extrema izquierda o de extrema derecha. Me da lo mismo. Muchas veces, es sólo un discurso que enmascara la desnudez de ideas con que afrontar las realidades nuevas. Miraré hacia mi círculo más cercano. Cada vez que los socialistas hemos de afrontar una travesía del desierto como ésta, la tentación es siempre decir que hemos perdido las esencias, que hay que volver a la ideología y que hay que hacer un debate para recuperar lo que somos; es decir, hay que desplazarse más a la izquierda, sea esto lo que sea. Pero sobre la mesa no se ponen las ideas que fundamenten ese desplazamiento como realidad que vive la gente, con lo cual la distancia con ella cada vez es mayor.
La función del liderazgo en esta realidad tan rápidamente cambiante es difícil. Imprescindible, pero no hay duda de que difícil. Cuando no se puede liderar el cambio necesario, la política o el poder se vuelven defensivos —«movamos lo menos posible»—, lampedusianos —«que cambie todo para que todo siga igual»— o reaccionarios —«no perdamos los privilegios»—, o se banalizan, o se da una mezcla de todos esos comportamientos, aprovechando para liquidar avances no queridos por los neoconservadores. Precisamente, la banalización del discurso político que ya he comentado responde a esa pérdida de capacidad de anticipar la realidad que viene, porque nuestro código se nos ha quedado antiguo y no nos sirve para lo que estamos viviendo. Es precisa, pues, una nueva comprensión de la realidad, un nuevo código de interpretación y, desde luego, una nueva gobernanza para este tiempo nuevo.
UNA NUEVA GOBERNANZA PARA UNA NUEVA ERA
Nuestra Era de la Ansiedad es, en gran parte, resultado de intentar hacer el trabajo de hoy con herramientas y conceptos de ayer.
MARSHALL MCLUHAN (1911-1980),
profesor de literatura y de teoría de la
comunicación canadiense
Como hemos visto, la revolución de la comunicación, la quiebra de los contenidos clásicos de la solidaridad y la explosión de la libertad de los movimientos de capital son tres de las principales consecuencias que la globalización ha traído a esta nueva era, a este nuevo mundo intercomunicado y aún por ordenar. Con estas realidades en la mano, la cuestión que se nos plantea de inmediato es la siguiente: ¿cuál es el margen de maniobra real de los gobiernos? O, para plantearlo de forma más directa, ¿un gobierno de izquierdas puede tener margen de maniobra para llevar a cabo en su país políticas macroeconómicas que no sean de equilibrio? Merece la pena discutir estas cuestiones, pero adelanto mi opinión de que las políticas macroeconómicas sanas son una exigencia para crecer sobre bases sólidas, sin excesiva inflación y sin comprometer las capacidades distributivas del sistema. Ahora bien, aunque el margen de maniobra real se haya reducido mucho, existen elementos diferenciadores entre unos gobiernos y otros. Por un lado, si bien esta diferenciación no estriba en poner en tela de juicio la necesidad de una macroeconomía sana —la defiende la derecha clásica, la izquierda socialdemócrata y buena parte del resto de las fuerzas políticas—, también es cierto que, por ejemplo, no hay un índice de déficit que defina la salud macroeconómica de un país, lo que alimenta el debate: macroeconomía sana sí, pero ¿a qué llamamos macroeconomía sana? Por otro lado, y esto es lo verdaderamente sustancial, la diferencia entre unas políticas y otras radicará en la política de ingresos y gastos. Aceptado el objetivo macroeconómico del equilibrio y la estabilidad, el juicio sobre la equidad o su carencia en la acción de gobierno se sustenta en la determinación del origen de los ingresos y del destino de los gastos: quiénes pagan, cómo y cuánto, y hacia quiénes dirigimos el gasto de lo que ingresamos. Y ahí entran en juego y se manifiestan las diferencias de enfoque. El caso español en la crisis y en el crecimiento es un claro ejemplo.
Pero mi gran preocupación es la definición del margen de actuación de la política y del papel del Estado. En efecto, áreas de consenso aparte, hay una ruta de colisión entre el buque del liberalismo económico —entendido como un liberalismo fundamentalista que excluye el papel del Estado y al que estorba el poder político— y la democracia liberal. Se podría decir que hay liberales en economía o economistas liberales que pueden estar poniendo en peligro la democracia liberal y la sociedad abierta, a la que aspiramos y a la que afortunadamente pertenecemos, aun con sus imperfecciones. Parece como si esos liberales pretendiesen una especie de ruptura de las reglas de juego y la exclusión de cualquier tipo de regulación y de intervención política, con el argumento de que los problemas «ya los arreglará el mercado». Pero yo no me resigno a que colisione un proceso que parece positivo —a saber, la liberalización de la economía, la apertura de las economías nacionales al mundo— con algo que es negativo —a saber, el abandono de la cohesión social y el grado de integración de nuestras sociedades—. Nadie debería olvidar que lo que legitima socialmente la democracia liberal, además del voto, es la cohesión social. No nos podemos resignar a que entren en colisión ambas vertientes de un tipo de convivencia organizada, que llamo democracia liberal, que es la mejor de todas las que se han experimentado en la historia, harto ya de salvadores y de revoluciones «de un día de fuego y cincuenta años de humo», que decía André Malraux. Propongo, por tanto, que repensemos el papel del Estado, siendo conscientes de que el Estado-nación se afronta a una doble crisis de supranacionalidad y de intranacionalidad. El ciudadano desea tener más cerca la representación de sus intereses. El Estado centralista ha entrado en crisis, como entró en crisis afortunadamente el modelo de Estado intervencionista totalitario de tipo comunista o los estados nacionales populistas.
Mi propuesta es que debemos tener un Estado sin grasa, musculoso, bien preparado. No un Estado fofo que —como hemos sufrido tantas veces en el pasado— fije la política social en función de los criterios del clientelismo populista ni un Estado esquelético que se encuentre al pairo de cualquier interés sectorial. Hay que superar el modelo de Estado clientelar-populista, pero no podemos aceptar el debilitamiento de lo político y de lo público frente a los intereses de la economía de mercado, en la que a veces se confunden los intereses de los consumidores, que somos todos, con los de los grandes grupos económicos. Naturalmente, estos grandes grupos porfían por tener plena libertad y, sobre todo, por tener mercados cautivos. Los empresarios son siempre más liberales para con los demás empresarios que para con ellos mismos. Reclaman medidas liberales a aplicar a sus colegas y a los demás países, pero exigen que el suyo sea un mercado cautivo y que se les permitan concentraciones que eliminen la competencia. El modelo único hizo que la política, aparentemente, comenzase a estorbar. Eso causó su menosprecio, pero no su pérdida de importancia, que es invariable. Por tanto, no quiero un Estado débil, «mínimo», que no sea capaz de regular nuestra convivencia. No me interesa, porque siempre acaba en fracaso. Quiero un Estado fuerte, no grasiento.
Aunque no se debe hipertrofiar el Estado, tampoco se le debería debilitar, porque lo necesitamos. Lo necesitamos y lo seguiremos necesitando siempre. Sin embargo, hay muchas personas que defienden teorías que son desde mi punto de vista utópicas: o bien porque se decantan por una altísima intervención del Estado —como serían los casos, muy distintos entre sí, de la Venezuela de Chávez o de Corea del Norte—, o bien porque se apoyan en movimientos como el ultraconservador Tea Party estadounidense, que propugna un Estado menos que mínimo, raquítico, y que defiende el liberalismo a ultranza casi con tintes de radicalismo religioso.
Hemos de buscar, además, un nuevo papel funcional para el poder público. No uno de empresario, sino tal vez uno de gestor. En resumen, la tarea del Estado sería dotar a nuestros países de capital físico y de capital humano. Aunque este lenguaje parezca destinado al empresario y no a la persona de izquierdas, deseo expresamente que ambos me entiendan. Por ello, no hablo de gasto social. Estaría empleando términos que no son familiares para algunos. A fin de que las razones por las cuales la equidad es necesaria para la sostenibilidad de un modelo de crecimiento penetren en el mundo conceptual de los empresarios, prefiero que consideren el gasto educativo o sanitario no como gasto «social», sino como «inversión en capital humano», imprescindible para sostener su modelo de crecimiento. El suyo. Para sostenerlo mañana y pasado mañana.
Hablémosles claro a los empresarios, y tengámoslo claro nosotros. Reflexionemos y que reflexionen ellos, por ejemplo, sobre cómo contratar a un joven bien preparado dentro de diez años. No hablo de las grandes empresas que incluso podrían decidirse a dar ellas mismas formación profesional. En el caso de los millones de pequeñas y medianas empresas, no sólo no pueden ofrecer formación a los trabajadores, sino que ni siquiera los mismos empresarios poseen el nivel adecuado: no tienen información, no tienen formación y, lo que es más dramático en este clima de exaltación del mercado, no tienen acceso al crédito, porque no parecen fiables. Mientras que la provisión del capital humano necesario para el buen funcionamiento de las PYMES tiene que ser una responsabilidad pública —de ahí la importancia de invertir en educación y en formación profesional—, las grandes corporaciones tienen la posibilidad de utilizar o bien su potencia para encontrar y contratar en el mercado a los mejores que salen de las universidades, o bien de formarlos ellos mismos. La responsabilidad social de las empresas en una economía que depende en el 90 por ciento del sector privado no se limita a preparar a su propio capital humano para su propio éxito; tienen una corresponsabilidad en la formación del capital humano para la totalidad del país, incluidas las PYMES. Lo que sugiero es que las grandes empresas reflexionen y reconozcan que no pueden ser eficientes si las pequeñas y medianas empresas, de las que se abastecen y en las que externalizan muchos de sus servicios, no lo son.
Finalmente, el esfuerzo por definir el papel de la política y de lo político debe de ir acompañado por el éxito en poner freno a un fenómeno de moda en todo el mundo que considero anclado en un subconsciente fascistizante: en muchas de nuestras sociedades predomina la imagen del político corrupto, inútil, que hace discursos pero no se preocupa de la realidad, que promete puentes allí incluso donde no hay ríos y que, después, contrata a sus allegados o a sus testaferros para acometer esa obra inútil. Seguramente, algunos políticos se han ganado a pulso esa reputación. Pero merecería la pena ahondar un poco más en el fenómeno. Y también bajar los humos a los mercados.
ECONOMÍA DE MERCADO, NO SOCIEDAD DE MERCADO
Nuestro objetivo debe ser encontrar una nueva manera de dar rienda suelta a nuestra inteligencia colectiva, como el mercado ha dado rienda suelta a nuestra productividad colectiva.
AL GORE (1948),
político y ecologista estadounidense
La sociedad no cabe entera en el mercado. Cuando se confunde la economía de mercado con la sociedad de mercado vivimos momentos tan dramáticos como los actuales. Cuando lo único que tiene valor es un mercado sin reglas y no para crear riqueza real, lo cual siempre tiene mérito, sino ficticia, para aumentar las desigualdades existentes y para crear otras más lacerantes aún, como está pasando ahora, ése no es el mercado que defiendo. Ésa es la sociedad al servicio del mercado y no el mercado al servicio de la sociedad.
A principios de la década de 1980, yo defendí precisamente —y con graves tensiones en mi partido— la economía de mercado, pero, como diría Lionel Jospin, no la «sociedad de mercado» y, menos aún, el «régimen de mercado», que supone la anulación del papel de la política en aras al mercado. Mantuve esta discusión muchas veces con el viejo Bush. Cuando cayó el muro de Berlín —cuando lo tiraron, que no se cayó solo— y pasó todo lo que pasó en los países surgidos de la Unión Soviética, el viejo Bush decía que «con que hubiera economía de mercado era bastante». Lo demás vendría solo, decía, porque la economía de mercado por sí sola garantizaría una evolución democrática. Es cierto que no existe la democracia sin eso que llamamos mercado o, si lo prefieren, libertad de iniciativa económica y empresarial. Pero sí existe el mercado, aunque no haya democracia. La prueba de ello sería Franco, con su política autárquica e intervencionista que después se iría liberalizando. O Pinochet, que introdujo el liberalismo económico más implacable desde la dictadura. Por tanto, el mercado sí es compatible con la dictadura.
Pero el mercado y la democracia son una pareja de hecho muy descompensada. En ella, la democracia es fiel de por vida al mercado, pero el mercado, en cambio, tiene por costumbre ser infiel, porque es consciente de que sin él su pareja no sobreviviría, aunque él si lo haría si se casara con el autoritarismo. A veces la democracia interfiere y se entromete demasiado en las cuestiones del mercado, pero su poder no pasa de ahí. Cuando no le conviene o le aburren las exigencias de la Señora Democracia, el Señor Mercado le pone los cuernos sin escrúpulo alguno. Lo hemos visto en muchos momentos y en muchos escenarios históricos. Por tanto, ésta no es una relación de paridad.
En definitiva, creo en la economía de mercado y no en la sociedad de mercado. Por eso no me gusta lo que estamos viviendo, que es una totalización del concepto de mercado que incluye a la sociedad en su conjunto. Desde la desaparición del bloque comunista, lo que homogeneiza al mundo es la aceptación de la economía de mercado, con excepciones tan poco significativas como Corea del Norte o Cuba, pero nada más. Incluso se podría decir que vivimos un totalitarismo del mercado. En lugar de dictar la política la norma para que el mercado funcione, el mercado impone la norma para sobrevivir: «la mano invisible» o la ausencia de normas. Y eso es lo peor, porque el mercado sin reglas te pide hoy lo contrario de lo que te pidió ayer y de lo que te pedirá mañana. Antes de ayer, por ejemplo, pedía que se rescatara al sistema financiero de la propia catástrofe que había generado —y que aún perdura—. Esto es, exigía que se practicara un descarado intervencionismo a costa del contribuyente o del ahorrador. Ahora, cuando eso ya se ha hecho y cuando lo más grave de la catástrofe financiera parece que ha pasado, el mercado exige que se reduzca de manera drástica el déficit y el endeudamiento al que se ha llegado para rescatarlo y paliar sus consecuencias sociales. Pide a su pareja la política que se endeude y, después, le exige que se desendeude, so pena de penalizarla gravemente. Esto es lo incomprensible de la situación que estamos viviendo. Si se tuviera poder y decisión para regular el funcionamiento del sistema financiero, no volvería a ocurrir lo que ha ocurrido y devolverían el dinero público que se les ha entregado. En la siguiente crisis financiera —que bajo mi punto de vista se está incubando ya— los ciudadanos no tolerarán que haya centenares de miles de millones de dólares para rescatar a los banqueros de sus propios errores. Probablemente, estamos ante la última oportunidad de una reforma seria del funcionamiento del sistema.
El mundo cambió y la política se degradó más de lo que estaba y a mucha más velocidad. Obviamente, hay mucha diferencia entre el gobierno chino, que se sigue considerando comunista, y el gobierno chileno o el danés, pero hay un elemento común a todos ellos, que es la aceptación del mercado. Se dice que ya no hay ideas-fuerza. Pues sí que las hay, aunque no nos gusten, y aquí tienen una: el mercado como sistema. Por tanto, vivimos en un solo sistema y algunos pensaron que eso era el fin de la historia. A partir de entonces, como decía el viejo Bush, el mercado lo arreglaría todo. En realidad, como luego se ha visto, el mercado librado a su mano invisible, lo desarreglaría todo.
Cuando afirmo que se está produciendo una crisis del Estado-nación, a muchos políticos les irrita. Yo no hablo de una crisis terminal, pero sí de una de redefinición de la estructura del Estado-nación y de la función de la política. Es inevitable. Ya se está produciendo en Estados Unidos. ¿O es que el poder real del presidente estadounidense es hoy equivalente al de hace treinta o cuarenta años? ¿Es que su margen de actuación política es exactamente el mismo, siendo teóricamente el poder más relevante, más importante del mundo? No, de ninguna manera. Sólo digo que hay que redefinir un nuevo papel del Estado-nación y un nuevo reparto del poder territorial y funcional. Y en ese reparto del poder van a influir tres criterios —por no llamarles principios— básicos: la subsidiariedad, la identidad y la cohesión.
Creo que la revolución tecnológica está cambiando los contenidos del poder político, incluso la dimensión de la política y la estructura del Estado. La política se hace pequeña, mientras la globalización hace grande a la información, la economía y los sistemas financieros. Es bastante agobiante. Pero convendría recalcar que si no levantamos la vista y miramos por encima de la valla, hay poco porvenir. Los retos y las dificultades son múltiples.
Tenemos un desafío abierto en la reforma y el fortalecimiento de las instituciones, y una crisis grave en los partidos políticos, que en gran medida se debe a la endogamia en su funcionamiento. Y esto es algo que también afecta a otros actores nacionales —económicos, sociales y políticos—, que se creen que el mundo gira sobre su propio eje, así que no prueban a asomarse por encima de la frontera para saber lo que pasa más allá.
En este mundo globalizado, tenemos que salir de nuestro propio entorno para ver el horizonte por encima de nuestra realidad nacional. Hay que alzar la mirada y ampliar el horizonte y hay que encontrar líderes que sepan hacerlo, porque, al considerar a los que tenemos, uno recuerda aquello que señalara un célebre humorista estadounidense de «es difícil levantar la vista hacia un dirigente que mantiene su oído pegado al suelo», que hoy podríamos actualizar diciendo: es difícil ganar confianza en alguien que nos habla desde una pantalla de plasma.