XX. Efemérides de la resurrección del miliciano Cijes Salmerón y de sus declaraciones sobre lo que vio en el otro mundo
Lo que de verdad, de verdad se sabía de Cijes Salmerón, alias «El Resucitado» —hasta que concluyó la guerra— es que llamaron su quinta ya tardía; que lo destinaron a Madrid y de allí al frente del Guadarrama; que a los pocos días de estar en su puesto, hubo un bravo bombardeo de la aviación enemiga que causó muchas bajas y entre ellas, como muerto «fetén» estaba él; que algunos conmilitares, paisanos y amigos, dijeron que la habían visto en la ringla de muertos con sus propios ojos, e incluso alguno afirmaba con todo su corazón que había ayudado a darle sepultura.
Era además de todos conocido, que la familia, mujer e hijos, recibieron un telegrama del Estado Mayor comunicando la baja. Y desde luego, lo que sabían absolutamente todos los vecinos del pueblo, incluso los más niños, era que Cijes Salmerón, unas semanas después de «su muerte», escribió a su casa avisando que no se asustasen, pero que regresaría tal día y en tal tren porque «había resucitado». Y como fecha irrepetible en la historia del pueblo, se recuerda el día y la hora de su llegada en el trenillo de Cinco Casas y el fenomenal recibimiento que se le hizo. Y muy bien merecido, porque era la primera vez que resucitaba, esa es la verdad, un hijo de Tomelloso.
Al día siguiente de su apoteósica llegada, el Juez Municipal invitó amablemente a Cijes para que se pasase por el Juzgado a contar todos los episodios de su resurrección, ya que por «la novedad del caso, su relación podía resultar de interés y enseñanza para el vecindario». Cijes contestó que no había inconveniente, siempre y cuando que no hurgaran a su situación y lo dejaran seguir como muerto, porque si lo volvían a nacer, tendría que regresar al frente, y él, la verdad, no había resucitado para eso. Dijo el Juez que no temiera, que aunque quisieran, no había procedimiento civil, según sus cortos alcances, de alistar a los revividos; y que no tenía otra malicia que una «información ilustrativa». Así se hizo ante el Juez, el Alcalde, el Comandante Militar y Secretario del Juzgado, que levantó el acta que a continuación copio con todos sus puntos y comas:
ACTO DE LA RESURRECCIÓN
DE CIJES SALMERÓN GARCÍA
«En la ciudad de Tomelloso, a las doce horas del día veinte de noviembre de 1938, hallándose reunidos el Sr. Juez Municipal (D………), el Comandante Militar (D………), el Sr. Alcalde (D………) y el Secretario Judicial, que es transcriptor fedatario de la presente acta, se tomó declaración al vecino Cijes Salmerón García, de treinta y tres años de edad, casado, de profesión tonelero, sobre los episodios ocurridos en su vida y supuesta muerte, desde el día 15 de julio de 1938, que fue destinado al frente de la Ciudad Universitaria de Madrid, hasta el día de su regreso a Tomelloso el día 18 de noviembre del mismo año 1938. A la pregunta del Sr. Juez Municipal:
—Cijes Salmerón García, ¿quieres decirnos lo que te ocurrió en el frente de la Ciudad Universitaria desde el día que allí fuiste destinado?
Respondió el Sr. Cijes Salmerón García:
—Sí, señor. Me enviaron a la segunda sección de morteros de la… Brigada Mixta al mando del coronel…
JUEZ.— ¿Estuviste todo el tiempo en el mismo destino?
CIJES.— Sí, señor.
JUEZ.— ¿Interviniste en grandes acciones de guerra hasta el día de tu desaparición?
CIJES.— No, señor. Tiroteos y pepinazos nada más.
JUEZ.— Entonces, ¿en la única acción que interviniste fue en la última?
CIJES.— Sí, señor. Llegó una escuadrilla de bombarderos alemanes el día 22 de agosto a primera hora de la mañana, y nos estuvo dando repasos durante muy largo rato. Saltaban las trincheras y fue muy grande la mortandad.
JUEZ.— ¿Fue entonces cuando te hirieron?
CIJES.—… Cuando me mataron, sí, señor. Los de mi sección, que descansábamos a aquella hora nos echamos al campo, por orden del teniente, cada cual donde pudo. Yo me tumbé en una especie de reguerón con el casco hasta las orejas. Las bombas caían por todo alrededor. De pronto una explosión muy grande a mi lado. Sentí como si mi cuerpo diera un bote muy alto. Y ahí acabó todo lo que recuerdo de este mundo. Supongo que debió matarme la onda expansiva, ya que en mi cuerpo no encuentro la más mínima cicatriz.
JUEZ.— ¿Y… entonces… qué pasó?
CIJES.— Que yo me sentí en el otro mundo.
JUEZ.— ¿Y qué viste?
CIJES.— Mucha gente que me esperaba.
JUEZ.— ¿Qué gente?
Interviene el Sr. Alcalde:
—Creo que sería conveniente que primeramente nos dijese cómo es el otro mundo, que tiempo habrá de saber qué gente hay allí.
JUEZ.— De acuerdo con el Sr. Alcalde. Dinos cómo es el otro mundo primeramente.
CIJES.—… Es muy grande y a la vez muy chico. Quiero decir que es muy grande porque allí están todos los que murieron, que, como se sabe, son muchos. Y muy chico, porque con todos los que quieres hablar siempre los tienes a mano.
JUEZ.— Pero ¿cómo es de apariencia? ¿Qué dase de terreno domina?
CIJES.— Monte. Al menos lo que yo vi, monte no muy espeso.
JUEZ.— ¿Con perdices, conejos y alimañas?
CIJES.— De alimañas, no sé decirle, pero conejos, perdices, liebres, codornices, ciervos y otros bichos mansos y pájaros que yo no sé el nombre, sí que hay.
JUEZ.— ¿Es que allí se come?
CIJES.— Sí, señor. Carne y huevos. Carne asada y huevos cocidos, que hay siempre por todas partes.
JUEZ.— ¿Y no resulta cansado estar toda la eternidad comiendo carne asada y huevos cocidos, sobre todo los huevos?
CIJES.— Parece que no, señor, porque el personal no se queja.
JUEZ.— ¿Y se duerme y fornica y las demás necesidades del cuerpo?
CIJES.— Sí, señor, igual.
JUEZ.— Entonces, ¿en qué se diferencia aquel mundo de éste?
CIJES.— En que no se trabaja, ni se padece, ni se teme, ni se discute, ni hay viñas, ni riquezas, ni categorías, ni malquerencias.
JUEZ.— ¿Qué se hace aparte de comer, beber y las demás cosas del cuerpo?
CIJES.— Se recibe a los que llegan, se mira a este mundo y se habla. Sobre todo se habla.
JUEZ.— Se habla, ¿de qué?
CIJES.— De lo que a cada uno le pasó en la vida y de lo que está pasando en este mundo, porque desde allí se ve esto propiamente como desde un balcón.
JUEZ.— ¿Y qué dicen de nuestra guerra?
CIJES.— Pues… con perdón, se ríen. Porque dicen que ya estamos con las niñerías de siempre, y que no tenemos remedio. Desde allí, sabe usted, todo lo de aquí parece juego. Nos miran como a los locos que no saben lo que hacen ni por qué lo hacen. Allí todo se ve claro. Y se considera que esta vida es un entretenimiento muy corto, donde no se puede estar bien hasta llegar allí, que es lo bueno y duradero. Por eso allí no hay castigo para los que fueron malos, ni premio para los que fueron buenos, porque piensan que el vivir es una especie de enfermedad que no se debe tener en cuenta. Que nadie es responsable de lo que hace ni de lo que dice. Porque aquí uno no es uno, sino uno infectado por muchas cosas malas.
JUEZ.— ¿Y tú viste a Dios?
CIJES.— No, señor. Ni a Dios, ni a la Virgen, ni a los ángeles. Allí no hay nadie que mande, que es lo bueno.
JUEZ.— ¿Y cada uno se va con la mujer que quiere?
CIJES.— No. Todos están casados, pero de tan suave manera, que ni se aborrece a la mujer ni se apetecen otras. Ocurre allí con las mujeres como aquí con el aire. Cada uno respira el de su casa y no se va a respirar el de otras. Además, que no se tienen hijos.
JUEZ.— ¿Quieres decir que allí cada uno va a parar con la mujer que tuvo en la tierra?
CIJES.— No, señor. Allí te casan de nuevo nada más llegar, menos a los niños, que siguen siempre niños. En cuanto a viejos, no hay, porque allí todos quedamos como de un rasero de unos treinta años. Y los niños viven solos y todo el mundo los quiere.
JUEZ.— ¿Y hay guapas y feas?
CIJES.— Cada uno conserva el rostro y cuerpo que aquí tuvo, pero muy arreglado y agradable.
JUEZ.— Dices que te esperaba allí mucha gente.
CIJES.— Sí, señor, toda la familia que tengo en el otro mundo, que es un montón.
JUEZ.— ¿Se vive en casas?
CIJES.— No, señor, en grupos familiares sobre el mismo monte. Que no hace frío ni calor.
JUEZ.— Sigue.
CIJES.— Digo que me esperaba mi familia. Mucha que conocí: mis padres, abuelos, hermanillos y sobrinos. Y otros muchos que me hicieron conocer, vestidos con trajes muy antiguos, porque allí la única diferencia que hay es la del traje, según la moda del tiempo en que murió cada uno. Trajes que duran siempre.
»Y ya que me presentaron a más de doscientos, me acercaron a una mujer que yo conocía muy bien, que no era de mi familia, y que, desde luego, no sabía que estuviese allí… Como que había subido el día anterior, según me dijeron. Era la Emilia López, que fue novia mía mucho tiempo y que ustedes deben conocer. En seguida me dijo mi madre que se alegraba mucho de que yo hubiese llegado tan a punto, porque así podría tomar por compañera para la eternidad a la Emilia, que toda su vida le había gustado para mí, y era verdad. Mi madre siempre estuvo empeñada en que me casara con ella. Fue una verdadera tabarra. Ella me allegó el noviazgo y se llevó el gran berrinche cuando la dejé y me arreglé con la que hoy es mi mujer. No me lo perdonó nunca. Y no porque la Emilia fuese más o menos rica o cosa parecida, sino porque a ella le gustaba y nada más. Cuando vi que en el otro mundo seguía con el mismo empeño, me dio mucho coraje… Quise protestar. E incluso señalé hacia aquí, al cuadro de mi pobre viuda y mis hijos, enlutados, que se veían llorando junto a la lumbre. Pero que si quieres. Me puso del bracete de la Emilia, que por cierto sonreía muy contenta, formaron callejón mis antepasados y nos hicieron pasar entre ellos como en boda.
»Empezamos a vivir al uso de allí. Y la verdad sea dicha, no me iba mal. La Emilia se portaba conmigo muy requetebién. Me atendía en lo poco que allí hay que atender y a la hora de hacer uso del matrimonio funcionaba como una rosa… Pero ¿qué quiere usted?, a mí me jorobaba que mi madre se hubiese salido con la suya, como me jorobó siempre que alguien se me queda encima.
»Todos los días venían a vernos mis antepasados y los de ella a contarnos cosas antiguas de su vida y de su tiempo. Y nos reíamos mucho, especialmente con un abuelísimo mío que había estado conquistando América y nos decía las mil perrerías que hacía con los indios. Por cierto, que como yo dudase de alguna historia, sobre todo aquello de que mató a una india de cansancio a fuerza de acostarse con ella mientras él se quedó tan fresco, se enfadó un poco, mandó llamar a la india (allí ocurre que si se manda venir a alguien, aunque sea un faraón, viene al punto), que por cierto era bastante anchica de caderas, certificó lo que mi abuelísimo decía y se reía contando más detalles sobre la barbaridad de hombre que fue… Ya que, como dije, allí en el otro mundo todos éramos iguales en todo para evitar discordias… Pues quede bien claro que allí todas las cosas de esta vida pasan como de chiste o de locos, y es allí arriba donde todo el mundo cobra el verdadero seso, equilibrio y alteza de miras. De manera que el castigo está aquí y allí el premio. Porque según es allí doctrina, aquí somos unas pobres víctimas de los humores, egoísmos y desgracias, y allí la ordenada república de la verdad y el sexo… Pues, como iba diciendo, a pesar de estar tan bien, sin duda porque yo había muerto de tan mala manera y sin tenerle todavía asco a la vida, no acababa de acomodarme a la Emilia ni a aquel mundo tan bien hecho, pensando en la terquería de mi madre, que al verme inquieto, me tiraba puntadas diciendo así como que mi mujer de aquí se iba a casar o a liar apenas dejara el luto.
»Lo cierto y para abreviar, es que yo un día pregunté a bocajarro si se podía volver a este mundo. Todos me dijeron que creían que sí, pero que a nadie se le había ocurrido semejante locura desde que el mundo era mundo; que era como si el náufrago, apenas salvado pidiera volver a ahogarse, el quemado a las llamas y el ahorcado a la horca, y no sé cuántas cosas más.
»Como yo seguía en mis trece, corrió la noticia por todo aquel país que no tenía fin, y venían a verme gentes de todo el monte. Por fin pregunté que a quién había que pedirle permiso o salvoconducto para regresar y me dijeron que a nadie. Que bastaba con que echase a andar hacia poniente, y en menos de cinco minutos estaría en las lindes de la vida y de la muerte, de este mundo y aquél, si tal era mi voluntad.
»Yo dije que me venía yo mismo, y no le quiero a usted decir, señor juez, la de millones de gentes que se juntaron para ver lo nunca visto: el primero que se volvía. Y sin más ceremonia ni despedida, eché a andar hacia donde me dijeron, y en ná de tiempo me encontré otra vez en la Ciudad Universitaria de Madrid, saliendo de un terraguerío, que, según vi, era la fosa común donde nos habían enterado a todas las víctimas de aquel famoso bombardeo.
»Me despisté del frente. Me fui a Madrid para asearme un poco y preparar a la familia con las cartas que usted sabe… y de lo demás, ya sabe usted tanto como yo…
JUEZ.— ¿Tienes algo que añadir?
CIJES.— Si usted no pregunta, no.
JUEZ.— ¿Das tu palabra de honor de que cuanto has contado es cierto?
CIJES.— Palabra de honor, señor Juez.
JUEZ.— Pues acabada la diligencia».
* * *
Se cuenta que ni el Juez, ni los otros oidores de las declaraciones que recoge el acta, creyeron una sola palabra a Cijes Salmerón. Pero sea porque la fábula les hizo cierta gracia, sea porque él figuraba ya como muerto y el «revivirlo» oficialmente era demasiado complicado para el Juez que entonces había, o sea —y lo más probable— porque la guerra andaba ya por unos trechos demasiado inciertos para la causa y no había lugar ni pasión para ocuparse de jeribeques legales, lo cierto fue que Cijes Salmerón, desde entonces «El Resucitado», se quedó en el pueblo, volvió a sus quehaceres de siempre, y a todo el que le preguntaba le contaba la misma historia del otro mundo, con sus pormenores geográficos y sociales, amén de la terquería de su madre al quererlo casar con la otra.
Cuando acabó la guerra, todos lo celebraron mucho por su invención para librarse de luchar contra los nacionales, pero las pasó malamente, porque hasta 1942 no consiguieron «volverlo» a la vida oficial, y le faltó cartilla de abastecimiento y casi, casi, la mujer, porque un brigada gallego que cayó por allí con las fuerzas de ocupación, como ella era de buen ver y tenía perras, las suyas propias y las «heredadas del esposo», la convenció de que estaba viuda y que podía casarse de nuevas con arreglo a la ley.
… De no mediar el cura, don Eliseo, Cijes Salmerón se queda sin comer y sin hembra.