V. Se relata el robo de los once jamones, con la intervención del gran Jefe Plinio y de su ayudante D. Lotario para atrapar al ladrón
La cosa fue que al abuelo se le presentó ocasión de comprar once jamones a un precio irrisorio. Muchos jamones eran para las pocas personas que entonces habitaban su casa, pero por aquello de no desperdiciar el lote y presumir de comprador cargó con ellos.
La abuela también estaba gozosa con aquellas once bendiciones pendientes de las vigas de aire del sobrado. Bien abrigaditos con pimentón, arrancaban las más gritadas alabanzas a los pocos que tuvieron ocasión de asomarse a aquel paraíso jamonil.
La abuela se quejaba a veces por compra tan abundante, pero con la boca chica, pues sabía para sus adentros que aquel lote cubriría un invierno de bien comer y poco gastar.
Pero, lo que ella decía luego, después del chasco: «… Si eran demasiados jamones… Si aquello era una tentación… Si tanta abundancia ponía nervioso a cualquiera… Le despertaba la codicia…».
… Y una mañana, cuando la abuela subió a la despensa para efectuar el examen ocular que tenía por costumbre, vio con espanto que aquellas once bendiciones, que aquellos once cuerpos bien salados, que aquellas once glorias jamonales, habían volado sin dejar corteza, tomiza, hueso, tocino… ni casi olor. Aunque la abuela al lamentarlos llorando dijese: «Si aún parece que los veo, si aún les huelo aquel aliento pringoso que tenían… Si parece mentira, Dios mío, que hayan podido irse».
Decía luego que no se había llevado en su vida una impresión tan grande, desde que encontró muerta en la cama a su suegra, precisamente el día de la boda de papá. Noventa y cinco años estuvo esperando la vieja para largarse precisamente en la fecha que se casaba su primer nieto.
Con la falda recogida llegó llorando al despacho de la fábrica:
—¡Se los han llevado! ¡Ay! ¡Ladrones…! Me los han arrancado.
Tuvo que estar un buen rato sentada en el sillón giratorio del bureau, hasta concluir la oración y hacer saber a papá y al abuelo que se trataba de los jamones.
A los gritos acudieron los operarios, aprendices y cuantas gentes había en la casa. Y nos llegamos todos a ver los once vacíos que en el aire de la cámara habían dejado los once jamones volanderos. Once vacíos y once clavos desnudos en las vigas de madera. Y mirábamos todos —menos la abuela, que lloraba mirando al suelo— con la boca abierta hacia aquel jamonar que fue, esforzándonos en imaginarlos como dulces y pesados badajos de aquella campana bien aromada.
Todavía olía a su reciente y salona vecindada; aún estaba cuajado el ambiente del aliento de sus curados tocinos.
—¡Si aún parece, hermana Paulina, que los veo! —gritó la pobre abuelilla, levantando el ojo, y, hasta él, el pico de su delantal.
—Sosiégate, muchacha; sosiégate, que de menos nos hizo Dios —decía la buena Paulina—. No estarían muy ahítos quienes se los llevaron.
—¿Y yo? ¿Es que estaba yo ahíta, que apenas rebané un poco de tocino del más endeble de los once? ¿Es que estaba yo ahíta, hermana Paulina, que todavía no había llegado al hueso del más ruin?
Mientras, el abuelo husmeaba, no el vapor y aliento de los idos, sino las posibles huellas de los ladrones.
—¿La llave de la cámara la echaste de menos? —preguntó.
—¡Yo que he de echar! Si desde que los trajeron la llevaba conmigo, pegada al cuerpo como escapulario.
—La cerradura no ha sido forzada.
—Seguro que fue por la ventana, que estaba siempre abierta para el oreo de los… ¡Ay, qué lástima!
La ventana, ni ancha ni alta, sin reja, sólo con mosquitera, daba mismamente sobre el tejado. Se podía saltar a placer desde las tejas más contiguas sin escalera ni alza alguna.
El abuelo empezó a palpar la alambrera y en seguida halló que estaba despegada, en un buen trecho, del marco de la ventana, aunque los forzadores cuidaron de componerla torpemente, como si no se fuesen a echar en falta los jamones antes que el desperfecto de la alumbrera.
—Milenta cocidos me habrían salido este año con esas hermosuras —seguía la abuela. Y señalaba el techo, como si permaneciesen todavía aunque sólo fuese en sombra; descompuestos o fedientes, pero de todo punto incomestibles.
—Once jamones provocan al más ahíto —sentenció Lillo, mirando a la abuela desde su altísima cara.
—No creas que no pensé yo en eso cuando compré el lote —saltó el abuelo—. La carne de jamón, como la de mujer en cantidad, tienta mucho. Por ninguna mujer delgada fue la guerra de Troya; y el mejor ladrón se resiste a echarle la zarpa a un jamón solitario o a dos, remedio de pobres. Pero ¡once!, ni San Antonio resiste.
—Por una vez en la vida, castigo ha sido —coreó la abuela.
—¡Vaya, vaya! —dijo el abuelo, palpando la mentira de la alambrera—. Algún transeúnte de tejados, algún jinete de caballetes vio el tesoro y franqueó la puerta. Y no es operación de un minuto el romper, entrar, descolgar y llevarse uno a uno…
—Que no eran granos de anís —dijo Lillo.
—Tú los viste. Algunos más que de gorrino, de toro parecían —lamentó la abuela.
—Debió ser operación despaciosa y meditada. Emplearían anoche más de una hora, digo yo.
—Y ahora estarán desayunándoselos.
El abuelo lo meditó un poco, se rascó la patilla y rompió al fin:
—Once jamones son muchos. Esto no puede quedar impune. Voy a llamar al Jefe de la G. M. T. (se refería a Plinio, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso). —Y sin más, bajó la escalerilla del sobrado hasta la cocina, y pasó al recibidor, donde estaba el teléfono de manivela, para llamar a Manuel González, alias Plinio.
Los obreros volvieron a su trabajo y alguno, dicho sea de paso y según se supo, contento del rapto de los jamones. Las barnizadoras, a su taller y alguna, dicho sea sin pecado, contenta por el fin de la jamonería de la abuela. Y los demás, con Lillo, la hermana Paulina, la tía Frasquita, que pasaba unos días allí, y nosotros, aguardamos en el recibidor sentados en las mecedoras de rejilla la llegada del Jefe.
He de confesar que yo estaba emocionadísimo y contento con todo aquello, que me iba a deparar, por vez primera en mi vida, el ver la actuación del Jefe Plinio, famoso en toda la región manchega y parte de Andalucía por sus agudezas y artes policiales.
No habría pasado un cuarto de hora, cuando se oyó el ruido del motor de un coche que se detenía ante la puerta principal. Esperamos unos segundos sin hablar ni casi respirar. En seguida se oyeron tres golpes solemnes de uno de los pesados, barrocos y forjados llamadores de la gran puerta de aquella casa.
—El Jefe —dijo Lillo con respeto.
Bajó a abrir el abuelo. Se oyeron los saludos. Y subieron los cuatro escalones de mármol blanco que había desde el portal al recibidor. Venía Plinio delante, con su gorra de plato azul encasquetada, sable a la izquierda y gran revólver niquelado a la derecha. Como siempre, traía su medio cigarro en la comisura del labio. Junto a él, su ayudante e incomparable compañero de aventuras don Lotario el veterinario. Su coche «Ford», su persona y su laboratorio del herradero, siempre estaban a la disposición de aquel gran artesano de oficio policial que era Plinio. Don Lotario, pequeño, morenísimo, de nariz aguileña y ojos saltones, siempre vestido de negro, andaba un poco de lado como en trance de tomar carrerilla.
Se sentaron luego de los saludos de rigor y hablaron un poco del tiempo que hacía y del que iba a hacer, y por fin el abuelo comenzó la relación del caso. Por cierto que en el discurso de esta exposición, a la abuela le volvió la congoja, que ahora estaba latente o sobreentendida.
Plinio escuchaba inmóvil, medio cerrados los ojos, como le era hábito y curvada la boca hacia abajo. Don Lotario, sentado en el borde de la silla, seguía, inquieto con los ojos, antes que con los oídos, la explicación del abuelo. En seguida se emocionaba don Lotario con los casos de justicia y movía sus piernecillas, como pronto a entrar en acción.
El abuelo, según su costumbre, explicaba el caso despaciosamente, sin olvidar pormenores, haciendo expresivos movimientos con la mano. Elevaba a veces sus cejas pobladísimas, grises, sobre los aros de oro de las gafas y permanecía algunos momentos con el gesto inmóvil, suspendido, esperando el efecto de sus razones.
—Once jamones como once estrellas, sí, señor —sonrezó la abuela.
Plinio, lo más que hacía, era limpiarse la ceniza del cigarro que le caía a gusto en la guerrera azul, deteniéndose morosa entre los gruesos botones dorados de su uniforme, grabados con la sigla G. M. T.
Cuando el abuelo concluyó la exposición del caso, quedó mirando al Jefe, que no se había inmutado. Y luego, a don Lotario, que a su vez también miraba al Jefe, en espera de decisiones.
Como el silencio se prolongaba, el abuelo sacó la petaca, ofreció a todos los fumadores y empezó el despacioso rito de liar, sin que se oyese otra cosa que el leve crujir del papel de fumar y algún «¡Ay, Señor!» de la abuela.
Luego, los chisqueros.
Plinio, después de dar un par de chupadas profundas de pecho al pito, dijo a media voz:
—Vamos a la cámara.
En la camarilla otra vez, Plinio miraba desganado hacia donde iba señalando el abuelo.
—¡En esos once clavos estaban! ¡Que clavado se vea el ladrón en otras tantas cruces! —gemía la abuela.
Cuando concluyó el abuelo, Plinio hizo su primer movimiento de policía ya en acción. Empujó la alambrera y empezó a examinar los tejados con gran detenimiento. Y sin abandonar su examen, de espaldas a nosotros, iba preguntando:
—Y ese tejado ¿de dónde es? ¿Y esa medianera? ¿Y aquella otra?
Había sacado un cuadernillo blanducho y un lapicero de punta roma y luego de calarse sus antiparras de plata, fue escribiendo despacio quiénes eran los vecinos con tejado proclive a aquel donde se asomaba la ventana de la cámara.
En el entretanto subió la Providencia, muchacha anterior a la Sagrario, rascándose el pecho como siempre. «Mucha desazón tiene ésta en las mamellas», solía decir Lillo al verla en tal trajín. Se quedó un rato en la puerta del camarín con la boca a medio abrir viendo las diligencias, hasta que la abuela, entre «Jesús y Jesús», le echó un reojo recriminativo.
—Ama, que si pelo el pollo, o qué —dijo al fin.
—Déjame a mí ahora de pollos, puñeto… O sí, pélalo y sea lo que Dios quiera. Pero pronto.
Todavía estuvo la chacha unos momentos viendo la cosa, hasta que la abuela la enfocó de nuevo.
Ahora Plinio, ya sin gafas, miraba absorto por la ventana. Todos esperábamos su decisión. Por fin, sin volver la cabeza, preguntó:
—¿Anduvieron por estos tejados hace poco albañiles o enjabelgadores?
—Yo no recuerdo —dijo el abuelo.
—No, Manuel, no —añadió la abuela—; si yo los hubiese visto habría disimulado los jamones. Que no me fío yo de quien tejadea, aunque sean albañiles.
Acto seguido, Plinio se rascó el cogote metiéndose la mano bajo la gorra, y dijo al cabo de un ratillo de rasque:
—Está bien. Vamos para abajo.
De nuevo en el recibidor, Plinio se apartó a un rincón con don Lotario y le habló muy secretamente unas cuantas palabras. Apenas cortó el parlamento, que recibió el albéitar ayudante con muchísimo misterio, don Lotario, sin decir nada, rapidísimo, bajó al portal y marchó a la calle, dando un gran portazo.
Plinio se sentó. Nos sentamos todos. El abuelo volvió a ofrecer la petaca. Cundió la ronda. Papeles. Chisquero. Llamas. Silencio.
—¡Ay, Señor!
Yo sabía muy bien que ni el abuelo ni Lillo pensaban ya en los jamones y sí en las misteriosas palabras que el Jefe dijese al veterinario; en la salida súbita de éste, en la actual espera, etcétera. Seguro que uno de los famosos golpes maestros del Jefe de la G. M. T. iba a producirse de un momento a otro.
Hasta la abuela, con poca fe en la inteligencia de los hombres, debía imaginar torpemente que con la vuelta de don Lotario retornarían uno a uno los once jamones famosos, como niños arrepentidos de su escapada.
Llegó a ser tan completo el silencio en el recibidor, que cuando la abuela no suspiraba se oía el tictac de los relojes de todos los que estaban allí, a pesar de tenerlos metidos en el bolsillo, como es natural.
Sí habría pasado más de media hora, cuando se oyó el motor del viejo «Ford», y en seguida los llametazos secos en la puerta principal. Don Lotario. Al abrir la alta puerta de la calle, el recibidor se inundaba de la transparente luz del día. Cerraron. Vuelta a la penumbra. Plinio salió al encuentro del que llegaba. Y otra vez quedaron hablando en voz baja en la escalera. Quien ahora tenía la palabra, precipitadamente, era el veterinario. Plinio le escuchaba con la boca apretada, los ojos hacia el suelo, una mano en el sable y la otra en la espalda. Cuando el albéitar terminó su parte, Plinio, sin cambiar de posición, quedó unos minutos pensando.
Por fin, perezosamente, ahora con la mano que tuvo en el sable puesta en el mentón, entró en escena. Se cuadró en la puerta de la escalera. Todos lo mirábamos casi sin aliento.
Y habló con voz enérgica pero grave:
—¡Que venga la muchacha, la Providencia!
Casi antes de que Plinio acabase de pronunciar su orden, la Providencia, que estaba escuchando tras la puerta entreabierta del comedor que daba al recibidor, gritó:
—¡Ay!
Y el abuelo, como un huracán, se lanzó hacia allá. Pero la Providencia ya escapaba por la escalera de servicio al patio. El abuelo corría ahora por el patio tras ella, que luego de trazar en su carrera una amplia curva para despistar al seguidor, salió por la portada de la fábrica. Plinio y don Lotario echaron a la carrera, escaleras abajo hacia la puerta principal, para ver de cortarle el paso a aquella mala Providencia. Luz en el recibidor. Pasa la Providencia corriendo a todo gas con las manos en el pecho, calle de Martos arriba. Ruido del motor del «Ford», y soleta al fin tras la muchacha entre la expectación de los transeúntes.
—¡Pijotera, pijotera! —decía la abuela—. ¡Si ya me lo olía yo!
* * *
A los pocos días, acabada la captura, obtenida la declaración de la Providencia, detenido su novio y… no devueltos los jamones al seno camaril, el abuelo preguntó a Plinio:
—Oye, Manuel: explícame cómo averiguaste lo de los jamones.
—Fue pura psicología, ¿sabes? De verdad que no sabía qué podía haber pasado con los dichosos jamones. Pero cuando estábamos en la cámara y vi aparecer a la pécora de tu criada, me acordé de pronto del sinvergonzón que tiene por novio y ligué la cosa.
—¿Y adónde mandaste a don Lotario?
—A que llevasen al novio al Ayuntamiento y le hiciesen unas preguntas. Lo cual que el novio no estaba en el pueblo. Que había marchado aquella misma mañana a vender género por los pueblos cercanos.
—¿Y qué género vende ese gachó? —preguntó el abuelo.
—Él siempre pasó por corredor de vinos con muy mala fama, pero toda la vida ha corrido lo que no era suyo. Ya cuando estuvo en Madrid en la «mili» le llamaban «el Choricero».
Luego el abuelo nos resumió la relación de Plinio:
La Providencia se chivó a «el Choricero» de los jamones. Éste le propuso la desjamonación. Ella le abrió la portada y por una escalera de mano alta que le tenía preparada, él subió al tejadillo, rompió la alambrera y con la ayuda «providencial» descendió los jamones uno a uno. En dos sacos los trasladó a su casa y desde su casa al tren, para realizarlos pronto. Cuando volvió a los tres días, Plinio lo esperaba en la estación. Naturalmente, venía sin los jamones y sin dinero. Cuando le propusieron pagar, dijo que de eso nada y que prefería la cárcel. Allí se encontró con su Providencia, que, según Plinio, le dijo todo lo que se puede decir a un hombre y algo más, pero que «el Choricero» la oyó como el que oye llover. Mandaron a ambos una quincena a la cárcel del Partido en Alcázar de San Juan. Y como decía la abuela con muchísima razón: «Menudo pleito nos ha resuelto el tal Plinio; que ella no comía con las prisiones de nadie; que eso de que la autoridad castigue al delincuente, está bien; pero que no beneficie, o al menos repare al perjudicado, es señal de que la Justicia es mala, como hecha por hombres que no ven más allá de sus narices».
Como encima de la desjamonación sin remedio, el abuelo, rumboso, invitó a Plinio, a don Lotario y a Lillo a una merienda para celebrar el éxito policíaco de aquéllos, la abuela se negó a servir la tal merienda —«que después de cuernos, penitencia»— y hubo de hacerlo la tía Frasquita, mientras la abuela, desde el mirador del gabinete, entre sonlloro hacía todos los comentarios apuntados y otros más enterizos y contundentes que callo.