XIX. Donde se cuenta la historia del ataúd en que fue enterrada doña Nati y la competición del abuelo con el jaulero de Ossa de Montiel

El abuelo no era comerciante, ni industrial, ni casi un artesano. Era un ingenio. El comerciante y el industrial pasan por la obra como sobre ascuas, porque su único fin es la remuneración. Para el artesano, el amor a la obra y a la ganancia suelen ser parejos. Para el ingenio, toda la fuerza de su vitalidad e imaginación descansan en la obra misma. El gozo reside en el quehacer. La remuneración, una consecuencia añadida. Al arriero común lo que le importa es llegar a su destino para trocar la mercancía. El plácido viajero tanto goza en el viaje como en la arribada. Y el vagabundo prefiere las incidencias del traslado. De ahí que el abuelo antes fue vagabundo de su obra que arriero o viajero.

Por esta condición suya de deleitarse en el trabajo le aburría lo trillado y seducía lo nuevo y dificultoso, hasta posponer el beneficio de lo fácil al recreo de lo penoso.

Así, cuando mozo, se fabricó una bicicleta de madera; otra hizo un ascensor a doña Nati y en mil ocasiones ensayó ingeniosidades y artificios, tales como la fabricación de jaulas para pájaros que me resisto a no contar. Y que fue así.

Un día llegó un hombre de Ossa de Montiel a ofrecer jaulas para los canarios. Como al abuelo le pareciesen caras, dijo que él era capaz de hacerlas a la mitad de precio y mejor calidad.

—En cuanto al precio —dijo el de Ossa—, no lo dudo, pero en tocante a perfección no hay en toda La Mancha quien fabrique jaulas como este servidor. Porque sepa usted que no sólo las hago para canarios, también para tordos, codornices, loros, lechuzas, periquitos y grillos.

El abuelo sonrió bajo el bigote, torció el gesto, que era señal de suficiencia muy usada por él, y dijo:

—Señor jaulero de la Ossa, no sabe usted a qué parte ha venido, en cuanto a fineza y habilidad en el oficio, porque en cuarenta años que llevo en el ramo de la madera, ni en La Mancha ni en Valencia… a no ser mi amigo Llavador, he conocido a nadie que me iguale.

—Hombre, yo no dudo que usted sea un artista en la construcción de puertas, sillas, mesas, bancas, viguerías, cornucopias, armarios de luna y demás productos del ramo de la pura ebanistería o carpintería, pero la paulería de volátiles es oficio mixto de madera y alambre, que requiere un especial toque que ni herreros ni carpinteros suelen darlo.

—Amigo —cortó el abuelo—; dejemos las palabras y vamos a los hechos, que obras son amores… Véngase dentro de un mes justo con cuantas jaulas tenga fabricadas. Si son mejores que las que yo haya hecho en el mismo tiempo, se las compro al precio que usted las ponga y si son peores, se queda usted con las mías por la mitad del precio de las suyas.

El de Ossa, que también parecía hombre con amor a su oficio, apretó los labios lleno de noble emulación y le ofreció la mano.

—Hecho, maestro.

—Pues, hecho.

Y sin más palabras, el jaulero de la Ossa tomó soleta con sus jaulas al hombro.

* * *

El abuelo Luis, en todos los ratos libres y otros no tan libres, se puso a hacer jaulas con tal furia que antes del mes ya tenía un buen montón de ellas en todos los colores, formas y fantasías.

A los treinta días justos llegó el jaulero con un carrillo más que mediano también cargado de jaulas, jaulillas y jaulones.

El abuelo le echó una ojeada a la mercancía del de la Ossa y dijo muy satisfecho:

—Sí, señor, esto está muy bien, pero que muy requetebién. Pero como ya es tarde, coma usted conmigo, que después tendremos tiempo de ver con más detención las que yo hice.

Al jaulero le amoscó, o simuló amoscarle un poco, la fineza del convite y comió sin sosiego, deseando los postres por ver la obra del competidor.

El abuelo, en contramina a esta impaciencia, le dio el mayor copero que pudo a la comida, así como al café, copa y puro. Y todavía, mientras quitaban los relieves de la mesa, se retuvo largo rato contándole historias antiguas y anécdotas del oficio. Por fin bajaron a la parte del sótano donde estaban las jaulas del abuelo. Y el de la Ossa se echó sobre aquel montón como si aquello fuese agua fría y acabara de llegar del desierto.

Con gran ansiedad empezó a mirar y a remirar cada una de las jaulas, fijándose mucho en cada parte, juntura, suavidad del muelle, trenzado de alambres, limpieza y ajuste de maderas, hasta que pálido y temblón se quedó con los brazos cruzados, mirando al abuelo de hito en hito.

—¡Desde que tengo potra no he visto otra! —exclamó al fin.

—Hombre —dijo el abuelo para darle ánimos—, no debemos fiarnos de nuestra apreciación. Creo que convendría llamar a peritos imparciales para que den su fallo.

—¡Qué peritos ni qué peritas! —dijo el de la Ossa—. Usted me ha mojado la oreja, pero que a conciencia. Cualquiera que tenga ojos en la cara en seguida verá que usted les ha dado un toque y precisión de ebanista fino que a mí me falta, que al fin y al cabo no paso de ser un pobre leñador, colchonero y jaulero de aldea… ¡Y maldita sea mi sombra, puñeto!, porque éste es el mayor desengaño que le puede llegar a uno al final de una vida, señor Luis…: el comprobar que aquello que uno creía hacer mejor que Dios mismo, si es que Dios sabe hacer jaulas, venga de pronto uno de otro oficio y en un mes te ponga el mingo tan bien puesto… Le digo yo a usted…

Y empezó a llorar tan amargamente que al abuelo, de por sí tierno de corazón, a pesar de su aparente dureza, se le empañaron las gafas y, echándole la mano al hombro, le dijo:

—No exagere usted, hombre de Dios, que sus jaulas son de las mejores que he visto. Y todavía no me he podido explicar cómo con tan pocas herramientas y ninguna máquina puede usted sacar esas preciosidades.

—¡Ay, señor Luis, no sabe usted lo que uno pasa! Con tres hijas pequeñas, porque me casé tarde, y una mujer manirrota… —y empezó a contar lástimas con tanta aflicción, que el abuelo, hecho una magdalena, le dijo:

—Vaya, ossero, olvidemos el trato y yo me quedaré con su carga, si me pone un precio que sea razonable.

—Que no, señor, que los tratos, tratos son y yo, aunque pobre, soy un caballero.

Y siguió a este tenor largo rato, hasta que el abuelo pudo convencerlo a duras penas de que le dejase la mercancía jaulil por un precio que convinieron.

Días después, mirando el gran montón de jaulas que con las propias y las del montielero se había formado en el sótano, decía a su amigo:

—¡Ay, Lillo de mi alma, que por soberbio y fanfarrón, el jaulero, tal vez sin querer, me ha ligado y enjaulado como a un jilguero!… Que ahora empiezo a ver claro. Que el muy pantomimo me cogió el flaco tan a gusto que hasta ahora no he caído en la cuenta. Que este jodío me ha liado y no sólo me ha hecho trabajar como un tonto, sino que además ha conseguido vender con maña todas sus existencias al que no quería comprarle una pieza.

Y como el abuelo dijese tantas cosas graciosas por creerse engañado, Lillo empezó a reír con tales ganas que tenía que amordazarse con las manos para que no se le saliese la dentadura postiza, que él llamaba «herramienta».

—¡Ay!, Luis, y qué coño, que llevas razón, que te la han dado con queso… Vaya con el jaulero, y parecía tonto.

Tan fuerte y seguida era la risa de Lillo, que al abuelo le cambió el paño, se puso rojo de ira y cogiendo a puñados con una mano las jaulas propias y con otras las del ossero, empezó a vociferar:

—¡Pero son mejores las mías, Lillo del demonio, son mejores, míralas bien!…

Y la cosa acabó regular, porque Lillo marchó con las manos en los riñones por tanto reír y el abuelo quedó de malísimo humor.

Pero al día siguiente, como era de buen natural, se le pasó la cosa e hicieron las paces, sin volver para nada a hablar de las dichosas jaulas.

* * *

Durante mucho tiempo, todos los domingos por la mañana salía un aprendiz al mercado a poner un puesto de jaulas y ahína si las vende.

Luego, con el tiempo, solía él mismo burlarse de su aventura con el jaulero. Pero a Lillo no consintió que volviese a sacarle el tema. Pues tan herido quedó con aquel toque de risa.

* * *

Y ahora comienza la historia del ataúd.

Un día llegó a trabajar al «Infierno» un francés argelino llamado Edmond Franqueli, alto, fuerte y narigudo. Ebanista finísimo que trabajó varios años en una fábrica de ataúdes de Orán. Y al hombre le quedó tal afición a su viejo empleo, que cuando iba a un entierro, antes que en los dolientes o en el mismo muerto, reparaba en el ataúd.

—Ayer estuve en el entiego de… fulano y la caga era una biguia

Y con demasiada frecuencia hablaba de los arcones de cedro y ébano que hiciera para los jerarcas y notables del Oranesado.

El abuelo no es que fuese supersticioso, pero este tema de los ataúdes y catafalcos, al menos durante bastantes años, no le estimuló lo suficiente, al menos para entrar en competencia con Edmond. Muy al contrario, solía gastarle bromas sobre su viejo oficio. Por ejemplo, le decía que lo que mejor hacía como ebanista eran los armarios, por la semejanza que tenían con los féretros. Y era verdad.

Un día de merendola en la huerta, como el abuelo, aquejado del estómago, se pusiera melancólico, le soltó franquelín:

—No se apugue usted, maestro, por moguir, que yo le haré un féretro tan bueno que no echará de menos su casa.

Aquello no le sentó bien al viejo.

—Nos ha jorobado el franchute este con su ataúdes, ya me estoy yo cansando, releche… Mejor dicho, ya estoy cansado y voy a demostrarte quién soy yo. Voy a hacerme mi caja yo solito en cuatro ratos perdidos, para que te calles de una vez.

Y Edmond, echándose en la hierba boca arriba, empezó a reír sus eres.

—¿De qué te ríes?

—Me guio, maestro, de que usted es el megor ebanista que yo he conocido en mi vida, pego le metiere de hacer ataúdes finos requiere un especial calite que usted no podrá lograr si no se lo enseña alguien… Yo, por ejemplo.

Y lo dijo con tanta seguridad que el abuelo se quedó parpadeando, un poco indeciso.

—Se lo digo de verdad, maestro… ¿Quiegue usted que lo hagamos a medias? No le cobro nada por el trabajo. Es usted muy listo y en seguida aprenderá para toda la vida. Se lo pido por favor.

—De acuerdo. Lo hacemos a medias. Tengo ahí unos tablones de caoba de Cuba riquísima que pudiéramos echar en eso.

—Vale. ¡Viva el maestro! Vamos a hacer un ataúd que va a ser usted el hombre mejor enterrado de este pueblo.

Y a partir del día siguiente, cuando terminaba la jornada de trabajo, se quedaban Edmond y el viejo un par de horas más en el taller haciendo el ataúd.

La noticia corrió pronto por el pueblo y muchos lo comentaban: «Ahí va Luis el del “Infierno”, que se está haciendo su propio ataúd».

Lillo le decía:

—Desde luego, Luis, se te ocurre lo que a nadie. Parece que estás llamando a la muerte con esa faena. Miedo me da cuando veo en el taller las piezas de madera con esa hechura tan aviesa.

—¡Tonterías! Verás cómo se pudre de viejo.

—Déjate, que al verlo tan hermoso, a la muerte le van a entrar prisas.

—¡Tonterías!

De verdad que ver aquello en el taller imponía mucho. Algunos operarios le tomaban vuelta al banco sobre el que estaba aquel estuche de fiambre. Y no digamos las chicas cuando lo llevaron al taller de barnizado.

—¡Ay, Dios mío!, hasta que no se acostumbre una a esto… —decía la Joaquina, que era la maestra—. Si parece que estamos de velatorio.

—¡Ay, ama! —le decían a la abuela—, que lo barnice el señor Lorite —barnizador de muñeca fina y con cara de pájaro—. Que lo barnice él. ¡Ay, Dios mío!, que ya parece que está el maestro dentro.

Tantos dengues le hicieron a aquella funda para mojamas, que el abuelo le pidió a Lorite que lo barnizase él. El hombre no hizo oposición, a base de cobrar bien. Y por la noche se quedaba metiendo en barniz aquel tristísimo artilugio.

Desde luego, bromas aparte, salió precioso. De caoba fina, con columnas salomónicas, cierres y asas de bronce, capitoné de damasco verde oscuro, chapa de cinc debajo de la tapicería y qué sé yo cuántas cosas más. Lillo estaba empeñado en que le pusieran un cenicero para los pitos de ultratumba, pero al abuelo le pareció demasiada coña y lo dejó.

Franquelín estaba contentísimo.

—Ya ve usted maestro como no ega tan fácil.

—Verdad es que tiene su busilis.

—Aquí no se pudre usted nunca —le decía otro—, con la chapa de cinc y tanto grosor de madera, va a durar usted en el nicho más que doña Aurora (que era la más rica del pueblo).

—Aquí no se muere uno del todo —decía Edmond satisfecho.

Como la espera podía ser larga, el abuelo decidió —no estaba encolado— desarmarlo, embalarlo bien y guardarlo en un sobrado del taller hasta la hora de su tránsito.

Clago, maestro —decía Edmond—, cuando le ocurra el deceso lo armo yo, lo afino de barniz y queda perfecto… En menos que lo amortajan lo tengo listo.

El abuelo, que había hecho aquello un poco a rastras y guardaba cierto suave rencor a Edmond por la enseñanza indudable que recibió, respondió áspero:

—Dónde estarás tú cuando yo decese.

Antes de desarmarlo, sus amigos de la tertulia del Círculo Liberal, se empeñaron en venir a verlo. Y un domingo por la tarde, todos muy majos, se presentaron en el taller.

Hechos corro, dijeron muchos comentarios. Tantos, que el abuelo envanecido y para demostrarles lo bien que le venía, se metió en él y se estiró muy serio con las manos cruzadas.

Los amigos, vestidos con sus capas, le cantaron el «gori, gori» y todo acabó con una gran merendola en el jardín.

Durante años y años, señalando con respeto al sobrado, los nietos decíamos a los amigos:

—Ahí está el ataúd del abuelo, que es mejor que el de doña Aurora.

* * *

Cuando llegó la guerra ocurrieron dos cosas que tienen mucho que ver con el cuento del ataúd. La una es que Edmond Franquelin se largó a Argelia, porque, como él decía, «para algo debía resultar bueno el ser extranjero en España». Y la segunda, que empezaron a escasear los ataúdes por falta de manos y sobra de muertos. Los carpinteros del pueblo y los funerarios que quedaron, tuvieron que dedicarse a fabricarlos, porque de fuera no venían. Y era frecuentísimo ver entierros con cajas de madera cruda, generalmente chopo, sin pintar ni forrar.

Especialmente, en el año 1939, cada muerto o cada deudo, mejor, tenía que ver la forma de buscarse su caja como pudiera, porque se corría el riesgo, a poco que se descuidaran, de hacer la última excursión en pañales y sobre la mera tabla del coche, como ocurrió más de una vez.

Apenas dio la última boqueada doña Nati, se encargó Pedro de resolver el capítulo ataúd y lo resolvió bastante mal, porque trajeron una caja informe, hecha con tablas de cajones de la Tabacalera, que bien lo declaraban los cachos de letreros que se veían sobre la madera desnuda, amén de rendijas, clavos torcidos por todos sitios y grandísima flora de nudos.

Cuando el abuelo vio entrar aquel armatoste en el cuarto de la muerta, quedó mirándolo con ojos tristísimos. Se reclinó sobre él y señaló a Lillo los nudos, clavos, rendijas y grosor de las tablas.

—Esto es una vergüenza.

Miró luego el cuerpo de doña Nati, tan grande, tan derecho, tan serio, con aquel color casi azul que le prestó la muerte, y volvió sus ojos hacia los de Lillo que ya estaba adivinándole claramente el pensamiento.

—Llevaros este cajón de aquí que yo traeré otra cosa mejor. Vamos, Lillo. —Y sin añadir palabra salieron a todo paso hacia «El Infierno».

Durante varias horas estuvieron aferruchando en el taller. Encolando el famoso arcón del abuelo y acabándolo de barnizar.

Cuando entre cuatro lo llevaban a casa de doña Nati, todo el mundo se paraba en la calle para verlo, como cosa venida del otro mundo. Del mundo de antes de la guerra.

Lo subieron con gran trabajo por la estrecha escalera de doña Nati. Y cuando encajaron en el ataúd el cuerpo muerto de la señora, parecía qué sé yo, como si en vez de un féretro estuviese en un gabinete isabelino. Cobró tal señorío y empaque la pobre doña Nati, que imponía.

El abuelo, luego de mirar el efecto muy largo rato, dijo:

—¿Sabes lo que pienso, Lillo? Que me alegro de habérselo dado a doña Nati, porque esto era mucho para mí. Habrían creído que a última hora me había hecho presumido y no me va.

Lillo asintió con la cabeza y añadió luego:

—No tendrá queja la Nati. Cuando viva le diste ascensor y cuando muerta este palacio de ataúd.

—Ahora que va a acabar la guerra me podré yo hacer otro exactamente a mi gusto. Esto me ha servido de mucho. Y las enseñanzas de aquel puñetero francés en el arte de hacer cagas, como él decía, no las he olvidado.

… Pero nunca se hizo otro ataúd. Sin el acicate de Franquelin no sabía repetir la experiencia. Y eso que no le faltaron peticiones y compromisos en los meses siguientes, después de la gran exhibición que fue el entierro de doña Nati.

Pero a todos les decía lo mismo:

—Yo hago alcobas para recién casados, pero no ataúdes para recién muertos.