VI. Aquí, para subrayar la utilidad y regocijo del carrillo de doña Nati, se describe la memorable excursión que hicimos al «Atajadero», el mismísimo día de la República

De las muchas excursiones que hicimos en el carrillo de doña Nati, la que mejor recordaba en aquellas horas de su agonía era la del 14 de abril de 1931. La significación de la fecha, la emoción del día y otras cosillas de repertorio personal, debían sobreelevar en mi memoria aquel lejano viaje.

Lo que resultaba, y en parte me sigue resultando un poco raro, es que doña Nati, republicana de toda su vida y por las «cuatro sangres», como ella decía, se decidiese a salir del pueblo en aquel día tan luengamente esperado.

Me atrevo a pensar que, a la hora de la verdad, sintiese algo así como de miedo, mejor, inquietud o confuso desasosiego. Digo yo que no se sentiría con paciencia suficiente como para estarse todo el día en su butaca, metidita en casa. Tampoco era cosa de andarse dando vueltas por la calle con el carrillo. Lo cierto fue que el día 13 nos convocó de manera casi ordenancista para que nos preparásemos a la excursión.

Y así mamá, Caridad, la muchacha, mi hermano y yo llegamos a la puerta de doña Nati, contigua a la de la Cruz Roja y muy cerca de la nuestra en la acera de enfrente. E íbamos provistos de cestas, sombreros de paja, mantas, botellas y otros menajes de campo. Era una mañana muy hermosa. El carrillo estaba aculado en la ancha puerta, casi portón de doña Nati. Pedro e Isabel, sus buenos criados y vecinos, preparaban los últimos detalles. Mientras esperábamos, intentábamos columbrar por algún lado la llegada de la República, aquella señora de mármol con gorro frigio y bandera desplegada.

Entre Isabel, mamá y Pedro ayudarían a doña Nati a meterse en el ascensor. Primero la incorporarían en el sillón. Le pondrían las muletas y sujetándola levemente le llevarían hasta el ascensor. Mientras ella descendía, mamá, Isabel, Pedro y Caridad bajaban la escalera con una silla, una almohada grande, la bolsa de terciopelo rojo con el vaso de plata y el estuche de los anteojos.

Llegó el ascensor lentamente al suelo. Dentro, como una gran ave en pequeña jaula, doña Nati, erecta, grave, morena, gigantesca, con el pelo albo, bata primaveral y aquel leve gesto de temor que ponía en trance de moverse.

Y mientras esperaba que la sacasen del ascensor:

—Buenos días, jovencitos. Qué día más hermoso para la República.

Pedro, una vez bien calzado el carrillo, inmovilizó al macho sujetándole del diestro. Isabel abrió la puerta del ascensor. Puso en las muletas a la señora. Dio ésta un paso fuera del cajón. Otro, y otro. Mamá e Isabel junto a ella vigilando aquellos pasos. Caridad abrió la puerta del carrillo, puso la almohada entre los asientos. Llegaron con doña Nati. La colocaron de espaldas al carrillo. La sentaron en la almohada. Se retrepó bien y luego, con un esfuerzo mayor, apoyando ambos brazos en los asientos y medio a pulso, siempre con su cara de terror, consiguió alzar su tronco hasta el asiento derecho. Suspiraba, sudaba un poco. De dos culadas se corrió hasta su puesto de auriga. Y antes de tomar las ramaleras pasó revista a todo:

—¿Está el pienso?

—Sí, señora.

—¿Y mi vaso de plata?

—Sí, señora.

—¿Y las cerillas?

—Sí, señora.

Y continuó con su veterana memoria de viajera de tartanillo enumerando adminículos hasta cerciorarse de que nada faltaba.

Luego, una vez que nos colocamos todos, las órdenes de segundo grado:

—Pedro, quita las calzas.

—Quitadas.

—Cierra la cortinilla de atrás.

—Cerrada.

Dio las últimas recomendaciones, inspeccionó nuestra colocación; miró su reloj de pecho:

—Las nueve en punto.

Y solemnemente se dio a sí misma la orden de marcha:

—Pues… marchen.

Y Lucero empezó a andar pasito a pasito sin el mayor optimismo.

—Estoy pensando —dijo la señora— que antes de tomar camino vamos a dar una vueltecita por la Plaza por ver si hay ya movimiento de República.

Y sí había por la calle más animación que de costumbre, aunque animación pacífica y expectante. En la Plaza, muchos corrillos de hombres, especialmente junto a la puerta del Ayuntamiento. Y en el balcón de las Casas Consistoriales ondeaba enorme la bandera tricolor que yo veía por vez primera en mi vida. A doña Nati debió emocionarle, porque detuvo el carrillo casi en medio de la Plaza, frente al Ayuntamiento. La mirábamos en silencio, un poco embobados. A mí me resultaba algo extraña la franja morada. La bandera era como de seda fina, casi transparente, y el viento, más que moverla, la acariciaba, formándole solemnes ondulaciones, morbideces abrillantadas y perezosas.

—La bandera de la libertad —casi musitó doña Nati sin apartar la vista de la enseña. Sus ojos se humedecieron y mamá y ella se miraron sin hablar, tal vez sin poder hablar. Luego añadió:

—Parece mentira… Debía tener yo trece o catorce años cuando la vi por última vez. Todavía entonces cantábamos las niñas el romance de Mariana Pineda.

Y entonó, casi suspirando.

«… Marianita volvióse a su casa

y al momento se puso a pensar

si Pedrosa la viera bordando

la bandera de la libertad».

¿… Qué Marianita de Tomelloso habrá bordado esta bandera? ¿No la habrá tenido alguien guardada desde entonces?

—Parece muy nueva —dijo mamá.

—¡Otra bandera! —gritó mi hermano.

En efecto, por la glorieta de la Plaza, en mangas de camisa blanquísima, con su gris melena desordenada y aire marcial, avanzaba Meliano con otra bandera tricolor. Y desde donde estábamos, aunque no se oía, parecía que hablaba con ella, Levantaba el brazo izquierdo hacia la tela con ademán oratorio.

—A ver qué dice el bueno de Meliano.

Y nos llegamos hasta salir a su encuentro. Llevaba el rostro encendido de júbilo y los ojos brillantes. Y se paró ante nosotros, mirando el paño, pero con intención de que lo oyésemos, así como algunos muchachos que le seguían.

—¡Miradla qué hermosa! ¡La bandera de la libertad! ¡Se acabaron las cadenas! ¡Se acabó el oscurantismo!

Y con todo brío siguió su marcha piropeando a la bandera, hablando para todos y para él mismo.

Doña Nati por fin arrancó el macho y lo dirigió hacia la calle de la Feria, que era nuestro camino.

Cada vez se veía más gente. Y asomada a los balcones y ventanas. Por una calle transversal se oyó música de bandurrias y guitarras. Doña Nati hizo oídos.

—¡Dios Santo! —exclamó—, ¡Si es el «Himno de Riego»!

Y desembocó en la calle de la Feria una rondallita de barberos que con paso bailarín y las caras sonrientes se abrían paso con una bandera tricolor.

Que si Riego murió fusilado

no murió por ser un traidor,

que murió con la espada en la mano

defendiendo la Constitución.

—¡Venga, niños —gritó doña Nati—, aprended conmigo el nuevo himno nacional!

Que si Riego murió…

Y nosotros, medio tímidos, sonriendo, la seguíamos.

También nos cruzamos con un grupo de chicos mayores del colegio que iba cantando:

Hoy somos pequeñitos,

mañana creceremos,

República queremos

y viva la libertad.

Ya casi a la altura del Hospital nos encontramos con don Jacinto, el que fue mi maestro, que al reconocernos se acercó jubiloso al carrillo.

—Pero, Natividad, ¿se marcha usted hoy, el día más grande de la historia de España?

—Vamos a celebrarlo al campo, don Jacinto.

—Yo pienso estar todo el día en la Plaza viendo el gozo popular, el sano gozo por haber arrojado la tiranía del viejo solar ibérico. —Y de pronto, exaltándose, tomó ademanes oratorios—. «… Ahora verán los retrógrados lo que va a ser España, lo que podemos hacer, lo que será la patria en manos de los buenos, de los inteligentes, de los hombres libres, de los no argollados por el fanatismo, usuras ni latrocinios al bien común».

—Muy bien, don Jacinto.

—Abur —y partió dando zapatetas como un chiquillo.

Después de la soflama de don Jacinto, por vez primera en aquel día luminoso se ensombreció el rostro de doña Nati. Durante un buen trecho guió al macho sin decir palabra. Hasta que mamá le preguntó:

—¿En qué piensa usted, Natividad?

Hizo un gesto profundo, preocupado y detuvo el carrillo; sin duda temía que con el traqueteo sobre los adoquines no se la oyera bien. Estábamos ya junto a «Villa Pepita», que era el prostíbulo más elegante de la población.

—Pensaba —rompió al fin— que personas como nosotros, como don Jacinto, como Meliano… como Salmerón, no podremos gobernar por mucho tiempo. Somos demasiado tiernos, crédulos y entusiastas… Infantiles. Ser liberal es estar demasiado de acuerdo con lo espontáneo, con la naturaleza, con los impulsos del corazón. Somos sensitivos y románticos. Y el Estado es una cosa artificial o al menos dura, que requiere maniobrismo, frialdad, cálculo, cinismo, crueldad sin medida a veces. Harían falta republicanos con barboquejo y no los hay. Somos unos ilusos. Y los reaccionarios, no, porque se basan en la concretísima razón de su dinero, de su bienestar y del palo duro a quien se mueva. Ahí no hay engaño. Nosotros defendemos ideales, fórmulas de ensueño, como si todos fuésemos buenos. Ellos, como si todos fuésemos malos. Somos unos ilusos. Ya lo verás. Si a don Jacinto lo nombraran alcalde… empezaría con ensueños líricos de amor al prójimo, de bondad natural, de instrucción y cultura y un día se encontraría con los pies bien aferrados por gentes más prácticas que saben dónde van. «Por los buenos administradores… de su casa», que dijo el poeta. Somos políticos de tertulia, de casino, pero a la hora de la verdad vendrán los extremosos de uno y otro lado, los que creen que todo está bien y los que creen que todo hay que hacerlo de nuevo, y nos aherrojarán para qué sé yo cuántos años, como siempre. Los liberales no somos un producto político sino cordial, lírico. Lo he visto bien claro ante el infantilismo de don Jacinto y de Meliano. Me he acordado de aquellos liberales de antaño… Nuestro reino no es de este mundo.

Se abrió una ventana de «Villa Pepita» y dos furcias desgreñadas, sonriendo, empezaron a colocar unas colgaduras con la bandera tricolor.

—¡Uf! —refunfuñó doña Nati, y arreó el macho de mal talante.

En el campo no parecía el día de la República. Estaba como siempre. Un poco más solitario. Tan sugestionados estábamos por el acontecimiento, al menos yo, que pensé que hasta la naturaleza se hubiese renovado de manera notable. O que los labriegos habrían adoptado especiales fórmulas de manifestación. Sí, recuerdo a la perfección que hacía un calor prematuro.

—Cánovas era un liberal —musitó mamá al cabo de un rato. Sin duda, queriendo significar que no todos los liberales habían de ser como don Jacinto o Meliano… o nosotros.

Doña Nati la miró con severidad.

—Cánovas era un astuto que daba una a Dios y otra al diablo.

Mamá no se atrevió a replicar.

En toda la llanura se veía un solo carro. Un solo viandante. La República estaba en el pueblo.

Al cabo de un gran trecho nos encontramos un ciclista que traía un gran ramo de romero atado al manillar.

Doña Nati desfrunció el gesto, hizo un esfuerzo por animarse y rompió a cantar con aquella voz que tenía:

Vengo del monte corriendo

de por romero y tomillo

que es un aroma campestre

que me recuerda un cariño.

—Venga, niños, a cantar:

Vengo del monte corriendo…

Y todos cantamos con las voces quebradizas de la primera mañana.

—Me gusta ese cantar por lo del «cariño» —comentó doña Nati—. Es más bonito decir un cariño que un amor o una pasión y demás borriquerías… Tener un cariño. Eso está bien.

Hacia la mitad del camino del Atajadero, donde íbamos, la muchacha y nosotros los niños estábamos cansados del traqueteo del carrillo y decidimos hacer andando el trecho que faltaba… No era prudente dar los pasos muy largos, sino dejaríamos el carrillo muy atrás.

* * *

Seguimos tras el carrillo triscando, diciendo palabras menudas, haciendo pis y de cuando en cuando cogiendo plantas silvestres. Así llegamos hasta «El Atajadero», término de nuestra excursión.

Elegido lugar, bajamos a doña Nati con todo su aparato de almohadas y muletas y la sentamos junto a una encina. Se hizo un gorro de papel para guardarse del sol y pidió que le llevasen patatas para mondar.

Desenganchamos a «Lucero», que quedó refocilándose junto a un árbol con el saco del pienso al alcance del hocico.

A los niños nos mandaron a cortar leña, mientras las mujeres majaban la carne, desempapelaban especias y hacían las demás manipulaciones de la comida. Harían un caldillo de patatas con carne de cordero, que doña Nati consideraba manjar insuperable.

Mientras mamá y la criada guisoteaban en la sartén puesta sobre grandes piedras, doña Nati leía sus periódicos. Cuando todo aquel trozo de monte olía ya a caldo de patatas, doña Nati, haciendo bocina con las manos, dio el grito jubiloso:

—¡Niños, a comer…! ¡A comer, niñitos!

—He aquí la primera comida de la República —dijo, alzando el cucharón con solemnidad y cuando estuvimos todos aprestados junto a la gran sartén—: que Dios le dé vida y a nosotros también para no volver jamás a comer bajo tiranía de nadie.

Acabado el raro brindis con campanaje, brindis sin respuesta, brindis de cucharón, comenzamos a comer en corro fraternal y con gran apetito.

Doña Nati comía muy limpiamente, con la servilleta pendiente del austero escote, y entre cucharada y cucharada alababa la bondad de la carne, lo sabroso del caldo, la sazón de las patatas, el equilibrio de las especias y la calidad del vino, que, aunque cerril, era superior y traslúcido.

Luego del postre y el café, como la siesta, aunque abrileña, apretaba, pidió que la recostásemos. Le echamos una manta sutil, se puso la gorra de papel sobre los ojos y pronto quedó traspuesta.

* * *

Volvimos temprano porque doña Nati estaba impaciente por saber qué pasó en el pueblo. Cuando tuvimos el pueblo a cataojo, doña Nati frenó, sacó los gemelos de su bolsa de terciopelo rojo y oteó con detenimiento el horizonte… «Buscará —pensé yo— si hay incendios, humo de fusilería o tal vez si la roja puesta del sol tenía en aquella fecha señalada un aditamento morado».

Entramos en poblado a solespones. Las calles estaban llenas de gente. Niños con banderas tricolores de papel. Corros de mozas en las puertas. Zurras y rosquillas. Mozos alumbrados que cantaban. Mozas con flores de papel tricolor en la oreja.

Hacia el centro del pueblo la aglomeración era mayor. Rondallas. Comparsas de mozos voceadores, roncos, con pancartas. Muchos señores, desde los balcones, con sonrisa benévola, miraban el espectáculo callejero. En el «Círculo Liberal» una gran bandera y un retrato de Castelar. Volvimos a encontrar a Meliano, ya ronquísimo, requebrando a la bandera. La gente nos saludaba jubilosa. Unos cuantos se acercaron al carrillo y pusieron una banderita en la collera del macho. Nos dijeron que había habido grandes discursos desde el balcón del Ayuntamiento. Plinio y don Lotario estaban sentados pacíficamente con un gran rosetón tricolor en el pecho, en la terraza del Casino de San Fernando. Doña Nati preguntó a varios si había ocurrido algo desagradable. Todos dijeron que no, que había sido una gran fiesta, que no hubo más accidentes que los del vino.

Por fin llegamos a nuestra casa. Doña Nati sonreía con satisfacción al saber que todo había ido bien. Y antes de que la bajásemos del carrillo llegaron sus amigas republicanas y simpatizantes, alborozadas, dispuestas a hacer la tertulia y contarle punto por punto lo que pasó en aquel día histórico.