XV. Donde se cuenta con crudeza y dulzura juntamente, el parto de la Cienfuegos en la Nochebuena de 1937
En el salón destartalado y pintado de añil, unos milicianos alternaban con las suripantas aquella Nochebuena de 1937. Bebían todos coñac del pueblo a gollete y cantaban himnos revolucionarios.
Los picos de las narices, las borlas de los gorros y las manos aspadas, se entrecruzaban en rúbricas chinescas sobre la pared de añil, mil veces salpicadas de vinos y vómitos, desde 1916 que la Carmen fundó «La Dalia Azul».
En el otro testero del salón, un soldado de Etapas, mal tenido de puro vino, le daba tercamente al manubrio del organillo, que sonaba «Rocío, ay mi Rocío», con ritmo discontinuo entre los timbres y martinetes mecánicos del aparato. Cuando acababa la pieza, se precipitaba temblequeando sobre las llaves, como si no pudiera vivir sin aquel son, y volvía a sonar la misma «Rocío».
La Carmen, comitresa de la mancebía, junto a una estufilla de serrín, con los brazos cruzados sobre el halda y la greña en la frente, descabezaba un sueño agrio y antiquísimo.
Un miliciano de la FAI subido en la mesa comunal, comenzó a bailar unas bulerías entre las manos de sus corifeos, que palmoteaban tercos mirando hacia arriba como implorantes.
Olía a regüeldo agrio y a pelo frío, a tabaco verde y a coñac barato. Las voces de los juerguistas, astilladas y roncas, sonaban a voces de voces, a ecos de voces humedecidas por el flato del coñac.
Una pécora, agotada por la fatiga, se durmió de bruces sobre la mesa, mientras un miliciano negro y reseco —tagarnina— también modorro, se recostaba sobre su hombro y con la mano tonta y borracha le daba repasos a todo lo largo y lo ancho del espinazo.
El soldado de Etapas, cansado al fin, se sentó en la tarima del pianillo y a duras penas intentaba mover el manubrio y seguir con «La Rocío» desde su posición sedente.
En estas entremedias entró una furcia gorda, en camisón, con una tecla al aire y la otra entre dos luces.
—Que la Cienfuegos se ha puesto de parto —bisbiseó a la Carmen, pegándole a la oreja su agudo hocico de conejo.
La Carmen, durante un ratito, quedó lela, como si no entendiese, con el sueño colgado de las pestañas.
—¿Que está de parto?
Reaccionó al cabo y dándose dos manotadas en los muslos, comenzó una letanía de maldiciones contra la Cienfuegos, que alcanzaba a toda su parentela y cronología.
—¿Pero quién le manda a esta tía venir a parir aquí? Que ésta no es casa cuna, sino fornicativa. Que aquí se viene al recibo y no al respido. Que bastantes hijos sin padre estamos en el mundo para llegarse con aumentos. Que aquí debe tragarse cada una sus remuneraciones y no ponerlas de manifiesto a los nueve meses. Que éste es sitio de placeres y no de entuertos. De licores de vida y no de calostros. Que la clientela no acude a ver ñaclos, sino al esparcimiento de la ingle. Que el mundo está perdido… Que si por cada desahogo que hubo en esta casa desde que la fundé saliese ahora un mocoso, adiós mi madre, que el general Miaja iba a tener soldados para tomar en una noche el Asia Menor. Que no es de hembras agradecidas el dar fruto en estos sitios. Que aquí se oficia para ganarse la vida con el sexo y no para jorobar a la dueña. Que qué va a ser ahora de todas nosotras las del ramo de la pelvis como os dé, so blandas, por descuidaros el control. ¡Ay de mí, y qué desgracia más grande! En plena guerra y sin subsistencias, ¿cómo nos vamos a poner a criar mamones? Que aquí, por mis muertos, no alumbra nadie más…
El discurso de la Carmen, que había ido subiendo el diapasón a cada palabra, andaba ya a grito pelado cuando lo de «los muertos». Hasta los milicianos y las furcias del rincón habían suspendido la juerga y escuchaban con el gesto torcido de beodos, sin saber qué apostillar. El mismo soldado de Etapas, despabilado por los gritos, movía la cabeza afirmativamente dándole la razón a Carmen.
La dueña, al fin, se levantó de mala gana con ambas manos en los bolsillos del mandilón del oficio, en los que guardaba las llaves, las fichas, los profilácticos y otras minucias de su tráfico, y empezó a mover sus piernazas como sacos terreros, sin maldito el deseo de llegar a la habitación donde la Cienfuegos se retorcía con los dolores del parto…
A pesar de que la Cienfuegos llevaba nueve años en la facultad del catre, era la primera vez que se veía en trance de madre, al revés de lo que suele ser uso, ya que la danza empieza por la panza y no como en este caso de tanta anomalía.
A la Cienfuegos se la llevaron todos los demonios durante los nueve meses del embarazo, porque no atinaba en dar en cómo, cuándo y con quién pudo ser aquello.
—¿Pero cómo ha de ser, malaje? ¿Cómo ha de ser? Que te confiaste, que te creíste machorra, y luego del acto, en vez de hacer lo que debías, te quedaste traspuesta mirando al gusanillo de la bombilla; y se te agarraron los bichos a la bóveda del «Casimiro» —le decía la Carmen—. ¡Que eres una puñetera y perezosa y andas a bofetadas con la higiene! O a lo mejor te has prendado de un pisaverdes, y romanticona tú, has querido tener de él un nene. Que no soy nueva en el negocio y me sé muy bien todas las tablas. ¡A que va a ser del Hilario, el de las piernas largas, ese que cada vez que viene a verte pone la geta triste…!
—¡Ay, ay! —gritaba la coima—, esto es malismo.
Y luego se asía con ambas manos al cabecero de la cama y daba otro grito y otro hasta perforar todos los muros de la mancebía.
Los milicianos de la juerga, con el zipizape del parto se despabilaron un poco, pagaron y se fueron de mal talante, porque se les había enfriado el propósito. Además, sus respectivas parejas de relajo tomaron los gritos de la Cienfuegos como aviso de penitencia, y renunciaron al estipendio por si era mala suerte laborar con la entripada tan cerca, y en fecha tan señalada, al menos antes de la guerra. Sólo quedaron dos milicianos en la casa; el soldado de Etapas, dormido definitivamente junto al organillo; y Fabián, un miliciano grandón, inexpresivo y siniestro, que se plantó en el portalillo como un muñeco de yeso, sin más vida en su rostro que unos ojos negrísimos que seguían todo movimiento.
Las coimillas, compungidas de pronto, se sintieron hacendosas; calentaban agua, sacaban los pañales y trapillos que tenía en una cómoda la Cienfuegos; preparaban una cunilla antiquísima con mece-mece. Y todas en general, se refrescaron el rostro y se pusieron decentes, en lo que cabía.
Como no había más comadrona libre que doña Sacramentación —luego de investigar por teléfono entre las más propincuas al ramo de la putaña— la Carmen tenía miedo de que no quisiera venir, ya que la tal Sacramentación gozaba fama de puntillosa y redecente.
—¡Ay, Señor! —gritaba la dueña con el auricular en la mano— que todas las matronas están de oficio; que no parece sino que con la guerra a todas las mujeres les arrecian las ganas de suplir muertos. Y sólo está libre la melindrosa de doña Sacramentación, la que atiende a las señoritingas que paren sin quitarse el cobertor, por aquello de la decencia. ¡Ay, Dios! que ni va a querer poner el pie en esta calle; que así que se entere de quién es hijo el que está en puertas va a darle un repelús que para qué. Que qué vamos a hacer como no venga, que no somos nosotras gente perita en estas aperturas, aunque andemos en la parte…
Fabián, el miliciano grandón, que quedó en el zaguán como muñeco de yeso, al ver la atribulación de la Carmen, que ni se atrevía a echarle el teléfono a doña Sacramentación, con palabras torpes y sordas, se ofreció en persona para ir a recoger a la comadrona, con la absoluta seguridad de que no se le iba a resistir, pues según él, en materia de sacar a luz no había decencia ni incidencia y la ayudaora tenía que atenerse al presente y no a la ejecutoria del mandao. Que hasta los hijos de los reyes, o sea los príncipes, llegaban por el mismo puente hasta que no se inventase otro recurso; y sobre todo, que era muy peliagudo el ponerse a guiscar quién era hijo de madre decente por casadísima que estuviese y quién de desliz o pasatiempo.
La Carmen, luego de oír el resumido discurso le dio licencia con un suspiro, y el miliciano, palpándose el pistolón que llevaba en el íjar, salió con paso torpe hacia la casa de la virtuosa comadrona.
Lecheaba ya el cielo invernizo y la Cienfuegos seguía desliando la inacabable madeja de sus ayes. Era premiosa en el trámite. Porque, si ancha de gárgola por razones de oficio, nada tenía que ver esto para dar umbral a la criatura declaró «la Ochava», que tuvo siete hijos y ya sólo oficiaba de encargada, aunque en días de muchas prisas, si había algún cliente sin continencia, alternaba y pasaba por buena.
Todas las del tráfico hacían corro al lecho de la parturienta. Con los brazos cruzados sobre el anaquelillo del vientre y los ojos asentados sobre las ojeras moratonas, miraban el doloroso rebullir de la Cienfuegos. La cual, cuando le daba de firme el dolor, propendía a maldecir a todos los hombres, que no eran pocos, que habían pasado por su embozo en los diez meses últimos… Y más que a sus efímeros amantes, recordaba a sus santas madres, que bien poco debieron de participar, según se les alcanzaba a todas, en el hinchazón de la que gritaba.
En éstas, llegó Fabián con la comadrona, muy arrebujada ella en un «tres cuartos» negro y con el maletín chino de las aperturas en la mano. Y entró canelosa y sonriente, por la vecindad del siniestro miliciano. Y al respecto de los melindres de la Carmen, al no quererla llamar por aquello de los escrúpulos, dijo la dama:
—Tonterías, hija mía, tonterías, que en este menester de cerrajeras de la vida no podemos andarnos con finuras de moral; que lo que importa es la vida de la criatura y no la filiación sindical de la madre; que si no fuese una a darles paso y holgura más que a los hijos legítimos, muchos días quedaríamos mano sobre mano… Y sobre todo en estos tiempos de guerra, que las mujeres han enloquecido por falta de hombres y debilidad de la disciplina, andan todas por ahí con la enagua a rastras en busca de remedio perentorio… Y sobre todo, hija mía, que si cada muchacho al asomarse a esta atmósfera sacase entre los dedos un albarán certificativo de quién fue su padre, iba a estar la calle llena de soponcios varoniles e iban a faltar vigas donde ahorcarse tantos y tantos como les llegó el mandado de matute.
Doña Sacramentación, luego de dar un vistazo y tiento a la Cienfuegos, se puso los manguitos y dijo que la cosa venía rápida, aunque el muchacho estaba algo coronadillo. Y que hirviesen agua y tuvieran a mano la canastilla si la había.
El miliciano Fabián se tornó al zaguán y aparándose una botella de coñac que encontró sola y a media biografía, sentado, decidió esperar los acontecimientos con aire calmo.
Quedó tiempo para preparar aguas humeantes, paños y ropillas. Y siguió el mudo coro en espera del advenimiento. Algunas colegas se acercaban a la Cienfuegos para darle ánimo o a ofrecerle la mano para que ella se ayudase en sus aprietos, pero maldito si atendía a otra cosa que a su rosario de dolores.
—Venga, haz fuerza, guapa, que eso va.
—Hala pá alante.
—¡Si supiese quién fue el hijo de galga!
—Por la cara lo sabrás. ¡Haz fuerza!
—El parir es de bestias —decía la Carmen cada vez que salía del cuarto a boquear el frío de la amanecida.
Fabián, menudo a menudo, seguía cumpliendo con la botella.
Una coima salió con angustia del cuarto de Cienfuegos.
Y de vez en cuando se escuchaba agudísimo el grito berbiquí de la mala que debía tener ya el viviente en el mismo brocal de la luz.
* * *
Y ocurrió lo de siempre, cuando el corro de las mujeres, un poco fatigadas y creídas que la cosa iba para largo, salió al portalillo a orearse, nació el que se esperaba.
Fue una coimilla farisea la que asomó dando saltos de caña:
—¡Un chico! ¡Un chico! ¡Un chico hermosismo!
Al oírla, todas las que estaban en el portalillo de la mancebía callaron:
—¡Un chico hermosismo, chicas!
Y todas reaccionaron igual. Pretendiendo entrar en pelotón en el cuarto de la Cienfuegos. Menos mal que la Carmen, al advertir el movimiento del pupilaje, se cuadró en la puerta interceptando el paso:
—Un momento, un momento de paciencia. No abramos ahora que hace frío. Esperad que la comadrona y yo vistamos al roro. Esperad, digo; acabamos en seguida.
—¿Es hermosismo de verdad? —preguntó la gorda de la tecla al aire.
—¡Es un ángel de verdad! —dijo la Carmen con los ojos tiernos y la voz cortada… Tan cortada que acabó en un suspiro. Y se entró en el cuarto ceñida a la puerta para evitar la corriente.
* * *
—¡Hay qué ver, chicas!, ¿y no vamos a llevarle ningún presente al ñaclo nacido en noche tan señalada…? La pobre Cienfuegos, con estar así, lleva qué sé yo los días sin trabajar y no ha tenido la pobre ni pá ombligueras —razonó «la Ochava».
—Pues yo sí que tengo una cosilla para ella —dijo la reseca marchando a toda carrera hacia su cuarto.
—Y yo —ayudó otra.
Y todas se fueron desperdigando.
* * *
Por fin, la Carmen abrió la puerta del cuarto nuevamente con mucha ceremonia.
—Ya podéis entrar —dijo con el tono de voz y ademanes más tiernos de su bronca historia.
Y todas fueron pasando de prisa, pero en silencio. La Cienfuegos, sentada en el lecho, ligeramente apoyada en una torre de almohadas, sostenía al niño, vestido, entre sus brazos. Mostraba ella su rostro prieto de arreboles, iluminado por una vaga y tierna sonrisa, fija en el niño, que también parecía mirarla, sin llorar.
La habitación se llenó de coimas y del miliciano Fabián, que entró zaguero y sin soltar el casco del coñac. Ellas la miraban en silencio, con la boca entreabierta, respirando con suave anhelo.
La Cienfuegos, al fin, levantó suavemente los ojos de su hijo y miró a todos con extrema dulzura.
La Resequilla fue la primera en acercarse a la madre nueva, pasico a pasico. Le dio un beso en la frente y dejó sobre el embozo de la cama unas ropillas de niño, coloreadas de barquillo por el tiempo, que guardaba de un hijito que tuvo en sus años repletos. El que murió del garrotillo a poco de nacer. Las guardó siempre como único recuerdo de aquel hijo apenas entrevisto.
Y luego una a una, allegándose a la cama la besaban y dejaban algo: flores de papel, una fajita, un chalequillo de lana, una simple madeja.
Cuando desfilaron todas las reclutas, la capitana, Carmen, se acercó modesta y luego de hurgar en su bolsillo, dejó unos billetes sobre el cobertor.
Y vieron todos que el miliciano Fabián sacaba un talonario y firmaba un papel con mano temblorosa. Luego, se aproximó al lecho con timidez y dejó una de aquellas hojas del talonario entre los demás presentes.
—Es un vale de la Cooperativa de la C.N.T., ¿sabes? Un buen vale. Tendrás para comer una semana.
Volvió el silencio. La Carmen se sentó sobre la cama a media anqueta. Todas la imitaron: unas en sillas, otras en el suelo. Apretadas, unas junto a otras, sin hablar, sin quitar los ojos de la madre y del hijo… Alguna sollozó. Otras no despegaron el pico por no romper a llorar. Sólo el miliciano y la matrona, ésta con el maletín en la mano, permanecían en pie. Así pasó un largo rato. La mañana pintaba de gris los cristales. Casi todas cabeceaban rendidas por el sueño. Sólo la Cienfuegos velaba. La comadrona marchó sin decir nada. De pronto se escuchó un suave golpe sobre los vidrios del ventanuco, como si alguien hubiese rozado en ellos con un objeto blando.
Algunas abrieron los ojos soñolientos.
—Han dado en la ventana con un ramo de flores —dijo una bisbiseando.
—No, ha sido una paloma blanca, la he visto bien —afirmó la Carmen.
La Cienfuegos, sin decir nada, miró a la ventana y sonrió. Luego bajó los ojos hacia su hijo.
Todas, sin obtener explicación, volvieron a su modorra.
Fabián, que se había sentado en el suelo, apoyada la espalda en la pared, entre beodo y adormecido, en vano intentaba desperezar su voz con un amago de cantar:
Ha nacido el niño,
madre.
Ha nacido… en… un
portal.
Ha nacido…