XI. Ahora se relata el raro destino de los toros para la corrida del 19 de julio de 1936, con algunas disquisiciones y recuerdos
Comenzó la guerra el día 18 de julio y la corrida que había anunciada para el 19 ó el 20, quedó platicada. Los bichos encerrados en los corrales; y la bandera tricolor izada sobre el tejado del palco presidencial.
Nadie estaba para corridas y los animales tronaban de hambre en su encierro.
A partir del tercer día de dieta, cuando las cosas empezaron a ponerse cicutrinas para los «astados» —como decía la afición—, que para los hombres ya lo estaban gravísimas, Delfín, el guarda de la Plaza de Toros, montó guardia permanente en el Ayuntamiento, por ver si le daban solución.
El pobre Delfín, tal era el paleo, no sabía bien a quién dirigirse. Gentes que entraban y salían. Presos, milicianos, noticias, bulos, nerviosismo y agitación por todas partes.
Cuando veía a alguien que tenía pinta de mandar mucho se acercaba con su cantilena:
—¿Que qué hago con los toros?
—¿Qué toros?
—Los de la corrida que iba a haber, ¿cuáles van a ser…?
—Haz lo que quieras.
A lo mejor alguno de los flamantes mandamases se dirigía a él:
—¿Y tú qué quieres?
—¿Que qué hago con los toros?
—¿Con los toros? Pues… toréalos.
Delfín y su familia temían que los toros, aguijoneados por el hambre, rompiesen las portadas del corral y saliesen cual centellas por las calles del pueblo.
Durante la noche mugían como volcanes. Todo el barrio empezó a impacientarse a pesar de que había pan y con qué engañar impaciencias.
Delfín, desesperado, consiguió organizar un comité de vecinos, encabezado por dos milicianos y con ellos se llegó nuevamente al Ayuntamiento para ver si daban con el concejal síndico que a pesar de taurófilo, era compasivo. Éste no tardó en darles una solución patriótica.
—Esos toros hay que conservarlos para dar una corrida «por la causa» en el momento oportuno.
—Sí, pero habrá que conservarlos vivos. Comiendo, quiero decir —razonó Delfín.
—Es que si no comen, a lo mejor hunden el coso —razonó uno de los milicianos— y se cepillan a bastantico personal.
El concejal síndico comprendió el razonamiento con facilidad. Tomó un talonario de vales y, sin decir más, empezó a firmarlos.
—Ahí tienes vales. Compra cada día un carro de alfalfa y se lo echas. ¿Habrá harto?
—Yo no entiendo mucho del yantar de los toros, pero supongo que con eso siempre tendrán para dar una mascaílla… ¿Y cuando pase el tiempo de la alfalfa?
—Coño, no aprietes. Ya habrá otro companaje que darles. Tú ahora tira de los vales, a carro por día. Y si ves que sobra, ¿tú me comprendes?, a medio carro, pongo por caso. O si falta, ¿tú me comprendes?, a carro y medio.
—Desde luego, ahora al principio comerán más por aquello de los atrasos.
—Bueno. Asunto resuelto. Salud, camaradas.
Cuando la comisión salió del Ayuntamiento, como ya no tenía objeto su razón social y política, cada uno marchó por su lado. Y Delfín, a contratar su carro de alfalfa diario con un alfalfero de Argamasilla.
Delfín pasó mucho rato pensando quién era el curro que le iba con la primera ración a los berrendos. El asunto se lo arreglaron su primo Plinio, que ya había cesado como jefe de la Guardia Municipal, y don Lotario, el veterinario.
—Es muy fácil, Delfín. Descargas la alfalfa en el ruedo. Abres con tiento las puertas del corral y ellos entrarán derechos al condumio. ¿Corriente?
—¿Y mañana?
—Al revés. Hoy, cuando estén comiendo, cierras las puertas del corral. Allí descargas el segundo carro. De modo que sin riesgo, cada día, les echas el alpiste en una mesa distinta. ¿Corriente o no corriente?
—Corriente.
Contaba luego Delfín que al abrir la puerta del corral al ruedo, los toros, tan apretados y furiosos quisieron salir, que tres de ellos se encajaron en el umbral y los otros tres se remontaron sobre los encajonados; propiamente como en una escultura… Y que el carro de alfalfa fue visto y no visto.
En lo sucesivo la preocupación de Delfín era ésta: «Hoy toca corral, hoy ruedo, hoy corral, hoy ruedo».
Con el tiempo, los toros se fueron domesticando y Delfín los trataba como de la familia. Hasta montó el pequeño comercio de cobrar a los chicos un real por dejarlos pasar a ver los toros, que gordos y sesteando por el ruedo miraban con melancolía.
A medida que los toros engordaban y se hacían civiles, la bandera de la frustrada corrida puesta sobre el palco presidencial se ajaba y perdía la color.
Yo que a mis dieciséis años sólo había visto becerradas, porque nunca me dejaron en casa ir a corridas grandes, iba algunas tardes con los amigos a pagar el real a Delfín por ver los toros desde el tendido.
Mis amigos se reían de mí porque nunca había visto toros de muerte. Pero creo que yo les aventajaba en que tenía la emoción de los toros completamente intacta. Había vivido la gran peripecia de la fiesta hasta la misma puerta de la plaza, sin el seguro desencanto del final de la corrida.
Las tardes que había toros mamá no conseguía que durmiésemos siesta. En seguida de comer nos asomábamos a la ventana del comedor de abajo para «ver la animación». Y veíamos cómo poco a poco se iban integrando todos los elementos fundamentales de la corrida. Muy a primera hora pasaban los músicos muy contentos a tomar café al casino, con su instrumento metidito en su estuche, debajo del brazo. Y en seguida el cascabeleo de las mulillas y el trallazo de los muleteros, vestidos con pañuelos de colores al cuello, gorra de visera y alpargatas blancas. Hasta que llegaba la hora paseaban y repaseaban las calles para que las gentes viesen la majencia de sus arreos y gualdrapas y se animasen a la corrida. Eran mulas nuevas, americanas, lustrosas, con leyendas en la grupa hechas a punta de tijera; sedas con los colores nacionales, atalajes claveteados y los cascos pintados de purpurina. Los muleros, que solían ser los crudos del pueblo, gustaban de hacer garzonías y machadas, refrenando o picando a las candongas, que trotaban cernidillo y jubilosas como si se les alcanzase la fiesta.
Los chicos seguían a las mulillas tan pegados a los arrieros, que éstos tenían que volverse y amenazarles con el mango de la tralla o decirles cosas de los padres y de las madres.
Luego pasaba Jerónimo, el que solía pedir las llaves, en su caballazo blanco, que lo llevaba con las crines trenzadas con cintas de colores. Iba vestido de andaluz. Con una mano en la cadera, al arranque del zajón; puro en la boca, y la otra mano en las riendas del bridón. Reía siempre saludando a todos con leve movimiento de cabeza y el calañés torcido, sujeto con anchísimo barboquejo. Las mujeres maduras salían por verle el talle, que bien sujeto con el pantalón ceñido y los zajones, se le remeneaba al paso de rima del jaco albo.
En la puerta del Ayuntamiento empezaba a formarse el cortejo. Los músicos amenguaban la espera sacándole escalas locas a sus instrumentos. Los hijos de los músicos, con pretexto de llevarles el estuche del instrumento, aparecían pegaditos a sus líricos padres, para colarse en la plaza al abrigo de la solfa.
El abanderado de la charanga desliaba la enseña, ornada con cintas conmemorativas de concursos ganados, cuya asta remataba una lira de latón, abrillantada con sidol para las ferias.
Cuando la hora estaba ya muy próxima, acudían a las puertas de las Casas Consistoriales todos los elementos hasta ahora dispersos y callejeros; los mulilleros, los monosabios, Jerónimo el caballista, y el maestro de la banda, don Santos, la gorra de su uniforme caqui cuajada de laureles dorados y la batuta negra en el bolsillo alto de la guerrera, que casi le rozaba la sotabarba.
Los guardias municipales, que iban de tifus, formaban tras su gran jefe Plinio, relucientes los sables y gozosos por la buena tarde que les esperaba. La guardia civil, por parejas, con la quijada sujeta por el barboquejo de charol y sobre el pecho el aspa amarilla de sus correajes se apoyaban sobre sus bajos mosquetones de caballería, y aguardaban la orden del sargento que empuñaba el espadón casi con aire belicoso.
Llegaban en seguida los de la Cruz Roja al compás de los tambores y el quirio de las trompetas, flotando sobre ellos las camillas cubiertas con lona color chocolate y mirillas doradas, para ver —creía yo— si se había muerto el herido.
Salían luego los alguaciles con el gran cestón en el que iba la merienda del señor alcalde y compañía. Cestón tan bravo que las gentes se daban en imaginar que iban allí los festines del Rey Baltasar… pagados con los dineros del contribuyente.
Cuando el reloj de la iglesia daba la hora, media antes de empezar la corrida, salía el pregonero con un manojo de cohetes bajo el brazo, y arrimándoles la punta de la tagarnina los disparaba desde el centro de la plaza, y a esta señal poníanse los músicos en hileras y los demás componentes del cortejo en el lugar que les correspondía, según la tradición. En cabeza, la Banda Municipal; en el penúltimo lugar, bien lejos, la de trompetas de la Cruz Roja. Y al final, cerrando, las mulillas.
Se arrancaba. Don Santos alzaba como un mago su batuta negra. Miraba uno por uno a sus musicantes y cuando estimaba que todos y todo estaba en orden, sacudía el palillo y rompía la banda con el viejo pasacalle.
Al «sentir» la música, la gente de los casinos y bares se ponía nerviosa y se echaba a la calle con sus zapatos lustrados y el puro a medio arder. Y aquellos señores tan mayores parecían niños, por la cara de gozo que llevaban a los toros y el paso ligero que hacían detrás de la Banda.
* * *
Yo no sabía de toros, pero de banda sí. Y mucho más que mis amigos. Las noches de verano, cuando ensayaban en la Academia con las ventanas abiertas, yo me aferraba a los hierros y pasaba horas y horas mirando a los músicos y a don Santos en mangas de camisa dándole a la solfa. Me sabía el nombre de todos los músicos, de todos los instrumentos y de la mayor parte del repertorio. Y desde luego, la mímica, tacos y reacciones de don Santos en el trance de dirigir y ensayar me los tenía tan sabidos que en mi casa lo imitaba con regocijo de todos.
Ensayaban los músicos ante larguísimos atriles de pino y el maestro sobre un alto podium. Don Santos, delgado, con cara de enfermo de estómago, bigote plano y gafas de oro, se entregaba en cuerpo y voz a su banda… Empezaban a tocar un pasaje y si la cosa iba bien, el maestro se calentaba y cada vez extendía más la órbita de su batuta. Pero si de pronto había un fallo, ¡cataplum!, golpazo en el atril y voz de mando: «¡Alto! ¡Fa sostenido, fa sostenido, mendrugo! —le decía al infractor—. ¡Venga, dalo!». Y el músico, un poco corrido, ensayaba «el fa» varias veces, hasta que salía a gusto de don Santos. Vuelta a alzar la batuta y a empezar: «Venga, desde ese fa». Y arrancaban otra vez tomando carrerilla. La sombra de los brazos de don Santos se veía sobre la pared como las alas de un pájaro informe.
—«¡No, no es así, infelices! ¡Fuera! Hay que frasear así: tarará, tarará, tara tararí…».
Los pobres músicos, todos artesanos y lo que se dice poco virtuosos, sudaban y a cada voz del maestro iban encogiéndose en sus asientos de pino.
A veces, cuando el desastre era muy grande, don Santos, echando espuma por la boca, tirada la batuta al suelo, se bajaba de la tarima y se sentaba en una silla con la cara entre las manos.
Si en vez de ensayo era concierto público, a cada metedura de pata de sus músicos, don Santos, intentando disimular, daba una encogida, como si le diese un rayo de vientre y quedaba pálido.
En el pasacalle de los toros, aunque hubiese un fallo, don Santos se enfadaba menos.
* * *
Iba la comitiva serpenteando calle arriba entre tanto ruido y polvo. Y muchos que por angostura de bolsillo o de optimismo habían decidido no ir a los toros, ahora envidiosos de la euforia unánime y removidos por la música alegre, se incorporaban a los marchantes improvisando alegría.
Yo me ocultaba para que no me vieran los amigos que arrogantes iban junto a su padre al gran banquete taurino.
Las gentes que, como yo, se quedaban, desde ventanas, balcones, puertas y bordillos de la acera veían el desfile entre sol y polvo con ojos melancólicos.
Después de este desfile, que arrancaba de la plaza, el otro que se iniciaba en la calle de la Feria comenzaba en la misma puerta de la Fonda de Marcelino. Allí se apiñaban los curiosos esperando la salida de los diestros, que irían en coche descubierto. Y pasaban los automóviles y los coches de caballos de las principales familias. Y los coches de los forasteros que venían de los pueblos próximos para ver la corrida.
Por fin aparecían los toreros en la puerta de la Fonda, nerviosos, pálidos, ligeros, con los capotes de paseo al brazo. Parecían completamente despegados de aquella alegría colectiva. Miraban recelosos y no hablaban con nadie, ni entre ellos. Cuando arrancaban sus coches de caballos se les veía envarados, con las rabadillas en el borde del asiento, mirando casi con rabia a aquellas multitudes henchidas de comida, puros y copas, que iban a ver si había sangre.
Los chicos señalaban:
—Mira, ése es Bienvenida.
—No; es Lalanda.
En otros coches iban banderilleros y picadores. Estos últimos, gordos, crudos. Bajo sus sombreros anchos parecían más corrientes y solían sonreír al público.
Y detrás, más automóviles descapotados, y landós con señoritas con mantillas y madroñeras. Se suponía que todos aquellos coches lujosos llevaban buenas meriendas y botellas de vino de jerez.
Acabado el desfile y llegada la hora de la corrida, las calles quedaban casi desiertas. Los que no íbamos a los toros volvíamos a casa entre melancólicos y envidiosos. Parecía como si toda la vitalidad y gozo del pueblo estuvieran concentrados en un solo sitio y los demás fuéramos los pobres de dinero o espíritu.
De vez en cuando, sobre la acera, se oía el taconeo de alguna chacha endomingada que iba hacia el ferial. O grupos de gentes del campo vestidas con sus crujientes blusas nuevas que caminaban despacio comiendo cacahuetes.
A veces, el aire traía el abanicazo de una ovación desde el coso. O un «¡olé!» monstruoso. Y luego, silencio larguísimo; o algún retazo de pasodoble.
Las horas que duraba la corrida eran interminables para todos los que no íbamos. Sin decir nada, yo estaba con el pensamiento en aquel coso que debía ser el mismísimo paraíso.
Salíamos endomingados cuando estaba para terminar. En seguida se oía una gran algarabía. Empezaba de nuevo el desfile de automóviles. De gentes sudorosas, llenas de polvo, un poco deshinchadas. Algunos traían en la mano banderillas ensangrentadas. Las mulillas entre el gentío. Las botas de vino desinfladas. Los rostros congestionados. Los músicos, desperdigados, con los instrumentos bajo el brazo para tocar en seguida en el Real de la Feria otra vez y sus hijos de la mano. El coche de los toreros, que ahora, a pesar de la fatiga, parecían sonreír un poco, pasaba entre la gente que los increpaba o aplaudía, según hubieran ido las cosas. Los alguaciles con el cestón vacío parecían desilusionados. Los monosabios como manchas de sangre entre el gentío. Los carros de Boni, el de la ternera, con los toros muertos. Gentes por todos los lados, que iban a sus casas para quitarse el polvo y volver en seguida al tráfago de la feria. Los automóviles volvían con mucha prisa porque las señoritas tenían que cambiarse de vestido y marchar en seguida al baile para continuar sus trabajos de amor. Chicos que pasaban a la plaza de toros en busca de restos de la pasada fiesta: los refregones de sangre, alguna banderilla… Los grandes carteles de colores que por todos lados anunciaron la «gran corrida» se habían hecho viejos en dos horas y nadie los miraba.
* * *
Durante aquellos días tristes de la guerra, cada vez que iba a la plaza a ver los toros de Delfín recordaba todas aquellas imágenes de mi niñez sin toros.
Pasaban los meses y los toros seguían en la plaza. Delfín, de vez en cuando, tenía que renovar gestiones en el Ayuntamiento para que le autorizasen nuevos vales de pienso para sus bichos.
La cosa terminó como tenía que terminar. Una mañana de la primavera del 37 oímos grandes voces y ruido de gentes por la calle. Nos asomamos entre ventanas. Era una gran manifestación de mujeres solas, de muchísimas mujeres, que gritaban cosas confusas: «Tenemos hambre»… «No hay derecho»… «No más injusticias»… «No estamos para engordar toros mientras los demás no catamos carne»…
Parece ser que aquel día no hubo absolutamente ninguna carne en el mercado, que ya escaseaba mucho tiempo atrás y alguien se había acordado de los toros de Delfín.
Armaron tal asonada frente a la puerta del Ayuntamiento, que el alcalde tuvo que salir al balcón a apaciguarlas, decirles que tenían razón y que aquella misma tarde se sacrificarían los seis toros de la corrida famosa y se vendería absolutamente toda en el mercado al día siguiente. Se apaciguaron los ánimos y unas horas después pasaron seis carros, cada uno cargado con un toro, ya apuntillado, camino del matadero, donde los descuartizarían.
Hubo carne de sobra para todos durante unos días, y el pobre Delfín, sentado, tristón en la puerta de la plaza, solía entretenerse en contar a todos las gracias y desgracias de cada uno de aquellos toritos casi criados a su pecho.