XIII. Libro verde sobre el «movimiento continuo» de Teodomiro García
La cosa fue que un día se presentó en nuestra fábrica de muebles «El Infierno» un antiguo amigo del abuelo, creo que alicantino, que luego de encerrarse con él en el despacho, le comunicó la anhelada fórmula del movimiento continuo «sin posible parada», según frase del inventor.
Parece que extendió unos burdos planos sobre la mesa, ante los que explicó con todo detalle el funcionamiento de aquel aparato imaginado.
Quiero recordar que era algo así como una rueda de noria y que cierta bola de metal puesta en cualquiera de los cangilones a manera de pesa, obligaba al giro durante un corto espacio y cuando acababa su virtud motora, por no sé qué sutil mecanismo, la bola pasaba al cangilón o cucharilla inmediatamente anterior, engendrando a la rotación sin fin, según el de Alicante.
Yo no sé en qué mal cuarto de hora topó el inventor al abuelo Luis, que todo lo vio «claro como la luz del día» y decidió protegerlo. A todos los operarios del taller, reunidos en corro antes de entrar al trabajo, les explicó entusiasmado el invento. Y lo hacía moviendo las manos con tal verismo como si aquel aparato sin reposo posible, estuviese ya ante sus ojos produciendo inacabable energía. Los oficiales del taller le escuchaban con la boca abierta y se lo creyeron todo. La luz del milagro había entrado en aquella casa e iluminaba el aserrín, los tablones, los bancos y las máquinas, ahora paradas.
Había que darle tiempo a Teodomiro —el inventor alicantino— para que realizase una maqueta de su arte. Y a regañadientes de la abuela, el abuelo mandó a Teodomiro a la huerta que tenía a media legua del pueblo, para que, con el mayor reposo y soledad, pudiera dar cima a su aparato. Se le proveyó de herramientas, maderas, metales y qué sé yo cuántas cosas más; amén de darle orden a la casera para que tuviese bien servida la mesa, cama y lumbre del raro ingenio mientras durase la confección de la maqueta, matriz de aquel río de dinero.
Durante meses el inventor permaneció enhuertado, entregado a su trabajo. Alguna que otra tarde, el abuelo y Lillo cogían la tartana y el caballo y se iban a ver a Teodomiro. Y siempre volvían haciéndose lenguas de la habilidad manual de aquel hombre; de su rara industria para resolver con tan escasos elementos todos los problemas que planteaba la confección del precioso y preciso aparato.
La única persona de la familia que se mostraba clamorosamente escéptica del inventor era la abuela, que temía se comiese todas sus gallinas, conejos, berzas y frutas, sin otro resultado que un armatoste inservible. «Si fuese tan listo como creéis —decía el abuela— no estaría sin una perra como está».
Era inminente la conclusión del aparato. El abuelo y Lillo no daban paz a su entusiasmo, al comentar lo bien que iba aquello.
Corrió la noticia por el pueblo y en todas partes se decía que «Luis el del Infierno, tenía escondido en su huerta al hombre de movimiento contino». Expresión ésta no muy clara para todos, ya que los más creían que lo de contino del movimiento no era virtud de aparato alguno, sino del hombre mismo, de Teodomiro, que no podía estarse quieto. Que tenía algo así como el baile de San Vito o no sé qué otro linaje de móvil patología. Para otros la especie era menos desviada y pensaban que aquel ingenio sería algo así como una tarabilla incansable, que acabaría por enloquecer a cuantos tuviesen la osadía de contemplarla un rato. En el fondo, agudos y romos, convenían en atribuir a aquel hombre y a su invención cierta condición demoníaca, desacorde con los pausados ritmos de la naturaleza y la razón.
Cuando ocasionalmente el inventor venía al pueblo por algún trebejo urgente y preciso para su arte, los vecinos se lo señalaban por la calle: «Ése es el del movimiento contino». Y Teodomiro, consciente de su misteriosa popularidad, pasaba entre las gentes con aire ensimismado e impenetrable, cual si detrás de su frente estuviese la luz sobrehumana que nunca llegaría a los demás mortales.
* * *
Un domingo muy de mañana, la abuela, el abuelo, Lillo y no sé quién más, se fueron a la huerta, sin dar parte a nadie del verdadero objeto del viaje. Marcharon con el gesto hermético y orgulloso, como si llevaran la piedra filosofal en la maleta. Fue, como luego supimos, el día de la gran prueba.
Cuando a la noche regresaran en la tartana, seguro que traerían la gran noticia: el famoso y anhelado movimiento continuo habría nacido para el mundo en Tomelloso. Mejor dicho: en la huerta de Luis el del Infierno, que había protegido y hospedado al rarísimo sabio.
Pero… palabras de la tía Frasquita: «Bien entrada la noche, cuando los vi bajar de la tartana, dije para mí: malo, malo, el movimiento contino se atascó».
Llegaron con las caras muy largas. La abuela refunfuñando y con los labios apretados, como siempre que se salía con la suya. El abuelo traía liado en un paño un armatoste bastante grande. Entraron casi sin saludar. Habían cenado en la huerta con Teodomiro, que quedó allá.
Pasaron el abuelo y Lillo al comedor, destaparon el «trasto» —como lo llamó la abuela desde entonces—, lo pusieron sobre la mesa grande, y empezaron a darle vueltas y revueltas, echando en un arcaduz y en otro la bola de hierro.
La abuela entraba y salía al comedor, diciendo para sí, para la tía Frasquita o para la criada o para los demás: «quince pollos se ha comido, seis conejos, diez palomas y qué sé yo cuanto de tó».
A la segunda o tercera ronda de lamentaciones, el abuelo, que era tan polvorilla, no pudo aguantarse y saltó:
—¿Pero te quieres acostar ya, puñeta? Tanto darle a los conejos y a los pollos. ¡Hale, a la cama!
… Total, que aquello del movimiento continuo se paraba. Le echaban la bolita en un cangilón y empezaba a girar lentamente, porque la esfera cambiaba muy limpiamente la cucharilla tres o cuatro veces, pero al poco, nadie sabía cómo, aquello se paraba y había que volver a echarle la bola en una de las cucharillas que estaban en lo alto, para reanudar el breve movimiento.
—Aquí pasa algo raro —decía el abuelo—. Algún detalle, con las prisas, ha omitido este hombre.
—¿Con las prisas? —saltaba la abuela—. Puñeta, si no llega a tener prisas se zampa la huerta entera.
—Esto, tal y como está concebido, no tenía más remedio que marchar. La idea está clara. Y no pararé hasta saber lo que pasa aquí.
* * *
Dos días después, el abuelo, sin encomendarse a nadie, con una gran maleta de madera que hizo para poder transportar aquella máquina, se largó a Madrid para consultar nada menos que a don Leonardo Torres Quevedo. Lillo, naturalmente, se fue con él.
* * *
Regresaron tres días después. Vinieron sin la maleta de madera que contenía el aparato. Ya no eran precisos tantos cuidados. Llegaría facturada en pequeña velocidad. En casa lo esperaban algunos amigos, los operarios y el pobre Teodomiro, que estaba seguro de que Torres Quevedo habría dado con el pequeño quid que faltaba.
El abuelo, al ver que lo esperaba tanta gente, y entre ellos el inventor, quedó contrariado.
—¿Y mi maqueta? —fue lo primero que preguntó Teodomiro.
—Viene facturada. No te preocupes.
—No es ésa la manera de tratar un aparato tan delicado —dijo casi haciendo pucheros.
El abuelo, con la boca muy apretada y casi por encima de las gafas, lo miró sin hacer ningún comentario.
—¿Qué les ha dicho el señor Torres? —preguntó alguien.
El abuelo se quitó el sombrero y se pasó la mano por la calva. Por fin se le encendieron los ojos tras los cristales y sonrió con cierta amargura.
—A veces —dijo—, y yo el primero, hacemos mal en despreciar a las eminencias. Tú y yo, Teodomiro, pobres artesanos, creemos estar en el secreto de todas las cosas mecánicas, cuando la verdad es que todo se rige por unas leyes superiores que nosotros, como no hemos estudiado, no conocemos… Sabemos manejar herramientas, resolver problemas sencillos por ingenio, por experiencia o por instinto. Pero no estamos en condiciones de poder comprender las grandes leyes que fundamentan la ciencia… (y continuó así con un largo prólogo que Teodomiro escuchaba impacientísimo, dispuesto a saltar en cuanto hallase una rendija).
—Pero bueno, ¿qué ha dicho? —preguntó al fin Teodomiro con los ojos llenos de angustia y la voz casi mendigante.
—… El fracaso no ha sido sólo tuyo, sino mío también… y de Lillo.
Lillo levantó las cejas con un gesto de cómica resignación, porque el abuelo, siempre que le venían las cosas mal, hacía partícipe a Lillo.
—¿Qué fracaso?
Entonces el abuelo explicó a su manera las razones físicas que le diera el sabio don Leonardo Torres Quevedo, que, al parecer, ni se dignó mirar el aparato. Vino a decir que todo movimiento de las cosas naturales, como el de las manufacturadas, se producía mediante energía venida de fuera, que no puede salir del mismo movimiento… Que el caballo corre porque come de fuera de sí: energía. La tierra se mueve porque la atraen otros astros: energía… Y que hasta ahora no hay nada ni podría haberlo que se mueva por sí mismo y se alimente de sí mismo, porque si ocurriera acabaría anulándose al transformarse ello mismo en energía… El hombre, si dejase de comer de fuera, acabaría comiéndose a sí mismo para subsistir, hasta matarse… Las plantas crecen y se ponen verdes y dan frutos porque reciben de fuera el sol, el aire y el agua: energía… El movimiento continuo, señores, según la ciencia y el sabio don Leonardo, es una utopía, o lo que es lo mismo, es imposible.
—¡Eso es mentira! —saltó Teodomiro desencajado—. Falta un pelo para que mi invención sea perfecta… Así que lo estudie unos días más hallaré el impulso necesario para que la esfera pase incesante de cangilón en cangilón…
El abuelo suspiró al oír aquello de «unos días».
—Desengáñate. No falta ningún pelo. Falta nada más ni nada menos que una nueva ley de la Naturaleza… Tú lo oíste bien, Lillo.
Lillo asintió con la cabeza.
—Falta que Dios haga el mundo de otra manera. Lo dijo bien claro el señor Torres, que por cierto estuvo muy amable con nosotros.
* * *
El abuelo rogó a Teodomiro que se quedase en casa unos días y poco a poco, con buenas razones, consiguió amansarlo. Como el hombre no tenía dónde caerse muerto, porque su último modo de ganarse la vida había sido con un «tiovivo», que perdió en un incendio feroz que hubo en la feria de Tordesillas, el abuelo le brindó la idea de que se construyese en el taller un nuevo «tiovivo» o «caballitos», como los llamábamos allí. Que luego los pagaría poco a poco, conforme le llegasen las ganancias.
En poco más de un mes quedaron listos «los caballitos», que se movían a brazo. Los caballos, muy propios, eran de madera, pintados unos en rojo, otros en negro y otros en blanco. Con barras de latón y carteles pintados a base de dibujos de flores y pájaros.
Para inaugurarlo y sacar las primeras perras, Teodomiro instaló su «tiovivo» junto a la Plaza de Toros, porque ya estábamos en vísperas de feria. Y la gente se acercaba a verlo, tan flamante. Y decían: «Mira, éste es el movimiento contino que han hecho en “El Infierno”. Y ése es el inventor». Y señalaban al pobre Teodomiro, que metido en el centro del «tiovivo», empujaba una a una a las barras de latón para que los caballitos no se parasen y los niños que iban sobre los durísimos caballos de madera pudiesen hacerse a la idea de que galopaban.
El abuelo y Lillo solían dar algún paseo a la anochecida por el Paseo del Hospital, y se detenían melancólicos cerca de la Plaza de Toros a ver al pobre Teodomiro trajinar con sus «caballitos».
—Parece que tiene parroquia —decía Lillo.
Y el abuelo suspiraba y decía:
—¡Ay! Lillo de mi alma. Que nunca acaba uno de aprender.
* * *
Cuando llegó la guerra, por agosto del 36, un operario dijo una tarde al abuelo:
—¿A qué no sabe usted quién está junto a la Plaza de Toros?
—No.
—Teodomiro con sus «caballitos».
—¿Los mismos?
—Los mismitos, tan tiesos.
—Pero si hace treinta años que se hicieron.
—Pues allí están. Ahora los mueve con un motor de gasolina.
—Es que hay que ver qué bien trabajaba el dichoso Teodomiro. Durarle todavía los «caballitos».
Y aquella misma tarde el abuelo y Lillo se fueron a ver a Teodomiro. Yo también fui. El hombre estaba ya muy cascado. Llevaba unas gafas muy gordas y aun con ellas apenas veía. Su «tiovivo», el mismo, aunque pintado de otra manera, se llamaba «El Movimiento Continuo». Teodomiro estaba sentado muy tranquilo tras una ventanita, mientras el motor de gasolina movía el artilugio, un chico cobraba y una gramola tocaba «Rocío».
Cuando consiguió conocer al abuelo y a Lillo, salió corriendo a abrazarlos. Luego se sentaron en un aguaducho que había allí cerca a celebrar el encuentro. El Teodomiro les contó sus aventuras durante tantos años y respecto a la guerra dijo que era cosa de unos días.
Al marcharse comentó el abuelo a Lillo:
—Cuando Teodomiro dice que la guerra va a durar unos días, es que tenemos para años. Toda su vida fue un optimista.
—Y tú también —saltó Lillo.
El abuelo quedó parado, se rascó la oreja y añadió:
—Y lo soy, qué coña, si no cómo iba uno a vivir.
En aquellos paseos del Hospital, bajo el ambiente de la guerra, sólo había chiquillos, algunos de ellos vestidos con gorros de milicianos, que subían sin cesar en «El Movimiento Continuo» de Teodomiro el inventor.
* * *
Pero la historia no había concluido. No concluyó hasta finales de 1937. Teodomiro resistió junto a la Plaza de Toros todo aquel tiempo, hasta que una noche apareció muerto en su posada. Debió sentirse malo unas horas antes, porque le dio tiempo a dejar una carta escrita en la que decía que entregasen su negocio y enseres al abuelo Luis, en prueba de su vieja amistad y reconocimiento por los desvelos que se tomó por él en otro tiempo de juventud.
El abuelo le dio sepultura y se llevó al sótano de la casa aquellos viejos «caballitos»… Todavía, hasta hace poco, anduvo por allí una tabla que tenía escrito en letras rojas «El Movimiento Continuo» de Teodomiro García.