XVI. Viene ahora la tristísima historia de los evacuados de Bujalance, con unas coplas finales

Casi todos los evacuados que trajeron a mi pueblo cuando las cosas de la guerra apretaron por el Sur fueron de Bujalance. Luego vinieron otros de El Escorial, que eran de mejor ver.

Los de Bujalance llegaron como una tropa embarrada y maldecida. Con ropas de colores claros los hombres, de colores chillones las mujeres. Pero ropas sucias que olían a hoguera y a pringue. Llegaban arrastrando sus pobres enseres y sus niños raquíticos, con hambre de siglos. Era la Andalucía trágica de los dramas sociales, del gazpacho y la cata de aceite, del paro y el jornal misérrimo. Y ahora, por si todo era poco, perseguidos por los obuses.

En la plaza se bajaban de los camiones donde venían hacinados y quedaban, familia por familia, aislados, varados en pequeños núcleos, con los rostros inexpresivos, rodeados de colchones despanzurrados, alguna sartén y mantas pardas con parches y quemaduras.

Luego, los milicianos los conducían a los sitios destinados para su cobijo. Iban por las calles en haraposa procesión, con los niños pequeños en la cadera y los sacos a rastras. Algunos llevaban enredados en las piernas algún perrillo escuálido. Iban mirando al suelo, con una fatiga infinita. De vez en cuando echaban una ojeada para recontar mentalmente sus familiares y objetos.

* * *

En casa siempre hubo dos locales comerciales para alquilar. En uno estaba el estanco de Pedro Eugenio; al otro, vacío desde que quitó Ramoncito la zapatería, nos destinaron una de las familias evacuadas de Bujalance. Se componía de un matrimonio joven, con cinco o seis hijos amarillos y escrofulosos.

Cuando supimos que estaban instalados, bajamos mamá, Pepa la muchacha y yo.

Bajo una luz amarilla altísima estaban todos sentados, inmóviles, sobre desfilachadas colchonetas. La fatiga los tenía medio amodorrados, ausentes; miraban sin ganas ni decisión una lata de lentejas cocidas y unos tomates que les dejaron los milicianos.

Cuando saludamos, el hombre, un anciano ya a los cuarenta años, hizo el vago ademán de levantarse la gorra, clara en su origen, ahora cotosísima. Mamá acarició a los niños que se encogieron entre tímidos y atemorizados.

Se ofreció a los nuevos vecinos para lo que pudiera. Ellos apenas contestaron. Dijo luego mamá a la Pepa que les bajase leche caliente.

—Así es mi tierra, señora —dijo la Pepa cuando mamá comentó la miseria de los nuevos vecinos.

La Pepa, que era de Puerta de Segura, sabía de viejas hambres y humillaciones.

—Traen piojos, señora.

—Es natural —dijo mamá, dolida al recordar que los niños adormilados se rascaban con pereza.

* * *

Sobre el gran pesar de la guerra se alzó sobre nosotros el de aquellas pobres gentes a las que bien poco podríamos ayudar con tanta carestía.

Mamá todos los días hablaba de ellos. Era casi una obsesión.

Nosotros, a veces, nos asomábamos a su habitación a verlos o llevarles algo. Y cada vez hedían más y la miseria era más patente.

Un día, ya de primavera, mamá, que estaba en el balcón, se entró riendo y llorando a la vez.

En la puerta de la calle, de nuevo embarazada, estaba la mujer del evacuado, tan sucia, tan pringosa, pero con un clavel rojo vivísimo en el pelo.

Cuando lo comentó con la Pepa, ésta se limitó a decir:

—¡Ea! —y luego de una pausa—: Las flores son lo único que los pobres podemos estrenar.

Un día, cuando estábamos de visita en casa de doña Nati, la Pepa dijo:

—Esta guerra debe ser para que después comamos todicos.

Doña Nati quedó mirándola impertinente, tras sus gafas de plata, con aquel gesto severísimo que Dios le dio. Y después de pensar un poco el dicho de la Pepa, respondió con decisión:

—No creo.

* * *

Un día, a la hora de comer, nos dijo mamá que el niño más pequeño de los evacuados estaba muy malito. Amarillo y sin conocimiento tiritaba bajo la manta. Los padres y hermanos, sin saber qué hacer, lloriqueaban alrededor… Mejor dicho, el padre blasfemaba.

Mamá llamó a nuestro médico, que era muy bueno. Cuando hizo la visita subió a decirnos que no podía hacer nada, que tenía algo así como meningitis tuberculosa.

Duró la agonía dos o tres días. Los hermanos acabaron por familiarizarse con la enfermedad y jugaban tranquilos en la calle. El padre, algunas veces salía a fumarse un cigarro a la puerta y hablaba solo, maldiciendo de todas las cosas. La madre nunca se apartaba del enfermo. Le pasaba la mano por la frente y no cesaba de llorar, con un llanto sordo, ronco, perruno, monótono. Aparte de las señoritas del Socorro Rojo, nadie visitaba a nuestros vecinos.

La misma tarde que murió, un poco antes, me asomé a la habitación de los evacuados. El niño estaba totalmente consumido. La cara, una calaverita, amarilla, sucia. La madre, inmóvil, con la greña en los ojos y la barbilla clavada en el pecho, no advirtió mi asomada.

El entierro iba a ser al día siguiente, por la tarde. Mamá me dijo que debía ir yo. Convencí a mi amigo y vecino Marcelino, el de la confitería, para que me acompañase.

* * *

Antes de que llegase el coche, Marcelino y yo esperábamos en la puerta de los evacuados. No había nadie más. Casi con el coche de los muertos llegó otro de Bujalance, con las barbas muy crecidas y una gran cicatriz en la ceja.

Dentro se oía un coro de llantos. No nos atrevimos a entrar. Mamá sí entró muy pálida, con los ojos azules tristísimos.

Llegó el coche. Muy diligente, el cochero entró en la habitación sin más ceremonias. Arreciaron los lloros y gritos de la madre. Empezó a lloviznar. En seguida salieron el cochero y el padre llevando entre ambos la cajita de pino desnudo. Al meterla en el coche, el padre la empujó con rabia, casi a puñetazos. Aparecieron los tres hermanos mayores del muertecillo, liados con unos tapabocas nuevos que les debían haber dado los del Socorro. El cochero subió de un brinco al pescante y sin más rodeos arreó los caballos.

A buen paso, Marcelino y yo echamos a andar tras el padre, los dos hermanos y el otro de Bujalance. Era un acompañamiento insolidario. Cada cual íbamos un poco por nuestro lado. El padre, cerca de sus hijos, con la gorra encasquetada hasta los ojos, las manos atrás y el cigarro en la boca. El de Bujalance, solo, con las manos en los bolsillos del pantalón, andaba un poco como a saltos. Marcelino y yo, detrás, sin saber muy bien nuestro deber y colocación.

Como la lluvia arreciaba, el coche aligeró el paso e íbamos todos tras él casi a la carrerilla. Las gentes que se guarecían de la lluvia bajo los soportales de la plaza, nos miraban con gesto inmóvil, un poco con caras de yeso.

La Pepa nos alcanzó para darnos un paraguas. Lo abrimos y el de Bujalance, que andaba a saltos, sin decir palabra, se metió bajo el paraguas y se apretujó contra nosotros. Los del duelo nos miraron con tímida envidia.

El cochero se había vestido un recio impermeable negro, casi de timonel.

Era el primer entierro sin curas al que yo iba.

Al pasar junto al hito del cementerio, Marcelino me dio con el codo y dijo en voz baja: «Ahí mataron al párroco».

El camposantero nos esperaba en la puerta, recostado, mirando al cielo con el gesto torcido.

—Vaya un día para echar «yuecas»… —nos dijo a manera de saludo.

Apenas bajaron la caja, el cochero, que no se apeó del pescante, fustigó los caballos y a buen trote lo vimos perderse paseo adelante.

—La sepultura para el chico está un poco lejos —avisó el camposantero.

Entre el de Bujalance, el mayor de los hermanos, Marcelino y yo cogimos la caja de las cuatro asas. Yo, con la mano libre llevaba el paraguas, bajo el que procuraba ampararse el de Bujalance, que hacía pareja conmigo. El camposantero iba bien despegado de todos, como escucha, y el padre, delante de la caja, como un capitán.

Andábamos con dificultad por los charcos y las desigualdades del caminillo, entre fosas abiertas que esperaban su mandado. Íbamos en silencio. El muertecillo bailaba un poco en la caja y su cuerpo duro sonaba contra las tablas.

De pronto, el padre, medio llorando de rabia y a grandes voces, se dirigió al de Bujalance:

—Tú crees, compadre, que hay derecho a un entierro así, sin curas, sin cánticos, sin «cirimonias», como si juera un perro —y señaló vagamente el féretro, cuyo pino ya había tomado el color de la mojadura.

El de Bujalance que, con su manera de andar a lo cojo, meneaba el ataúd más de la cuenta, dijo casi con mal humor y señalando al mayor de los hermanos:

—Que cante éste.

El chico, de unos diez años, lo miró un poco inexpresivo. Pero el padre asintió en seguida:

—Eso, canta tú, Joselito, hijo. Que no quiero enterrar a tu hermanito con tanto silencio.

Joselito tragó saliva y puso cara como de pensar.

—Venga, canta, jinojo —insistió el padre, dándole un empujón en el hombro con rabia y sin dejar de sonllorar.

Joselito sacó la boca de detrás de la bufanda, carraspeó un poco y en medio de aquella imponente soledad ablandada por la lluvia, dejó oír una voz de aire flamenco, casi de mujer:

Qué bonito es un entierro

con su cajita de pino

y su muertecito dentro.

El camposantero quedó clavado al oír cantar. Y nos esperó. Cuando estuvimos a oído, exclamó:

Buena voz tiene el muchacho, puñeto.

—Anda, canta más —insistió el padre con tono de tabarrista.

Y el chico soltó otra copla, parándose un poco, porque por lo visto al paso no le fluía bien la voz:

No me desprecies por pobre,

porque cuatro casas tengo:

la cárcel, el hospital,

la iglesia y el cementerio.

—Sí, señor, muy propio y muy sentío —insistió el camposantero que con aquello del cante se unió al grupo y dejó su vanguardia.

* * *

Fuimos hasta el último rincón del Cementerio Viejo. Descansamos la caja donde señaló el camposantero. Nos quedamos todos mirándonos sin saber qué hacer. Marcelino rezaba en voz baja. El de Bujalance lo miró con sospechoso reojo.

—¿Quieren destaparlo? —dijo el enterrador.

—No, que está clavado.

—Pues ¡hala!

Entre el padre y el camposantero lo bajaron con cuerdas. Echó unos azadones de tierra. Como la lluvia, aunque menuda, no cesaba, dijo:

—Con esto tiene bastante por hoy. Mañana lo acabaré de apañar. Vamos.

Y todos echamos a andar a buen paso tras el enterrador.

* * *

Volvimos por el Paseo del Cementerio mucho más diseminados que vinimos. El de Bujalance no se nos despegaba del paraguas.

Al entrar en la calle del Campo arreció la lluvia tanto, que el padre y los hijos echaron a correr, subidas las solapas de las chaquetillas.

El de Bujalance, al pasar por una taberna, se separó de nosotros sin decir nada y se metió en ella de rondón.

Marcelino y yo volvimos solos bajo nuestro paraguas.