VII. Se refiere a la vuelta de las Fallas de Valencia en 1936, con ciertos detalles relativos al inglés que leía «The Times»

Veníamos de las Fallas de Valencia aquel marzo de 1936, en un vagón de segunda, de aquellos que no tenían pasillo corrido, sino una puerta en cada compartimiento. No recuerdo si coincidimos o fuimos juntos los que de mi pueblo regresábamos en el mismo coche. Me refiero a don Julián Gómez, su hermano Pascual Gómez, Lillo, el abuelo y yo. Porque en tocante al inglés que venía junto a nosotros, estoy seguro de que no lo habíamos visto en nuestra vida ninguno de los paisanos.

Durante mucho tiempo las cosas estuvieron así: el abuelo dormitaba con el cogote recostado en el respaldo y el sombrero derrumbado sobre las gafas. De vez en cuando soltaba un ronquido agudo que crecía en intensidad hasta altísima cúspide y nada más iniciar el descenso se cortaba en seco. Lillo intentaba dormir también con la mano apoyada en la mejilla y el codo sobre el brazo del asiento. El inglés, vestido con un «macferlán» a cuadritos, gorra de visera y pipa cachimba leía The Times sin mover un músculo, ni una hoja. Parecía que siempre leía lo mismo. La única muestra de vida de su fábrica humana eran unas nubecillas de humo que salían de su pipa, rebasaban la cortina del The Times y se perdían desfilachadas entre las redecillas del equipaje.

Don Julián Gómez, como rico que era, iba vestido de señorito, con joyas, traje nuevo y cadena de reloj. Pascual vestía de pobre, con traje de pana, gorra y corbata antiquísima. Ambos iban bien despiertos, los brazos cruzados sobre el pecho, caras bravas, congestionadas e inexpresivas.

Yo… los miraba a todos o me asomaba a la ventanilla o inventaba canciones al soniquete del tren.

Durante mucho tiempo las cosas no cambiaron. Nadie hablaba, a no ser Pascual Gómez, que cada diez o quince minutos decía en voz alta y como para sí:

Al tercer bou…

Y don Julián le contestaba luego de un breve intervalo:

—… las dos orelles.

Volvía el silencio de los hombres y quedaba el mero ruido del tren, hasta que de nuevo Pascual repetía la frase valenciana:

Al tercer bou…

—… las dos orelles —contestaba su hermano impertérrito, como coro automático, sin mirarlo, subrayando su respuesta sólo con una leve inclinación de cabeza.

Así que Pascual escuchaba la réplica de su hermano, se arrellenaba en el asiento y quedaba tan satisfecho.

Al principio pensé que aquello de tanto repetir lo del bou y de las dos orelles era por pitorrearse del inglés (que entonces estaba de moda entre los de derechas burlarse de los ingleses y entre los de izquierdas de los alemanes), pero luego he comprendido que no. Lo hubieran dicho igual si estuvieran solos y aunque el viaje hubiera durado cientos de días. Porque los Gómez eran así de tabarristas.

La razón del dicho, que se hizo famoso en el pueblo y según luego contó el abuelo, fue porque al salir un día de los toros, los Gómez oyeron a un aficionado que comentaba así el comportamiento acertado de no sé qué torero:

—¡Ché, y al tercer bou, las dos orelles!

La frase cayó tan bien a los hermanos Gómez que realmente a ella se redujo todo el equipaje y sensación que se traían de las fiestas valencianas.

Por fin, Lillo, cansado de hacerse el dormido, se levantó, tomó la bota de tinto que iba en la redecilla (movimiento que aprovechó para estirar con muy poco disimulo sus larguísimos miembros) y dijo, enseñándole el cuero a todos:

—¿Y si echáramos una gota?

—Buena idea la de Lillo —dijo Julián, alargando los brazos.

—Pero que muy buena idea, sí, señor —coreó su hermano.

Pascual, antes de beber, le ofreció al inglés:

—¿Quiere usted, monsieur?

El inglés hizo un gesto muy amable que quería decir que no y volvió a empantallarse con el periódico.

No sentó bien a mis amigos y parientes la abstención del inglés. Pascual, al verse rechazado, hizo un gesto de resignación y empezó a beber.

El abuelo, fuese porque su sueño había llegado al fin, o porque oyó el chorro del vino, que es lo más seguro, despertó. Bostezó enseñando sus muelas de oro, se pasó la mano por las guías del bigote y quedó mirando en éxtasis los garabos que hacía Lillo al beber del chorro, sin duda por llamar la atención del inglés, que seguía imperturbable. Bebió el abuelo también con gran reposo y prosopopeya. Hizo, al concluir, un sonoro ruido con la lengua en señal de complacencia, y una vez vuelta la bota a su sitial, comenzaron todos a liar tranquilamente sus cigarros orondos y prietos.

El humo azul llenó el departamento. Daba la sensación de que se había desperezado el viaje; que comenzaba una etapa nueva.

—Pues, sí, señor —dijo Pascual—; ahí lo tenéis leyendo el te times.

—El te times, Pascual, tú lo has dicho —le coreó su hermano.

—¿Qué dirá ese papel que lleva este hombre dos horas sin cambiar de hoja? —comentó Lillo mirando hacia el inglés.

—Pues debe de decir todo lo del mundo —contestó el abuelo.

—El te times, ya se sabe, lo dice todo (Pascual).

—Vaya si lo dice todo el te times (Julián).

—A un hombre así —comentó el abuelo— lo mismo le da ir a Argamasilla que al Polo. Se coge un periódico y ahí me las den todas.

—Un periódico no. El te times (Pascual).

—Solamente el te times (Julián).

—A estos jaros, cuando se mueren, les meten un te times en la caja y lo pasan tan ricamente toda la eternidad (Lillo).

—Para ser feliz en la otra vida… (Pascual).

—El te times, el te times (Julián).

Se dejó por fin de hablar del inglés. Sólo cuando se hacía un silencio largo los dos hermanos volvían a la vieja tocata:

—Al tercer bou…

—Las dos orelles.

O la nueva de:

—El te times

—Sí, señor, el te times.

Cuando por fin el inglés cambió la hoja del periódico, saltó Pascual.

—¡Atiza!, si ya ha leído una página. ¡Qué tío!

—Es que el te times, amigo, tiene mucha miga —replicó el hermano—; desde Valencia a Chinchilla, una página del te times. Ni más ni menos.

—Chinchilla, sí señor —dijo Pascual al ver que el tren paraba—. ¡Hace más frío que en Chinchilla! Ya se sabe.

Lillo cantó a media voz:

En el penal de Chinchilla

canta una voz cada día:

«no lloro la libertad,

sino a la que más quería».

—Eso no lo dice el te times (Pascual).

—A lo mejor sí (Lillo).

Ya corría el tren jaleoso y alegre entre los viñedos manchegos. Luego de otro rato de broma a costa del inglés, Chichilla y cierto cuento del abuelo, que yo no entendí, sobre una tal Eustaquia que tenía cabrillas en las piernas, volvió el silencio a nuestro compartimento. Yo me fijaba en los tapetillos que cubrían los respaldos de los asientos, con las siglas M. Z. A. Y si aquellos trenes eran para Madrid, Zaragoza y Alicante, no me explicaba por qué iban también a Valencia.

El inglés había dejado, por fin, el The Times y parecía dormir sin apearse la pipa de la boca.

Pascual, que llevaba mucho tiempo sin hablar, salvo lo del tercer bou soltado de vez en vez como campanada de reloj, dijo de pronto con ademán exagerado:

—¡Arrea, mi madre, que se nos ha muerto el inglés!

Despertados todos de la somnolencia miramos hacia el hombre del «macferlán».

De verdad que parecía totalmente pálido, casi verdoso, rígido, duro, con la pipa en trance de despegársele de los labios y baqueteado como un fardo por el ajetreo del coche. Llevaba las manos cerúleas abandonadas sobre los muslos, la cabeza reclinada hacia atrás con gesto lacio. Daba la impresión de que si el convoy diese un frenazo o cualquier otro movimiento brusco, caería sobre nosotros como un fardo.

—¡Qué va a estar muerto! (Lillo).

—Que va muerto, digo. Acabó el te times y la diñó indigesto (Pascual).

—No jorobes, Pascual —dijo Lillo inseguro al parecer—, es que los ingleses duermen así de muertos.

—Te digo que está muerto, Lillo, fíjate qué color se le ha quedado. Tiene las carnes caídas; y bota en el asiento como un bulto. Ni respira. Estoy seguro que está más frío que un marmolillo.

Lillo, con mucho tiento, alargó la mano hasta tocar una del inglés.

—Pues —exclamó— si está frío de verdad.

—No te digo —recalcó Pascual tocándole también la mano—. Si tenemos la negra. A ver qué hacemos ahora.

—Pero bueno, ¿es que estáis locos? —exclamó el abuelo también titubeando.

—Vamos a llamar al revisor. No podemos continuar así —dijo Pascual.

Y luego, dirigiéndose a mí:

—Anda Paquito, mira por la ventanilla a ver si se ve al revisor en el estribo.

Yo no me moví. Aunque me inclinaba a creer en la muerte del inglés, que tal parecía de verdad, algo veía yo en los ojos de los viejos, que no me hacía estar seguro del todo. Consulté al abuelo con la mirada y me pareció que no me daba muchos ánimos. Todos me observaban esperando mi reacción. Bajé los ojos. Presentía no sé qué extraña crueldad en todo aquello. Crueldad contra mí o contra el inglés, no lo sabía bien.

En éstas se abrió la puerta del compartimiento y entre una bocanada de aire perfumado de la primavera y un girón de sol, entró el revisor.

—¿Qué pasa? —dijo al ver las caras de todos.

—Que qué. Que el inglés este ha doblado el pico.

El revisor miró hacia el inglés y pareció quedar muy serio.

—Está frío como una llave. (Pascual).

Sin atreverse a tocarlo, el revisor se sentó a mi lado y quedó contemplándolo con gesto inseguro.

—A éste lo conozco yo mucho. Tiene negocios en Valencia y viaja a cada instante. Habla muy bien el español.

—¡Atiza! —dijo el abuelo.

—Pues anda… Pero aunque hable español habrá que hacer algo por él —dijo Pascual con tono equívoco.

—Pues sí. Llamaremos al policía de servicio —dijo el revisor sin hacer ningún ademán de moverse.

De verdad que cada vez, al menos a mí, me parecía más muerto.

Se iba doblando poco a poco hacia un lado, sin perder su rigidez.

—Tóquelo usted y verá como está frío —dijo Pascual al revisor.

—De eso nada —se excusó con ademán de superstición.

Nuevo silencio. Todos mirábamos esperando el menor síntoma de vida. En seguida silbó la locomotora. Empezó a frenar el tren. Por fin se detuvo.

—En fin —dijo— voy a ver al policía… —pero cambió de parecer y con la mayor decisión dio en el hombro al supuesto cadáver.

—Señor, el billete —añadió en voz alta.

Y el inglés, sin hacerse esperar, ni abrir los ojos, ni variar de postura, se llevó la mano al bolsillo y sacó su kilométrico. Luego de cierto titubeo picó el revisor el cuaderno y lo devolvió a la mano caída del inglés, que se lo guardó sin recomponer su postura. Su único comentario fue una vedija de humo azul que salió de la pipa.

El revisor, sin añadir palabra, nos hizo un saludo al estilo militar y marchó.

Hasta que llegamos a Río Záncara, donde debíamos bajarnos —diez minutos después— nadie dijo nada. Mirábamos al inglés que seguía en su fingida muerte y nada más. Era un espectáculo inusitado.

Ya parado el tren, cuando nos bajábamos, dijo Pascual en voz alta:

—Adiós míster.

Y el míster impasible, a manera de saludo, echó otro golpe de humo de su pipa.

Recuerdo perfectamente, que ya en el andén de Río Záncara, mientras esperábamos que un mozo recogiese nuestro equipaje para llevarlo al coche que nos esperaba y el tren arrancaba, todos nos sentíamos un poco en ridículo… especialmente ellos, los viejos.