Epílogo:
Siempre hay esperanza
Cuando me puse a escribir este libro decidí dejar la esperanza para el final. No fue casual: son la esperanza y la convicción las que mueven a deportistas y a equipos a trabajar incansablemente para llegar al logro, las que nos inspiran para autosuperarnos, las que motivan a los científicos a dedicarse apasionadamente. ¿Dedicarse a qué? A conocer el universo cada día un poquito más nítidamente, y a poder —gracias a ese conocimiento— idear cosas para vivir mejor.
En la ciencia de las emociones, el universo somos nosotros mismos y nuestros parientes cercanos animales. También aquí hay esperanza y convicción. La esperanza de que encontremos respuestas para sentirnos bien, para ser más sabios emocionalmente, para llevarnos mejor entre todos. La convicción de que la ciencia sirve para darle un beneficio a la sociedad; de que tarde o temprano la ciencia sale de los laboratorios, escapa de las grandes máquinas de resonancia magnética que escanean tantos y tantos cerebros, y llega a todos nosotros. Llega para ayudar, para poner en práctica lo que en algún momento fue solo teoría (y en algún momento anterior, tan solo inspiración… porque no debemos olvidar que la ciencia está hecha por personas con emociones e inspiración).
Hubo una vez un neurobiólogo argentino, Ramón Carrillo, que dijo que las conquistas científicas sobre la salud solo sirven si son accesibles a la gente. Lo mismo sucede con la ciencia de las emociones, y por eso vale la pena su divulgación.
A lo largo del libro paseamos por un montón de temas. Espero haberte divertido tanto como yo disfruté divulgando estas anécdotas e investigaciones. Espero haberte contagiado aunque sea un poquito, gracias a las neuronas espejo y a los circuitos cerebrales que motivan imitación y empatía, de la pasión que siento por esta nueva ciencia tan brillante. Habré logrado mi objetivo si estos temas te entusiasmaron lo suficiente como para que compartas con tu familia o amigos algún que otro chisme científico sobre cómo y por qué sentimos lo que sentimos. ¡Mirá si el día de mañana te encuentro trabajando en psicología evolutiva o neurociencia afectiva!
También dejé la esperanza para el final porque, además, yo particularmente tengo otra ilusión. Está relacionada con ese espíritu magnífico de la ciencia de trascender ámbitos y fronteras: ¿y si algún día no muy lejano empezamos a incluir a las emociones en la educación? ¡Qué maravilloso sería que, en escuelas primarias, secundarias o facultades existieran materias dedicadas a transmitir los fundamentos de nuestros sentimientos! Quién sabe, podríamos aprender desde temprano a tener mejores vivencias, a evitar hacer doler a los demás, a contemplar los intereses y emociones de quienes nos rodean en cada pequeña interacción.