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Emociones Inc.
(incorporadas)

El que se quema con leche ve una vaca y llora

Puede parecer paradójico, pero la investigación científica sobre las emociones comenzó con experimentos y teorías que ni tenían en cuenta las emociones mismas. Peor aún, eran menospreciadas por los exponentes de la época. Estamos hablando de principios del siglo xx, cuando una nueva corriente de pensamiento científico sobre nuestro comportamiento se impuso como reacción al psicoanálisis que dominaba el panorama. Se trataba del Conductismo, para el que la introspección psicoanalítica era mala palabra, porque si nuestra conducta podía ser estudiada mediante el método científico, entonces todo debía fundamentarse con datos observables y mediciones. Los asuntos psicológicos internos eran algo a descartar expresamente. Conceptos como la ‘mente’ o las ‘emociones’ eran meras hipótesis no comprobables y no debían considerarse.

Todo empezó allá por la década de 1890 con un tal Ivan Pavlov, un ruso cuyos bigotes se parecían mucho a los de Julio Roca, e incluso eran más tupidos. Experimentando con sus famosos perros, Pavlov había introducido el término ‘reflejo condicionado’. Se sabía que cuando se le muestra comida al mejor amigo del hombre, sus glándulas salivales comienzan a segregar. La salivación es una respuesta automática del organismo ante el estímulo del alimento. Pavlov se encargó de someter a los perros a un estímulo neutro (algo que no genere nada en las glándulas salivales): el sonar de una campana; y lo hizo al mismo tiempo que les daba la comida. Después de varias exposiciones, resultó que los perros segregaban saliva tan solo al escuchar el repiqueteo. Su reflejo de salivación había quedado condicionado a una causa que nada tenía que ver en principio con la comida. Pavlov había conseguido demostrar que los animales aprenden asociando los estímulos.

Ahí es que apareció el psicólogo norteamericano John B. Watson, exponente del Conductismo frío y calculador, obsesionado con la objetividad científica en el estudio del aprendizaje y de las reacciones. Watson ya no se limitó a perros; quiso ver si el condicionamiento podía producirse también en humanos. A tal efecto, en 1920 eligió a un bebé saludable y psicológicamente sanito, y empezó con sus pruebas mecanicistas. Se llamaba Albertito (Little Albert). Al principio, Watson le dio animalitos de verdad para que jugara: conejitos peluditos y ratitas blanquitas. Con la inocencia de todo niño, Albertito efectivamente comenzó a divertirse con los bichitos, sin ningún temor.

Todas las personas desde que somos bebés, y al igual que los mamíferos y la mayoría de los animales, nos sobresaltamos al escuchar sorpresivamente un ruido fuerte. Watson sabía esto, por supuesto. Es un mecanismo reflejo que traemos de origen, un miedo instintivo que nos pone en estado de alerta. Pues bien, una vez comprobado que Albertito no le temía a la ratita, el maquiavélico Watson comenzó a hacer sonar estrepitosamente una chapa golpeándola con un martillo justo detrás de la nuca del bebé, cada momento que el niño fuese a tocar el animal. Adiviná lo que pasó… ¡Little Albert desarrolló un miedo tremendo al animalito! Elemental, mi querido Watson.

El que se asusta con Mickey Mouse ve un ratón y llora. Y el que se quema con leche… Bueno, para llorar al ver una vaca, en realidad tendríamos que habernos quemado la lengua varias veces mientras… realmente tuviéramos la vaca enfrente. Chicos, ¡no intenten esto en sus granjas! Y menos en sus casas.

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La ratita (inocua) se acompaña con un estímulo nocivo. ¡Pobre Albertito! ¿Y si cambiamos el ruido por leche hirviendo, y a Jerry por la vaca Aurora?

La revolución conductista iniciada por Watson a la larga dio origen a muchos procedimientos beneficiosos: si se podía aprender a tenerle miedo a algo, ¿acaso no podría también desaprenderse? Esta última idea es el fundamento de técnicas que actualmente se utilizan para tratar fobias (como la ‘desensibilización sistemática’: se asocia recurrentemente el estímulo horroroso a un estímulo placentero, de manera que luego de muchas veces lo grato inhibe la respuesta de ansiedad; se trata de un contra-condicionamiento). No obstante, resulta más que obvio que lo hecho con Little Albert deja éticamente mucho que desear. En la actualidad, experimentos de este tipo están prohibidos, porque es inmoral evocar reacciones de miedo en los humanos en condiciones de laboratorio sin su previo y expreso consentimiento.

Watson sostenía que todas las conductas de una persona son respuestas a estímulos del ambiente. Eso lo llevó a elevar como estandarte la noción de que todo rasgo de un carácter, de cualquier personalidad, podía ser aprendido. El punto es interesante porque efectivamente muchas de nuestras reacciones emocionales son aprendidas a lo largo de nuestra vida sin que siquiera nos demos cuenta cómo ni cuándo, tras la exposición recurrente a estímulos que nos condicionan. Fijate que, culturalmente, estamos inmersos en hábitos de comportamiento como peces en el agua, y nos resulta natural y absolutamente normal enojarnos por ciertas cosas o ponernos ansiosos por otras, por ejemplo. Y jamás nos detuvimos a reflexionar cómo llegamos a semejantes respuestas emocionales recurrentes. ¿Acaso el domingo no te deprime por el simple hecho de ser domingo?

Con esto, Watson contribuía a una de las discusiones más polémicas de nuestra condición humana, la que ha tenido lugar en los últimos cien años y todavía da coletazos: ¿naturaleza o crianza? O sea, ¿sos o te hacés? Como buen conductista, él se posicionaba en un extremo: que todo puede adquirirse.

No obstante, hay premisas de Watson que más adelante la ciencia probó como completamente erróneas. Primero, ¡no todo es aprendido! Si los bebés muestran una tendencia innata a asustarse por un ruido fuerte, es que ciertos mecanismos del miedo se traen, por decirlo de alguna manera “de fábrica”. Watson tuvo que reconocer que los recién nacidos vienen por lo menos con tres emociones ‘básicas’: miedo, ira y amor. Segundo, no todo aprendizaje es por mera asociación: nuestros cerebros aprenden de varias otras maneras también. Y en tercer lugar, hay fenómenos dentro de nosotros por los cuales lo que hacemos no necesariamente es el fruto lineal de [estímulo externo]-[respuesta]. El estímulo puede ser interno, o acaso, ¿no puede pasarte que estés echado en el sofá y saltes como un resorte si se te ocurre una idea o te acordaste de algo? Nuestra rica vida mental y emocional interior también activa conductas. Igual vamos a dejar estos asuntos (no tan elementales para Watson) para más adelante.

Pero, ¿no hay vaca que me haga feliz?

Volviendo a la historia del Conductismo, apareció luego B. F. Skinner, apellido siniestro si los hay (skinner vendría a traducirse del inglés como curtidor, o el que despelleja), Skinner llegó a ser considerado por la revista Time el psicólogo vivo más influyente en su momento. Skinner se preguntaba si sería posible condicionar no solo una glándula salival o un acto reflejo de miedo instintivo, sino todo un comportamiento. Así fue que decidió invertir el orden del condicionamiento: ¿qué pasaría si en vez de hacerlo previo al estímulo (campana antes de comida, susto antes de ratita), lo ponía después de una conducta?

Skinner comenzó con ratas: les puso una palanquita en la caja y cuando de casualidad la presionaron por primera vez, les hizo caer alimento por una entradita. Así, las ratas aprendieron a accionarla para recibir comida. Skinner poco a poco las adiestró a que fueran tres, cinco, veinte… las veces que tuvieran que apretar la palanca para obtener la comidita. ¿Cómo? Bueno, si después de descubrir que al apretar una vez conseguían algo, pero cuando apretaban la próxima no salía nada, las pobres continuaban hasta que obtuvieran lo esperado. Nacía entonces el condicionamiento operante.

Por más espeluznante que fuera su apellido y por más conductista radical que él haya sido, Skinner demostró que en la formación de una conducta hay algo mucho más importante que el miedo maquiavélico. Sí, es verdad que evitamos los castigos y lo que nos causa dolor. Pero más nos incentivan los premios. Aprendemos a repetir las cosas que nos hacen bien, que nos benefician: «Comé-las-verduras-o-no-hay-postre» no es tan eficiente como «Si-comés-las-verduras-te-ganás-el-postre». La recompensa funciona mejor que la amenaza. Al predecir el resultado de nuestras acciones, hacemos las cosas con entusiasmo.

De cualquier manera, Skinner aborrecía palabras como ‘sensación’ y ‘sentir’. Lo que sucediese dentro de nosotros seguía sin tener importancia. Y bueno, era conductista. Tuvieron que pasar varios años más para que lo que nos acontece por dentro cobrara protagonismo. Fue recién en la década de 1950 que apareció un movimiento intelectual —en gran parte como contragolpe al Conductismo— que se llamó revolución cognitiva. Pero no todo fue tan fácil para las emociones, porque ellas no fueron lo primero que los psicólogos cognitivos consideraron. La revolución cognitiva se inspiró al principio en todos los trabajos de la emergente computación de la época e incluso de las primeras ideas serias de inteligencia artificial. Importando conceptos de las ciencias computacionales se pensó que los procesos mentales (internos) podían comenzar a ponerse como objeto de estudio, ya que, al fin y al cabo, consistían en gestionar información. Y… ¿no son las neuronas del cerebro células que intercambian información?

Los procesos cognitivos que tuvieron prioridad en la investigación fueron el aprendizaje, el pensamiento, el almacenamiento de la memoria y la producción del lenguaje. Las emociones todavía quedaban a un costado, pero se beneficiarían de rebote, porque hubo alguien que se centró de lleno en observar que les pasaba a nuestras neuronas cuando aprendemos un condicionamiento, como el de Albertito. Y eso, a la larga, equivale a preguntarse: ¿qué pasa en nuestras cabezas cuando aprendemos a tener una emoción en determinadas circunstancias?

Esa pregunta se la hizo un científico brillante que muchos años después se llevaría el premio Nobel, Eric Kandel.

El saber no ocupa lugar, pero redistribuye
los muebles

¿Cómo es que una experiencia que dura unos minutos se transforma en un recuerdo que dura toda la vida? ¿Cómo logramos recordar esa grata emoción de correr cuando éramos niños hacia los brazos de nuestra abuela, quien nos esperaba con algún regalo y nos consentía más que nuestros propios padres? Vaya pavada de pregunta que se planteó Eric Kandel. Y vaya si fue brillante, porque logró encontrar la respuesta. ¿De qué manera? Investigando lo que sucede en nuestros cableados neuronales.

Kandel nunca fue ajeno al famoso Freud, padre de aquel psicoanálisis tan aborrecido por los conductistas, tal vez porque tenía el mismo origen Austríaco que él, o tal vez porque había llegado la hora de volver a valorar la introspección, pero aplicándole el método científico y contando ya con nuevos descubrimientos. Sea como fuere, Kandel siempre se sintió inquieto por algunas declaraciones que Freud había hecho muchos años atrás. Por ejemplo, «todas nuestras ideas provisorias psicológicas habrán de ser referidas alguna vez a sustratos orgánicos», decía don Sigmund en su Introducción al narcisismo, allá por 1914. Dicho en criollo, que lo que nos pasa en la cabeza tiene que deberse a algo que suceda con nuestras neuronas, y alguna vez lo descubriremos.

Pues bien, Kandel estaba convencido de que ya había llegado el momento, y lo integró todo: lo psicoanalítico, lo conductista y la biología de nuestras neuronas. Entonces agarró, bien agarrada, una Aplysia californica (caracolón marino de hasta treinta centímetros de largo y más de un kilo de peso que chapotea alegremente por las costas de California) y la estudió. Hay dos partes del cuerpo de la Aplysia que nos importan para el caso: la branquia y la cola. Si se le tira un chorrito de agua a la Aplysia, la branquia se retrae suavemente. No obstante, si al caracol se le aplica un choque eléctrico en la cola, la branquia se retrae de forma masiva (y… obvio…, con un choque eléctrico, ¡como para no!). Adivinemos qué hizo Kandel… ¡Exacto! Condicionó al caracol al mejor estilo Pavlov o Watson, vinculando ambos estímulos de tal forma que cada vez que se le tirara un simple chorrito de agua, el caracol retraería la branquia violentamente. Luego observó qué les pasaba a las grandes y fácilmente manipulables neuronas de su simple sistema nervioso. ¿Qué descubrió? Que ese básico aprendizaje asociativo ¡generó cambios en el funcionamiento de sus neuronas y también en la manera que se conectan!

El asunto funciona también para los humanos porque el principio de comunicación entre las neuronas es semejante, a pesar de que tipos de neuronas hay muchas (cientos). Básicamente, hacete la idea de que esos soles que los chicos dibujan en el jardín, llenos de rayos para todos lados, tienen un aire a las neuronas: un cuerpo celular grandote y prolongaciones larguísimas y finitas que se llaman axones. Solo que, más que rayos, parecen delgadísimas raíces ramificadas. Dentro del cuerpo neuronal hay iones, esos que estudiaste en la química del secundario, que “flotan disueltos” mientras que la celulita neuronal esté en reposo. Como en cualquier otra célula de nuestro organismo, hay una diferencia de potencial eléctrico entre su interior y el exterior. Si pudiéramos medirla como si la neurona se tratara de una pila súper chiquita, nos daría algo así como -70 milivoltios (mV). No da para electrocutarse al pensar.

Cuando se estimula a la neurona —por la acción de otras neuronas o de algún científico curioso que anda metiendo electrodos— se genera un desbalance. El estímulo puede ‘excitar’ o ‘inhibir’ a la neurona. Inhibirla implica conseguir que ese potencial baje aún más, con lo cual la neurona no hace nada. ¿Y qué implica excitarla? Bueno, hay dos maneras de excitar una neurona: o bien recibe muchas descargas en serie de una neurona vecina (una descarga atrás de otra, rapidito), o bien las recibe de varias amigas al mismo tiempo. Al excitarse, cualquiera sea la manera, sus paredes se hacen permeables a que entren iones de sodio (el famoso Na+). El flujo de sodio logra que el potencial ascienda. Si alcanza los +50 mV, de repente se genera una micro-ola de Na+ que se propaga por sus axones. Ese torrente se denomina potencial de acción, y dentro del axón puede alcanzar una velocidad de 300 km/h. Se suele decir que la neurona dispara. Es importante remarcar que la neurona funciona a todo o nada: si alcanza el punto crítico (el pico de +50 mV), dispara; si no, no.

En el extremo de sus axones (rayos-raíces) están las sinapsis, donde las neuronas hacen contacto entre sí. Cuando el potencial de acción llega al final del axón de una neurona, no pasa directamente al axón de la otra como la electricidad pasa en un cable de cobre, porque las sinapsis no se tocan: hay un espacio hiperchiquito entre el botón terminal presináptico y la neurona amiga postsináptica. En ese diminuto lugar, el impulso eléctrico activa unos paquetitos que contienen sustancias químicas llamadas neurotransmisores. Los neurotransmisores se liberan y salen disparados unas millonésimas de milímetro hasta que el área postsináptica los absorbe. Esta absorción se traduce otra vez en un nuevo potencial de acción, que viaja por el axón de la segunda neurona y así sucesivamente. Un verdadero intercambio de información electro-químico, a velocidad asombrosa.

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El potencial de acción llega al extremo y hace que se intercambien neurotransmisores.

Ahora que sabemos cómo funcionan las neuronas, volvamos al aprendizaje asociativo de Kandel. Cuando vivimos algo y lo tenemos en cuenta por unos instantes, está operando la memoria de corto plazo. Las neuronas involucradas en este caso aumentan la intensidad y la frecuencia de los disparos, propiciando que se potencie la liberación de neurotransmisores en los terminales de sus axones. Esto hace que la transmisión sináptica sea más eficaz facilitando la comunicación. Es un cambio de tipo funcional. Ahora bien, cuando tenemos una vivencia que nos queda grabada (memoria de largo plazo), la actividad en el área sináptica es tan fuerte que detona una cascada de microfenómenos que involucra hasta la activación de ciertos genes y la síntesis de proteínas. La consecuencia de semejante cascada es que esa misma área sináptica crece, creando una mayor superficie de contacto, e incluso se generan nuevas sinapsis a su alrededor. En resumen, cuando una vivencia queda grabada —es decir, se aprende— llega a modificarse la forma en que las neuronas se conectan. El cambio, en el caso de la memoria a largo plazo es, lisa y llanamente, de tipo anatómico.

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Modelo simplificado del desarrollo de nuevas sinapsis por estimulación reiterada: ¡plasticidad! (y aprendizaje emocional).

En la Aplysia, la neurona que se da el julepe con el choque eléctrico termina por cambiar la forma en que se conecta con la neurona sensorial que recibe el chorro de agua que, a su vez, da la orden a una tercera de retraer la branquia. Tomá esto como una maqueta de nuestras redes cerebrales y vas a entender por qué el circuito neural de Albertito que percibe la ratita termina enganchándose más al circuito que se asusta con el ruido.

Ese cambio de enlace de las neuronas sucede incluso cuando aprendemos conceptos verdaderos que luego no olvidamos más, como que el agua se congela a 0 °C, o cuando adoptamos un modelo de cómo funciona la realidad, atinado o no, (a veces tan desatinado como que todos los hombres son piratas o que las mujeres tienen que vivir en la cocina). De hecho, si recordamos algo de este libro es porque nuestro cerebro cambió ligeramente al leerlo.

Que el saber no ocupa lugar, no quedan dudas. El aprendizaje utiliza para todos por igual el mismo recurso, que ya tenemos de fábrica el cerebro y sus neuronas. El verdadero fenómeno es cómo las neuronas se reconectan entre sí. Sus conexiones redistribuidas son los muebles que cambian de lugar dentro del mismo departamento que tenemos todos, determinado por el espacio del cráneo. Este fenómeno se ha denominado plasticidad neural. El número de sinapsis en el cerebro no es constante, sino que cambia con el aprendizaje y el desaprendizaje (u olvido).

Es sensacional conocer esto, porque nos dice algunas cosas fundamentales sobre las emociones. Y es que algo tienen que ver con las neuronas y con nuestro cerebro. Si pensábamos a las emociones solamente vinculadas al corazón, debemos reinterpretar que no es así: la participación del cerebro es estelar. Por otra parte, la biología de nuestras neuronas explica que ciertas experiencias de vida pueden condicionarnos y habituar respuestas emocionales. Se llama correlato de un proceso emocional a lo que física y químicamente sucede en las neuronas para que ese proceso tenga lugar. El cambio se verifica en las conexiones de una Aplysia, que tiene tan solo unas 20.000 neuronas. Imaginate cuánto cambio puede haber en un ser humano, que tiene 100.000 millones de neuronas y ¡10.000 sinapsis promedio en cada una! Por eso es que cada uno de nosotros tendrá una personalidad y un carácter originalísimos, únicos y tan irrepetibles como su trayectoria emocional. Finalmente, hay que tener en cuenta que esas mismas neuronas, que procesan información para el aprendizaje, el pensamiento y el lenguaje, están contribuyendo a nuestras experiencias emocionales. ¡Con razón sentimos ciertas cosas (o dejamos de sentirlas) según cómo interpretamos lo que nos pasa! Podemos, por ejemplo, ver amenazas u oportunidades según cómo nos adiestraron a razonar o según cómo nos tomamos las palabras de los demás.

Pienso… ¡y siento!, luego existo

«Se cambia el modo de sentir al cambiar el modo de pensar», este es el lema de los terapistas cognitivo-conductuales, cuyas prácticas siguen teniendo mucho éxito en la actualidad. Ellos manejan dos principios simples:

a) Si hemos aprendido varias reacciones emocionales por condicionamiento del entorno, ¿por qué no habrían de condicionarnos nuestros propios pensamientos? Lo que pensamos puede habituar respuestas emocionales tanto de manera positiva como negativa.

b) Si lo que pensamos se repite una y otra vez, estaremos configurando las conexiones sinápticas como plastilina, inscribiendo creencias que quedan ‘arraigadas’. Forjaremos un reticulado neuronal que nos hace automatizar formas de pensar y de sentir, o sea, recurrentes y sin prestarles atención consciente.

Según los terapistas cognitivos, es posible re-entrenarnos prestando atención a nuestros hábitos emocionales y conductas recurrentes (que no son tan obvios para nosotros), para después ejercitar otros comportamientos y pensamientos nuevos. Les piden a sus pacientes que, cuando tienen un ataque de bronca o algo así, tomen nota no solo de lo que estaban haciendo, sino también de qué se les cruzó por la cabeza. El registro de esto hace todo menos automático.

Tanto nuestros hábitos y condicionamientos como nuestras destrezas físicas, pertenecen a nuestra memoria implícita, y se almacenan en lugares en lo profundo de nuestro cerebro. Zonas como el cuerpo estriado, la amígdala (sí, sí, su nombre viene por su forma de almendrita) y el cerebelo son donde las sinapsis se reacomodan para improntar las memorias implícitas. Particularmente, en la amígdala es donde se asocian las emociones con los sucesos, como el condicionamiento de Albertito, que se asustaba con un animal inofensivo. En el cuerpo estriado se hallan los condicionamientos operantes: el incentivo de saber que si apretamos la palanca obtendremos la recompensa. Y en el cerebelo encontramos las destrezas automatizadas, como andar en bicicleta, nadar o manejar un coche.

Mientras tanto, todos los episodios que pueden recordarse a voluntad, como el primer día de clases o de trabajo, se llaman memorias explícitas. Éstas utilizan otras rutas cerebrales: las capas más externas pertenecientes a la corteza (principalmente la corteza prefrontal), y un área profunda que se llama hipocampo —¡qué originales los científicos que lo bautizaron, porque se parece a un caballito de mar!— La corteza prefrontal existe solo en mamíferos, es muy grande en primates, y alcanza proporcionalmente su mayor tamaño en los seres humanos. Es un área grande que se dedica específicamente a evaluar opciones, planificar y tomar decisiones complejas.

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El cuerpo estriado, el hipocampo y la amígdala están dentro. Imaginate que solo los verías si la corteza fuera transparente.

En esencia, cambiar nuestros hábitos de reacción emocional o cierta impulsividad consiste en involucrar los lóbulos de la corteza prefrontal para reevaluar lo que está sucediendo y ponderar conscientemente otras alternativas. Y así, reaprender.

Los terapistas cognitivos aseguran poder desarticular tres tipos de aprendizajes emocionales implícitos.

1) El más intenso es el que ya conocemos: ver una vaca y llorar de miedo, como las fobias. O sea, responder a un estímulo inofensivo con la misma intensidad que se respondería a un estímulo nocivo.

2) Otro aprendizaje desarticulable es la sensibilización: después de un estímulo nocivo respondemos con algo más de vigor a todos los estímulos, incluso a los neutros. Es el caso de quedar irritables por cualquier cosa una vez que ya nos sacaron de quicio.

3) Finalmente, la habituación: al reiterarse mucho un estímulo, tanto nosotros como nuestras células neuronales dejamos de responder a él. ¿Alguna vez te diste cuenta de que había un aire acondicionado prendido solo cuando se apagó su motor? Pues bien, también podemos habituarnos a los malos modos de un jefe, lo cual no está bueno. O peor aún, podemos habituarnos a las cosas buenas y dejar de valorarlas, como el cariño de una pareja, que damos por sentado, hasta que nos falta.

Funcione o no este tipo de terapia en todas las personas (hay pruebas de que en muchos casos es efectiva), es innegable que ya no podemos separar el ‘pensar’ del ‘sentir’. La razón y las emociones están integradas en los mismos sustratos de nuestro cerebro, entre redes de neuronas y química. Aquella visión que muchos (incluso científicos) continúan teniendo respecto a sus emociones como ‘exabruptos’ que matizan su vida racional… ya no va más.

Tal vez aquella visión, hoy obsoleta, haya efectivamente comenzado con el filósofo que hace varios siglos defendió a rajatabla su «Pienso, luego existo» y promovió la noción de que el pensamiento era una ‘sustancia’ diferente al cuerpo. El consabido René Descartes. Su dualidad, la dualidad cartesiana, influyó en la ciencia por siglos, y la sometió a un paradigma de Mente versus Materia. Enfrentamiento que, en efecto, dominó y generó otra dualidad… Otro filósofo, Immanuel Kant, un siglo después (xviii) puso en el cuadrilátero la Emoción contra Razón. Para colmo, Kant rotuló de ‘buena’ a la razón, atribuyendo a la emoción el carácter de amenaza y de enfermedad-de-la-mente.

Si antes los filósofos no podían explicar cómo en un mismo cerebro funcionan perfectamente las neuronas y la mente, o la emoción y la razón, ¡no es nuestro problema! Hoy podemos empezar a explicarlo. No es que Descartes y Kant lo hayan hecho todo mal, obviamente. Lo intentaron a su manera, desconociendo enormes descubrimientos que se harían recién en los siglos posteriores. Probablemente hayan sido menos cautelosos que Freud, quien como vimos dejó en claro que sus ideas podrían más adelante ser respaldadas o refutadas por una nueva ciencia sobre la mente, la conducta y las emociones.

El humor es cosa seria

Resulta que el tipo va a su psiquiatra y le dice angustiado: “Todo el mundo me odia…”. El doctor le responde: “Eso no es verdad. ¡No todo el mundo te ha conocido todavía!”.

Emoción y razón no se oponen, sino que, de hecho, trabajan en conjunto. Una de las formas más evidentes en que se hace ver esta integración es el humor mismo. La emoción del humor (que se siente como algo que nos causa regocijo y se manifiesta mediante la risa) puede detonarse gracias a procesos racionales de nuestro cerebro. Hay muchas cosas que pueden causarnos humor, pero nuestros razonamientos integrados a la emoción son el ejemplo que estamos buscando.

Padre e hijo, Donald y John Capps no solo han investigado la relación entre los procesos cognitivos y el humor, sino que van más allá y afirman incluso que las bromas pueden ayudarnos a pensar, a examinar las razones por las cuales damos por sentado lo que creemos. Cuando un chiste nos divierte es porque está dejando al desnudo los procesos de razonamiento que son parte de nuestro sentido común, por ejemplo:

—¿Alguna vez viste un elefante escondido detrás de un potus?

—No.

—¡¿Viste qué bien se esconde?!

¿Cómo funciona un chiste? Nuestra mente está todo el tiempo tratando de hacerse una idea de lo que sucede en el mundo, y con nosotros en ese mundo: un modelo de la realidad. Incluso ahora que estás leyendo esto, estás activamente formándote un modelo de lo que conceptualmente estoy transmitiéndote. Hay ocasiones en que una información nueva es tan diferente al modelo que preexistía en tu mente, que te sentís muy incómodo. Esta incomodidad surge, justamente, cuando tu cerebro detecta que aquello de lo que te estás enterando no coincide con lo que dabas por sentado. Y fijate que la incomodidad es un estado emocional.

Bueno, las emociones son una herramienta poderosísima de tu cerebro para advertir cuándo lo que está sucediendo ahí fuera no se condice con tu modelo de realidad. Una manifestación puede ser el desconcierto, la desorientación (la falta de confort de la que te acabo de hablar). Pero otra no es ni más ni menos que el humor, la chispa inmediata de gracia.

A medida que recibís información, tu cerebro va armándose el modelo y presupone cosas. Se hace expectativas. En cuanto te enfrentás con nueva información que no se condice con esas expectativas, te hace gracia. Como el médico que está afligido después de tener un romance ardiente con una paciente y se siente culpable porque le viene a la mente la ética profesional. Una voz en su cabeza le insiste: “No sos ni el primero ni el último que hace esto, así que no estés tan mal”. El médico se empezaba a sentir mejor hasta que otra voz interna le dice: “Aunque probablemente los demás no sean veterinarios…”.

¿Qué modelo de médico teníamos hasta la palabra ‘veterinario’? Ahora que sabemos que detrás de asumir conceptos, de hacernos idea de cómo es el mundo y de entender la realidad, están funcionando neuronas que cambian sus conexiones funcional y anatómicamente, podemos comprender mejor cómo influye este cableado en las emociones, y viceversa.

El último ejemplo, lo prometo:

—¿Qué hace un elefante parado arriba de una pata?

—Un pato viudo.

¿Viste como funciona?

La búsqueda de sentido

Reflexioná qué es lo más habitual que te puede pasar en estas situaciones:

a) Un profe te está explicando un tema nuevo y no hay caso, no entendés nada.

- Llega un momento en que te ponés incómodo, ¿verdad? Y más si tenés que entender a toda costa porque después viene un examen. He visto a más de un adolescente (adultos también) hacer un berrinche.

b) Llegás contento a casa más temprano, y encontrás a tu fiel mujer en la cama con el sodero (puede ser el diariero, también).

- Quedás perplejo. Se te desmorona todo. No sabés qué hacer.

c) Creés en que tenés una guía espiritual que puede curarte el aura, hasta que viene un día la amiga de una amiga a decirte que creés en tonterías y que nada de eso existe. Además te exige pruebas científicas para que lo demuestres.

- Probablemente no solo te enojes y no escuches más, sino que además la ataques verbalmente.

¿Qué es lo que tienen en común estos tres casos? ¡Muy bien! Que te enfrentás a otra versión de la realidad, que no es la que dabas por sentada (y llevabas dentro). Contrario a los chistes, cuando la disonancia cognitiva nos toca de cerca, nos genera una tensión muy negativa. Dolor, enojo, irritación, ofuscación, perplejidad. Lo que vemos o nos cuentan o experimentamos no encaja con el modelo de la realidad que guardaba nuestro cerebro. Y no podemos asimilar esta nueva información en el corto plazo.

Los científicos cognitivos contemporáneos llaman creencias al modelo de la realidad que cada uno se haya hecho, cualquiera sea este. Así, con creencias no se refieren necesariamente a ideologías políticas, creencias religiosas o suposiciones-por-un-rato-hasta-que-te-cuentan-qué-pasó. Las creencias son nuestra forma de asimilar cómo funciona el mundo y nosotros en él. Y tienen un correlato en el cerebro, justamente, son el entretejido de sinapsis neuronales, que se modifica con la experiencia. Tanto defendemos nuestras creencias que solemos ignorar pruebas que demuestren lo contrario —esto se llama sesgo de confirmación: la falacia de tener en cuenta solo lo que apoya nuestras ideas—, e incluso atacamos si alguien las cuestiona. Medio en broma, medio en serio, tal vez una de las razones por las cuales pasa esto es porque, de la misma forma en que defenderíamos un riñón si alguien viniera a sacárnoslo, nuestro cerebro nos pone a la defensiva si alguien pretende modificar sus sinapsis y su forma de procesar.

Advertí, adicionalmente, que hay algo más en los tres casos de la página anterior:

(a) Incomodidad producida por la confusión.

(b) Incredulidad por lo increíble, valga la redundancia.

(c) Negación de aquello irreconciliable con nuestras convicciones.

En todos ellos subyace la sensación de seguridad que nos brinda nuestro propio modelo de la realidad. Le buscamos el sentido al mundo, y apenas no podemos encontrarlo, nos ponemos incómodos. Cuando no conseguimos hacernos a la idea de algo, cuando tenemos incertidumbre, surge esa incomodidad. Pero si encontramos el sentido, la sensación es placentera, porque sabremos cómo funciona el entorno y anticiparemos cómo proceder en él. Yo tenía un profesor hace años que nos decía: “Lo peor que puede pasarle a alguien es no saber lo que le pasa”.

La sensación de certidumbre (el estar seguros tanto física como mentalmente) parecería en principio no ser una emoción. Estamos acostumbrados a llamar emociones a experiencias como el enojo, la vergüenza, el entusiasmo, la alegría. Rótulos contundentes, pero, ¿qué hay de las experiencias más sutiles que funcionan por lo bajo? Como ruido de fondo, tal vez las estemos ignorando por acostumbramiento, habituación. Esas emociones más sutiles probablemente sean las que llamamos sensaciones. ¡Pero pucha que nos sacuden la estantería si hace falta! Basta que ocurran casos como (a), (b) y (c) para que nuestra sensación de certidumbre brille por su ausencia y ya no podamos poner foco en otra cosa.

Jorge Wagensberg, biofísico de Barcelona, afirma que la lucha contra la incertidumbre es algo inherente a la naturaleza de la vida misma. Se advierte en los procesos biológicos de todo organismo vivo, que permiten anticipar, hasta cierto grado, las variaciones del ambiente. En este sentido, saciar nuestra necesidad de certidumbre, tejiendo creencias en nuestros enlaces neuronales, no sería sino un artificio evolutivo bien refinado para poder adaptarnos a las circunstancias y anticiparnos.

Las emociones, de todas maneras, no solo surgen por tener creencias e interpretar, en función de ellas, lo que nos sucede. Es decir, no solo son el resultado de procesos cognitivos, sino que también promueven procesos cognitivos. Las emociones despiertan creencias, les dan forma, las modifican o las arraigan. En esto se metió de lleno el psicólogo holandés Nico Frijda.

Frijda afirma que las emociones están en el núcleo de cualquier creencia. Construimos nuestro modelo de la realidad influidos por lo que sentimos en cada caso. Basta con recordar el condicionamiento de Albertito: nos hacemos a la idea de que algo es de temer simplemente por haber asociado estímulos en la circunstancia inadecuada. No importa si nuestro modelo de la realidad es verdadero en lo absoluto. Es verdadero para nosotros y punto. Hasta que algo nos haga cambiar de parecer, nuestro modelo nos resultará natural y obvio, indiscutible, y tendremos la razón (aunque los demás no lo crean razonable). Pareciera ser, en todo caso, que la emoción por excelencia en el núcleo de cualquier creencia es la sensación de certidumbre.

Bronislaw Malinowski fue el primer antropólogo que introdujo en su disciplina la metodología de hacer observaciones con rigor científico. En el inicio de la Primera Guerra Mundial, Malinowski viajó a las Islas Trobriand, que quedan en Papúa Nueva Guinea, allá por el Pacífico Sur, para estudiar a sus habitantes. Lo que demostró fue que a medida que el nivel de incertidumbre del entorno aumenta, también aumenta el pensamiento mágico. La falta de control sobre el ambiente y el porvenir (por ejemplo, por factores climáticos o sociales) promueve la proliferación de supersticiones como una manera de explicar la incertidumbre.

Hace muy poco, en 2008, investigadores norteamericanos, Jennifer Whitson y Adam Galinsky, hicieron una serie de experimentos para comprobar que la falta de entendimiento de lo que sucede nos lleva a buscar patrones para recuperar el control, aún cuando esos patrones no sean reales y el control sea algo de nuestra interpretación. Uno de esos experimentos fue así: se dividió a los participantes en dos grupos, y en uno de ellos se provocó la sensación de que no tenían el control. ¿Cómo? Con un jueguito de computadora. En pantalla se les mostraba unas letras en mayúsculas y minúsculas de distinta tipografía, con circulitos, subrayado y otros chirimbolos, y se les pedía que adivinaran el patrón por el cual habían sido agrupadas. En realidad no había ninguno, ¡cuak!, porque las letras se presentaban al azar (cosa que ellos no sabían). Así que siempre que los participantes sugerían algún patrón de ordenamiento, la computadora les tiraba “incorrecto”. ¡Tremenda trampita! Era después que venía la verdadera prueba, mostrándoles a los dos grupos imágenes lluviosas, típicas de una pantalla de TV sin señal, varias de las cuales tenían algún dibujo de fondo como Saturno, un caballo o una mano. Pero el resto de las imágenes, en realidad, no tenía nada. Bueno, resultó que el grupo con la sensación de no-tener-el-control encontró más patrones en las imágenes lluviosas sin nada que el otro grupo.

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Más o menos las imágenes eran así. En la de la izquierda la mayoría ve a Saturno. En la de la derecha, ¿hay algo? Si ves algo fácilmente, podría ser que sientas que en este momento de tu vida no tenés tanto control de las circunstancias.

Michael Shermer viene dedicando toda su carrera de historiador científico a explorar este asunto de las creencias. Shermer se define a sí mismo como un escéptico, alguien que no cree cualquier cosa que se le cruza en el camino sino que la pone a prueba, recurriendo al método científico. Así que podemos confiar en que su trabajo no es traído de los pelos. Shermer explica que este «motor de creencias» que todos tenemos, y que nos sirve para poder hacer predecible el mundo, tiene un origen evolutivo: promueve la supervivencia.

El motor de creencias hace que busquemos patrones causales, y viene funcionando desde hace millones de años en los cerebros de nuestros antepasados evolutivos que andaban caminando, como panchos por su casa, en la sabana africana. Supongamos que un amigo de nuestro recontra-ultra-tátara-abuelo era un homínido de hace dos millones de años que se desplazaba nómade por ahí, hasta que de repente escucha un ruidito en el pasto, ¿será solo el viento o un predador peligroso? ¡Qué buena pregunta! La elección entre uno u otro podría significar la muerte.

Este homínido tenía dos opciones. La primera es conectar causalmente (A) ruidito con (B) predador, y al asumir esto ponerse en estado de alerta o salir de estampida. Si había acertado, entonces salvó su vida. Si no, simplemente halló un patrón falso y cometió un error que se llama falso positivo. Ahora bien, la otra opción es suponer que fue solo el viento y no darle bolilla. Pero si verdaderamente ahí había un predador, adiós Pampa mía (o África tuya). Ese homínido no dejó descendencia, al contrario de nuestro recontra-ultra-tátara-abuelo. Cometió un error llamado falso negativo: supuso que algo no era real cuando verdaderamente lo era.

Nosotros somos los descendientes de los antepasados que fueron más exitosos al encontrar patrones. Y esto significa aquellos que hayan tendido a cometer muchos más errores falsos positivos que falsos negativos, porque en última instancia los falsos positivos son inofensivos. Los homínidos de antaño no tenían mucho tiempo, si estaban bajo acecho, para evaluar las opciones deliberadamente utilizando el razonamiento, así que el “motor de creencias” se hizo espontáneo. La tendencia a encontrar patrones tanto donde los hay en serio como donde solo hay ruido, se transformó en algo inherente al proceso mismo de formar creencias activado por nuestra necesidad de certidumbre, seguridad y control. Es preferible convencerte de cosas falsas, si eso te ayuda a incluir también la verdadera mecánica del mundo, que cometer errores que pagues con la vida. Por eso hay quienes conectan causalmente la lluvia con una danza, y muchos conectan la suerte con una pata de conejo (no para el conejo). Amuletos y rituales sacian nuestra avidez por la seguridad, nos consuelan.

El incentivo y… ¡BAR-BAR-BAR!

Para conectar causa y efecto, con los procesos cognitivos alcanza. Una rama muy específica de las ciencias cognitivas llamada teoría computacional de la mente consigue demostrar cómo las redes neuronales pueden procesar la información para, metiendo dos sucesos (A) y (B) como input, obtener “causaA-efectoB” como output. Incluso consigue demostrar cómo podemos anticipar un efecto (B) al presenciar el suceso (A); inferir que si estamos en presencia de (B) puede haber sucedido (A); y generalizar que siempre que (A) tenga lugar va a suceder (B).

Pero los procesos cognitivos no son suficientes para buscar esos patrones causales. Hay algo que nos debe activar, porque saber cómo funciona el mundo resulta necesario e ineludible en la vida. Lo que nos activa es la motivación por la certidumbre y la emoción que la acompaña. En ellas, como vimos, radica el incentivo.

Lo cual nos lleva a preguntar cómo es que funciona cualquier incentivo en general. ¿Qué hace que a pesar de muchas dificultades sigamos remándola para llegar a la meta? ¿Qué nos pasa que una zanahoria en el trabajo nos estimula a pesar de que no aparezca de inmediato, sino que la pongan como promesa a largo plazo? ¿Por qué te atrae ese chico o esa chica que no te da el beso en seguida, sino que prolonga el deseo con su juego de seducción?

La respuesta está en un neurotransmisor, de esos que pasan por las sinapsis, que se llama dopamina. La mayor parte de la comunicación entre neuronas se efectúa con un par de neurotransmisores: el glutamato, que inhibe los impulsos neuronales, y el GABA, que excita a las neuronas. Pero la verdad es que hay muchos más de estos pequeñísimos mensajeros químicos. ¿Qué es lo que hacen, entonces? Tienden a activar o a inhibir circuitos enteros de neuronas involucradas en funciones cerebrales concretas. Por ejemplo, la acetilcolina específicamente activa la corteza cerebral y facilita el aprendizaje. La noradrenalina, por su parte, aumenta el nivel de alerta y refuerza la agilidad cuando hay que salir corriendo o tener buenos reflejos.

La dopamina se ha asociado históricamente al placer y la recompensa. Por las épocas en las que Skinner condicionaba a sus animales, otros experimentadores les metían electrodos en la cabeza a ratas hasta que, de casualidad, en 1954, James Olds y Peter Milner hicieron un descubrimiento muy interesante. Un serendipity, como se le dice a un hallazgo fortuito de gran utilidad. Olds y Milner querían insertarle un electrodo en el cerebro a una ratita en un lugar muy preciso, pero le pifiaron sin darse cuenta, y el electrodo terminó en otra área interna llamada núcleo accumbens, que en los humanos también existe y es del tamaño de un maní. Cada vez que la rata presionaba su palanca típica, recibía una descarga pequeñita. Pero hete aquí que en este núcleo la patadita eléctrica generaba dopamina a cada palancazo, con lo que la rata empezó a autoestimularse. A tal punto que dejó de comer y beber, poseída por la recompensa que le hacía sentir la dopamina, hasta desmayarse.

Actualmente, sin embargo, se reconoce que la dopamina no solo tiene que ver con el placer, sino también con el incentivo. La neurociencia hace una clara distinción entre ‘gustar’ (disfrutar) y ‘querer’ (motivación). Cosa que puede explicarse con experimentos como los realizados desde comienzos del nuevo milenio por el neurocientífico Wolfram Schultz y su equipo. La ventaja de un libro es que funciona como una máquina del tiempo, así que ahora volvamos a viajar hasta el año 2000, cuando Schultz estaba en la Universidad de Friburgo, Suiza, y andaba entrenando a un mono para que tire de otra palanca. (¡Sí, en estas historias hay más palancas que en Star Trek!).

Schultz adiestró al monito para que, cuando se encendiera una luz, supiera que podía conseguir un pedazo de comida rica si accionaba la palanqueta. Sería de esperar que las áreas cerebrales por donde fluye la dopamina, las vías dopaminérgicas, se activaran al máximo después de recibir el alimento, al disfrutarlo…, pero no. El pico de dopamina tiene lugar justo después de que se prende la luz y antes de que le mono tire de la palanca. ¡Ahí está! La dopamina entonces tiene que ver con la anticipación. Con la expectativa del programa mental “SI palanca, ENTONCES comidita rica”. Lo que este experimento muestra es que si uno sabe que va a conseguir algo con determinada conducta, el incentivo por hacerla es mayor que el placer del resultado mismo. Seguramente por eso disfrutemos más los éxitos cosechados con el sudor de nuestra frente, que lo que nos viene regalado de arriba.

Pero en la vida real las cosas no son tan fáciles como las tiene el monito en condiciones de laboratorio. Los resultados no son seguros, y los programas mentales no son del tipo “SI… ENTONCES…”, sino más bien del tipo “SI… QUIZÁS…”. Y con esto viene lo más interesante del caso, porque el equipo en el que trabajaba Schultz ideó otra monada de experimento, tan bueno que terminó publicándose en la famosa revista Science. El asunto esta vez fue así: otra vez monito, luz, palanca y trocitos “monki” (en vez de “dogui”), pero… solo le dieron la recompensa un cincuenta por ciento de las ocasiones en promedio. ¿Qué pasó entonces? El pico de dopamina al encenderse la luz sigue sucediendo, pero ahora aparece una segunda fase de liberación en el cerebro de este neurotransmisor, alcanzando otro pico en el momento exacto que la recompensa debería llegar (caiga o no). Conclusión: ¡la incertidumbre nos incentiva más aún que la certeza misma!

Una recompensa probable nos activa más que algo absolutamente predecible. Funcionamos mejor con el “SI… QUIZÁS…”, y por eso puede explicarse el refuerzo intermitente que nos generan las máquinas tragamonedas hasta que llega el BAR-BAR-BAR en la pantalla. Y también puede entenderse la adicción que nos provoca el “que-sí-que-no” de algunas parejas.

La química de la superstición y el consuelo

El incentivo por la recompensa esperada y el incentivo por la incertidumbre encuentran su fundamento en la dopamina. Ahora sí, hemos llegado a las razones internas para el comportamiento de los animalitos de Skinner. Y de nuestro comportamiento, claro, ya que no somos tan diferentes que digamos.

Pero demos un pasito más antes de terminar el capítulo. Aunque sea un pasito de paloma, porque fue con palomas que aquel viejo Skinner se coronó como el primer científico en estudiar sistemáticamente que ¡los animales también tienen cábalas! Una versión más primitiva, por supuesto, de usar las mismas medias que nos hicieron ganar el partido anterior.

A la paloma del antiguo canal 9 la ponemos en una caja con un botón a la altura de sus ojos y le enseñamos a picotearlo para que obtenga miguitas sabrosas. Más tarde, en vez de darle las miguitas inmediatamente después del picoteo, se las proveemos un rato después. ¿Cuánto? Intervalos de tiempo variables, al azar. (Incertidumbre en el plazo). ¡Zas! Lo que fuera que estuviera haciendo la blanca palomita justo antes de que le llegue la recompensa, va a repetirlo la próxima vez después de picotear el botón; por ejemplo, un giro a la izquierda o un par de saltitos al costado. Su pequeño cerebro también busca patrones causales y asimila falsos positivos bien supersticiosos.

Como si fueran bromas de cámara-oculta, este tipo de jugarretas también se probaron en humanos. ¡Y funcionan! En Japón, por ejemplo, Koichi Ono —como parte de su tesis doctoral— metió a varios participantes, de a uno, en una cabina cerrada con tres palancas, y simplemente les dijo: “Traten de conseguir la mayor cantidad posible de puntos”. Así que ninguno sabía exactamente qué hacía cada palanca. Nadie sospechaba que, en realidad, ninguna palanca hacía nada. Ono empezó a premiarlos en intervalos irregulares, sin importar cuál estuvieran presionando. ¡La de rituales que se armó, y combinaciones graciosas de palanqueos con movimientos ridículos! Dos tirones largos y uno cortito… o tres palanqueos y un saltito…

Y… sí, sí. Como estás sospechando, la dopamina está detrás de todo esto. Hace un par de años nomás, unos investigadores de la Bristol (no la playa de Mar del Plata, sino una universidad en Inglaterra) descubrieron que aumentando sus niveles de dopamina, la gente queda más predispuesta a encontrar significados y coincidencias en situaciones que en principio no los tienen. Algo semejante a ver patrones en aquellas imágenes lluviosas. (Suministrando Levodopa a los sujetos, la droga más eficaz contra la enfermedad de Parkinson, se promueve el incremento de dopamina en el cerebro).

Hay evidencias de que la dopamina actúa como ‘agonista’; es decir, incentiva el intercambio de señales entre las neuronas. Lo logra, entre otras razones, haciendo que la neurona que recibe las moleculitas absorba la dopamina como si fuera el neurotransmisor que normalmente le llega. A largo plazo, la dopamina induce la plasticidad neural. El efecto en la práctica es que, dadas las circunstancias adecuadas de motivación o incertidumbre, las convicciones se arraigan férreamente (aunque no haya hierro fundido en nuestro cerebro).

Y ahí entra en escena un efecto colateral (como el del prospecto de un medicamento): el credo consolans. Convencernos de algo para consolarnos; autoconvencernos porque nos hace bien, nos reconforta y sacia nuestra avidez de seguridad y sentido. Nos hace sentir que está todo bajo control (aunque este efecto pueda resultar cortoplacista, como en “ella-no-se-atreve-a-admitir-que-me-ama”).

Este consuelo suele pasar cuando el resultado de una elección que hicimos no es lo que esperábamos. Como relata el especialista en psicología social Eddie Harmon-Jones, nos contamos historias a nosotros mismos y nos afianzamos en ese modelo de realidad. Al momento de tomar una difícil decisión laboral, por ejemplo, podés estar priorizando tus ingresos; pero si después de un tiempo terminás descubriendo que era la otra opción la que te dejaba más plata, vas a concluir que igual tu elección fue correcta porque al fin y al cabo le hacés un bien mayor a la sociedad, “que era lo que verdaderamente querías”. Tu mente actúa como un abogado defensor, elucubrando todas las razones para sustentar la posición que te reafirme.

La química de la justificación es mucho más interesante aún e involucra más neurotransmisores, e incluso otros mensajeros químicos llamados hormonas que comunican más ampliamente distintas partes del cuerpo. Pero, vamos a dejarla para más adelante, en el capítulo 4, cuando saquemos a relucir varias de las sustancias que llevamos dentro.

Anexo: del horóscopo al emoróscopo

¡Esto no es riguroso! Pero te prometo que te vas a divertir igual…

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Hasta 8 puntos

Apuesto a que sos una persona excepcionalmente racional. O sea, tus procesos emocionales existen como en todos, pero vos lográs hacer intervenir tu corteza prefrontal con mucha frecuencia. Eso te permite moderar impulsos y limitar reacciones emocionales a tu conveniencia. El problema puede surgir cuando algo de vos mismo realmente te resulte inesperado (como que te enamores o te suceda algo insólito) y no sepas cómo enfrentar la experiencia interna. Eso puede desorganizarte mucho.

 

De 9 a 18 puntos

No tengo nada especial para contarte. Tenés procesos emocionales y cognitivos de ser humano (menos mal). Seguí participando…

 

De 19 puntos en adelante

Probablemente seas muy propenso a la sensibilización. ¡Tu amígdala es muy activa! La dopamina es abundante en tus vías neuronales, y te estimula a preferir la recompensa inmediata. Seguro tenés cábalas y te seduce el pensamiento mágico. Tenés que entrenarte en postergar el deseo o las respuestas en ciertas ocasiones y no cerrarte en los recursos que hoy usás para encontrar bienestar. Explorá otros medios que también funcionan (dale menos bola a los mandalas o al horóscopo y escuchá propuestas de otras personas).