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La evolución emocional
Un bricolaje multiuso

Como comenzamos a ver en el capítulo anterior, más que un solo órgano, el cerebro que tenemos es, en verdad, un sistema de órganos y recursos. A la hora de procesar tareas, como sentir una emoción determinada, sus distintas estructuras se encienden selectivamente y en secuencias. Ciertos recursos nunca están apagados; por ejemplo, aquellos que participan de las funciones vitales como la respiración o el equilibrio. Pero otros, como los que forman parte de las emociones sociales, pueden activarse y desactivarse según el caso.

Marvin Minsky, cofundador del laboratorio de inteligencia artificial del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), suele ilustrar con el enamoramiento: un ejemplo elocuente y representativo. Cuando estamos enamorados pareciera como si hubiéramos apretado una tecla y todo un programa diferente comenzara a funcionar: cambian nuestras prioridades, todo nos parece alegre y brillante aunque afuera nada haya realmente mutado. Al reconocer la existencia de mecanismos internos en las emociones, podemos orientarnos a preguntas constructivas. Podemos sustituir interrogantes poco precisos, como “¿qué son las emociones?”, por cuestiones más fáciles de enfrentar, como “¿qué procesos están implicados en cada emoción?”. (Evidentemente, al estar enamorados se nos ‘apagan’ recursos que evalúan críticamente los atributos de nuestra pareja; porque cuando la pasión se va, aquello que antes nos encantaba puede parecernos molesto).

El hecho de que haya varios mecanismos emocionales usando el mismo sistema de recursos consigue explicar también por qué tenemos sentimientos encontrados. Si es que más de un mecanismo está activo al mismo tiempo, podemos sentir la ambigüedad proverbial del “te-odio-y-te-amo”. O experimentar conflictos internos de intereses, luchas entre placeres inmediatos y metas de más largo plazo. Debatirnos entre la fiaca de ir al gimnasio y la tentación por la porción de torta chocolatosa que tira la dieta por la borda.

Estos recursos y mecanismos del cerebro, además, están dedicados a resolver problemas concretos. ¿Cuáles problemas? Aquellos con los que se enfrentaron todos nuestros antepasados en la larga trayectoria de la evolución.

Toda especie, sea un ser humano, una gacela, un salmón o un mosquito, está adaptada al estilo de vida propio del nicho que ocupa en el ecosistema. Esto es evidente, claro, si nos fijamos en su anatomía. Pensá en la función que tiene esa anatomía: las gacelas corren a velocidades altísimas para escapar de sus predadores, los salmones nadan a contracorriente para desovar río arriba, y hay insectos que pican en una milésima de segundo para que no los aplasten (¡menos de lo que tardan dos neuronas nuestras en comunicarse!). Esas son hazañas que las personas no podemos realizar. No tenemos con qué.

La adaptación para resolver problemas concretos también tiene que ver con los sentidos. Los seres humanos no podemos percibir cualquier cosa. En el olfato, una mascota perruna como el Cocker nos supera ampliamente. Los murciélagos se guían de noche gracias a su ecolocación (emiten chillidos y luego interpretan el entorno que los rodea gracias al eco que reciben, igual que funciona el sonar de un submarino). Nuestros sentidos son adecuados para la forma de vivir que llevamos, diferente a la de otros animales. Los sentidos fueron “diseñados” por la evolución para detectar determinados aspectos del mundo, e incluso exagerarlos, mientras se ignoran otros. Tanto las terminales sensoriales como el sistema nervioso central que procesa sus estímulos (el cerebro) tienen funciones muy concretas.

Es por esa misma razón que otras especies no son tan inteligentes como nosotros: no lo necesitan. En la naturaleza, la evolución hace que se desarrollen solo los recursos útiles. Por nuestro lado, la inteligencia no es “genérica”, sino particularmente adaptada a las dificultades que tuvimos que resolver como especie. Recordá, por ejemplo, la asociación “ruidito-en-el-pasto” con “potencial-predador” que salvó a muchos de nuestros antepasados, como vimos en el primer capítulo.

El asunto de la anatomía y su función, el asunto de los sentidos y el asunto de la inteligencia aplicada nos abren la cabeza y nos permiten comprender lo siguiente: no experimentamos cualquier emoción. Solo sentimos aquellas emociones que aparecieron evolutivamente y de manera práctica, según nuestra forma de relacionarnos con el medio y entre nosotros.

El modelo del cerebro triuno nos mostró cómo la evolución apila nuevos sistemas sobre los existentes, pero también modificando lo que hay de base. Si a ese modelo le incorporamos la noción de que nuestro cerebro evolucionó como un sistema de órganos y recursos dedicados a resolver problemas concretos, entendemos por qué David Linden se refiere a él como un bricolaje evolutivo. Linden es profesor de neurociencia en Maryland (el estado norteamericano de donde surgió la riquísima Suprema que lleva su nombre) e investiga la evolución de la mente y el origen de nuestros sentimientos. En términos del propio Linden, este bricolaje constituye una extraña aglomeración de soluciones ad hoc que se han venido acumulando a lo largo de millones de años de historia evolutiva. O sea, soluciones prácticas para fines específicos.

Por su parte, el especialista en ciencias cognitivas Gary Marcus califica a nuestra mente de kluge. Una palabra de difícil traducción… que significa algo así como una solución poco elegante para un problema, aunque sorprendentemente efectiva. Algo parecido a lo que decía Ignacio Copani con su hit ochentoso Lo atamo’ con alambre, lo atamo’. Cambiar la lamparita subiéndote a una silla puesta arriba de una mesita, en vez de usar una escalera, ¿funciona? Por supuesto. La evolución improvisa con los recursos a mano, en lugar de crear un elemento totalmente nuevo.

Esta naturaleza de nuestro cerebro, aunque excepcionalmente exitosa, tiene sus aspectos escondidos. Voy a hacer especial énfasis en dos. El primero es que podemos encontrar procesos cerebrales que no son rigurosamente adaptativos, sino que tan solo son sub-productos de otros procesos principales que sí son adaptativos. Para entender este kluge en el plano emocional, primero conviene ilustrar con cosas tangibles de nuestra anatomía. Tomá el coxis como ejemplo: el famoso huesito dulce. Es la última pieza de nuestra columna vertebral, remanente de lo que en tiempos inmemoriales era una cola. Hoy día no está expresamente puesta ahí, sino que permanece como legado. De hecho, hasta el segundo mes de embarazo, los embriones de bebés en gestación tienen un atisbo de cola que luego no se desarrolla. De regalo nos queda este coxis. De cualquier manera, este hueso no es totalmente inútil, porque permite el apoyo de los músculos de los glúteos.

Otro efecto colateral de la evolución se halla exclusivamente en los hombres. (Sí, chicas, ahora tienen argumentos para probar que no somos perfectos.) ¿Cuál? Se trata del recorrido de los conductos que transportan los espermatozoides desde los testículos. Sería de esperar que la evolución optimizara los recursos y generara la trayectoria de salida más corta. Sin embargo, estos conductos son ridículamente largos: suben por encima de la uretra para luego bajar nuevamente hacia el pene. No hay un propósito para esta configuración (ni siquiera una montaña rusa para que el esperma salga más entusiasmado). Esta anatomía es, justamente, un sub-producto de una adaptación que sí tiene sentido: nuestros antepasados reptiles tenían los testículos dentro de sus cuerpos, pero a medida que nos hicimos mamíferos fue aumentando nuestra temperatura corporal y los testículos fueron descendiendo. Aquí está el proceso adaptativo; el descenso sucedió para no perjudicar la producción de los espermatozoides con una temperatura mayor a la conveniente.

En el cerebro, la combinación de adaptaciones y sub-productos no puede verse a simple vista. Puede identificarse, sin embargo, con trabajo de detective, observando su funcionamiento. Todas las emociones y motivaciones se deben a la evolución, pero no todo lo que sentimos y queremos es adaptativo para ese fin último de “supervivencia y reproducción” que supuestamente rige la evolución. No, esto no es una contradicción. Es un paralelo a lo que pasa con el coxis o los conductos del esperma. Sentir y querer ciertas cosas puede ser un efecto secundario de otros procesos que se llevaron la prioridad. El deseo sexual, por ejemplo, sin duda alguna tiene el propósito fundamental de promover el apareamiento, pero también puede estimular el consumo de pornografía, cosa que claramente reemplaza la búsqueda de pareja para dejar descendencia, al menos en lo inmediato. Asimismo, como vimos en el primer capítulo, que podamos aprender a tenerle miedo a ciertas cosas es muy útil, pero si ese aprendizaje sucede en circunstancias inconvenientes, pueden condicionarse respuestas de temor que no fueron planificadas por la evolución, tales como las fobias, que nos limitan en lugar de ayudarnos. Además, fijate que nuestro cableado viene adaptado según lo que fue normal para nuestros antepasados, no para lo cotidiano del último siglo y medio. Le tenemos miedo innato a las arañas y las serpientes, pero no le tememos visceralmente a fumar ni a manejar, causas contemporáneas de muerte por lejos muy superiores.

El segundo aspecto escondido de la naturaleza bricolaje-kluge de nuestro cerebro es que la evolución reutilizó recursos existentes para más de una función. Pero esto ya merece un apartado propio.

¿Con qué cartas juega la emoción?

Nuestros huesitos del oído —martillo, yunque y estribo— en algún momento fueron algo totalmente diferente: formaban parte de la articulación de las mandíbulas de los reptiles. Estos bichos, hace millones de años atrás, ponían sus cabezas en el piso para poder sentir las vibraciones del terreno y así saber quién viene, tal como hacen sus primos actuales. Los huesos de la mandíbula les servían a un doble fin: primero, como articulación; y segundo, para transmitir el sonido. Con el tiempo esos huesitos fueron especializándose progresivamente, se contrajeron y adoptaron su forma actual. Lo que era un propósito alternativo terminó, a la larga, siendo el principal.

Además de ser una ad-aptación evolutiva, esta especialización constituye una ex-aptación. El término fue acuñado hace treinta años por el ya desaparecido paleontólogo Stephen Jay Gould. Cuando una pieza del organismo antes servía a una función particular y ahora es apta para un nuevo uso, se dice que está exaptada. Por increíble que parezca, en nuestro cerebro tenemos numerosos recursos exaptados. En un principio servían solo para una función, pero ahora posibilitan más de una al mismo tiempo.

Para explicártelo mejor, voy a trazar una analogía. Pensá en todas las reglas de juego del entorno a las que estaban sometidos nuestros antepasados: buscar cómo alimentarse, escapar de los predadores, encontrar pareja, protegerse del clima, etcétera. Imaginate que este conjunto de reglas es como el folletito que viene con el típico juego de mesa, o como el reglamento para jugar a la “Escoba del 15”. La evolución hizo que el cerebro de nuestros antepasados desarrollara recursos para poder sobrevivir, o sea, que creara naipes, como el mazo de la baraja española que sirve para jugar a la “Escoba del 15”. Así, cuando era hora de ponerse en estado de alerta y escapar de una amenaza, el cerebro ponía un naipe en la jugada, como la amígdala del circuito del miedo.

¡Qué linda analogía! En vez de un frágil castillo de naipes, un cerebro hecho bien sólidamente de cartas que se juegan a cada momento, para ganar con las reglas de la supervivencia.

Ahora bien, a medida que pasaron los miles de años, el entorno fue cambiando y con él se crearon reglas nuevas y adicionales. Suponete que entonces surgió el “Truco”. Lo bueno es que con las mismas cartas que ya tenía, el cerebro consiguió participar no solo de la “Escoba” sino también del “Truco”. En eso consiste la exaptación: usando los mismos naipes (recursos) el cerebro puede jugar tanto a la Escoba como al Truco, y también al Tute y al Chinchón. Obviamente que con limitaciones: si estás participando de dos o más partidos al mismo tiempo, una vez que comprometiste una carta para una jugada, ya no la tenés disponible para la mano que está sucediendo en paralelo en el otro juego.

Nuestras emociones utilizan varios recursos de nuestro cerebro que son exclusivamente para ellas, recursos emocionales, pero también hacen uso de recursos que participan en otros procesos. Con la analogía del mazo de naipes se comprende que hay cartas que nuestro cerebro pone tanto para la emoción como para otras cosas. Porque sirven para más de una función a la vez, están exaptadas. Pero si empleaste la carta para una emoción, ya no te la podés jugar en otro uso; por ejemplo, cuando una emoción es muy intensa, metemos procesos de razonamiento en ella, los cuales quedan “secuestrados”. ¿Qué quiero decir? Me refiero a no disponibles para darnos otra perspectiva ajena a ese estado emocional u otra interpretación de los hechos. Una angustia grande lo ilustra con claridad: la carta de la memoria y la carta de la atención son recursos que se sumergen en la mano de la emoción; recordamos y advertimos solo lo que es compatible con esa angustia. También te debe de haber pasado con la bronca, o con una experiencia positiva como la reconciliación. Por eso es que tu mente entra en resonancia con la emoción del momento.

Uno de los mejores ejemplos de recursos compartidos lo encontramos en el hecho de que una emoción puede detonarse tanto por percibir circunstancias, como por imaginarlas. En efecto, la imaginación interfiere con la percepción en determinadas situaciones, como cuando por estar pensando en algo no ves detalles reales de cosas que tenés delante.

El naipe que se comparte entre “ver” e “imaginar” es un área de la corteza cerebral dedicada a procesar el sentido de la vista. Cerrá los ojos e imaginate entonces que viajás a Milán. en la universidad de esa ciudad, los neuropsicólogos Edoardo Bisiach y Claudio Luzzatti analizaron a dos pacientes que tenían lesiones en sus cortezas visuales derechas, lo que les producía un síndrome llamado negligencia visual unilateral. ¿En qué consiste? Por más que los ojos estén intactos y perciban todo el campo visual, las neuronas dañadas no consiguen procesar lo que esté frente a ellos. Si la lesión está en el lado derecho de la corteza, los pacientes no advierten aquello que está a su lado izquierdo (recordá que cada hemisferio se encarga de la parte opuesta del cuerpo). Pueden estar sentados a la mesa y no ver el tenedor, o incluso dibujan un rostro pero sin el ojo izquierdo.

Bisiach y Luzzatti fueron sagaces. Les pidieron a los pacientes que se imaginaran de pie en la plaza central de la ciudad, mirando de frente a la catedral. “Describí lo que estás viendo”, le dijeron a cada uno. Los pacientes nombraron solo los edificios que tendrían a su derecha. Luego, Bisiach y Luzzatti les solicitaron que visualizaran que daban media vuelta. Ahora, al describir lo que estarían viendo, omitieron todos los edificios antes mencionados y detallaron los que habían ignorado. ¡Ahí está! Fantásticamente expuesto. Los recursos cerebrales para imaginar están exaptados a partir de los recursos que procesan las verdaderas imágenes de nuestros ojos. Esto se respaldó con estudios posteriores de neuroimagen, que efectivamente mostraron cómo se iluminan las mismas cortezas visuales tanto al percibir como al imaginar.

Que ciertas regiones del cerebro sean multifunción se facilita gracias a las muchísimas conexiones de ida y de vuelta que tienen con otras áreas. ¿Te acordás que las neuronas espejo son multifunción? Disparan cuando hacés una expresión facial, cuando la ves y (ahora también te resulta evidente) cuando la imaginás.

Hasta el origen del lenguaje humano puede explicarse por áreas multifunción y multiconectadas. Alguna vez en la historia de nuestra especie emitimos los primeros sonidos en base a las formas que veíamos. Vilayanur Ramachandran es un neurocientífico de India que, junto con su colega Edward Hubbard, sugiere que la forma como nombramos a los objetos no es completamente arbitraria.

Hagamos un juego: en la isla de Tenerife vivieron, hasta principios del siglo xx, unos aborígenes que representaban dos conceptos importantes con las siguientes figuras. A una de ellas la llamaban “Bouba” y a la otra “Kiki”. Sin importar qué significan, adiviná cuál es cuál.

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Con el 95% de posibilidades de acertar, me arriesgo a que “Kiki” te dio la impresión —qué palabra adecuada— de ser la izquierda, y “Bouba”, la derecha. La verdad es que este es un juego con trampa, porque no existe tal tribu ni tal lenguaje. El experimento fue ideado por el psicólogo alemán Wolfgang Köhler en 1929 y repetido una infinidad de veces, incluso por Ramachandran y Hubbard. Tanto en español, como en inglés y en tamil (un idioma de India), entre el 95% y el 98% de la gente responde como arriesgué. No es que yo sea mago. ¡Incluso responden así los niños de dos años que no saben leer! Rama y Hubbard sugieren que hay tantas conexiones entre la corteza cerebral que procesa las imágenes y la corteza que coordina los movimientos para hablar (de lengua, labios y faringe), que algunas formas nos dan la impresión de ciertos sonidos y, viceversa, por naturaleza.

La letra K (que se escribe con trazos rectos y tiene ángulos) se pronuncia generando una ‘cuña’ con los músculos de la boca y la faringe. Lo mismo pasa con la letra I. Ambas letras exigen más esfuerzo muscular que las letras B y O. La B y la O no solo presentan trazos redondeados, sino que también hay que poner en redondo los labios y la boca para pronunciarlas. Fijate en los trazos agudos y quebrados de la figura “Kiki”, y en el contorno suave y redondeado de “Bouba”. Muchas palabras comprueban esto. ¿Un GORDO FINITO? ¿Una AMEBA FLACA? ¿Un ALFILER en el BALÓN?

La emoción también juega con cartas multiconectadas; por eso todo ser humano tiene impresiones emocionales comunes ante ciertos estímulos, como los colores. La psicóloga y socióloga alemana Eva Heller hizo un trabajo excelente: convocó a dos mil hombres y mujeres de todas las edades y profesiones, y registró cómo actúan los colores en los sentimientos. Así encontró simbolismos universales. El azul, por ejemplo, es sinónimo de profundidad emocional, calma o distancia. El rojo representa intensidad o energía. De hecho, en la naturaleza se ven azules los fenómenos de grandes dimensiones: la magnitud del cielo o de las aguas. Mientras que el rojo resplandece alrededor del fuego o en el sol del atardecer. El rojo está también adentro, en la carne, en la sangre.

Los efectos emocionales de ciertas percepciones ya vienen preparados dentro de nosotros.

El origen de las emociones primarias

Las emociones no salieron de un repollo ni las trajo la cigüeña de París. Las emociones evolucionaron con nosotros durante todo este largo camino que nos llevó ser humanos. Lo interesante del asunto es que ciertas emociones tienen que haber existido incluso antes de que nosotros fuéramos nosotros. Quiero decir, en aquellos homínidos de los que descendemos debió preexistir una versión previa, más arcaica, de nuestro repertorio emocional contemporáneo. Hoy tenemos las WEmociondows 8, pero en nuestros antepasados funcionaban versiones 3.1 y anteriores. Además, si rebobináramos al pasado en cámara superrápida hacia especies mamíferas previas a los primates, veríamos cómo las emociones se simplificarían. Llegando incluso más atrás, a organismos mucho más primitivos, solo hallaríamos emociones primarias.

Intentos de clasificar las emociones hubo muchos. Pero una y otra vez, los especialistas no se ponen de acuerdo con un orden al cien por ciento. Lo que sí se ha consensuado bastante es que emociones, como el orgullo, los celos o la vergüenza son de índole social, de más reciente aparición (hablando en la línea de tiempo de la evolución, de millones de años); mientras que existen otras emociones secundarias que son más instintivas: el miedo, la ira, la sorpresa, el asco... Pero ¿qué hay de las emociones primarias? Bueno, sustentan lo más fundamental de sobrevivir y reproducirse. Antes de nombrarlas, quiero que recuerdes algo que se trató en el primer capítulo: hay experiencias emocionales que solemos denominar sensaciones, como la sensación de certidumbre que contribuye a construir nuestros propios modelos de realidad. Las emociones primarias tienen que ver precisamente con sensaciones.

El australiano Derek Denton es reconocido por sus investigaciones sobre cómo puede haber surgido la consciencia en los animales primitivos y cómo puede haberse desarrollado hasta llegar a la consciencia humana. ¿Qué tiene que ver esto con las emociones? Bueno, advertí que cuando estás consciente tenés diferentes tipos de vivencias: ejercés tu propia voluntad, tomás decisiones y reflexionás intencionalmente. Ser consciente también implica identificar el presente como algo diferente al tiempo pasado, y acceder a la memoria de episodios de la propia vida. Pero la propiedad más importante de la consciencia es la capacidad de sentir lo que se está experimentando. Esta capacidad se denomina sentiencia en la jerga de la biología evolutiva.

Según Denton, la sentiencia es lo primero que un animal debe tener para poder afirmar que es consciente. La percepción de lo externo le permite a cualquier ser vivo resolver sus problemas, obvio, como cuando un paramecio identifica una fuente de alimento y nada en su dirección. Pero la sentiencia requiere que un organismo tenga percepción interna. Es gracias a la percepción interna que los animales menos primitivos advierten las experiencias propias. Las emociones primarias surgieron a la par de la consciencia; fue entonces que comenzó lo subjetivo: sentir hambre, sed, apetito de sal, apetito de aire, dolor, sueño, sentir la necesidad de evacuar y sentir impulso sexual.

Un sistema nervioso es esencial para que un organismo tenga percepción externa y actúe gracias a ella. Si no contáramos con neuronas sensitivas que van desde la piel al sistema nervioso central (médula y cerebro), no podríamos sacar la mano del fuego con el típico acto reflejo. Durante la evolución de las emociones primarias, el sistema nervioso también se especializó en la percepción interna, y los estímulos provenientes de afuera se combinaron con los de adentro para generar sensaciones. Nuestro sistema nervioso periférico está acoplado con el SNA (sistema nervioso autónomo) que comanda los cambios internos: una caricia o la mordedura de un animal generan emociones que dilatan o contraen nuestros vasos sanguíneos, aumentan o calman los latidos del corazón, etcétera.

Antonio Damasio, el mismo de la hipótesis del bucle mencionada en el capítulo anterior, encontró una forma muy ingeniosa de ilustrar el surgimiento de las emociones más complejas. Se trata de la metáfora del árbol.

- El metabolismo, los reflejos básicos y las respuestas del sistema inmune constituyen el tronco. Son los procesos encargados de la homeostasis: recuperar el balance interno toda vez que se presente un desequilibrio.

- El nivel siguiente contiene los comportamientos de acercamiento o retirada con fines específicos: evitar fuentes de dolor o buscar fuentes de placer.

- En un nivel más alto están los instintos, motivaciones y emociones primarias. Recurren a los mecanismos de no-al-dolor y sí-al-placer para funcionar.

- Arriba de todo se desarrollan las emociones secundarias y, finalmente, las sociales. Estas últimas son las emociones más complejas, por ejemplo, el desprecio social (el rechazo que una persona puede hacer de la actitud de otra) usa recursos de la emoción de asco, como la cara de repugnancia y el lenguaje usado en el desdén, que es una emoción secundaria.

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Adaptación de la metáfora del árbol de Damasio. Incluso nuestras emociones sociales constituyen mecanismos para recuperar el equilibrio interno, solo que más refinados tras la evolución.

El árbol implica tres cosas fascinantes, que voy a contarte en las próximas tres secciones. La primera queda en evidencia a nivel de los instintos, motivaciones y emociones primarias: cómo actuar para recuperar la homeostasis (equilibrio interno) depende íntimamente de qué se siente durante el desequilibrio. Necesidad-sensación-acción están acopladas en un mismo proceso (por ejemplo, falta de agua-sensación de sed-intención de beber). Esto equivale a decir que “tener-ganas-de-algo” va de la mano con “tener-una-emoción-por-ese-algo” (por ejemplo, sentir alegría-querer festejar, o sentir esperanza-planificar). Las motivaciones tienen fundamentos en común con las emociones.

La segunda cosa implicada es que hasta las emociones más complejas y variadas tienen mecanismos por dentro, como programas. El tema clave es averiguar con qué se activan estos programas, cuándo y cómo, en cada uno de nosotros. Y la tercera, se trata de la integración de las ramas superiores con nuestros procesos cognitivos (razonamiento, lenguaje, memoria y aprendizaje). Algo introducido en el primer capítulo: en las emociones más complejas hay mucho trabajo evaluativo del cerebro, o sea, mucha interpretación.

Dos caras de la misma moneda

Cuando lo conocí a Ross Buck era pleno invierno en el hemisferio norte, mientras Buenos Aires hervía como una caldera, el campus de la Universidad de Connecticut, en Estados Unidos, estaba cubierto de nieve. Ross Buck investigó extensamente los mecanismos cerebrales de la emoción y de la motivación. Escribió cientos de artículos científicos (llamados papers), incluso tres libros, así que no podía perderme la oportunidad de encontrarme con él. Ross me esperaba en su oficina del departamento de Ciencias de la Comunicación, tan humilde como amable, al igual que cualquier mente brillante.

Habitualmente, aquello que te motiva te genera emociones, y lo que te emociona es lo que te da motivación. Motivaciones y emociones suelen encontrarse juntas en los libros actuales de psicología universitaria, ambas catalogadas como funciones “activadoras”, porque activan nuestras conductas. De hecho, los términos ‘motivación’ y ‘emoción’ tienen la misma raíz latina: moti y moción significan “mover”.

Ross Buck sostiene que la emoción y la motivación son dos caras de una misma moneda. Su barba haciendo juego con la nieve de afuera, Ross me hablaba con simpatía septuagenaria y con la misma calidez de su oficina tapizada en libros. Se refirió a esa moneda como un sistema. (Recién vimos, con la metáfora del árbol, que tenemos varios sistemas que controlan nuestro comportamiento). Cada sistema motivación-emoción tiene un potencial: algo que está latente, como un programa de computadora, esperando que llegue el código justo que le dé una orden. Ese potencial es la motivación. Cuando un estímulo encaja perfectamente con la orden que espera el potencial, lo activa. (El estímulo se transforma en el input del sistema). El sistema así entrega un output, o sea, un resultado: la emoción. Te doy un ejemplo: tu motivación es alcanzar un logro, sea juntar X pesos antes de fin de año o aprobar el próximo examen. Si el estímulo es positivo —llegás al monto o salvás con siete— se activa la experiencia de realización, satisfacción y alegría. En cambio, si no ahorrás lo suficiente o te bochan, sentís frustración y fracaso.

Así, Ross identifica lo que él llama PRIMES, una sigla en inglés que significa Sistemas Primarios Motivacionales y Emocionales. Ejemplos de PRIMES muy cerca de lo instintivo, en lo más profundo de nuestra biología, son comer y saciar el hambre, o ver una serpiente y sentir temor. Estos son sistemas estructurados genéticamente. Por el contrario, hay otros sistemas motivación-emoción menos rígidos. Se trata de aquellos que pueden aprender, los que pueden estar condicionados por la cultura y que se activan según cómo interpretás las cosas. Para dar un ejemplo, si estás motivado para conseguir el reconocimiento de otra persona, tus emociones van a depender de cuáles sean las convenciones sociales aceptadas, qué representa esa persona para vos, cómo asumís que te está evaluando, etcétera.

El neurocientífico Jaak Panksepp —nacido en Estonia, por eso su nombre parece raro— también identificó que tenemos estos programas en el cerebro. Dice que todos los mamíferos llevan siete sistemas que funcionan motivacional y emocionalmente. En los animales, pueden estimularse de manera artificial localizando los circuitos cerebrales apropiados y activándolos eléctrica o químicamente. ¿Te acordás de la ratita de Olds y Milner en el primer capítulo, la que autoestimulaba sus vías de dopamina hasta el cansancio? Bueno, justamente un ejemplo de esos sistemas es el de búsqueda, que nos motiva a la exploración, y nos incentiva por la recompensa. Debe ser el sistema que se esconde en lo más profundo de querer alcanzar un logro, como en el ejemplo de la página anterior, cuando te proponés juntar X pesos antes de fin de año o aprobar un examen. Las experiencias de curiosidad o aburrimiento deben sentirse según cómo animemos este sistema.

Los otros sistemas de Panksepp son el ya conocido circuito del miedo, el deseo sexual, la ira, el cuidado maternal, la ansiedad por pérdida social, y el juego.

Igualmente, ¡ojito! Que los haya identificado Panksepp no significa que sean lo único que llevamos dentro; solo quiere decir que encontró programas-básicos-hechos-por-circuitos-cerebrales. Existen otras motivaciones y emociones no tan básicas, más complejas, que funcionan a niveles superiores. Si te querés ir de vacaciones a Mar Chiquita para descansar, no podés explicarlo solamente por alguno de esos siete sistemas. Ellos constituyen apenas un punto de partida.

Panksepp bautizó neurociencia afectiva al nuevo campo de estudio que reúne muchas disciplinas para explicar los mecanismos neurales de la emoción. Haber sido quien puso nombre a este campo no es moco de pavo, considerando que actualmente se desarrolla velozmente. Él es uno de los pioneros en neurociencia afectiva, junto con otros que ahora ya conocés, como LeDoux y Damasio.

¡Ah, me olvidaba! Con Ross Buck terminamos hablando de las emociones en el cine. Como la moneda del sentir-querer, él también tiene otra cara, es que le encanta la pantalla grande y además estudia la comunicación emocional en los medios.

Pero… ¿sos o te hacés?

 Cuando en la sección anterior viste que hay sistemas motivación-emoción rígidos e instintivos, pero también los hay flexibles, seguro que te vino a la mente la siguiente pregunta: ¿las emociones se traen o se aprenden?

La perspectiva de que las emociones son programas que propician nuestro bienestar, promueven la adaptación y anticipan problemas para resolverlos, te hace ver fácilmente la respuesta: ambas cosas. Se traen recursos comunes a todos nosotros para sentir emociones, pero también se adquieren el por qué, cómo, cuándo y cuánto sentirlas, gracias a nuestra experiencia de vida.

Los programas emocionales admiten menos o más aprendizaje según su función, que a su vez es fruto de la evolución. Los más primitivos son bastante rígidos, como el miedo innato a las arañas y serpientes, a la oscuridad y a las alturas. Resultaron esenciales para la supervivencia de nuestros ancestros. Pero las emociones sociales deben ser lo suficientemente flexibles para la infinidad de interacciones posibles que se dan entre miembros de la misma especie. Voy a usar la vergüenza como ejemplo: la función que la evolución le dio a la vergüenza es que podamos adaptarnos a las normas del grupo de pertenencia —incluso las de apariencia—, y evaluar cuándo nos están catalogando de inaceptables a nosotros o a nuestros actos. Por eso, razones para sentir vergüenza hay muchas. Suponiendo que fueras un antepasado, no tendría sentido que solo tuvieras vergüenza cuando te rechaza la familia más peludita del clan vecino, en las mañanas lluviosas de invierno.

Los mecanismos de aprendizaje, sin embargo, no son capaces de aprehender cualquier hecho del mundo. Tienden concretamente a incorporar ciertos asuntos y no otros. Cada emoción hace que aprendamos cosas acotadas a la función de esa emoción. Para explicar esto, el caso del asco es delicioso (¡ja!). ¿Que el sol te resulte asqueroso? Mmm, no sucede. Y es útil que así no sea, porque el asco debe estar enfocado nomás a determinado tipo de estímulos.

Si con nuestro estilo de vida actual le buscamos una lógica al asco, en algunos casos parecería fallar. Si te muestran una cucaracha seca y esterilizada (que, por supuesto, no tiene mugre ni rastros de virus ni bacterias), te resulta tan repulsiva como cualquier cucaracha vivita y coleando que anda por ahí. Ni loco te tomarías un juguito servido en un recipiente para análisis de orina, aunque esté recién salido de la farmacia en perfecta esterilidad. Tampoco tomarías sopa revuelta con un matamoscas o un peine, incluso si están nuevos y desinfectados. Lo que pasa es que las emociones tienen su propia lógica (no la lógica de nuestra tecnología contemporánea de esterilización y desinfección). Su lógica es, justamente, resultado de la evolución.

El asco nos protege. Es una adaptación, que previno que nuestros ancestros entraran en contacto con fuentes peligrosas de infecciones, parásitos y enfermedades. Cuando alguien estornuda muy cerca, como en un colectivo repleto, sentís aversión (algunos hasta aguantan la respiración por un rato). En general, las cosas que te resultan asquerosas provienen de los animales. Comer es la forma más directa de incorporar en el organismo una sustancia riesgosa, y por eso las repulsiones más grandes pasan por la ingesta o por imaginarla. Oler y tocar cosas fétidas o putrefactas también genera aprensión, ya que son habitualmente nocivas (antes no había ni penicilina ni la batería de medicamentos que produjo la ciencia moderna). ¿Y la sensación instintiva de que algo asqueroso contamina todo lo que toca? Otra vez se hace ver la sabiduría de la naturaleza: aunque no los veamos, los gérmenes se multiplican y se transmiten por contacto.

No sos vos, soy yo… y mi interpretación

Magda Arnold fue la primera psicóloga moderna que sugirió cómo las emociones más complejas se articulan con nuestros procesos cognitivos. En 1960 integró naturaleza y crianza de las emociones, proponiendo la teoría del Appraisal, que podría traducirse como “evaluación” o “valoración”. Nuestra capacidad mental de evaluar los acontecimientos, algo que traemos de fábrica, funciona junto con los mecanismos emocionales —también dotación de fábrica— para dar lugar a emociones flexibles a una infinidad de circunstancias. Es gracias a nuestros recursos innatos que las emociones quedan abiertas a nuestra experiencia de vida.

¿Cómo sucede esto aparentemente paradójico? Pues bien, nuestro cerebro es capaz de evaluar las situaciones a velocidades altísimas, incluso antes de que seamos conscientes de ello (viste un ejemplo de semejante proceso cuando conociste el circuito del miedo de LeDoux). En las emociones sociales, estas evaluaciones no son ajenas a nuestras motivaciones y a nuestras creencias. Por eso, una misma situación detona emociones distintas según cuáles sean a cada momento nuestros deseos y objetivos, y cuáles nuestros supuestos y perspectivas.

Fracciones de segundo después, el proceso de evaluación ya queda disponible a nuestra consciencia. Es entonces que, además, podemos razonar deliberadamente sobre la situación, compararla con eventos anteriores, sacar conclusiones y anticipar desenlaces. Con semejante trabajo mental, la emoción que finalmente experimentamos depende de nuestra cultura, aprendizaje, y de cómo nos hayamos levantado ese día. Ya no se trata de una respuesta rígida a un estímulo.

Antes dije que la evaluación funciona junto con los mecanismos emocionales. En realidad, sería más preciso afirmar que la evaluación forma parte de los propios mecanismos emocionales. A eso llegamos gracias a la evolución.

En criollo, significa que nos tomamos las cosas según cómo las interpretamos. Los mismos sucesos nos hacen reaccionar a algunos de una forma y a otros de otra, incluso vos no te afectás igual aún en situaciones semejantes.

Dominar las emociones a veces se hace cuesta arriba porque la interpretación no solo tiene una fase intencional, sino que también encierra valoraciones pre-conscientes. No todo el proceso de appraisal está bajo nuestro control voluntario, y una emoción justamente se desencadena en la etapa más automática. Pero si te das cuenta de que el proceso de interpretación recurre a (a) tus metas y a (b) tus modelos de realidad, podés trabajar sobre (a) y (b) para que la etapa automática no te lleve a reacciones emocionales que no te convienen.

 

La carrera de sensibilización emocional

Cuando distintas especies conviven en un mismo ecosistema, se ven los frutos de la co-evolución. Los rasgos de los animales son resultado de la adaptación, no solo a la presión del clima o del terreno, sino también a la presión de otros animales. Las gacelas corren más rápido generación tras generación porque así consiguen evadir a los guepardos, que también atacan más rápido y tienen dientes más afilados. Esta “carrera armamentista” se observa en innumerables ejemplos, como las respuestas defensivas químicas que las plantas adoptan frente a los herbívoros que, a su vez, ellos neutralizan cada vez mejor en sus hígados.

Una especie también evoluciona gracias a las recurrentes interacciones entre sus propios miembros. Esto es precisamente lo que hizo posible tanta variedad en nuestras emociones sociales. Deberíamos hablar de una carrera de sensibilización emocional para el caso de los primates, los homínidos y, finalmente, los humanos.

Se denomina psicología evolutiva a todos los esfuerzos que actualmente se están haciendo para comprender la naturaleza de nuestros rasgos psicológicos y sociales. La psicología evolutiva no asume las emociones como una explicación de nuestra conducta, como todos hacemos habitualmente; sino que, por el contrario, las ve como un fenómeno que requiere explicación.

¿Cómo se desarrollaron las emociones sociales? La cooperación es un comportamiento que aporta buenas pistas. Los primatólogos verificaron que la cooperación no es exclusiva de las personas; nuestros parientes animales más cercanos también cooperan. Ese fue el punto de partida para un planteo que hizo el biólogo evolutivo Robert Trivers: su propuesta del altruismo recíproco (que tuvo mucha repercusión).

La biología habla de altruismo en las especies cuando un animal hace un pequeño esfuerzo con el propósito de brindarle a otro lo que le representa un gran beneficio. Sos altruista cuando ayudás a una abuelita a cruzar la calle o le cedés el asiento a una embarazada. En la prehistoria humana, compartir información sobre dónde está la fuente de comida también es un ejemplo de altruismo: el pequeño esfuerzo de unos soplidos —de alguna lengua primitiva— favorecía enormemente a otros que estaban por salir a cazar y en principio no sabían hacia dónde ir.

¿Y lo de recíproco? Si el animal consigue recordar quién es aquel al que ayudó, puede evaluar si luego recibe retribución. Tan simple como eso. Y así se genera un tipo de relación ida y vuelta.

En este punto vale la pena marcar la diferencia entre lo que suele llamarse una explicación distal y una explicación proximal. El altruismo recíproco sugiere las causas distales por las que se promovió la cooperación: “Hoy por ti, mañana por mí” es una estrategia muy útil que beneficia a todos los miembros de un grupo, y por eso se reforzó como dinámica de interacción. La causa proximal, por otro lado, recae en qué sentimos al comportarnos de manera cooperativa. No hacemos las cosas guiados por un manual de tácticas evolutivas, sino porque lo experimentamos por dentro. Nuestros ancestros no andaban con un tomo de biología I bajo el brazo, igual que hoy día los canguros tampoco van con libritos de bolsillo sobre cómo seducir “canguras” para dejar descendencia (y eso que tienen bolsillo).

La verdad es que ayudar nos hace sentir bien por dentro, y podemos suponer que así era también en el pasado, aunque no estuvimos ahí para verificarlo. (De hecho, esa es una de las críticas que se le hace a la psicología evolutiva en general: es difícil poner a prueba sus supuestos). Pero, ¿qué fue antes: la satisfacción por ayudar o la dinámica de cooperación mutua? Es un poco como el dilema del huevo y la gallina… En realidad, viajando marcha atrás al pasado a toda velocidad, verías que las gallinas gradualmente dejan de ser como son hoy, y los huevos también, hasta encontrar que de algo para nada gallináceo salía algo poco ovoide.

El altruismo recíproco de Trivers, no obstante, consigue explicar firmemente lo que viene después (igual no lo asumas como lo único que generó la carrera de sensibilización emocional, sino tan solo como un aspecto que contribuyó).

• La simpatía como voluntad de ofrecerle a alguien un favor.

• La gratitud como experiencia de querer corresponder.

• La amistad sincera, como una calidad de vínculo en que nos sentimos bien y se promueven nuestros intereses.

• La hipocresía como táctica de quien logra fingir ser altruista, para obtener sí o sí un beneficio a cambio, o para salir ganando sin siquiera dar nada.

• La confianza y la desconfianza, detectores de mentiras que sentimos por dentro y que permiten que identifiquemos emociones fingidas (falsa simpatía o falsa gratitud… ¿Recordás que nuestro sistema expresivo involuntario deja relucir nuestros verdaderos sentimientos? Lo vimos en el capítulo anterior).

• El enojo por haber sido engañados en nuestra buena voluntad (desmotiva a que el otro vuelva a engañarnos, o bien nos desmotiva a nosotros mismos a volver a relacionarnos con el tramposo; en cualquier caso nos protege).

• La culpa, que atormenta al tramposo, porque puede ser descubierto y rechazado.

Las emociones retributivas así tendrían su inicio en las conductas de cooperación. La sensación de si algo es justo o injusto, también. “No vale que yo siempre te esté despiojando y vos nunca hagas nada por mí… ¡sos un desagradecido!” (leer en lenguaje primate, con algún que otro bufido). Como la noción de injusticia además involucra a la moral, te propongo dedicarle una sección propia a las emociones morales dentro de un par de capítulos.

Estímulos supernormales

A mediados del siglo xx, el holandés Niko Tinbergen (quien compartió el premio Nobel junto con Konrad Lorenz) se la pasaba explorando el comportamiento de los pájaros. Tinbergen se dedicaba a la etología, disciplina que estudia la conducta de los animales. Sabía que las aves tienen patrones de conducta fijos. Por ejemplo, si el huevo de un ganso se desacomoda y rueda fuera del nido, la mamá ave lo empuja automáticamente de vuelta a su lugar. Tinbergen aprovechó para investigar cómo las aves reconocen sus huevos, y terminó metiendo piezas falsas (de madera pintada de varios colores y tamaños) a ver qué pasaba. Se dio cuenta que podía engañarlas… Las aves van a buscar huevos falsos porque sus patrones de conducta fijos no les permiten advertir las diferencias. Están programadas para recuperar lo que sea que se parezca a sus huevos.

Pero la historia no termina ahí. Si Tinbergen exageraba las imitaciones de los huevos, las aves preferían los falsos. Por ejemplo, algunos pájaros tienen huevos de una tonalidad suavemente celeste, si a esos les ponía huevos falsos de color azul estridente, los pájaros dejaban de prestarles atención a los huevos propios y se dedicaban a los truchos. Con el tamaño pasaba lo mismo: ¡ciertos gansos hicieron el intento heroico de empollar pelotas de vóley! Tinbergen llamó estímulos supernormales a estas imitaciones. En general, los estímulos supernormales mueven a los animales instintivamente mucho más que los objetos originales que se encuentran en la naturaleza. Desde entonces, los etólogos identificaron varios ejemplos con otras especies.

Uno muy divertido es el del escarabajo joya australiano; un escarabajo grande y largo. En los basurales, los escarabajos macho se montan sobre las botellas de cerveza ¡pensando que son hembras! Claro, las botellas son más grandes, más marrones y más brillantes de lo que cualquier escarabaja podría aspirar a ser.

Si conseguimos engañar a los animales con estímulos supernormales, ¿podemos engañarnos a nosotros mismos? ¿Es posible manipular nuestras propias preferencias y emociones y perderle el rastro a lo que nos motivaría naturalmente? La psicóloga Deirdre Barrett, de la Escuela de Medicina en Harvard, hizo una recopilación de muchos estímulos artificiales de este tipo, que nosotros mismos diseñamos. Te voy a contar algunos.

Ya que antes te hablé del asco, ahora voy a empezar por los chascos, estímulos que generan repulsión: vómitos falsos de goma o chocolates con forma de regalitos que los perros dejan en las veredas. La cosa se pone más interesante cuando de nuestros propios cuerpos se trata, porque hay estímulos supernormales que se basan en amplificar las señales de la naturaleza en nosotros mismos. Desde el viejo y querido maquillaje, para que las chicas parezcan más rozagantes y bellas, hasta el photoshop que hoy está tan de moda. Desde los corpiños con push-up hasta las cirugías estéticas de todo tipo, calibre y color, todos son recursos para exagerar los atributos básicos que provocan atractivo sexual y, consecuentemente, levantan los estándares sociales de belleza.

Alguien que vive en una ciudad como Buenos Aires, tan densamente poblada, puede cruzarse solo en una cuadra a una cantidad de potenciales parejas atractivas mucho mayor de lo que nuestros ancestros cazadores-recolectores veían en toda una vida. Pensá que esto se traduce en mucha más intensidad de experiencias emocionales, como deseo en los solteros o celos y envidia en los comprometidos.

Las pantallas también engañan nuestras emociones. Las series contienen risas grabadas que nos fuerzan a creer que sus chistes son realmente graciosos, mientras que las películas de terror muestran imágenes macabras, que no enfrentamos habitualmente, para sentir escalofríos y revolución en el estómago. ¿Hay algo más supernormal que lo épico y colosal de películas como Avatar? En los meses siguientes a su estreno, salió en las noticias que muchos de los espectadores habían sufrido una especie de depresión después de verla, por tener que regresar a su vida común y corriente…

¿Y qué hacen algunos cuando se sienten tristes? Se empachan con varios kilos de comida. Los caramelos y las gaseosas son estímulos supernormales, exponencialmente más dulces que las frutas de la naturaleza. Los panqueques de dulce de leche con helado no fueron los responsables de crear tu pasión por el azúcar, solo la explotan al límite. Lo mismo pasa con los lomitos completos, son inocentes si de tu obsesión por la sal y las grasas se trata. Nuestros recontra-ultra-tátara-abuelos homínidos desarrollaron el apetito por estas sustancias (azúcares, sal, grasas) porque eran escasas, y su supervivencia dependía de localizar un poco de cada una. En sus contextos naturales, estas sustancias no son nocivas. Lo son ahora, que las concentramos al extremo. Claro, así no hay dieta que valga… Es difícil resistir la tentación. Incluso, semejante refinamiento de sales, grasas y azúcares modifica la química de nuestro organismo. ¡Y cuánto tienen que ver las emociones con nuestra química interna! Tema que voy a contarte en el próximo capítulo.

Pero antes, quiero hacer una breve reseña final…

Emociones en los animales

Afirmar que las emociones son parte esencial de la existencia animal, lo creas o no, aún hoy es una declaración controversial. Porque muchos científicos continúan viendo a los animales como bestias que no piensan ni sienten, como máquinas vacías de experiencias internas. Por fortuna, desde hace un tiempo la propia ciencia viene dando formidables respuestas acerca de cómo los animales sienten emociones.

Claro, las amebas o las esponjas seguramente no tienen emociones, porque no cuentan con un sistema nervioso central. No sabemos exactamente dónde trazar la delgada línea que separa a los animales que sienten de los que no, pero eso no quita que incluso existen aquellos que tienen emociones complejas, como la mayoría de los mamíferos y los primates.

El etólogo inglés Jonathan Balcombe se dedica a divulgar evidencias sobre las experiencias internas de innumerables especies. El juego es una de sus evidencias preferidas. Jugar le permite a un animal desarrollar su fuerza, practicar habilidades de supervivencia y hasta aprender las reglas sociales de su propio grupo; pero los animales no juegan por estos motivos. Los animales juegan porque les resulta divertido. Sabés que los cachorros se revuelcan en el pasto, viste gatos apasionados por ovillos de lana… Pero los ejemplos no se limitan a los domésticos: Las belugas, primas de los delfines, suelen soplar unos fantásticos anillos de burbujas. A medida que esos anillos se desplazan bajo el agua, las belugas los persiguen con sus trompas, intentando pasarles por el medio. ¿Y los langures de la India? Monos de cola larga que viven en los árboles, cuando son pequeños se cuelgan de las colas de sus mayores y juegan con ellas, y los adultos muestran bastante tolerancia a esas travesuras.

Los que niegan las emociones en el reino animal, le echan en cara a Jonathan Balcombe que no estamos dentro de los animales mismos como para saber qué sienten… Eso es verdad. Pero, en realidad, nadie está tampoco dentro de la piel de otra persona; y aún así no negamos que todos los humanos tenemos emociones. Asumimos que las experiencias son semejantes entre nosotros, no solo porque podemos describirlas con un lenguaje común (bajo los rótulos de enojo, afecto, etcétera), sino también porque lo que hacemos durante esas experiencias clasificadas es comparable. ¿Acaso no podemos extender esa comparación a los otros animales, los no humanos?

Las emociones que más se parecen a las nuestras son las de los primates. Me refiero a las emociones de nuestros primos animales más cercanos: los chimpancés, los mandriles, los bonobos, los gorilas, los macacos, entre otros. Los primatólogos verificaron que los primates tienen comportamientos emocionales de tipo social muy parecidos a los nuestros: de vergüenza, enojo, envidia, inferioridad, compasión, empatía, entusiasmo… y hasta de estrés y ansiedad.

Pero hay comparaciones más profundas, que no pasan por los comportamientos a simple vista. Como las emociones están sustentadas en circuitos cerebrales y en química de nuestro cuerpo (o sea, en cerebros y neuronas, por un lado, y en hormonas, neurotransmisores y glándulas, por el otro), una buena idea es fijarnos qué circuitos y química tienen los animales funcionando por dentro.

Buscando verificar en muchos animales si experimentan emociones semejantes a las nuestras, los neurocientíficos pudieron comprobar que en sus cerebros se encienden las mismas áreas que en nuestros cerebros. Bueno, no exactamente las mismas áreas, porque nuestros cerebros no son iguales a los de las otras especies. En realidad, se encienden lo que se llaman áreas homólogas. La mano de un macaco y la mano de un humano no son iguales, pero los nervios, huesos y músculos tienen una correlación tan precisa que podemos hablar de manos homólogas. Lo mismo pasa con los cerebros y sus funcionamientos. Muchos animales, especialmente mamíferos, poseen las mismas estructuras neurológicas que nosotros (amígdala, hipotálamo, etcétera) y los mismos químicos (como dopamina, endorfinas, oxitocina, catecolaminas y glucocorticoides, que veremos a continuación).

Hay que evitar caer en atribuirles características humanas a los animales. Pero no hay que negar porque sí, de manera premeditada, que los animales tienen rasgos en común con nosotros. Las emociones son, en efecto, un rasgo en común.

Anexo: otro test emocional para hacerle

a tus amigos

¡Volvió el Emoróscopo!

Emoróscopo de la

superestimulación

y los efectos colaterales

Nada que ver

 

1 punto

Puede ser

(un poco)

 

2 puntos

Bastante

 

 

3 puntos

¡Totalmente!

 

 

4 puntos

(a) Cuando me enojo, suelo perder el control y hacer o decir cosas de las cuales luego me arrepiento.        
(b) Me tienta más la comida chatarra (hamburguesas, cosas fritas) que las ensaladas.        
(c) Siento dependencia de algunas personas. Por ejemplo, me pongo mal si esa persona no me responde un mensajito enseguida.        
(d) Suelo usar aditivos, como gel efecto mojado, lentes de contacto de color, zapatos con plataforma, un piercing, tatuaje, tinturas, etcétera.        
(e) Las películas de terror me dan pánico y no me permiten dormir de noche.        
(f) Leo revistas con fotos de famosos y publicidades fashion.        

Sumá tus respuestas y fijate en qué zona caés:

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FUNCIONAL: las emociones tienen un propósito, una función. Y por lo que parece, te resultan útiles. Además, podés manejar bien la estimulación del entorno.

AMPLIFICADO: cuando una emoción se hace disfuncional, sus respuestas son efectos colaterales del verdadero propósito que inicialmente tenían. El enojo debería resolver y no destruir; el miedo debería protegerte y no desvelarte por fantasías; el deseo de tener un vínculo y el cariño por alguien no deberían desorganizarte al punto de vivir con ansiedad. Tendrías que buscar precisión en tus respuestas emocionales, y moderarlas.

FÁCIL DE TENTAR: seguramente tu sistema de “búsqueda”, como diría Panksepp, se activa fácilmente: los estímulos del mundo moderno te pueden. Si hay algo que no soportás, es el aburrimiento. Apuesto a que sentís más miedo con una peli de terror que con la verdadera inseguridad de la calle.

HIPERACTIVADO: los circuitos emocionales de tu cerebro están hiperactivados. (¡Amplificado y fácil de tentar a la vez!) Los estímulos supernormales te pueden desorientar. Cuidado con las publicidades engañosas y las compras compulsivas.