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¡Cuánta química que tengo!
No te hagas malasangre…
Si te preocupás por la inflación, si los viajes en tren y en subte te tienen harto, si las presiones de tu trabajo te estresan… efectivamente te estás haciendo malasangre. Pero, ¿se encierra alguna verdad científica detrás de este dicho añejo? Sí, una verdad que lo respalda; porque en tu misma sangre comienzan a fluir sustancias que a largo plazo no te hacen nada bien.
El término “estrés” fue introducido en la medicina en la década de 1920 por el fisiólogo estadounidense Walter Cannon, quien lo importó de otra disciplina: la ingeniería. (Inicialmente, el término hacía referencia al desgaste y la fatiga a los que están sometidos los materiales). Tiempo después, el vienés Hans Selye formalizó el concepto, dándole el sentido que le atribuimos hoy día. Selye fue un pionero de la endocrinología, la rama de la medicina que se ocupa de las glándulas que segregan hormonas directamente al torrente sanguíneo. ¿A qué llamamos estrés entonces? El estrés constituye una respuesta defensiva de nuestro organismo para afrontar factores que lo amenazan.
Para la inmensa mayoría de los animales del planeta, la respuesta fisiológica del estrés es perfecta, ya que los factores amenazantes suelen ser físicos y agudos. O sea, amenazas que suceden de repente, duran poco tiempo, pero tienen mucha intensidad. Por ejemplo, lo que le pasa a una típica cebra de documental: la ataca un león, consigue sobrevivir, pero tiene que pasarse la siguiente hora y media despistándolo porque todavía la persigue. No te creas que el león la tiene fácil: medio muerto de hambre, si quiere subsistir tiene que cruzar la sabana africana sorpresivamente y a toda velocidad para cazar algo. Semejantes situaciones son muy exigentes tanto para la cebra como para el león, y demandan con ímpetu todo un repertorio de adaptaciones fisiológicas inmediatas. ¿Qué quiero decir con fisiológicas? Lo siguiente.
En episodios como estos, los músculos necesitan energía para correr o pelear YA. Así que el organismo tiene que movilizarla como un rayo desde donde se encuentra almacenada, y además tiene que evitar que se siga acumulando. La glucosa, combustible por excelencia, sale a raudales del hígado y de toda célula muscular que no tenga prioridad en ese momento —como el estómago—, y se desplaza hacia los músculos que sí tienen relevancia y nos salvan el cuero. Para transportar la glucosa junto al oxígeno, nuestro organismo incrementa la respiración, el ritmo cardíaco y la presión sanguínea. La energía del cuerpo, en general, se transfiere desde los proyectos de largo plazo hacia la necesidad más acuciante del aquí y ahora. Se paraliza la digestión, se inhibe el crecimiento y también la regeneración de huesos y tejidos, y disminuye el impulso sexual. El organismo no malgasta la energía en actividades que pueden postergarse. Si tu cuerpo está corriendo por tu vida, más vale que deje todo aquello para más adelante. (En caso de incendio en el edificio, no es momento de ponerse a ordenar el departamento).
Estas sabias respuestas del organismo son geniales siempre y cuando estén limitadas a circunstancias críticas. Luego, si es que sobreviviste, tu organismo de cebra, león o humano debe retornar a su funcionamiento normal.
El problema es que en nosotros los humanos también entra en juego el estrés psicológico y social. En la actualidad, si bien no nos acechan leones a la vuelta de la esquina, estamos rodeados de factores psicológicos y sociales que no son ni físicos ni agudos. Este tipo de factores detona estrés una y otra y otra vez, cosa que le impide a nuestro cuerpo regresar al estado de calma: Los préstamos hipotecarios, las cuotas del auto, el descubierto de las tarjetas, la lucha por el ascenso en el trabajo (o por evitar el despido), los exámenes… e incluso las exigencias del entorno social (¿estoy bien vestida?, ¿estaré fachero para esa chica?). El sistema fisiológico que en realidad evolucionó para responder a emergencias agudas de tipo físico, queda sobreestimulado y activado por meses y meses sin descanso.
Para peor, no son solo los acontecimientos por sí mismos los que actúan como factores estresantes, sino también nuestra expectativa de ellos. Las preocupaciones nos estresan por razones que pueden solo estar en nuestra mente. Mark Twain, el escritor que creó las Aventuras de de Tom Sawyer, decía: “En la vida pasé momentos terribles, pero solo algunos sucedieron de verdad”.
A la larga, con un estrés continuo, enfermamos. Admitir que hay factores psicológicos y sociales que nos estresan fue un avance notable en la medicina contemporánea, la cual hace poco empezó a incorporar la relación mente-cuerpo en sus diagnósticos. Antes, si un médico no hallaba una lesión o un microorganismo como causas de una dolencia, se ofuscaba y le decía al paciente que se fuera de su consultorio y visitara un psiquiatra. Hoy día se entiende que las emociones negativas pueden tener consecuencias destructivas para el cuerpo. Pero, ¡ATENCIÓN! No se debe afirmar que las emociones negativas enferman y punto, dejando el asunto en una niebla confusa. Existen pasos intermedios que conectan una emoción con una enfermedad, y hay que reconocerlos. Solo así puede prevenirse o remediarse una dolencia.
El estrés en sí mismo no nos enferma. Lo que nos enferma son, precisamente, las enfermedades que podemos adquirir debido a la vulnerabilidad que el estrés provoca a largo plazo. Para encontrar los eslabones perdidos, volvamos a poner sobre el tapete nuestro sistema nervioso autónomo (SNA), el que controla los órganos internos —acordate que el SNA no controla los músculos voluntarios—. En un episodio de estrés, la mitad del SNA se enciende y la otra mitad se apaga. La media naranja que se activa se denomina sistema nervioso simpático. Las terminaciones nerviosas del simpático segregan la hormona noradrenalina, y les dicen a los distintos órganos qué hacer en ese momento crítico: dilatar las pupilas, inhibir la salivación y la digestión, acelerar el corazón y desalentar el impulso sexual. Además, hay una terminación particular del simpático en las glándulas suprarrenales (arriba de cada riñón), que las hace producir la hormona adrenalina. Sí, esa misma que inunda tu cuerpo si te tirás de un paracaídas o practicás deportes de riesgo.
Por su parte, la otra mitad del SNA, la que se apaga durante el estrés, es el sistema nervioso parasimpático, que desempeña una función opuesta. El parasimpático se desactiva si corrés por tu vida, pero se pone a trabajar con dedicación cuando estás en calma. Como cuando comiste muchísimo, tenés sopor y ganas de dormir la siesta: contrae las pupilas, disminuye los latidos del corazón y envía la sangre al estómago.
Durante un episodio de estrés, se activa el sistema simpático y se desactiva el parasimpático, porque ejercen cambios opuestos sobre los órganos objetivo. Además, en el estrés funciona una segunda vía (puramente hormonal) gracias a la hipófisis.
Ahora bien, cuando el cerebro identifica un factor amenazante no es solamente el sistema simpático el que entra a la cancha. También se pone la camiseta el propio director técnico del SNA, el hipotálamo, esa estructura cerebral pequeña y profunda que te presenté en el capítulo 2. El hipotálamo segrega una hormona llamada CRH, en el espacio muy chiquitito que hay entre él y una famosa glándula cerebral: la hipófisis. En cuestión de segundos, la hipófisis se pone las pilas y libera otra hormona directamente al torrente sanguíneo. Se trata de la ACTH. ¿Muchas siglas? Imaginate lo complejo que es todo el mecanismo químico. Lo que nos importa acá es que, finalmente, la ACTH alcanza aquellas mismas glándulas suprarrenales de la página anterior, y hace que ellas generen glucocorticoides a raudales.
Las ‘hormonas del estrés’ son, en la práctica, la adrenalina y la noradrenalina (a ambas se las conoce como catecolaminas), y los glucocorticoides. Las tres cabalgan frenéticamente en nuestra sangre para movilizar la energía, poniendo la glucosa en circulación. Si esta composición sanguínea se mantiene por culpa de factores de estrés recurrentes, empiezan varios efectos colaterales que pueden perjudicarte. Si vivís todos los días como si estuvieras en emergencia, pagás el precio. Siempre puesta en marcha la energía, no se dispone de reservas: te cansas fácilmente y adelgazas perdiendo grasa de todo el cuerpo. Además, aumenta el riesgo de desarrollar algún tipo de diabetes.
Los glucocorticoides segregados muy frecuentemente perjudican la comunicación de los glóbulos blancos (las células del sistema inmunitario). Así, te bajan las defensas aumentando la posibilidad de que contraigas enfermedades infecciosas. Mucho estrés acumulado puede llegar a agravar enfermedades autoinmunes, como la esclerosis múltiple, la inflamación intestinal, el asma y la artritis reumatoide.
La lista de efectos nocivos del estrés a largo plazo continúa. Se inhiben otros sistemas hormonales, como las hormonas reproductoras: estrógeno, progesterona y testosterona. Esto consigue que pierdas el apetito sexual. En las mujeres, particularmente, los ciclos menstruales se tornan irregulares. En ambos sexos, incluso llega a inhibirse la hormona del crecimiento. ¡Cosa muy dañina en los niños! (En el último capítulo te voy a mostrar un crudo ejemplo al respecto). Y en los adultos, se posterga la reparación de los tejidos de forma permanente.
Como golpe de gracia —por si todo esto fuera poco— una presión sanguínea crónicamente elevada termina en hipertensión, con la consecuente posibilidad de enfermedades cardiovasculares.
¿Ves por qué no conviene hacerte malasangre?
Lo que agrava y lo que alivia
Ajustadas al propósito fundamental para el que evolucionaron, las respuestas del estrés evidentemente preparan al organismo para la acción. En la actualidad, sin embargo, los factores estresantes psicológicos y sociales nos agarran quietitos la mayor parte del tiempo. Podés estar en crisis frente a la computadora, manejando planillas de cálculo con locura porque no te cierran los números, pero solo precisás hacer movimientos cortitos con la mano para mover el mouse. Por dentro, en cambio, te está sucediendo una avalancha de hormonas y presión arterial, y se te están energizando los músculos de piernas y brazos. ¡Con razón terminás masticando la birome y moviendo la patita frenéticamente! De ahí surgieron las expresiones explotar de ansiedad o descargar la bronca.
Pues bien, varios experimentos con ratas llevados a cabo en los años setenta por Jay Weiss, psicólogo de la Universidad Rockefeller (sí, fundada por uno de los famosos magnates), se transformaron en clásicos para explicar los factores que agravan o alivian el estrés. Especialmente porque permiten trazar paralelos con nuestras experiencias humanas.
Voy a empezar por contarte el más básico, un experimento inspirado en las patadas que te da la electricidad estática cuando frotás los pies en una alfombra. Tras varias descargas de este tipo, una rata queda estresada: su ritmo cardíaco y su segregación de glucocorticoides aumentan, así también como la probabilidad de que le venga una úlcera. (Bueno, si cuando eras chico te perseguía tu hermano mayor con el magiclick, a vos también te pasaba lo mismo…). Pero, ¿qué ocurre si a la rata le dejan a mano una barra de madera, una rueda giratoria o un montón de comida? La rata encuentra una salida a la frustración: roer, empacharse o ponerse a correr son actividades que le bajan las probabilidades de desarrollar la úlcera.
Nosotros buscamos alivios parecidos. Si estamos enojados o frustrados, sentimos el impulso de pegarle al escritorio, romper algo o atiborrarnos de chocolate. Claro, suele ser peor el remedio que la enfermedad. Resulta más útil hallar la salida en un hobby que nos distraiga o en hacer ejercicio regularmente, lo que brinda una descarga sana y recurrente para evitar reacciones impulsivas.
Prestá atención ahora a una variante del experimento anterior. En lugar de madera, comida o rueditas, le pusieron otra rata para que se agarre a mordiscos. Efectivamente, también disminuyen las probabilidades de tener úlcera. Pero, ¿a qué precio? Esto se llama desplazamiento de la agresión, y es común en muchas especies. El fenomenal primatólogo Robert Sapolsky, inconfundible por su combinación de largo pelo enrulado y barba tupida, comprobó que en los monos babuinos de Kenia también se da el desplazamiento de la agresión. Suele pasar que cuando un babuino macho pierde una pelea, lleno de frustración ataca a un macho de rango inferior que estaba tranquilito en sus cosas y mirando los pajaritos. Este último, a su vez, le da una paliza a una hembra adulta, que se da la vuelta y muerde a una hembra joven, la cual finalmente le da un cachetazo a una cría y la tira del árbol. ¿Y pensabas que el desplazamiento de la agresión era invento humano? Lero lero.
Un ejemplo satírico, pero que viene como anillo al dedo, es el de la cadena de gritos. Cuando un director le grita a tu jefe, él luego te grita a vos; llegás a casa y le pegás tres gritos a tu pareja, quien le chilla a tus chicos, que para terminar le gritan al menor en el jardín. Agarrártela con alguien es muy eficaz para reducir el impacto de un factor estresante, pero no funciona para promover una mejor sociedad a largo plazo.
A tal efecto, el apoyo social resulta una salida más fructífera. Date vuelta y, en lugar de agredir, acudí a unos oídos que te escuchen, a un abrazo que te arrope y que te diga que todo va a mejorar, a un hombro sobre el que apoyar la cabeza y encontrar consuelo. ¡El apoyo social tampoco es invento humano! Los primates exhiben conductas de este tipo. ¿Acaso no recordás las crías castigadas de monos Rhesus que se abrazaban en el segundo capítulo, para aliviar su dolor? Lo que sí es invento nuestro es la combinación de búsqueda de apoyo con inteligencia. En otras palabras, la responsabilidad de actuar positivamente, sin cadenas de gritos o agresiones. El apoyo social, además, nos genera otras sustancias por dentro —que vas a sentir al pasar algunas páginas— cuando te hable de abrazos y mimos.
Hete aquí un último experimento de Weiss y otro tipo de alivio: antes de las pataditas eléctricas, esta vez le avisaron de antemano a Ratatouille que lo iban a azuzar, haciendo sonar una campana. Obviamente, consiguieron condicionarlo (miedo a la campana). Pero ahora también aparecen menos úlceras a largo plazo. El punto aquí es la capacidad de anticipar el factor estresante. Predecir un daño nos brinda más recursos para enfrentarlo. Aunque sea, recursos psicológicos. Si no, tanto la ratita como nosotros, vivimos el horror de que el drama puede suceder en cualquier momento.
¿Te acordás —tema del primer capítulo— que una recompensa ligeramente probable nos incentiva más que un premio absolutamente cierto? Lo que es menos previsible, si es bueno, nos estimula más. De la misma manera, existe una especie de simetría: lo que es menos previsible, si es malo, nos estresa más. Como pasaba cuando se vivía bajo la angustia de la Guerra Fría. O como pasa en la actualidad con el terrorismo, sin saber cuándo puede aparecer el desastre.
Relacionado con lo anterior está la sensación de control. Ejercer el control no es en verdad lo decisivo para aliviar el estrés, sino creer que se lo tiene. En general, se teme a volar, por ejemplo, y no a manejar un coche; a pesar de que la tasa de accidentes en las rutas es monstruosamente superior a la tasa de fatalidades aéreas. Esto tiene que ver con que durante un vuelo no se percibe el más mínimo dominio sobre lo que le pueda pasar a la aeronave. Al comienzo del libro leíste sobre la sensación de seguridad y de tener-el-control relacionadas justamente con la necesidad de predecir y anticipar. Ahora podés apreciar la imagen más completa: suponer que los factores amenazantes son previsibles o manejables consigue reducir los efectos negativos en la química de nuestro cuerpo.
El primatólogo Sapolsky se sumergió en toda esta fenomenología del estrés psicológico y social, y verificó un paralelo más entre los animales y nosotros que vale la pena mencionar. Volvamos a los babuinos de Kenia y a su rango. Los subordinados no la pasan muy bien que digamos: un subordinado pudo haberse dedicado toda la mañana a cazar un antílope africano, pero justo cuando se lo está por comer… ¡Zas!... un macho de mayor jerarquía se lo arrebata. O también, en el momento de mayor tranquilidad, viene uno de rango superior y descarga su bronca en un acto típico de desplazamiento de la agresión. Para los babuinos subordinados, la vida no solo está llena de factores estresantes físicos, sino también de una enorme cantidad de estresantes psicológicos. Incluso con agravantes: escasas salidas a la frustración, ataques poco predecibles y una baja sensación de control. Gracias a mediciones fisiológicas, Sapolsky logró comprobar que sus niveles de glucocorticoides en reposo son significativamente más altos que en los babuinos dominantes. Mirá otros indicios de cuerpos babuinescos crónicamente estresados: elevada presión sanguínea, menor circulación de glóbulos blancos e incluso menor factor I de crecimiento tipo insulina en sangre, algo que ayuda a curar heridas.
En los seres humanos, la analogía es triste. Mediciones semejantes de estrés crónico se revelan en la gente pobre. Son los pobres quienes tienen un trabajo manual y mayor riesgo de accidentes laborales; los que tienen pocos recursos para darle previsibilidad a las vueltas de la vida, debido a sueldos que no alcanzan para llegar a fin de mes o a empleos temporales cuyo fin nunca se sabe cuándo llegará. Son los que no tienen la sartén por el mango de su situación económica y no pueden hacer planes para el futuro porque todo es un incendio que debe apagarse hoy; los que quedan exhaustos por viajar varias horas diarias en colectivos y trenes abarrotados, sin alternativa.
Un nivel socioeconómico bajo tiene una marcada correlación con el estrés crónico. Pero una variable que predice la mala salud incluso de manera más precisa es la que se llama nivel socioeconómico subjetivo. Estudios recientes demostraron que no son solo los factores reales por enfrentar en la pobreza los que agravan el estrés, ¡sino el hecho de sentirse pobre! La subjetividad es esencial a la hora de poder, o no, afrontar los problemas sociales y económicos. El pobre que se siente desmerecido y marginado por ser pobre, la pasa aún peor. ¡Cuántas lecciones que nos está dando la ciencia! No deberíamos perder de vista el objetivo de contribuir al bienestar emocional de todos los individuos de una sociedad. Objetivo que debería tomarse en serio por parte de más instituciones y organismos que los que actualmente lo hacen.
La inercia del mal humor
Escena habitual: estás discutiendo con tu pareja hace ya un buen rato, hasta que de repente empezás a reflexionar y te das cuenta de que la cosa no era tan grave. Ya merece ser resuelta. Así que admitís tu parte y das por terminada la discusión, con ánimo de que siga todo bien. Pero al ratito nomás, la cabeza te vuelve a caminar y te preguntás por qué cambiaste de parecer. Te surge reprocharle eso que había quedado en el tintero de hace meses… E incluso tal vez vuelvas a la carga, reanudando la pelea.
¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué si ya llegaste a una conclusión y no vale la pena continuar la trifulca, seguís con ganas de pelear? La respuesta es que tu cerebro funciona a una velocidad superior a las respuestas hormonales de tu cuerpo. Tanto tu sistema límbico como tu corteza cerebral tienen la ventaja de ir a rapidez neuronal. Y eso significa procesar información en décimas de segundo. Pero los cambios en el cuerpo demoran más en revertirse. Como el corazón, que tarda varios segundos en desacelerarse. Por su parte, después de una emoción impetuosa, como el enojo, pueden pasar minutos hasta que la adrenalina desaparezca del flujo sanguíneo.
Esto es lo que podríamos denominar inercia emocional. Los pensamientos tal vez hayan cambiado, pero las respuestas corporales siguen dando coletazos, como si fuesen un tren de carga a toda marcha que es difícil detener. En su monitoreo del estado del cuerpo, el cerebro interpreta que debe seguir acomodando sus circuitos al servicio de la agitación. Así que vuelve a poner la mente a tono del acaloramiento, haciendo disponibles recuerdos de la misma sintonía que el estado corporal. Podés ‘saber’ que el asunto está resuelto, pero ‘sentir’ que todavía quedan cosas pendientes. Por eso, en definitiva más vale no entrar en una emoción extrema, ya que luego va a ser difícil salir de ella. “Contar hasta diez” es otro consejo muy acertado del refranero popular.
Cuando hace muchos años aún se hacían experimentos con hormonas en personas (afortunadamente, actualmente hay leyes que impiden esas prácticas), se pudieron demostrar los efectos de la adrenalina en sangre: las reacciones de la gente cambian. A unos voluntarios se les inyectó adrenalina sin que supieran qué sustancia estaba entrando en su cuerpo. En paralelo, como siempre, otros voluntarios fueron tomados como grupo de ‘control’ (a los que se les administró una simple solución salina). Formando parte del experimento, en la sala de espera, había un actor de incógnito que se acercaba a los sujetos ya inyectados —tanto a los adrenalinosos como a los de control—. Cuando el actor se comportaba sociable y extrovertido, eran los pacientes con adrenalina quienes se ponían más abiertos y afables. Si el actor fingía enojo y era grosero, quienes tenían el exceso de adrenalina en sangre reaccionaban peor. Evidentemente, los procesos cerebrales quedan sensibilizados por esta química. Las reacciones de la gente cobran más amplitud, son más enérgicas.
La morfina que llevamos dentro
Es gracioso advertir el origen de algunos términos en la medicina o en la química, y rastrear de dónde vienen. Las estructuras cerebrales hipocampo y amígdala (porque se parecen a un caballito de mar y a una almendra, respectivamente) pueden haberte resultado simpáticas, tanto como el nombre mismo del sistema nervioso simpático. Bien, ahora te voy a contar el caso del bautismo de unos neurotransmisores.
¿Escuchaste hablar de Morfeo, el dios del sueño según los griegos antiguos? Cierta planta parecida a la amapola, llamada Papaver somniferum, se hizo históricamente famosa porque de ella se extrae el consabido opio. El opio, sustancia por la cual se llegaron a librar guerras, es un narcótico que genera sensación de placer, somnolencia, anestesia e incluso alucinaciones. Antaño se usaba como droga recreativa en muchos países, hasta que se reguló legalmente su cultivo y su consumo, y se lo limitó para uso exclusivo farmacológico. Entre un 10% y un 15% del opio está constituido por morfina. Bautizada así por un farmacéutico alemán, hace honor al dios en cuyos brazos caemos si la llegamos a incorporar en el organismo. Al mejor estilo Comfortably Numb, de Pink Floyd, (confortablemente adormecido). La molécula de la morfina aislada resulta un analgésico muy potente, que en medicina se utilizó extensivamente a lo largo del siglo xx. Actualmente, no obstante, se la viene reemplazando por otras drogas sintéticas, porque ella en sí misma es verdaderamente adictiva. (De hecho, para que te hagas una idea, la heroína es un derivado de la morfina).
A comienzos de la década de 1970 se empezó a entender cómo funcionan las drogas opiáceas (justamente, las que vienen del opio) gracias al descubrimiento de receptores específicos para la morfina dentro de nuestro sistema nervioso y de otros tejidos. Los receptores son ‘cerraduras’ en las paredes de las células, en las que encajan las moléculas de la morfina como si fueran llavecitas chiquititas. Cuando descubrieron estos receptores, los científicos se preguntaron algo importantísimo: si nuestro cuerpo ya viene equipado de fábrica con receptores para la morfina, ¿será que producimos algún tipo de opiáceo natural interno? (Llamémoslo opioide). Si no, ¿qué razón habrían de tener semejantes ‘cerraduras’?
Un par de años más tarde se descubrió que, efectivamente, nuestro organismo produce unos neurotransmisores propios para regular la sensación de dolor. He aquí los neurotransmisores a los que quería llegar. Se los llamó endorfinas (mo-rfina endó-gena, o sea, generada internamente). La verdad es que los opiáceos de las plantas —como la morfina misma— surgen efecto porque su estructura molecular se asemeja a la estructura de las endorfinas. Son ‘llavecitas’ muy parecidas. Nuestras endorfinas provocan la misma sensación de analgesia, relajación y bienestar que la morfina. (Por supuesto que las dosis de morfina que suministra un médico son muy superiores a lo que nuestro organismo segrega naturalmente).
¿Para qué produce nuestro cuerpo estas endorfinas? La respuesta es fácil si apreciamos cómo es que se generan. ¿Recordás que en una situación estresante la glándula hipófisis liberaba una hormona de siglas ACTH? Bueno, la ACTH se fabrica en base a una molécula precursora mucho más grande: la POMC (otra sigla cuyo significado completo no viene al caso). La POMC es como un turrón de maní largo para compartir. Cada pedazo forma determinadas sustancias. ¡Una de ellas es la beta-endorfina! (un tipo de endorfinas).
Pero… la ACTH hace que quedes sensibilizado, crispado, y en estado de alerta; mientras que la beta-endorfina te alivia y relaja. Entonces, ¿por qué habría nuestro cuerpo de manufacturar ambas al mismo tiempo, del mismo turrón POMC, durante una situación estresante? El tema está en que cada una entra en acción en un momento diferente. Los efectos de la ACTH pueden ser constatados dentro de los treinta segundos de iniciado un episodio de alarma. Sin embargo, el impacto de las endorfinas recién empieza al cabo de dos minutos como mínimo. Ponete en la piel de un animal salvaje o de un antepasado luchando por su vida: en el instante del ataque es preciso que tu reacción sea súper rápida y que te mantengas en alerta máxima. Luego, tras unos minutos de contienda o de huida, es mejor que no sientas las heridas (ni las mordidas, ni todo lo que te clavaste en las patas al salir corriendo). De esa forma no quedás atrapado por el dolor y podés continuar tu supervivencia. No es el momento adecuado para sufrir un shock por dolor extremo.
Tanto la ACTH que nos pone en alerta como la β-endorfina que nos aplaca, salen de la misma proteína precursora POMC (¡Mamá molécula!). Solo que entran al ruedo en tiempos distintos.
Uno de los primeros en apreciar el fenómeno de la analgesia inducida por el estrés —a pesar de desconocer todos estos mecanismos moleculares— fue Henry Beecher, un médico de la Segunda guerra mundial. Verificó que muchos soldados, en plena emoción límite durante la batalla, reciben disparos y ni siquiera se dan cuenta de que fueron heridos hasta bastante más tarde, tal vez recién cuando ven que hay sangre en su ropa.
La cereza del postre de las endorfinas, además, es que no solo amainan el dolor corporal, sino también el dolor emocional, induciendo la sensación de bienestar psicológico. (En el próximo capítulo vas a enterarte de qué recurso en común comparten ambos dolores en el cerebro; algo parecido al recurso compartido entre la imaginación y la percepción). Cuando sentís placer, alegría y bienestar generalizado típico de estar descansando en una hamaca paraguaya colgada entre dos palmeras, las endorfinas bucean como endorpanchas por su casa en tu torrente sanguíneo. Técnicas como la acupuntura, de hecho, funcionan gracias a estimular la liberación de esta morfina-que-llevamos-dentro.
De cualquier manera, no solo es en circunstancias de relajamiento que entran en escena estas moleculitas que nos hacen sentir tan bien. Al practicar actividad física, nuestra glándula hipófisis exprime montones de endorfinas. Si sos de los que se calzan las zapatillas y salen a corren habitualmente, sabés de qué se trata el runners’ high (la euforia de los corredores). Pasado cierto umbral de esfuerzo, los deportistas dejan de sentirse exhaustos y se ponen estupendamente.
Se comprobó también en varias especies de monos, gatos y pájaros, que el contacto físico entre pares detona la segregación de opioides internos. ¡Cómo no habrían de acicalarse mutuamente los animales si les hace sentir bien! ¡Cómo no esperar ser retribuido en el despioje recíproco, o ser consolado, si somos animales tan sociales como un mono Rhesus o un babuino! Las personas no somos las únicas a quienes nos calma enormemente ser tocadas, cobijadas o acariciadas.
De abrazos que hacen bien y moléculas mimadas
Pero hay algo más que endorfinas en un abrazo. Hay oxitocina.
La oxitocina es una hormona que tenemos los mamíferos, que no solo hace el trabajo típico de una hormona (el de mensajero químico, comunicando distintas partes del cuerpo), sino también el trabajo de neurotransmisor: señaliza específicamente dentro del cerebro. Si la endorfina era la encargada del bienestar interior, la oxitocina es responsable por el bienestar conjunto. Promueve la vinculación cercana entre personas.
Cuando se la descubrió, fue en relación a que las madres la segregan durante el trabajo de parto. Tanto al parir como en el posterior contacto piel-a-piel con el bebé, en la mamá sucede una liberación intensa de oxitocina. De hecho, esta química incita el comportamiento maternal. Resultan irresistibles esos ojazos, esos cachetotes rojos, esos brazos regordetes… En animalitos con instintos más estereotipados, las conductas son tremendamente obvias: luego de una inyección de oxitocina, las ratas hembra empiezan a comportarse como buenas mamás aún cuando no tengan crías: hacen su nidito, se ponen en posición de amamantar y, si eventualmente hay ratitas bebés ajenas alrededor, las van a buscar y las acicalan.
Posteriormente, se realizaron hallazgos adicionales y asombrosos sobre la oxitocina. Sus niveles, en realidad, aumentan tanto en mamás como en bebés. Es una hormona asociada a la calidez del contacto. En efecto, literalmente, genera que las manos y los pies de los niños se calienten durante el amamantamiento. Además, hay evidencias de que una tasa alta de oxitocina continuada —tanto en hombres como en mujeres— reduce el estrés a largo plazo: disminuye la presión sanguínea, el ritmo cardíaco y la concentración de glucocorticoides, sustentando la noción de que el apoyo social trae beneficios a la salud. ¿Serán estos los principios por los que las prácticas medicinales alternativas, como el reiki, hacen tan bien?
La científica Kerstin Uvnäs-Moberg, reconocida como una autoridad mundial en temas de oxitocina, se la pasa investigando la participación de esta molécula mimada en el contacto físico. Repartiendo su tiempo entre las ciudades suecas de Estocolmo y Uppsala (sí, de ahí viene el nombre de uno de nuestros glaciares cercanos al Perito Moreno, aunque bien lejos esté la oxitocina de la frialdad), Kerstin comprobó que los masajes hacen que se libere oxitocina. Y no solo las personas quedamos sedadas y más lentas luego de una buena sesión de masajes; los animales también. Cuando los investigadores les rascan el abdomen a sus ratitas como si fuesen cachorritos, aumenta la concentración de oxitocina dentro de ellas. Los chicos en la guardería que son regularmente masajeados se portan mejor y permanecen más tranquilos. Como curiosidad, te cuento que justamente quienes tienen la profesión de masajistas exhiben niveles relativamente bajos de hormonas del estrés en sangre.
La oxitocina cumple sus efectos cuando alguien te aprieta la mano al despegar el avión, cuando el papá abraza a su hijo y le confirma que todo va a salir bien, cuando los amigos se dan palmadas en un asado y cuando las parejitas perdidamente enamoradas se acurrucan en la butaca del cine. Pero la oxitocina no se limita a efectos. También coordina las causas de las interacciones sociales positivas. Porque al liberarse por dentro, nos vienen ganas de retribuir los abrazos, las caricias y la contención emocional. Promueve que confiemos en la otra persona. Uvnäs-Moberg sugiere que es gracias a esta química que se cierran los círculos virtuosos de afecto, apego y cercanía.
Adictos al amor
La lista de descubrimientos sobre cuándo interviene la oxitocina no terminó todavía. Dejé el más picante para el final: se libera en grandes cantidades —en ambos sexos— durante el orgasmo. Así que los científicos pensaron… ¿podrá ser esta hormona la causante de la fuerte unión emocional en las relaciones románticas? Para variar, lo primero que hicieron fue experimentar… ¡sí, con ratones! Los tienen de punto.
Hay dos especies prácticamente idénticas de ratones de campo, que se diferencian por solo una cosa (bastante fundamental): unos son enteramente monógamos, mientras que en la otra especie no se aparean de por vida. Llamemos a estos últimos promiscuos para exagerar. Los investigadores empezaron por inyectar oxitocina en el cerebro de los promiscuos, y quedaron boquiabiertos al ver que formaban parejitas estables. Después hicieron lo contrario: se mandaron a bloquear químicamente el efecto de la oxitocina en los monógamos, y terminaron observando cómo estos dejaban de ser fieles. ¡Chan!
Obvio que hay que salvar las distancias con los seres humanos, porque nuestros comportamientos no son así de mecanizados. Pero si tuviéramos que envasar hoy una poción del amor, esta hormona sería lo más cercano conocido. Su infusión interna natural es la que induce esa fijación en una única persona, típica del amor romántico.
Ahora bien, si a las oleadas internas de apego por oxitocina les sumás: (a) los efectos placenteros de las endorfinas, y (b) el incentivo y el deseo gracias a la dopamina (nombrada en el primer capítulo), tenés la ecuación perfecta para que en innumerables casos las relaciones resulten adictivas. No son pocos los tortolitos que no pueden vivir el uno sin el otro. No menos son los heridos-por-amor, que ya no saben qué hacer para olvidarse de su ex media-naranja. Nuestra química interna puede dejarnos enganchados por tiempos muy largos, lo que —si todo va bien— posibilita que cuidemos de nuestras crías en conjunto (cortesía de la evolución). El drama está cuando a uno le sucede pero al otro no, y su cóctel de drogas interno lo deja dependiente… apasionado en el refuerzo intermitente de la esperanza.
Por ahora no existen juguitos químicos para superar los desamores, tal vez en algún futuro la ciencia los invente… Mientras tanto, tenés que seguir aprendiendo a vivir como naturalmente sos.
Mentime que me gusta
“Ella no se atreve a admitir que me ama, por eso no volvió”, es aquella solución paliativa a la que muchos descorazonados recurren para no pasar tan mal la transición a su nueva soltería. Y se mienten a sí mismos bien pero bien mentidos. Tanto que se lo creen todo.
Bueno, llegó la hora de que salde con vos una deuda pendiente que arrastré desde el principio del libro. Prometí explicarte: además de los mecanismos cognitivos, ¿qué otros sustentos tiene el credo consolans, que nos reconforta y devuelve la sensación de seguridad y control? La respuesta la completa el famoso Daniel Goleman, psicólogo estadounidense que a mediados de los noventa se hizo popular con su bestseller Inteligencia emocional. Diez años antes, no obstante, ya había escrito El punto ciego, acerca de los artificios del autoengaño. Otro terreno donde los mecanismos neuronales y químicos internos se solapan con las dinámicas de relacionamiento social.
Según Goleman, la química que llevamos dentro tiene gran responsabilidad en hacer que permutemos atención por ilusión. Cambiamos atención puesta en la realidad externa por elaboraciones propias que amainen el dolor emocional. Como si ambos, alerta y alivio, fluyeran entre vasos comunicantes. A esta altura, sabés que los factores estresantes pueden ser netamente psicológicos. En estos casos, como en toda respuesta de estrés, se libera ACTH (la hormona precursora de los glucocorticoides que te pone en estado de alerta y agudiza tus sentidos). Dependiendo de cuál sea la dura realidad a la que nos estemos enfrentando, esta sensibilización puede generar mucho dolor emocional. Un recurso útil para anestesiarlo es recurrir a la potencial descarga de endorfinas y a su posterior acción calmante (volvé a mirar el último dibujito). Reduciendo la atención sobre lo que nos rodea, las endorfinas estimulan elaboraciones mentales que nos distraen momentáneamente del mundo externo. Así, cuando luego volvemos a la cancha de la realidad, traemos un modelo de ella que no nos hace tanto daño y que limita el estrés psicológico.
La atención selectiva, es decir, pasar por alto la información del entorno que no contribuye a nuestros propósitos, está entonces sostenida por un vals entre la ACTH y las endorfinas. Para acá y para allá. Se arman así, a partir de estos ladrillitos químicos, los cimientos de la negación, de no-aceptar lo que no nos gusta.
Ansiedad y otros rótulos
Los mecanismos emocionales del cerebro no están exentos de las hormonas y neurotransmisores que se segregan en el cuerpo. (Bueno, de hecho, ¡el cerebro mismo comanda esos exprimidos!) Nuestra forma de reaccionar emocionalmente ante ciertos estímulos depende del trasfondo tónico en el que ya vengamos embebidos. En una madre llena de oxitocina que está lactando, por ejemplo, se amortiguan las respuestas del circuito del miedo. La atención de cualquier persona está condicionada por la química del estrés (también lo están otros procesos cognitivos, como el aprendizaje y la memoria). ¡La propia interpretación de nuestra mente se halla influida por la sopa de neurotransmisores que salpica los circuitos neuronales!
Para terminar el capítulo, te presento un desenlace revelador. Como en las películas donde te enterás que el vecino era en realidad el padre o algo así, y se cierra el círculo inesperado. Como podés ver en el dibujito que sigue, las estructuras químicas de la dopamina (la que te motiva e incentiva), de la noradrenalina y de la adrenalina (las que te ponen en alerta y te preparan para la acción) son muy parecidas. Cada una se diferencia de la anterior por esas partecitas resaltadas. Precisamente, estas tres moléculas pertenecen a la misma familia denominada catecolaminas, y pueden obtenerse una a partir de la otra mediante ciertos procesos que hace nuestro organismo (de dopamina a noradrenalina, por ejemplo, sucede una oxidación). En estos procesos intervienen enzimas, unas sustancias de naturaleza proteica que no se modifican pero hacen a las reacciones químicas mucho más rápidas, se dice que las enzimas catalizan los procesos.
Mucho deseo, ansiedad y estrés son tres experiencias que van de la mano gracias a la familia de moléculas que intervienen en prepararnos para la acción.
El mayor enredo familiar aparece ahora: la ACTH liberada por la hipófisis en episodios estresantes, que viaja a las glándulas suprarrenales y estimula la liberación de glucocorticoides, también influye en la generación de catecolaminas. ¿Cómo? Por un lado, lo logra indirectamente, ya que los glucocorticoides incentivan la síntesis de adrenalina. Por otro lado, la ACTH misma aumenta la actividad de la enzima específica (no importa el nombre, llamémosla elegantemente a) que promueve el pasaje de dopamina a noradrenalina. Entre todas son como los Campanelli, o los Benvenuto de Francella, que almorzaban juntos todos los domingos.
¡Con razón que lo que te pone ansioso te estresa! ¡Con razón que muchas veces se usa el término ‘ansiedad’ como sinónimo de ‘miedo’! La complejidad de tu química interna es tal que las emociones no constituyen cajones independientes el uno del otro. Por el contrario, muchas emociones te agarran al mismo tiempo que otras; porque tienen ‘sintonía cercana’ en el dial de tus reacciones hormonales. Desde este punto de vista, es obvio que rótulos emocionales como la ansiedad conllevan cierto grado de ambigüedad: los términos que señalan emociones fueron acuñados muchísimo antes de que conozcamos los mecanismos cerebrales y químicos que les dan origen.
Olvidate por un instante de cómo rotulás las experiencias emocionales y empezá de abajo para arriba, desde lo más pequeñito de las moléculas hacia los circuitos cerebrales. Las vías neurales de dopamina, integrando el sistema de Búsqueda por la recompensa y el incentivo, te dejaban listo para actuar por algo que querés. Si fluye mucha dopamina por allí, evidentemente vas a sentir deseo con mucha intensidad, como monos y ratas posesos apretando palancas. En cuanto no puedas obtener ya lo que querés, o tengas mucha incertidumbre de conseguirlo, o debas postergar el impulso para la acción —aguantarte las ganas—, vas a denominar ansiedad a esa experiencia, ¿no? Como cuando estás ansioso por irte de vacaciones o porque llegue el resultado de un examen.
O sea, estás llamando ansiedad a los efectos de un deseo intenso que todavía no concretaste, justamente porque tenés un exceso de dopamina que te deja al borde.
Pero fijate que al no conseguir saciar tu enorme deseo, la dopamina sobrante podría utilizarse para manufacturar adrenalina (en realidad, el proceso no es lineal, sino muy complejo, pero aquí simplifiquemos). Tampoco podías estar en calma cuando la adrenalina andaba circulando en tu sangre. Así es que el fenómeno mismo de no poder satisfacer un deseo, la frustración, termina siendo un agente estresante (psicológico).
Percibís la adrenalina como una sobreactivación de tu sistema, y por eso denominás ansiedad también a la frustración y al estrés.
Los rótulos que llevan las emociones son, como en el caso de la ansiedad, una suerte de paraguas que abarca muchos fenómenos mentales-corporales-químicos-cerebrales al mismo tiempo. Gracias a la ciencia, podemos hilar fino y comprender qué procesos están en la intersección de las distintas emociones, como esos diagramitas de Venn circulares que se solapaban en la primaria.
Ahora la cosa se va a tornar apasionante, porque vas a trascender el ámbito personal y vas a pasar a los fenómenos sociales. Los patrones de las interacciones humanas. La dinámica recurrente con la que nos relacionamos.
Anexo: múltiple choice para hacer
con tus amigos
Estresómetro para orientarte en tus reacciones de estrés
Te tomaste el subte o el tren a la mañana para ir a trabajar, y después de la segunda estación se detiene en el camino. Pasan quince minutos pero sigue sin arrancar. Pensás…
a)¡Otra vez esta porquería se queda! ¡Qué país! Habría que romper todo y prender fuego el vagón…
b)Uff…, ya empezamos así la mañana y para colmo después vienen todos los problemas en el laburo. ¡Voy a tener que soportar tantas cosas hoy! Ya no aguanto más el trabajo que tengo.
c)En algún futuro estas interrupciones en el transporte van a ser menos frecuentes. Menos mal que hoy hago un poco de deporte. Cuando vuelva a casa voy a darles un buen abrazo a los chicos.
He aquí el resultado de acuerdo con la respuesta
a)¡Ojo con estas reacciones impulsivas! En primer lugar, estás estimulando una catarata de hormonas del estrés en tu cuerpo. A largo plazo, este tipo de malasangre puede hacerte mal a la salud, y quien sale perjudicado sos vos. En segundo lugar, estás tratando de aliviar la frustración desplazando la agresión: perjudicar a los demás no va a resolver el problema. En tercer lugar, seguro que (y afortunadamente) no vas a romper todo, así que toda la sobreactivación de tu organismo no tiene vía de escape. Con lo cual, el impacto en tu cuerpo es aún peor. Finalmente, una emoción intensa como esta va a demorar en “disolverse” de tu cuerpo. La inercia emocional te va a dejar irritable para el resto de la mañana. ¡Cuidado!
b)¿Solés trasladar el impacto de un único episodio sobre todo lo demás? Este efecto dominó agrava el estrés psicológico y social, y te pone en un rol subjetivo de sometimiento. Debés discriminar los factores que te provocan frustración para enfrentarlos de manera independiente. Por ejemplo: el trabajo no debe ser el único proyecto en tu vida. Si tuvieras otras actividades en donde distraerte, disminuiría tu ansiedad.
c) ¡Te felicito! Comprendés que tu interpretación es el principio del estrés psicológico y lográs elaborar reflexiones que te alejan de la frustración. Hacés tu vida más fácil de manejar, gracias a darle mayor previsibilidad a tus actividades y deseos. Estimular las endorfinas con el deporte y la oxitocina con buenos lazos familiares (o de amistad) te contiene. Promovés así la salud en tu cuerpo.