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Creciendo
con emociones
Siguiendo la mirada de mamá
Este dato ya te dice todo: el cerebro de un bebé recién nacido pesa más o menos unos 400 gramos, pero crece tan rápidamente que al terminar el primer año ya alcanza el kilo. ¿Pensabas que un bebito tiene la vida fácil; solo es cuestión de comer, dormir y hacer algún que otro provechito? Nada que ver. En los primeros dieciocho meses las conexiones entre sus neuronas experimentan un enorme crecimiento. ¿Tenés idea de la cantidad de aprendizaje que un bebé adquiere en ese período? Tremenda. Buena parte de ese aprendizaje es emocional. Por ejemplo, aumentan enormemente los enlaces entre la corteza cerebral y las áreas más profundas, como el sistema límbico. Así es como el bebé empieza a tener una afectividad inteligente. Es decir, no es que el bebé aprende a sentir una emoción, como el miedo, sino que en realidad aprende cuándo, dónde y a qué sentir la emoción que ya trae preparada en su biología.
A partir de los dos meses de vida, la sonrisa deja de ser una expresión automática (que se mantiene incluso al dormir), y pasa a hacerse social. El bebé comienza a dirigirla a personas concretas. Más o menos por la misma etapa, los ojos de su mamá (o de quien sea que lo esté cuidando) se convierten en el centro de atención. Cuando aparece algo nuevo delante de su vista, el gordito mira a su madre para ver cuál es su expresión. Si la mamá sonríe, se anima a investigar el objeto o a explorar el ambiente; pero si el adulto saca a relucir preocupación, busca su protección.
Los bebés usan las informaciones emocionales que pueden darle las otras personas que están alrededor. Y adaptan sus conductas en función de esta info. Como habitualmente es la madre la que está siempre ahí presente, ella se transforma en referencia. Es un poco como lo que pasaba con los gansos de Konrad Lorenz, ese etólogo que ganó el premio Nobel (en el tercer capítulo te hablé de su amigo Niko Tinbergen). En 1935 Lorenz descubrió que los gansitos recién salidos del cascarón pasaban por un período crítico de unas pocas horas, durante el que se fijaban cuál era la gansa adulta que se movería alrededor de ellos, a la cual se apegarían para siempre. Lorenz llamó impronta a este reconocimiento instintivo. Curiosamente, Lorenz se dio cuenta de que cualquier cosa que se moviera de forma parecida a un ganso adulto era objeto de fijación para las crías (y, para colmo, tenía un efecto irreversible). Así que se hizo el ganso (nunca mejor dicho) y probó a ver si pasaba con él… Efectivamente, allá iba “mamá-Lorenz” con la fila de gansitos detrás.
Nuestro aprendizaje emocional es mucho más sutil y complejo que la simple impronta fija del patito feo. Pero el paralelo permite entender mejor lo que nos sucede. Los niños interpretan la expresión facial del adulto como un comentario acerca del mundo que están descubriendo, porque más adelante van a tener que correr el riesgo por su propia cuenta.
Desde los doce meses en adelante hay tal sincronización entre las miradas de la madre y de su bebé que un reconocido psicólogo del desarrollo, Jerome Bruner, llegó a utilizar la expresión realidad visual compartida para referirse a esta comunión. En un experimento, se pusieron a unos bebés de un año al borde de un precipicio, a ver si se animaban a caminar más allá. ¡Quedate tranqui! En realidad, estaban sobre un vidrio a solo treinta centímetros del piso. El vidrio era circular, mitad opaco y mitad transparente, como una luna en cuarto creciente. El experimento empezaba con los bebés sentados en el área opaca, mirando a sus mamás. Ellas permanecían paradas del lado traslúcido y los alentaban a que se acercaran. Cuando el bebé llegaba al supuesto borde (donde el vidrio dejaba de ser opaco), las mamás debían poner cara de alegría o miedo. Los resultados mostraron que si la mamá exhibía alegría, el 74% de los chicos se animaba a seguir gateando más allá del límite, pero ninguno se arriesgaba si veía que su mamá expresaba miedo.
Los niños aprenden cómo sentir, cuánto sentir, y si hay algo que sentir sobre el entorno gracias a los cambios de humor que induce el adulto con sus expresiones. Ojalá que saber esto te ayude a evitar hablar a los gritos en el coche cuando estás manejando con bebé a bordo. Los niños pueden mamar de chiquitos estas reacciones emocionales y asumir que son apropiadas para ese ámbito. ¡Así no vamos a mejorar el tránsito ni siquiera en las próximas generaciones!
El propio funcionamiento de las emociones se desarrolla gradualmente a medida que crecemos, como si fuera un ensamblado de ladrillitos plásticos, de a poquito, hasta que de repente toma forma. Por ejemplo, hasta los cinco años, los chicos no mencionan todavía ningún sentimiento de orgullo. Recién a partir de los seis hablan de él, pero solo si sus padres estuvieron presentes. Dicen cosas como “papá va a estar orgulloso de mí si aprendo a escribir bien”, pero no se atribuyen esa emoción compleja a ellos mismos. Hay que esperar hasta los ocho años aproximadamente para ver cómo los chicos empiezan a sentirse orgullosos (o por el contrario avergonzados) de sí mismos, sin que haya público alrededor. Se podría decir que incorporan el juicio ajeno, el condicionamiento social. Algo esencial para la maduración de las emociones sociales.
¿Por qué nos gustan los peluchitos?
Por supuesto que en el experimento del precipicio simulado, a los bebés se los trató muy bien y estuvieron seguros. No había pasado lo mismo, lamentablemente, con las crías de mono que tomo Harry Harlow a finales de la década de 1950.
Como vimos al comienzo del libro, en aquellas épocas imperaba el Conductismo. Su visión científica promovía un estilo de crianza frío. Había pediatras que aconsejaban amamantar según un horario muy rígido. Incluso el viejo y querido John B. Watson recomendaba no darles a los chicos el besito de las buenas noches, sino “hacerles una leve inclinación y estrecharles la mano antes de apagar la luz”. (No, no te estoy cargando; es en serio). Fue entonces que apareció el psicólogo norteamericano Harry Harlow y echó toda esa estupidez a la basura, demostrando que el contacto físico es crucial para el crecimiento y el desarrollo emocional.
Todo empezó cuando Harlow planeaba hacer unos experimentos para medir la inteligencia de unos monitos Rhesus, y los separó de su mamá mona. Las crías aisladas desarrollaban vínculos afectivos con las toallas de felpa que cubrían el piso de las jaulas. Si los investigadores se las querían sacar, las crías se mandaban unos berrinches que no eran ninguna monada; igual que un chico humano con su osito de peluche. Los macaquitos dormían sobre las toallitas y las agarraban con todas sus fuerzas. Una especie de relación parasocial a todo trapo. ¿Por qué se encariñaban así con la felpa? Se suponía hasta ese momento que el apego era tan solo una respuesta mecanicista a quien nos alimenta…
Entonces Harlow seleccionó a un grupo de monitos recién nacidos y puso a cada uno en una jaula solitaria. En cada jaula, además, Harlow metió dos muñecas grandes a las que llamó madres de sustitución. Una de las madres era de alambre: un tubo hecho de malla metálica fría, con una única teta de acero por donde largaba leche de mona. La otra madre era peludita: un cuerpo mullido y suave, hecho de felpa y con carita sonriente, pero sin nada para alimentar. Fue cuestión de unos pocos días nomás, y ya las crías se agarraban de la muñeca de felpa prácticamente todo el tiempo. Se pasaban horas y horas acurrucadas sobre su cuerpo de tela blandita y la mordían suavemente, pero como no daba leche, cuando tenían hambre se bajaban rápido, iban a la madre amamantadora metálica, tomaban su ración y corrían otra vez a refugiarse en la peluchita. ¿Cómo saber si no era simple comodidad? Bueno, cuando andaban desprevenidas por la jaula, a las crías se las asustaba a propósito. Entonces saltaban desesperadas a buscar protección en la mamá peluda.
Harlow no se sorprendió al ver que el contacto era importante para los ‘cachorros’ de mono. Lo que le resultó impactante fue que era abismal la diferencia entre el tiempo que pasaban arriba de la madre de peluche y el que le dedicaban a la alambrada. Tanto así que a Harlow se le llegó a ocurrir que amamantar podría no ser un fin en sí mismo. Tal vez amamantar, para simios y personas, escondía en realidad un propósito incluso más profundo: asegurar el contacto físico íntimo de un bebé con su mamá.
Los monitos aislados de Harry Harlow buscaban a toda costa el contacto agradable de la mamá sustituta de toalla. A la izquierda, la fría versión de alambre mallado.
Harlow plantó en la ciencia la idea de que el amor nace del contacto, no del sabor o del hambre. De hecho, gracias a él surgió toda una corriente de científicos dedicados a estudiarlo. Algunos podrán decir que ya sabíamos esto intuitivamente, y que lo único que hizo Harlow fue confirmarlo a costa del sufrimiento de muchos monos puestos en el rol de huérfanos. Tristemente, puede ser verdad (porque además, esa privación de afecto hizo que más tarde esos mismos monos —ya adultos— resultaran tremendamente antisociales). Los defensores de los derechos de los animales dicen que Harlow no fue más que un sádico. Sin embargo, lo paradójico del asunto es que los descubrimientos de Harlow contribuyeron a cambiar el enfoque en los orfanatos y centros de asistencia social —lugares donde la ciencia se implementa en lo cotidiano—. Desde entonces se sabe que no alcanza con darle a un nene la mamadera: los chicos necesitan que los acurruquen, que jueguen con ellos, que les sonrían y los traten bien, que los abracen y los agarren de la mano. Aunque sea difícil de creer, gracias a la crueldad de Harlow se humanizó la implementación de la ciencia en la salud. ¡Juira a todo el acartonamiento conductista helado! Lo irónico, claro, es que hizo falta su trabajo pionero para poner en evidencia la propia inmoralidad de semejantes prácticas de aislamiento.
Parece contradictorio, pero Harry Harlow fue uno de los primeros que se atrevió a hablar de amor, término prohibido en la ciencia de aquel entonces. El carácter de Harlow fue bastante misterioso… Una especie de ying y yang en un mismo combo, despertando, justamente, amor y odio a su alrededor. Capaz que para él, la única manera de valorar el cariño era destripándolo. Cuenta la historia que un día estaba dando una conferencia, y cada vez que mencionaba la palabra “amor” un científico de la audiencia lo interrumpía para preguntarle si en realidad no quería decir “proximidad”. Hasta que Harlow se cansó y le dijo: “Es posible que la proximidad sea lo único que usted conoce del amor. Por mi parte, doy gracias a Dios por no haber sufrido tal privación”.
Efecto para crecer
Las pruebas de Harlow demostraron los fundamentos del apego. Los chicos no quieren a sus mamás porque ellas “equilibran su alimentación”, por decirlo a lo conductista. Las quieren porque el contacto mutuo se siente fenomenal. Por la misma época en que Harlow metía a sus monitos en jaulas con madres falsas, el psiquiatra británico John Bowlby, apasionado por el desarrollo infantil, construía su teoría del apego.
La teoría del apego de Bowlby tiene muchas aristas y es bastante compleja. Pero hay algo que acá vale la pena destacar de ella. Bowlby siguió a muchos chicos durante su crecimiento y verificó que aquellos gravemente privados de afecto no se desarrollan bien. A la larga se sienten inseguros y se ven a sí mismos como incapaces de merecer atención y cuidado. Por el contrario, los chicos que disfrutaron de un apego saludable con sus padres, de cariño y protección, más tarde asumen que las relaciones humanas son placenteras. Se consideran dignos de aprecio y de respeto, y en general confían en las personas con quienes se vinculan.
La seguridad básica de cualquier persona chiquita parece fundarse en la certeza de ser querida. Existe en el idioma japonés una palabra emocional que no conocemos ni en castellano ni en otras lenguas latinas: amaeru. No tiene traducción exacta, pero significa algo así como “necesitar ser protegido y amado; depender del afecto del otro y contar con su asistencia; sentir deseo de ser querido”. Cuando un alumno busca que su maestro lo conduzca, por ejemplo, o cuando un miembro de la pareja busca que el otro lo cuide y lo consienta, puede decirse que están en una actitud de amaeru. Es obvio que el prototipo de este sentimiento es la relación de un chiquito con sus padres.
Cuando ese amaeru no encuentra respuesta, cuando la privación emocional es extrema, los chicos pueden sufrir tal estrés que en algunos casos presentan problemas de crecimiento. Literalmente. En terminología médica, este desorden se llama enanismo psicosocial. Existen casos documentados, como el que voy a mostrarte ahora, en donde se aprecia claramente el impacto del apego y del cariño en el desarrollo.
En este estudio realizado en el año 1977, de un profesional de apellido Saenger y sus colegas, puede apreciarse cómo el cariño y el contacto promueven el crecimiento (y también cómo su falta lo inhibe).
A un chico de siete años, sin cuidado de padres y con tremendos problemas familiares, se le detectó enanismo psicosocial. Para intentar que se desarrollara lo mejor posible, se lo internó en un hospital. Como parte de los procedimientos de monitoreo, le fueron midiendo cuánto crecía (en centímetros cada veinte días) y también la concentración de la hormona del crecimiento (en nanogramos por mililitro de sangre —un nanogramo es la millonésima parte de un miligramo—). Le asignaron una enfermera especial, muy amorosa, que pasaba mucho tiempo con él. Varios días después el chico le agarró cariño a esa enfermera. Hete aquí que en el medio del tratamiento, ella tuvo que tomarse sus vacaciones por tres semanas. Observá en el gráfico cómo los indicadores del crecimiento, que venían bien, caen en picada cuando la enfermera preferida no está. Caen prácticamente a los valores iniciales. Y eso que el nivel de alimentación se mantuvo siempre igual.
Lo impresionante del caso es que, al regresar la enfermera, la emoción del chico fue tal que su crecimiento volvió a dispararse. Jamás se le inyectaron hormonas sintéticas ni nada de eso. Simplemente, su apego con ella lo ponía saludable. In-cre-(¡todos juntos!)-íble. De película. No hay evidencia más clara de que nuestras emociones repercuten en todas las células de nuestro organismo. En un cuerpo en pleno desarrollo resulta absolutamente explícito.
Al ser las emociones programas afectivos, donde mayor cuidado debemos tener es precisamente en los chicos. Son sus programitas los que merecen especial atención. Hace muchos años había una publicidad por la tele que hacía tomar conciencia de los peligros que representan los fuegos artificiales. ¿La recordás? Insistía dramáticamente: “Un niño quemado es un hombre quemado para toda la vida”. De a poquito, la ciencia está aportando una visión más amplia sobre la experiencia humana, que no se limita solo a lo físico. Estamos en condiciones de decir también “Un niño mal-emocionado corre riesgo de ser un adulto mal-emocionado para toda la vida”.
La batalla de la cuchara
Otro programita emocional que se nos enciende desde temprano arranca en el primer año de vida. Así que volvé a tus doce meses y evocá otra escena típica: mamá haciéndote el avioncito con la cuchara llena de puré de manzana. Todos los días te re divertís, hasta que de repente tu actitud cambia. Ya no te dejás alimentar más tan fácilmente. Se te despertó algo adentro. Le querés sacar la cuchara a mamá y arreglártelas por tu propia cuenta. “¡Ay! Ya quiere manejar la cuchara… ¡Algún día conseguirá un gran título universitario!” es lo que seguramente piensa mamá. En el fondo, no está tan equivocada, esa idea no es tan traída de los pelos, porque los especialistas en psicología infantil nos cuentan que, justamente, desde tan temprana edad ya funciona un programita muy concreto: una motivación interna para poder realizar cosas. Para poder ver resultados de lo que uno mismo hace. ¡El principio de todo logro que concretes en la vida!
Uno de esos especialistas, David M. Levy, llamó batalla de la cuchara a este primer episodio de autonomía, responsabilidad y autorrealización. Te obsesionás con agarrar la cuchara y alimentarte por vos, pero no porque así vayas a comer más (claramente, terminás haciendo flor de enchastre y dejás el puré de manzana por toda la cocina), sino porque te hace sentir eficaz. Esta búsqueda de eficacia te incentiva de tal forma que pronto la cuchara te queda chica. Empezás a plantearte nuevos desafíos: llevás objetos de un lado al otro, llenás y vaciás (volcás) vasos y botellas, destrozás lo que esté a tu alcance y después intentás volver a armarlo.
La necesidad de autocontrolarnos, de modificar el entorno y de generar un impacto en nuestro ambiente es algo típico de nuestra humanidad. Y las emociones que surgen de esta necesidad son inconfundibles: o bien nos sentimos realizados, contentos por alcanzar una meta, orgullosos de nosotros mismos; o bien nos frustramos, nos sentimos inútiles y nos desmotivamos seriamente.
La sensación de eficacia que buscamos desde tan chiquitos no solo involucra ejercer impacto sobre las cosas, sino también sobre los demás. Chillamos lo más alto posible o hacemos un ruido insoportable con las cacerolas, y después vemos cómo reaccionan los adultos. Otro de los especialistas en psicología infantil, la inglesa Judy Dunn, comprobó que a partir de los dieciocho meses los chicos molestan a sus mamás de manera absolutamente intencional. Les resulta placentero engañarlas y tantear hasta dónde pueden llegar con las reglas. El inevitable “Ah, ¿no puedo? ¡Entonces quiero!”. Nuevamente, esta es otra manera de anticiparse al sentimiento de la madre para después verificar su reacción. De esta forma los chicos aprenden sobre respuestas emocionales y sobre reglas sociales.
Así como influimos en mamá, queremos influir en otras personas. Esa búsqueda de eficacia también pone foco en modificar las intenciones de los demás. Si no, ¿cómo haríamos más adelante para convencer, para seducir, para negociar?
De adultos, queremos que valoren nuestros logros tanto como cuando éramos chicos. Al principio era “Papá, ¡mirá qué lindo dibujito que hice!”. Más tarde será cuestión de buscar el reconocimiento social en la actividad que estés emprendiendo. Capaz que aquel título universitario, tal vez alguna mención en el trabajo, o por ahí un premio en una competición.
Esta motivación de logro nos resulta tan importante que pareciera ser otro de los ingredientes de la felicidad. A lo largo de nuestras vidas nos condicionamos muchas veces de la siguiente manera: “Seré feliz cuando consiga un/a novio/a”, “Voy a estar alegre recién cuando me reciba”, “…cuando termine la mudanza” o ese estilo de cosas. Así, como debemos aprender a manejar nuestros miedos y nuestros enojos, también tenemos que aprender a manejar estos condicionamientos autoimpuestos. ¿Por qué no hallar la felicidad en el camino mismo en vez de solo en la meta?
El castillo de la personalidad con arenas de emoción
De a poquito, como los chicos que en la playa van llenando sus baldecitos con arena, fuimos juntando algunos ingredientes emocionales, que son los que construyen la personalidad. En chicos escolares y adolescentes, la necesidad de eficacia y logro está funcionando a toda máquina. Pero también, a todo vapor, marchan dos recursos que vimos en el capítulo anterior: por un lado la comparación social, y por otro lado aquella fundamental necesidad de inclusión.
Judith Rich Harris, una brillante psicóloga norteamericana, se especializó en la forma que nuestro cerebro organiza las experiencias de relacionamiento con los demás. Esa avidez por la inclusión que tenemos (y por reparar el rechazo) nos lleva desde chicos a buscar la pertenencia a un grupo concreto. Por eso es que se forman núcleos de amigos, banditas, o tribus urbanas, como los rolingas, los emos o los floggers. Adoptamos sus costumbres, las defendemos y nos diferenciamos de otros grupos por nuestra forma de hablar, de vestir, y hasta por la música que nos gusta.
Harris le presta especial atención al mecanismo interno de comparación social, ya que lo considera el ingrediente que más aporta en la construcción de nuestra personalidad. Nos comparamos con nuestros semejantes en una misma categoría, como si nuestra mente hiciera la típica segmentación del Marketing: nos evaluamos en relación con los niños de la misma edad o, a lo sumo, un poco más o un poco menos. Si a esta comparación le sumás la necesidad de eficacia y logro que todos llevamos dentro, descubrís por qué queremos diferenciarnos. Incluso dentro del grupo al que pertenezcamos. (Nuevamente, debemos resolver la puja interna por pertenencia e individualidad al mismo tiempo). Por ejemplo, si elegís como meta ser bueno en fútbol, vas a encontrar modelos a seguir en tus compañeritos —gracias a la comparación— para aprender, e incluso para ser mejor que ellos en esa actividad. Que te vaya mejor o peor que tus pares, te lleva a sacar conclusiones positivas o negativas de vos mismo.
Además de buena segmentadora de mercado, nuestra mente es una excelente especialista en estadística. Logra promediar una muy buena idea de la opinión de “los demás en general”, y diferenciarla claramente de la opinión de los “amigos/familiares”. Importa cómo nos ven “los demás en general” porque tiene un valor predictivo mayor que el criterio de una única persona cuando se trata de proyectarnos en el futuro (y más aún si esa persona es tan cercana, como una mamá o un amigo íntimo).
Que nos hostigue un hermano mayor no es algo que tomemos como informativo de nuestra identidad en el colegio. Sí es informativo, no obstante, que todos los días en el patio del recreo nos acosen varios matoncitos ensañados. Eso seguramente disminuye nuestra sensación de eficacia. Nos vamos a sentir menos competentes, menos capaces de conseguir la aceptación de nuestros amiguitos en ese entorno. Por otro lado, en la construcción de nuestra identidad independiente, llega una edad en la que no solo resulta importante que nuestros propios padres nos den un trato especial. Es fundamental que también lo hagan los demás adultos (las maestras, las mamás de otros compañeritos). Nuestro cerebro así concluye que somos una personita verdaderamente valiosa e importante. Si no, pueden surgir cuestionamientos internos del tipo: “¿Qué pasa? Es obvio que mi familia me va a querer siempre. Pero… ¿por qué los demás no? ¿Soy raro? ¿Soy fea?”.
Fijate cómo estos ingredientes emocionales (necesidad de eficacia y logro, necesidad de inclusión, comparación…) nos van conformando. Nos van haciendo únicos. Incluso nos llevan a autosuperarnos. También pasa que nos comparamos selectivamente según los distintos círculos de actividades en los que estamos inmersos. Y es por eso que los especialistas hoy día ya no hablan de una única autoestima, sino de varias autoestimas, según el ámbito: una autoestima en el hogar, una autoestima para la clase, otra para el patio de juegos. Es que nuestro cerebro se la pasa haciendo evaluaciones referidas a nuestras metas y a si somos aceptados o no aceptados.
¿Qué vas a ser cuando seas grande?
¿No es esta una de las preguntas más hermosas de la infancia? Sin necesidad de responderla, ya por sí misma habla de nuestros sueños, de todo el futuro que tenemos por delante, de nuestras ganas, motivación y determinación. Y por sobre todas las cosas, habla de la esperanza. Claro, nuestro porvenir es siempre incierto; pero cuando tenemos esperanza enfrentamos esa incertidumbre de forma positiva, proactiva, con empuje. La esperanza es una de las emociones más bellas de nuestra condición humana. Inspira, alegra, entusiasma. Está asociada al optimismo. Nos hace ver la vida de otra manera: llena de color y oportunidades. Por algo existen los dichos populares “lo último que se pierde es la esperanza” y ”mientras haya vida, hay esperanza”.
En la práctica profesional de psicólogos y terapeutas, la esperanza está muy explorada: sus consecuencias, sus beneficios y, por supuesto, qué pasa en su ausencia. Sin embargo, la esperanza tal vez sea una de las emociones más complejas. Científicamente, recién ahora están comenzando a descifrar los mecanismos que la hacen funcionar. Es probable que semejante experiencia emocional requiera de muchos recursos cerebrales en juego al mismo tiempo.
¿Podemos tener una somera noción, aunque sea, de cuáles son dichos recursos? En líneas generales, sí. No hace mucho surgió una rama en la psicología, llamada psicología positiva, que busca comprender y explicar los aspectos provechosos de la experiencia humana —en vez de los negativos, según la tendencia tradicional en la materia. Se considera que la psicología positiva tuvo su comienzo formal en 1998. ¿Qué tal? ¡Reciente en serio! Esta rama pone foco en asuntos, como la creatividad, el humor, la felicidad y el talento. Un especialista de este nuevo campo, el desaparecido Charles R. Snyder, apostó a la esperanza. Snyder sugería que para entender un ingrediente primario de la esperanza tendríamos que ver, paradójicamente, qué debe suceder para que la propia esperanza desaparezca. La respuesta: debe suceder que nuestras metas y objetivos se bloqueen.
La esperanza no puede existir si no tenemos metas u objetivos sobre los cuales la emoción se sustente. Una vez que la esperanza florece, es la imposibilidad de cumplirlos lo que hace que la emoción se desvanezca. Tu esperanza de ganar el bingo (por lo menos en este cartón) se esfuma automáticamente al escuchar que alguien en otra mesa lo canta. Snyder advertía que cuando no podemos consumar un deseo, en una primera instancia sentimos frustración. Pero si los obstáculos persisten a largo plazo, corremos el riesgo de desarrollar una apatía generalizada. Una ausencia de propósito o de sentido: “¿Para qué voy a desear tal cosa si total no la voy a lograr?”.
El potencial de cumplir nuestras metas es esencial para desarrollar esperanza. Un buen ejemplo descansa en una de nuestras motivaciones fundamentales como humanos: la necesidad de vincularnos. Sería de esperar que las personas que no se sienten capaces de desarrollar relaciones cercanas sufran una desesperanza “de fondo”. Efectivamente, Snyder verificó que la soledad y un bajo nivel de esperanza están correlacionados. Las personas que se sienten solas suelen sentirse desesperanzadas, y viceversa.
Pero ahora viene la mejor parte. Y está asociada con esa palabrita que dije en el párrafo de arriba: ‘potencial’, que no es para nada menor. ¿Qué sucede si la imposibilidad de cumplir los objetivos no es un hecho, sino simplemente una suposición? Acá quedan al desnudo otros dos ingredientes fundamentales de la esperanza: la anticipación y las creencias.
¿Te acordás que una recompensa asegurada no te incentiva tanto como un “veremos-veremos”? Esto sucedía gracias a las áreas cerebrales que producen dopamina. En las vías de la dopamina se encuentran los lóbulos prefrontales, esos ejecutivos de tu cerebro que anticipan y evalúan posibles escenarios futuros. Sentir esperanza sería resultado de que tu mente evaluó una meta y anticipó que probablemente la vas a alcanzar. Es decir, esperás que eso que te motiva tenga un desenlace favorable.
Esa anticipación nunca es ajena a tus creencias, o sea, anticipás según tu propio modelo de la realidad, tu versión de cómo funciona el mundo y vos en él. Así, hay creencias que promueven tus metas (como asumirte capaz de aprobar una materia), mientras hay otras creencias que las limitan (suponerte un desastre en el deporte y que nunca vas a ganar un torneo). ¿Cómo puede aparecer la esperanza tras una anticipación que pone barreras a tus objetivos? Quienes no se creen lo suficientemente afortunados para ganar o lo suficientemente agradables para relacionarse, quedarán desesperanzados de antemano. En casos como estos, la imposibilidad de cumplir los objetivos es absolutamente interna.
La esperanza, entonces, va de la mano con la convicción: esa certeza interna absoluta de que vas a lograr lo que querés, de que se van a dar las condiciones ideales para que aparezca lo que te hace bien y se satisfagan tus deseos. Cualquier anticipación con semejante modelo de la realidad va a llegar al buen puerto de la esperanza.
Esto nos permite finalmente volver a los niños. Pareciera ser que los chicos están llenos de esperanza, desbordan de expectativas positivas, irradian optimismo. Sueñan con ser astronautas, estrellas de cine, inventores, músicos y deportistas talentosos. Pero en el camino de adultos, muchos abandonan varios sueños, ¿por qué pasa esto?, ¿será que los chicos rebosan creencias promotoras? Sospecho que no se trata necesariamente de eso. Simplemente se trata de que los chicos no tienen el bagaje de creencias limitantes que vamos incorporando como condicionamientos a medida que sumamos experiencias en la vida. Ya lo decía el magnífico autor de El principito, Antoine de Saint-Exupéry: “La perfección se alcanza, no cuando no hay nada más que añadir, sino cuando ya no queda nada más que quitar”. Esa debe ser la razón por la cual en los niños la esperanza es perfecta: no anticipan limitaciones como los adultos. A nosotros los grandes nos vendría bien quitarnos condicionamientos mentales absurdos.
De cualquier manera, por más que la vida te golpee, la emoción de la esperanza sigue apareciendo una y otra vez. Tali Sharot, una joven psicóloga salida de la Universidad de Tel Aviv en Israel, alcanzó tapa en la prestigiosa revista estadounidense Time con sus investigaciones científicas sobre el optimismo. Sharot se pregunta si no será que el funcionamiento de nuestros cerebros está por naturaleza inclinado para ver-el-vaso-medio-lleno. Los estudios sugieren que la gran mayoría de las personas somos más optimistas que realistas.
Tomá la evidencia de la cruda realidad. Actualmente en la Argentina, uno de cada tres matrimonios termina en divorcio. En Estados Unidos esa cifra llega casi a uno de cada dos… Números que dan escalofríos. Sin embargo, las parejas se siguen casando. Economistas en la prestigiosa Universidad de Duke descubrieron que las personas más optimistas, si bien no tienden a divorciarse menos, sí son más propensas a volver a casarse. Como diría un poeta inglés de hace algunos siglos, esto claramente habla del “triunfo de la esperanza sobre la experiencia”.
A menos que tengas una depresión moderada o severa, siempre que se te pida que imagines un acontecimiento personal del futuro —aunque sea hipotético— se te va a ocurrir algo positivo. Casi nadie responde a “Imaginá tu porvenir” con un “Voy a perder la billetera, voy a tener un accidente, un par de derrotas y un despido”. Y aún si eso aparece en la cabeza de alguien por culpa de las circunstancias, suele surgir junto a pensamientos focalizados sobre cómo superarlo.
Un moderno planteo de la psicología evolutiva dice que la esperanza y el optimismo deben de haber evolucionado gracias a que, en promedio, incrementan las probabilidades de supervivencia. Sin esperanza ni optimismo nuestros ancestros tal vez ni se hubieran animado a investigar más allá de lo conocido. La anticipación de alternativas beneficiosas y la tendencia a creer que podemos alcanzarlas nos lleva a progresar, nos motiva a perseguir nuestras metas.
Este planteo está respaldado por investigaciones, como una que muestra que los optimistas viven más tiempo y con más salud. No, no se trata de magia, sino de cómo la emoción de la esperanza nos lleva a tomar decisiones diferentes en lo cotidiano. Esta investigación convocó a pacientes con problemas cardíacos: son los que tienen la convicción de que van a mejorar quienes toman religiosamente sus vitaminas, hacen dietas bajas en grasas y también ejercicios. Consecuentemente, reducen su riesgo coronario. Mientras tanto, los no-optimistas se saltean la toma de sus pastillas, no le prestan atención a los hábitos saludables, etcétera. Por otro lado, la esperanza reduce los efectos negativos del estrés sobre la salud. ¿Por qué? Las anticipaciones de la esperanza moderan las anticipaciones negativas, como las preocupaciones, que constituyen factores estresantes psicológicos.
Ahora que tenés una somera noción de los ingredientes de la esperanza y de sus efectos, ¿qué esperás para propiciarla? Ahora que sabés que el optimismo es un recurso humano que te favorece actitud tras actitud, ¿qué esperás para estimularlo? El mundo será cada día mejor para todos si, conociendo el funcionamiento de las emociones positivas, las fomentamos y replicamos lo más frecuentemente posible. Para lograrlo debemos manejar las emociones como adultos, pero también —curiosamente— tal vez tengamos que dar rienda suelta a cierta pureza emocional que tuvimos cuando éramos niños.
¿Qué harías si supieras que no vas a fracasar? ¿Qué batalla de cuchara librarías sabiendo que vas a hacerte más fuerte…, a quién le darías tu afecto sin importar el rechazo?
¿Qué vas a ser cuando seas grande?
Anexo: 10 ideas para encender un debate
Sentate con tus amigos y, juntos, denle un par de vueltas a estas preguntas:
1. ¿Está bien experimentar con bebés para reconocer el funcionamiento más profundo de nuestras emociones? ¿Hasta qué punto? (¿Y está bien experimentar con crías de otros animales hasta un punto más extremo?).
2. Habrás visto que los chicos repiten las cosas que dicen los grandes. Sabiendo que las neuronas espejo nos estimulan a imitar, ¿cuánto pueden condicionarnos de chicos las reacciones emocionales de los adultos alrededor?
3. Ahora que conocés sobre el apego, la oxitocina y los factores de crecimiento, ¿puede estudiarse todo el amor científicamente? ¿O hay aspectos que no?
4. ¿Cómo podemos contribuir a que los ‘programas afectivos’ de los niños se desarrollen de manera más sana en las próximas generaciones?
5. ¿Un logro personal te hace sentir realizado si no hay nadie que te lo reconozca?
6. ¿Qué priorizás: la necesidad de eficacia y logro, o la necesidad de afiliación? ¿Qué te parece que sucede en un ejecutivo codicioso? ¿Y en una persona muy celosa y dependiente de su pareja?
7. ¿Te distanciaste alguna vez de un(a) amigo(a) porque se pusieron a competir en algo?
8. ¿Conocés a alguien que se haya casado varias veces? Además de dinero, ¿será que tiene más optimismo por dentro? ¿O es que no puede vivir en soledad?
9. Ahora que sabés que tenés algunas creencias limitantes, ¿qué esperanzas perdiste a lo largo de los últimos años?, ¿por qué?
10. ¿Habrá alguna diferencia entre la forma de procesar del cerebro de alguien que nunca intenta nada y la de alguien que lucha y emprende una y otra vez? Si la hubiera, ¿sería congénita (como la belleza de quienes nacen más agraciados estéticamente) o podría aprenderse?