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De lo personal a lo social
Emociones Sociedad NO Anónima
Durante gran parte del siglo xx los intentos de explorar nuestras interacciones sociales fueron dominados por una visión muy racionalista asociada a la economía moderna. Parodiando el viejo y querido término homo sapiens, se llegó a sugerir que nos comportamos cual homo economicus: las personas se suponían máquinas obsesionadas por cumplir sus objetivos bien definidos, por maximizar los resultados y optimizar sus decisiones. Para colmo, a efectos de estudiar la cooperación y el conflicto entre las personas, se desarrollaron modelos matemáticos que consideraban a las personas frías y calculadoras, relacionándose entre sí según las utilidades que obtuviera cada una.
Hubo varios equívocos en eso. Para empezar, no siempre sabemos definidamente qué queremos (a veces, además, nos invade la ansiedad del “no sé lo que quiero, ¡pero lo quiero ya!”). Y aún si lo sabemos, agarrate Catalina, porque puede sobrevenir un conflicto interno típico: nuestros deseos inmediatos frente a nuestros intereses de largo plazo (¡y al diablo con la dieta!). Otro problema es que a la hora de tomar cualquier decisión estamos lejos de optimizar: no disponemos de toda la información que nos gustaría y debemos contentarnos con las migajas que sepamos a cada momento (algo que Herbert Simon, premio Nobel en economía, llamó racionalidad limitada). Tal vez el error garrafal en aquella visión radicó en ignorar que las personas somos seres con emociones.
Actualmente, por fortuna, antropólogos, sociólogos y psicólogos contribuyen con una postura más humanista. Descubrimientos como las neuronas espejo y los fundamentos de la empatía están transformando a la propia economía, la cual recientemente incorporó a las emociones como elementos esenciales de nuestras interacciones. (La cultura del regalo, por ejemplo, es un abordaje novedoso en las ciencias económicas).
El ya desaparecido psicólogo norteamericano David McClelland, famoso por profundizar en la motivación humana, popularizó un término que resultó sumamente influyente: necesidad de afiliación. Y no se refería a afiliarse a un club. McClelland quería decir que vivimos ávidos de pertenencia, de aceptación de los demás. La oxitocina segregada en el capítulo anterior es una de las actrices protagónicas para semejante motivación. Son muchas menos las veces que nos vinculamos para satisfacer un interés económico, y muchas más las que nos vinculamos porque deseamos, justamente, vincularnos. Para explicarlo de una manera medio paradójica: todos tenemos el mismo interés de relacionarnos, y ser muy egoístas en este objetivo termina por beneficiarnos colectivamente.
La forma en que nos relacionamos no es anónima. Situación tras situación, la otra persona tiene relevancia. Cada interacción es fuente de emociones sociales. Las personas pueden detonar nuestras experiencias emocionales más positivas, pero también las más feas.
No te daré la oportunidad de rechazarme
Los periodistas lo hicieron conocido como “el laboratorio del amor”. Es donde atiende John Gottman, un psicólogo de la Universidad de Washington que desde la década de los ochenta trata a más de tres mil matrimonios. Pero, ¿por qué laboratorio?, ¿hay algo más que terapia ahí dentro? Sí, hay matemática. Gottman es muy particular, porque además de su título en psicología, tiene un diploma en matemática del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), y mezcla ambas disciplinas de manera original. Se encarga de recopilar información emocional detallada de las parejas que acuden a él. Les mide con electrodos la frecuencia cardíaca, y con otros dispositivos la temperatura de la piel y la cantidad de sudor. Debajo de las sillas pone un sensor de movimiento que registra el cambio de posición de cada uno, enciende un par de cámaras que filman implacablemente y las deja solas durante quince minutos mientras las parejas discuten un tema puntual.
Gottman desarrolló un sistema de codificación con veinte categorías, que corresponden a las emociones que expresa un matrimonio en el transcurso de una conversación típica. Lo denominó SPAFF (del inglés specific affect, afecto específico). En él, cada categoría emocional lleva un número. Cuando sus colaboradores trabajan sobre los videos filmados, los transcriben segundo por segundo a una secuencia de esos números, según la emoción que esté expresando cada integrante de la pareja. Por ejemplo, 7-7-14-14-10-11-11 significa que en siete segundos uno de ellos pasó de estar enojado a una emoción neutral, luego se puso fugazmente a la defensiva y finalmente empezó a quejarse. Los videos de quince minutos se transforman así en codificaciones de 900 números para cada miembro del matrimonio; un total de 1800 números emparejados (¡faaaaa, qué friolera!). El sistema de Gottman no solo tiene en cuenta lo que las parejas dicen y su tono, sino también sus gestos: se respalda sobre aquel método de Paul Ekman, que explicamos en el capítulo 2, de configuraciones faciales y microexpresiones.
Combinando su SPAFF con las métricas de los sensores, Gottman declaró en 1998 que puede predecir, con una tasa de precisión del 90%, qué parejas recién casadas van a permanecer en matrimonio y cuáles van a divorciarse al cabo de 4 a 6 años. (¡Y por tan solo observarlas esos quince minutos!) Gottman dice que toda relación de pareja tiene un patrón identificable, y es gracias a ese patrón que puede pronosticarse el divorcio o la felicidad a largo plazo. Lo que suele pasar en las parejas que fracasan es que cuando uno de ellos pide reconocimiento, el otro no se lo da. Ni una muestra de apoyo. Eso termina llevando al primero a una permanente actitud defensiva.
Pero el epicentro del terremoto, según este psicólogo matemático, es en realidad el desdén (el famoso “andá a lavar los platos”). Los desprecios son las señales más claras de que una pareja está en peligro, mucho peores que la crítica o la acusación. El desdén es la conducta que hace más daño, puede incluir un insulto, pero no necesariamente, con un gesto desmerecedor alcanza. En general, se trata de que un miembro de la pareja pone al otro en un plano inferior. Gottman explica que el desdén puede, incluso, predecir enfermedades. El desprecio de alguien cercano resulta tan duro que puede repercutir en nuestro sistema inmunológico.
El rechazo duele, no caben dudas. Admitiendo que todos tenemos necesidad de afiliación, ese dolor cae de maduro. Y dependiendo del valor que el otro tenga en tu vida, te importa muchísimo lo que piense de vos. Quienes estudian unos simios llamados bonobos, como el primatólogo Frans de Waal que presenté en el segundo capítulo, son testigos de que el dolor del rechazo se aprecia incluso en nuestros parientes evolutivos. Cuando una hembra de jerarquía no se deja acicalar por otra de menor rango o no le comparte comida, la segunda puede sufrir tanto que cae vomitando a los pies de su superiora. Tal vez porque el rechazo duele tanto es que nosotros, los seres humanos, preventivamente despreciamos primero, en muchos casos, antes de que nos hagan doler.
Algunos investigadores descubrieron que los médicos que te disgustan y te caen mal no son los que se equivocan al prescribirte recetas o los que no son buenos para curarte, sino más bien los que te tratan sin afecto y de manera despersonalizada. Los mozos que no se ganan tu propina no son los que se mandan alguna macana, se equivocan el plato o traen agua sin gas cuando le habías pedido con gas; son en realidad los que te atienden con desgano, los que no te prestan atención o te tratan mal.
El propio Gottman experimenta el rechazo, porque hay algunos detractores que no aprueban su trabajo. Argumentan que a su estudio de 1998 le faltan bases científicas. Lo que pasa es que, luego de medir meticulosamente las variables de bastantes recién casados, Gottman no los dividió a priori (de antemano) en dos grupos —los que van a seguir juntos frente a los que se van a separar— para chequear seis años después si sus predicciones fueron acertadas. Lo que en realidad hizo fue: medir, esperar seis años, averiguar su estado marital después, y recién a posteriori desarrollar un modelo que relacione las variables antaño registradas con el estado civil posterior, buscando la mayor tasa de precisión posible. Así, Gottman obtuvo una ecuación que no exactamente predice el futuro, sino que correlaciona los datos ya conocidos de la manera más fuerte posible.
Por supuesto que desarrollar semejantes fórmulas es un primer paso muy valioso para poder encontrar un modelo predictivo. Pero según los objetores, está faltando el segundo paso esencial en el método científico: aplicar la ecuación a una muestra nueva para verificar si realmente funciona. Ahí es que verdaderamente podrá conocerse si la “tasa de precisión del 90%” arroja falsos positivos (matrimonios que según la fórmula se iban a separar, pero que en realidad finalmente no lo hacen) o falsos negativos (matrimonios que la fórmula no identificó, pero que finalmente se divorciaron sin vivir felices ni comer perdices).
De cualquier forma, Gottman, sin duda, hizo enormes contribuciones al estudio de las parejas en base a su manera emocional de relacionarse. No se limitó mediante un cuestionario a preguntarles a las personas cómo pelean o resuelven sus rencillas (métodos como los cuestionarios dejan mucho que desear, ya que las respuestas pueden distorsionarse enormemente o, peor aún —y a sabiendas de que nuestros procesos emocionales involucran pasos fuera de la consciencia—, las personas puede no saber a ciencia cierta qué les está pasando). En lugar de eso, Gottman analizó a las parejas en acción, literalmente. Incluso llegó a escribir un libro, junto con sus colaboradores, llamado Las matemáticas del matrimonio. ¿Cómo le caerá que los objetores lo cuestionen en su método? Podés predecir —no sé si con un 90%, pero igual— que el rechazo seguramente no le gusta nada.
De hecho, la ciencia está hecha por personas, y muchas disputas científicas suceden por desprecios y descalificaciones en vez de suceder por la precisión de los modelos que cada uno emplea. A veces, algunos científicos intentan ridiculizar a otros y dañar su reputación. Desdén, diría Gottman.
Sí, en el dolor del desprecio encontramos un patrón de relacionamiento social, pero… todavía no te respondí por qué duele ser rechazados. ¿Qué circuito llevamos por dentro que detona semejante respuesta emocional? Véalo a continuación por CCA (no, no es un canal de cable sino la Corteza Cingulada Anterior).
No hay mayor fiera que el que ingrato sea
La cosa es así: te asignan un muñequito en un videojuego muy simple, que solo se trata de pasarse una pelota entre tres. No hay complejidad, ni puntos para ganar, ni habilidades que desarrollar, porque lo único que hay que hacer es decidir si le pasás la pelota a uno o al otro. Vos sos el de abajo al medio.
Representación del aspecto del jueguito pasarse-la-pelota (de Eisenberger y Lieberman).
En las primeras rondas la pelota va típicamente en triángulo, de aquí para allí, hacia allá y de vuelta. Pero de repente, los dos muñequitos de arriba te excluyen. Dejan de lanzarte la bola y se la pasan solo entre ellos dos. Vos quedás como el gallo Claudio, mirando cómo se divierten los demás. Grrrr…
Este es el juego de computadora que emplearon Naomi Eisenberger y Matthew Lieberman, ambos de la UCLA —Universidad de California en Los Ángeles—. Siendo una joven psicobióloga, Naomi conoció a Matthew hace unos diez años, más o menos, cuando ella estaba trabajando en su doctorado de psicología social y se terminaron casando. Naomi y Matthew siguen siendo jóvenes, tienen un hijo y colaboran juntos en el Laboratorio de Neurociencia Social-Cognitiva de la universidad. Ya sé lo que estás pensando, que son carne para los estudios matemáticos de Gottman sobre el matrimonio. Apuesto igualmente, sin métricas, que van a seguir unidos, ya que son parte de un equipo más numeroso de jóvenes científicos que parecen llevarse muy bien, por las fotos que subieron en la página de su “Labo” (me causó entusiasmo verlas en www.scn.ucla.edu/people.html). ¡Qué mejor ejemplo del empuje de la ciencia contemporánea! ¡Y qué mejor ejemplo de que los científicos son personas con emociones!
¿Para qué recurrieron Eisenberger y Lieberman al videojuego? Porque querían ver qué le pasa a nuestro cerebro cuando nos sentimos rechazados. Trabajaron con esa técnica de neuroimagen que ya conocés desde el segundo capítulo, la fMRI (resonancia magnética funcional), que muestra cuáles áreas cerebrales son las que más se activan. Con los voluntarios acostados en semejantes aparatos no había posibilidad de hacerlos participar en peloteos auténticos, así que un “lanza-la-bola-chico” virtual fue la mejor alternativa.
A los voluntarios, con el cerebro sanito y en perfecto estado, les dijeron que el estudio tenía que ver con otra cosa: con coordinar varias máquinas de resonancia magnética para un procedimiento llamado hiperescaneo. El hiperescaneo existe en serio, aunque este no era el caso, e involucra hacerles fMRIs a varios sujetos al mismo tiempo para ver cómo responden sus neuronas durante una actividad coordinada entre sí. Les dijeron que había otros dos individuos conectados al jueguito vía Internet, desde otros laboratorios. La verdad era que no existían ni otros individuos ni otras máquinas funcionando al unísono. El jueguito pasarse-la-pelota tenía realmente solo un jugador: el voluntario engañado. Los otros dos muñequitos que se pasaban la bola no eran más que la propia computadora.
El escaneo sucedió tanto mientras se jugaban las primeras rondas (inclusión), como cuando los sujetos habían quedado excluidos explícitamente. El primer trabajo de Eisenberger y Lieberman fue comparar las diferencias de iluminación cerebral entre un momento y el otro. Encontraron que la mayor activación durante la exclusión y el rechazo sucede en una región llamada CCA (corteza cingulada anterior). Además, inmediatamente después de terminado el segundo escaneo, cada voluntario debía completar un cuestionario acerca de cuán afligido se había sentido por no haber recibido más pasecitos. Me duele mucho, poquito o nada.
He aquí un buen método de validación de los subjetivos cuestionarios: para cada participante, Naomi, Matthew y sus colaboradores cruzaron los datos. Es decir, trazaron un diagrama de dos ejes (en el horizontal: el grado de actividad de la CCA; en el vertical: la declaración de incomodidad) y dibujaron un puntito para cada persona. Luego, aplicaron un recurso matemático llamado regresión lineal. Este procedimiento estadístico es sencillo. Se trata de regresar a partir de los puntitos a una supuesta recta imaginaria sobre la cual pudieran ubicarse. Una vez hallada matemáticamente esa recta, el coeficiente de correlación r indica numéricamente cuánto se apartan los puntitos de ella. Si r fuera igual a 1, significaría que entre las variables X e Y hay una simple y perfecta relación lineal: todos los puntitos caen sobre la recta misma. Si r diera 0, es que las variables son totalmente independientes, no tienen nada que ver. Ahora bien, en la práctica los valores de r oscilan. Cuanto más cerca de 1 dé, los puntitos se acercan más a la recta imaginaria. (En la sección anterior te hablé de la tasa de precisión de la fórmula de Gottman; me refería justamente a un coeficiente de correlación r como este, solo que su modelo matemático no era lineal sino mucho más complejo). Para este caso, el equipo de científicos obtuvo un r = 0,88. Lo que significa una correlación muy fuerte.
A mayor actividad de la CCA, mayor sensación de exclusión y rechazo. Esto sugiere que en la CCA se asientan los circuitos del dolor emocional.
Hasta acá, todo muy lindo. Pero… ¿qué carancho es la CCA? Quienes investigan los mecanismos del dolor físico en nuestro cuerpo saben desde hace tiempo que una experiencia dolorosa puede dividirse en dos procesos diferentes. Cuando te martillás un dedo, por ejemplo, por un lado está el procesamiento sensorial de las terminales nerviosas, y por otro lado está la sensación consciente de desagrado y disgusto. Este segundo proceso, ver las estrellas, tiene a la corteza cingulada anterior como protagonista. La CCA contribuye, derechito y sin anestesia —nunca mejor dicho—, a hacerte sentir el dolor físico.
Esquema de corte del cerebro por la mitad donde se observa la ubicación de la CCA (corteza cingulada anterior). He aquí un recurso compartido entre el dolor físico y el dolor emocional por rechazo.
Si la misma CCA del dolor físico es la que te hace sentir dolor emocional, las implicancias de este solapamiento son fascinantes. Tener el corazón partío o una tristeza desgarradora son expresiones con fundamento, ya que el rechazo social puede verdaderamente ser doloroso al utilizar los mismos sustratos cerebrales de la aflicción corporal. Cuando a un chico nerd no lo eligen para el equipo de fútbol y lo dejan como último orejón del tarro, su CCA se enciende como una lamparita. Cuando en una pelea de pareja uno le dice al otro que es el tipo de persona que se va a quedar sola en la vida, también. (Y ni hablar si además le tira con un cenicero por la cabeza, como una famosa actriz y presentadora de la TV argentina).
Eisenberger y Lieberman sugieren que la CCA fue ex-aptada evolutivamente hablando. ¿Recordás las primeras páginas del capítulo 3? Un circuito cerebral ex-aptado es el que antes servía a una función particular (dolor físico) y ahora también resulta apto para un nuevo uso (dolor emocional). Para entender cómo pasó esto con la CCA, tenés que retrotraerte a aquellas épocas súper pre-históricas en las que aún no éramos del todo humanos y, como los simios de ahora, vivíamos en manadas.
Las crías de los mamíferos necesitan de un cuidado maternal cercano y prolongado para ser protegidas y nutridas, que es incluso más crítico para el caso de los primates. Tanto así que la oxitocina, expuesta en el capítulo anterior, promueve este cuidado intensamente. En un ambiente salvaje como el de nuestro recontra-ultra-tátara-abuelo homínido, alejarse de los adultos podía exponer a las crías directamente a depredadores. En realidad, a cualquier edad que nuestros ancestros quedaran aislados de la manada, podían transformarse rápidamente en bife de lomo para los leones. En este sentido, la unión siempre hizo la fuerza. Ser excluidos era prácticamente una sentencia de muerte. De esta manera, la CCA vendría a haberse sensibilizado para el dolor ante la separación social. Algo así como un sistema de alarma adaptativo. Tanto una distancia real como una potencial separación terminaron detonando experiencias estresantes, que llevarían a nuestros antepasados a querer restablecer inmediatamente los vínculos de contención y seguridad. Harían de todo para agradar de nuevo, llamar la atención y que no dejen de tenerlos en cuenta en el grupo.
Claro, en un entorno como el de hoy en día, semejante mecanismo se nos activa en infinidad de ocasiones que no le llegan ni a los talones al riesgo de antaño. Por eso a veces llegamos a sentirnos tan mal por cosas insignificantes, como que fulano o mengana no nos mandó hoy el mensaje de texto de los buenos días. De hecho, eso que llamamos autoestima (tan intangible como influyente en nuestra forma de relacionarnos y en nuestro éxito social) podría estar construida alrededor de la CCA. Y ser una medida del grado en que nos sentimos incluidos o rechazados por los demás.
Más vale mal acompañado que solo
Sí, ya sé. El dicho es al revés. Pero con mecanismos como el que vimos recién, este es verdaderamente el refrán que obedece nuestro cerebro, hambriento por vincularnos. Y aunque algunas relaciones no nos hagan tan bien que digamos, a veces la seguimos y la seguimos hasta el cansancio. Al fin y al cabo, somos seres sociales. Somos una especie obligadamente gregaria; o sea, que no podemos vivir en soledad.
Este es el aspecto de nuestra naturaleza que John Cacioppo captó a la perfección. Pero antes de presentar a Cacioppo, vale la pena que aclare algo: unas páginas atrás, cuando mencioné el “Labo” de Eisenberger y Lieberman, hablé de neurociencia social y nadie me dijo nada… Ahhhh, ¿ahora me preguntás? Bueno, la neurociencia social es otro de estos campos novedosos, relacionado estrechamente con la neurociencia afectiva. Presta especial atención a cómo el cerebro interviene en las interacciones sociales. A Cacioppo, justamente, se lo considera uno de los padres de este campo. Director del Centro de Neurociencia Cognitiva y Social de la Universidad de Chicago, Cacioppo viene investigando la neurociencia de las experiencias de soledad. De hecho, a fines de diciembre de 2011, estuvo por primera vez en la Argentina gracias a la primera conferencia de la división latinoamericana de la Sociedad para la Neurociencia Social. Un evento que reunió a expertos mundiales en el rubro.
Lo importante para el ser humano, dice Cacioppo, no es estar rodeado de la mayor cantidad de gente posible. Eso de caminar por la calle Florida en hora pico o tener quinientos amigos en las redes sociales no resuelve la sensación de soledad, ni hace la felicidad. Lo esencial es sentir que hay otros en los cuales uno puede confiar y con quienes conectarse verdaderamente. Los investigadores identificaron que cuando se nos pregunta “¿quién sos?” no solo respondemos con características individuales y propias (economista, exigente, etcétera), sino que también mencionamos nuestras relaciones. Nos definimos en función de los demás, como “la mamá de sultanito”, “el marido de rosita”, “gerente de tal área”, y demás. Los roles también abarcan pertenencias más amplias siempre que sean significativas, como la ciudad de donde venimos o de qué cuadro somos.
Somos tan sociales que la expresión de una emoción depende más del contexto en el que estamos inmersos que de nuestro estado interno. Acompañados, por ejemplo, expresamos nuestras emociones más intensamente. Esto se llama efecto de la audiencia. Para ilustrar, al ver la tele con otras personas, te reís más expresivamente que si la ves a solas. Cuando jugás al bowling y acabás de voltear todos los palos, no sonreís al comprobar la buena jugada mirando al final de la pista, sino recién al girar la cabeza hacia los que estén con vos. Hacé la prueba: andá al shopping que tiene bowling y fijate.
Tal es nuestra hambre de conexión que cuando no estamos interactuando en vivo y en directo formamos lo que se ha dado en llamar relaciones parasociales (para- es un prefijo que significa ‘al margen de’): nos vinculamos con mascotas o nos vinculamos con gente a través de Internet. Bueno, de ahí viene parte del éxito de las redes sociales. Cacioppo demostró que la soledad, la tan temida soledad, puede provocar que personifiquemos plantas u objetos inanimados, que hablemos solos, e incluso que nos pongamos supersticiosos (como cuando carecemos de la sensación de seguridad). Probablemente el ejemplo por excelencia sea el de la película Náufrago con Tom Hanks. Por culpa del aislamiento, Hanks terminaba haciéndose amigo de la pelota de vóley… ¡Wilsoooon! (Todavía no entiendo por qué la pelota no se llevó el Oscar aquel año).
Hablando de Wilsons, el sensacional biólogo Edward O. Wilson, dos veces ganador del renombrado premio Pulitzer, sostiene que todos necesitamos pertenecer a alguna tribu. La expulsión de un grupo de pertenencia puede ser devastadora para la estabilidad emocional de una persona. Ser excomulgado o desterrado han representado históricamente castigos sociales de los más severos (ser desheredado también, especialmente si tu papá es uno de los Rockefellers). El confinamiento en solitario o el exilio son situaciones que sumen a las personas en angustias muy profundas. Todos buscamos un propósito mayor a nosotros mismos, por eso el aislamiento social le quita sentido a nuestras vidas.
Sobre la moral y la injusticia
Mucha predisposición para los vínculos, mucha apertura para la afiliación, bla bla bla, pero tampoco es cuestión de que aceptemos una relación a cualquier precio. Los actos de los demás a veces nos resultan inapropiados y no nos gustan nada. Así que, ya que no somos carmelitas descalzas, nos viene bronca y se lo hacemos saber. ¿Pero cómo es que funciona esta experiencia interna de me-molesta-cuando-el-otro-hace-algo-mal? Y ya que viene al caso, ¿qué significa ‘mal’?, ¿quién lo define? Como te conté en el capítulo 3, las personas tenemos muchas oportunidades para relacionarnos una y otra vez, por eso la evolución encontró en las emociones el soporte ideal para promover la cooperación. De hecho, la evolución encontró una manera infalible para que identifiquemos cuándo el otro está haciendo algo que no suma al bienestar de todos: la sensación de injusticia.
Sí, damas y caballeros, así es. Razonar no es la única forma de definir qué es justo y qué no: la noción de injusticia parece estar sustentada en una emoción universal. En una sensación inconfundible de fastidio ante el ventajismo. Te pone de mal humor por naturaleza que abusen de tu buena fe (que “se aprovechen de tu nobleza”, como decía el Chapulín Colorado). Mediante varios experimentos en personas y animales, la ciencia está aportando pruebas de que la moral tiene fundamentos emocionales. “No hagas lo que no te gusta que te hagan” no es una inspiración solo racional.
Una prueba de fuego es el Juego del ultimátum. Si en condiciones normales nuestras emociones funcionan así porque hay innumerables oportunidades de interactuar, habría que ver qué sucede cuando solo tenemos una chance. El propósito de este juego, precisamente, es limitar el relacionamiento a una sola vez entre personas completamente desconocidas. El asunto es como sigue: hay solo dos participantes. Uno es el oferente, que recibe una suma de dinero (100 pesos, por ejemplo) de parte de los coordinadores del experimento. Las reglas dicen que el oferente debe repartir este dinero —dividiéndolo como quiera— con el segundo participante, el receptor. Este otro jugador puede tomar el monto ofrecido y así cada uno se va con su parte; pero también puede optar por dejarlo. En este último caso, si lo deja, ambos terminan sin nada: cero pesos. Cualquiera sea la elección del receptor, tomarlo o dejarlo, ahí se acaba el juego (game over).
Suponiendo teóricamente que las personas fueran del tipo homo economicus, frías y calculadoras, el oferente intentaría siempre quedarse con casi todo, mientras que el receptor aceptaría cualquier migaja que le dejasen. En los verdaderos experimentos, sin embargo, el oferente tiende a dividir el monto a la mitad (50/50) o casi (60 pesos para mí y 40 para vos); y el receptor no se conforma si recibe menos que eso (aunque rechazar un 70/30, por ejemplo, deje sin nada a ambos). Aún en una sola interacción y entre perfectos extraños, la gente prefiere quedarse sin nada con tal de que el tacaño “tenga su merecido”. La gente sacrifica un beneficio propio a cambio de no ser menospreciada. Esto tendría sentido ‘racional’ si se jugaran varias rondas y el oferente tuviera nuevas oportunidades, ya que aprendería a contribuir gracias a la actitud del receptor. Pero sucede igual cuando es por única vez.
Es que, en realidad, la emoción domina nuestra toma de decisiones. Nos da bronca la injusticia. Otro factor esencial de la naturaleza humana que no puede ignorarse. Cuando una propuesta es muy tacaña, el receptor se enoja instintivamente. Este tipo de reacción es tan básica que resulta recontra predecible. La gente puede anticipar semejante enojo, y por eso es que los oferentes hacen de antemano una división lo suficientemente generosa para que se acepte (la mayoría de las veces no suelen pasarse de un 60/40, y si se atreven a una desproporción abismal —como 90/10— pocos son los que aceptan). Miremos justamente qué es lo que sucede en una variante del juego anterior, llamada el Juego del dictador. En esta otra versión, el receptor debe aceptar la repartija sin chistar, le toque lo que le toque. Como el oferente no tiene de qué preocuparse (puede repartir lo que quiera, que no tendrá represalias y saldrá impune) la división desproporcionada es más habitual.
Saliendo del juego y pasando a la vida cotidiana, es fácil ver que en cualquier interacción social, la experiencia interna (a) de disgusto de un receptor es la que lo lleva a comportarse (b) de manera que le quede claro al oferente que “así no, señorito… Lo que usté hizo no está bien”. Los economistas austríacos Ernst Fehr y Simon Gächter proponen que esta experiencia interna (a) a la larga estimula más aún la cooperación en los seres humanos, porque el comportamiento (b) que genera es el de bancarse un costo personal para que el otro corrija su actitud. Fehr y Gächter llaman castigo altruista a esta conducta. Como cuando un amiguito protesta si otro se lleva todos los caramelos, y a continuación se niega a seguir jugando con él (por más que por dentro se muera de ganas). Se terminó la diversión para ambos, pero el otro ve claramente lo que hizo mal. O cuando uno de los dos en una pareja se enojó, se empacó, y listo. ¡Hoy al cine no vamos!
La noción de lo equitativo aparentemente está “cableada” en nuestro cerebro. Esta afirmación sería más contundente todavía si pudiéramos hacer pruebas como las del ultimátum con antepasados, ¿no? Bueno, risas aparte, se hicieron cosas parecidas. En un experimento se pusieron dos chimpancés en jaulas, una al lado de la otra, y se los empezó a alimentar. A ambos se les daba comida aburrida, como un ramillete de hojas, y bue… tenían que comerlo. Pero de repente al segundo le empiezan a dar un manjar, un racimo de uvas de primera. Es ahí cuando el primero refunfuña y deja de aceptar las hojas. Lo más parecido a una huelga de hambre.
Experimento con chimpancés en el que participó nuestro primatólogo estrella (Frans de Waal). El primero rechaza el alimento. Los autores interpretan que así sucede porque lo asume injusto.
En otro experimento, también con chimpancés y en dos jaulas, se les puso una mesita con galletitas cerca. Pero para poder alcanzarla tenían que colaborar entre los dos, tirando cada uno de una cuerda. La mesita era pesada a propósito, así que debían hacer un cierto esfuerzo. Los animales se las ingeniaron igual. El truco del experimento es que, una vez que la mesa queda al lado de las jaulas, uno de los dos chimpancés se da cuenta de que él solo puede alcanzar una galletita, mientras el otro accede a seis. Como el chimpancé de la abundancia no comparte nada, después de ayudar un par de veces el que siempre sale perdiendo se niega a seguir esforzándose.
Evidentemente, lo que está mal es la inequidad: “¿Por qué me tiene que tocar a mí esta miseria si a vos te toca todo eso?” no solamente se nos cruza por la cabeza a las personas, sino también a otros primates. Llevamos la comparación incorporada. Y no solo como un mecanismo cognitivo y calculador, para contar plata o galletitas, sino también como un mecanismo de relacionamiento social, que genera sus buenas emociones.
¿Felicidad comparativa?
Si ¿qué procesos hacen a cada emoción? era una pregunta más fructífera que simplemente cuestionarnos qué es una emoción, así al tuntún genérico, entonces con la felicidad debería pasar lo mismo. En vez de preguntarnos “¿qué es la felicidad?” convendría estar revolviendo el cajón de nuestros mecanismos internos para ver cuáles de ellos contribuyen a la felicidad. Aparentemente, la comparación es uno de ellos.
El premio Nobel en economía Daniel Kahneman y su colaborador Amos Tversky nos dan un buen ejemplo tomado de la vida cotidiana. Cuando a fin de mes vas a buscar tu recibo de sueldo y ves que te aumentaron un 10% sin que lo esperaras, te ponés alegre. Capaz que hasta llamás a algún que otro familiar para contarle la buena noticia; pero si un rato después te enterás que a todos los demás les tocó un 20%, la alegría se te esfuma en un segundo. No, no te equivoques. No es el dinero lo que sube o baja tu nivel de felicidad. Acá hay algo más profundo.
Hace muchos años, cuando en la Argentina nacía Mario Kempes y Juan Manuel Fangio se mandaba otro de sus récords de velocidad, allá en Nueva York el psicólogo social Leon Festinger formulaba su teoría de la comparación social. Esta eminencia con nombre de felino explicaba que los mecanismos de comparación social actúan respecto de cualquier cualidad que podamos tener en común con otra gente: gordos, flacos, ricos, pobres, reconocidos, jóvenes, viejos… Pero particularmente, las personas preferimos compararnos con otras que sean similares y que estén a nuestro alcance. Por ejemplo: dentro de la propia categoría social, o en una edad parecida, o de la misma profesión. Perdemos dimensión de lo que no pertenece a nuestro círculo.
Con seguridad, esa es la razón por la que no sufrís al saber que algunos agraciados multimillonarios viven en Mónaco, pero te pone mal que otro hijo de vecino en la oficina de al lado se lleve el doble de sueldo que vos por hacer lo mismo. Con algunas chicas pasa algo semejante: no se amargan por reconocer que no tienen el cuerpo de una de esas famosas voluptuosas, sino que se entristecen cuando la compañera del gimnasio se ve un poco más atractiva que ellas.
Puede ser que la infelicidad surja cuando apreciamos una brecha, gracias a las comparaciones (intencionales o no) que nuestra mente hace permanentemente. Emociones sociales complejas como la vergüenza y la envidia también estarían fundamentadas en este mecanismo.
¿Será por las emociones que emanan de esta comparación social que a veces nos conformamos con lo que nos tocó vivir, mientras haya otros en las mismas condiciones? “Mal de muchos, consuelo…” de humanos, debería terminar el dicho. Porque como sociedad, a veces nos resignamos a que las cosas no mejoren, ya que lo que nos rodea anda en la misma.
Necesito mi espacio
Otra cosa que medimos muy bien es el espacio personal, y nos molesta cuando lo invaden. Por eso te fastidia tanto viajar en subtes, colectivos o trenes repletos. Vivimos en ciudades superpobladas como nunca antes se dio en el entorno natural, y nos encontramos con demasiados extraños por día. Uno tiene que ingeniárselas para conservar el propio espacio en lugares públicos. Mirá lo que pasa en los ascensores, por ejemplo (próxima imagen). Los psicólogos sociales descubrieron que la gente se para según reglas no explícitas, que ni siquiera son conscientes pero que funcionan la mayoría de las veces.
Aparentemente, esta necesidad por el espacio personal, y la incomodidad que viene cuando se invade, se arrastran desde tiempos inmemoriales. La mayoría de los animales mantienen una distancia entre sí más o menos precisa y característica de su especie, que los biólogos sociales denominan distancia individual. Si los experimentadores ponen a varios animales todos juntos para una prueba, rápidamente se esparcen por el ambiente que tengan disponible hasta alcanzar su distancia individual. Cuando se fuerza a los monos Rhesus a la proximidad anormal de una jaula, después pasan largas horas escondiéndose el uno del otro atrás de cualquier objeto que encuentren, o incluso mirando al suelo para evitar el contacto visual.
Una persona viajando tranquila en un ascensor se ubica donde quiere, probablemente en el centro. Cuando se sube una segunda, los dos se paran a una máxima distancia diagonal. Al entrar un tercero, tratan de mantener un triángulo virtual entre sí. Y así sucesivamente. Las parejas, amigos o familias que se suben juntos, ocupan apelotonaditos una de esas posiciones marcadas.
Es posible que la capacidad de abstracción de nuestra mente humana nos lleve a formar una versión invisible de semejante distancia individual. Todos ansiamos tanto conexión como libertad. Un delicado equilibrio entre pertenencia e individualidad. Queremos construir relaciones y al mismo tiempo mantener cierta distancia de las exigencias que esas mismas relaciones imponen. Un joven antropólogo de la Universidad de Kansas llamado Michael Wesch, que investiga los efectos de los nuevos medios de comunicación sobre las interacciones humanas, sugiere que otra razón del éxito de las redes sociales es que justamente conectan sin la restricción de comprometer.
Distancia individual de las palomas comunes. Podés ver cómo se paran en los cables de las calles, otro espacio tan poco natural para ellas como los ascensores para nosotros.
¡Ay, el aluvión de opiniones a favor y en contra que va a surgir! Qué complicado es investigar el plano social de las emociones… Surgen discusiones cuando los descubrimientos de cómo realmente somos no coinciden con cómo nos gustaría ser. Mejor pasemos a algo más inocente. En el capítulo siguiente vas a volver a ser chico por un rato.
Anexo: último test emocional para hacerle
a tus amigos
Emoróscopo de las emociones comparativas |
En desacuerdo (NO pienso así)
1 punto |
De acuerdo (así es como pienso y siento)
4 puntos |
(a) No corresponde que un colega en mi trabajo que hace exactamente lo mismo que yo cobre mucho más. | ||
(b) Es habitual que me mire en el reflejo de las vidrieras mientras voy caminando por la calle. | ||
(c) Antes de ir a un evento (fiesta de disfraces, casamiento, cena de trabajo) averiguo cómo van a ir vestidos los demás para no desentonar. No me gusta que todos me miren y pasar vergüenza. | ||
(d) Me indigna la injusticia: ver que hay criminales que salen impunes, o accidentes gratuitos que podrían haber sido evitados. | ||
(e) No me banco que en mi equipo haya preferidos. | ||
(f) Cuando estoy en una mala situación me consuela saber que no soy el único que está así. | ||
(g) Si siempre fui honesto con mi pareja, merezco que me trate bien y me diga la verdad. | ||
(h) Me pone re contento que mi cuadro (o mi país) gane. Me alegra el día. |
De 23 a 32 puntos
Muchas de estas afirmaciones deben de haberte sonado a sentido común. Especialmente a, d, g y h. Es que, efectivamente, los mecanismos de comparación sustentan innumerables experiencias emocionales de nuestra vida en sociedad. Y, consecuentemente, generan un cierto patrón en la forma que nos relacionamos. Por ejemplo, en cómo se calculan los sueldos en las empresas, en cómo se agrupan los trabajadores, en cómo se regulan las leyes, y en cómo se juegan competencias. Las situaciones que no son equitativas te resultan fuentes de emociones muy negativas, y más si sos vos el afectado.
20 puntos o menos
Una posibilidad es que seas capaz de distanciarte de las situaciones y adoptar la perspectiva de todas las partes, especulando cuáles pueden haber sido sus razones para actuar así.
De todos modos, es más probable que un par de afirmaciones te hayan parecido osadas, como la b y la f. Tené en cuenta que es perfectamente normal que sucedan. Algunas personas no querrían reconocer que internamente tienen ciertas experiencias emocionales. Pero vale la pena prestar atención a lo que sentís, para conocerte más. Si creés que las comparaciones son odiosas es porque precisamente te generan emociones y motivaciones que preferís evitar. Las emociones comparativas no son necesariamente malas: estimulan que uno pueda superarse si se advierte diferente a los demás o en inferioridad de condiciones, y nos ayudan a mantener la armonía en sociedad (como la vergüenza, que si funciona bien nos lleva a reconocer una situación inconveniente para uno). Por supuesto sí son malas cuando se provocan con mala intención, como cuando se pone a otro en una situación inferior con un insulto (“no servís para nada”), o se abusa de los estándares sociales (ejemplo, la exigencia de estar delgado y “sos una gorda”).