CAPITULO III
Ulla Mossby era delirante.
De excepción.
Única.
Diabólicamente sensual.
Toda fascinación.
Encanto.
Aullido al deseo.
Melodía al sexo.
Era delirante, sí.
Fascinante, también.
Durante la cena en Cagliari Felice la conversación entre ella y Logan no había tenido visos trascendentes.
Había sido el diálogo vacuo de dos personas que, en principio, pretenden conocerse.
Estudiarse.
Ambos se habían empeñado en estudiarse mutuamente, sí, y de ahí que su intervalo verbal hubiera sido incoloro, vulgar, para que el cerebro pudiera concentrarse por entero en la tarea de ahondar psicológicamente en el otro, pretendiendo llegar hasta el máximo en el abismo de sus intimidades.
Luego, habían paseado por las tranquilas y hasta sigilosas calles —a tal hora— de Dallas, el uno junto a la otra, colgada ella con cierta displicencia del brazo de él.
—Vivo aquí, en este bloque de apartamentos —había significado Ulla al caminar frente al 681 de la avenida del Día de Acción de Gracias.
Sidney, con aquel su encanto sui géneris de talante aniñado que solía reportarle pingües resultados con las féminas, que las cautivaba, había murmurado:
—Ahora es cuando debes invitarme a tomar una copa, la penúltima, en tu apartamento.
—Iba a hacerlo, gran hombre. Tenemos muchas cosas de que hablar todavía...
—¡Sí, claro, lo había olvidado! El Thelioscope-1...
—No pensaba ahora en el Thelioscope —había susurrado Ulla en tono casi de protesta, hacinando sus extraordinarios ojazos verdosos, esmeraldinos, en la esbelta y atlética figura de mitológica deidad sostenida por vigorosas piernas como lo era la del físico nuclear, con anchos y fornidos hombros en los que descansaba un cuello fuerte, ancho y limpio, pedestal de su cabeza de ensortijados cabellos rubios, como de oro puro, cegadores en su vivísimo amarillo, bajo los cuales se hallaban unas pupilas grandes y azules, tremendamente azules.
La mirada de la chica llegó a escupir fuego y en sus llamas, envolvió por completo la masculina arrogancia, la viril apostura, de aquel de quien decían que era «casi perfecto».
—¿Entonces?
—Es algo que no sé por qué razón me produce rubor confesarte. Y no es normal en mí, porque suelo ser muy sincera.
—Yo también te deseo, Ulla. No sé si es correcto largártelo así, pero es la realidad.
—Gracias, Sidney. Eso me permite decir que desde hace unos instantes necesito fervientemente amarte.
—Y yo, primero, necesito tomar esa penúltima copa.
—Subamos —había invitado ella, decisoria.
Ya en el coquetón apartamento, Sidney, mientras se dejaba caer con perezoso ademán y un suspiro en los labios encima del sofá que formaba parte del tresillo tapizado en escarlata que destacaba del demás mobiliario esparcido por el living, había susurrado:
—No me lo digas, muñeca... sé que necesitas ponerte cómoda.
—¿Habla la voz de la experiencia, casi perfecto? Estás, por lo que se intuye, harto acostumbrado a emotivas intimidades de esta índole, a este tipo de escenografías, ¿no?
El, había negado con la cabeza.
Puede que sin excesiva convicción, eso sí.
—No, no... No seas mal pensada, Ulla. Pero reconocerás que en estos casos suele ser lo tradicional que la chica se ponga cómoda, sexy, provocativa, que derrame en su nuca y tras las orejas un perfume embriagador de esos que trastornan los sentidos del hombre...
Ulla Mossby, dejándose ir sobre uno de los brazos del sofá se había inclinado hacia Logan ofreciendo, entreabierta, su boca madura, al tiempo que había pedido:
—Bésame, por favor. Bésame...
Aquel hombre del que se decía era «casi perfecto» por su nada común inteligencia y la utilización que de ella sabía hacer —hacía—, estaba haciendo a diario... Aquel hombre que en los últimos tiempos se había convertido en el cerebro conductor de un proyecto tan inverosímil como asombroso llamado a cambiar el curso de la humanidad... Aquel hombre que era grande no sólo por su envergadura, sino por el extraordinario caudal de su intelecto, ahora, se quedó pequeño, como sobrecogido, al sentir en los suyos el calor excitante, sensual, enloquecedor, que generaban los labios gordezuelos, sangrantes, de ella.
Los labios de fuego de Ulla Mossby.
Y creyó emborracharse de placer cuando comenzó a paladear el brebaje mágico, dulzón, deliciosamente emponzoñado, que destilaba aquella boca sin igual.
Aquella boca de locura.
Los párpados de Sidney Logan descendieron sobre los discos azulados, refulgentes, que eran sus ojos, igual que si de súbito le hubiera invadido un sopor fantástico seguido de alucinantes visiones que reflejaban, en sus pupilas entrecerradas, las paradisíacas imágenes de fértiles vergeles en los que sólo se practicaba el amor y la pasión.
Aquella serie de excepcionales percepciones duraron posiblemente muy pocos segundos —fracciones sólo, quizá—, pero dejaron en las retinas y la mente de Logan algo así como la huella indeleble de lo que había de ser la entrega cuando los brazos de Ulla le rodearan a uno y cuando su cuerpo volcánico, desnudo, se entregara sin reservas.
Ella, al fin, había retirado su boca de propiedades alucinógenas para murmurar al oído de Sidney:
—¿Una copa, mi vida?
—Primero... ponte cómoda.
Ulla, sin oponer el menor reparo, se había alejado pasillo arriba rumbo al dormitorio.
Despacio.
Muy despacio.
Con excitante lentitud.
Permitiendo que sus nalgas impactantes, plenas, rotaran como a cámara lenta dentro del blue jeans que las pellizcaba satisfecho de su privilegio. Que las oprimía y acariciaba orgulloso de su condición de premiére.
Dejando que su cintura se rompiera en gráciles quiebros para aumentar el relieve escultural de su geométrica figura, la pureza de sus líneas, la armonía que engarzaba, sincronizaba todos y cada uno de los miembros que formaban parte de su espectacular anatomía.
Hasta que había desaparecido de la trayectoria visual de Sidney Logan, cuyos ojos permanecían fijos en el cuerpo de Ulla, como hechizados, mientras que sus labios entreabiertos estaban componiendo una sigilosa y apocalíptica interjección.
Un calificativo admirable.
Un silencioso aplauso a la maravillosa multiplicidad de aquella hembra sin par.
Única, desde luego.