CAPITULO III
...¡DONG!
La última.
La que sumaba: 12
Porque hasta allí alcanzaba el eco de los aldabonazos metálicos que el Big Ben desgranaba en la lejanía brumosa de la noche londinense.
La que hacía doce, sí.
Que sonaba mucho más estridente que las once que la precedieron.
O que sobre el mágico y tétrico encanto del cementerio repercutía con mayor aspereza, rompiendo el denso y apiñado silencio, siniestro y enervante silencio, que se apretaba contra las sepulturas de aquel sector del Kensal Green Cemetery, en North Kensington.
Posiblemente no se trataba más que de una simple apreciación; mejor... de una distorsionada apreciación.
O quizá de una muy subjetiva apreciación por parte de quien estuviera dispuesto a admitir, a testificar incluso, que a los aledaños e interior de una necrópolis, las campanadas cobraban una dimensión distinta, un eco diferente, sobrecogedor.
Un eco que, como todos los ecos, eso sí, se extinguía al fin.
Como se extinguió el de la campanada número doce devolviendo al camposanto su riguroso silencio.
Dejando regresar aquel silencio retorcido en las negruras de la noche que acunaba el descanso eterno de los que habían retornado al polvo del que fueran creados.
Un silencio denso, absoluto, total, espeso... como tenía que ser el silencio del hogar de los no vivientes.
SILENCIO...
El que acababa de volver, tras el anuncio de la medianoche hecho por el Big Ben, al Kensal Green Cemetery.
Hasta que lo perturbaron unos golpes. Monótonos. Espaciados.
GOLPES...
Cuando el eco tétrico de uno de ellos, emulando los ecos dejados al aire, instantes atrás, por el reloj... se apagaba, surgían ramalazos de un viento inquietante y alucinado batiendo las copas de los cipreses, obligándoles ahora, de veras, a rendir tributo y oración a los muertos.
Porque el sonido del aire contra el ciprés acababa por convertirse en una oración.
Quizá para cubrir el espacio en blanco dejado por aquellos que rio ¡es rezaban a sus difuntos. Para ocupar el vacío de una indulgencia imprescindible que tenía un alma vagando por la eternidad, con lúgubres aullidos, con canto lastimero que clamaba por la paz y el eterno reposo.
Golpes...
Y vibraba la cruz de hierro forjado que remataba la pétrea losa de granito.
Losa que se Iba resquebrajando.
Por un instante pareció que todos los cipreses se unían en una común oración. La destinada a impedir que sucediera lo que estaba sucediendo... que no se culminase aquel macabro despropósito. Pero pareció servir de poco el lamento de los verdes centinelas mortuorios.
Puesto que el macabro golpeteo, proseguía.
Obligando al continuo balanceo de la cruz...
Al agrietamiento de la losa pétrea.
Y otro golpe.
Y otra raya que se abría, en la granítica superficie...
De repente, no muy lejos de allí, una mano aumentó el volumen de un aparato de radio. Las notas musicales crecieron, aumentaron, ahogando así el siniestro golpear.
En el interior de la construcción, elemental y rústica, la voz cascada de una mujer vieja, gritó:
—¡Baja esa maldita música, imbécil!
Christopher Norris dio un manotazo sobre la mesa, al tiempo que torcía sus labios en rictus despótico.
—¡Calla ya, vieja borracha! ¡Estás neurasténica perdida!
No obstante, Norris redujo el estrépito del amplificador.
—¿No oyes, repulsivo saco de huesos? —interrogó la anciana.
—¿Oír... oír el qué?
Tiró ella del raído pañuelo que cubría sus canos cabellos. Lacios, sucios, mugrientos.
—¿El... qué, ruina degenerada? ¡Los golpes, imbécil, los golpes!
Entre el matrimonio —que constituía una de las parejas que se ocupaban de la custodia nocturna de uno de los sectores en que estaba dividida la necrópolis, y que debían su empleo a la mediación y los buenos oficios acerca de! municipio londinense de un pastor anglicano que les había encontrado durmiendo meses atrás, tirados en la calle— se hizo un momentáneo silencio. Y en el transcurso de! mismo, con claridad, con nítida percepción auditiva, llegaron hasta dentro de la elemental construcción, los ecos estremecedores que seguían a cada uno de los golpes... Golpes que seguían sonando, espaciados, en el exterior.
—¡Bah...! —volvió a exclamar el viejo, despectivo—. ¡Estás beoda perdida! Y la «priva», ahora, te mete miedo en el cuerpo y manías en la azotea. ¡Seguro que ya tienes goteras, vieja bruja! ¿Golpes? ¡Pues déjalos que golpeen hasta que se mueran otra vez! ¡Hasta que se deshagan los nudillos! Nadie está satisfecho cuando tiene una losa encima, claro. Y trata de quitársela, ¿sabes, vieja asquerosa? Pero no puede, no puede... ¡Golpes dice! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!
La mujer aferró sus manos sarmentosas al borde de la mesa.
—¡Christopher! ¡Podrido morboso! ¿Es que no te das cuenta, desgraciado de mierda? Alguien está dando golpes ahí fuera... ¡y con un martillo!
Norris atrapó la botella y se empotró el gollete en los labios ajados, hasta vaciarla de un solo y prolongado trago. Luego, largó un sonoro eructo.
—¡Puaf..., basura! ¡Anda, bruja cobarde, trae la linterna!
La anciana se dirigió presurosa hacia una alacena que tenía a su espalda y extrajo del interior de aquélla una pesada linterna, que tendió a su marido.
—Ve a ver lo que sucede, reptil repugnante.
—Como se trate de algún muerto que quiera salir, te lo traeré de la mano, bruja fachosa... ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja!
Christopher Norris, pronunciando una retahíla de malsonantes exabruptos a continuación de las burlonas carcajadas, salió de la construcción arrastrando los pies, cansina y pesadamente, por encima de la arenilla que cubría el piso del cementerio.
Ahora silbaba el viento cada vez con mayor intensidad.
—¡Qué tiempo tan guarro! —masculló.
Y trató de orientarse hacia el punto donde según la bruja de su mujer sonaban los golpes.
¿Golpes...? ¡El vino que la muy puerca se había metido entre pecho y espalda!
Norris no era nuevo en el oficio. Anteriormente, cuestión de quince años atrás, ya había desempeñado la función de sepulturero. Pero su desmesurada afición a la botella fuera la causa del despido, tras varias sanciones y advertencias. Ahora, sólo la perseverante constancia del predicador, había conseguido el reingreso del viejo borrachín a su antiguo oficio.
O sea, que la noche y el cementerio, poco podían impresionar a un «profesional» que además llevaba en la tripa el calorcillo del vino. Aquel calor que llegaba hasta el cerebro haciendo que los humanos supervalorasen sus condiciones y cualidades al tiempo que, notablemente, restaba precisión en los sentidos y anulaba por completo la consciencia y la responsabilidad.
¡CRACK!
Un golpe seco.
Y supo que nada tenía que ver con la ebullición alcohólica que enlazaba su estómago y cabeza.
¡CRACK...!
Norris se detuvo en seco y la linterna osciló entre los dedos de su mano.
—¡Coño! ¡La vieja tenía razón! Por ahí anda alguien pegando golpes... ¡Si será el que sea hijo de su madre!
Otro golpe seco, contundente.
Christopher Norris, pese a su veteranía y experiencia, se estremeció.
—¡Me voy a cagar en la...!
¿Podía uno excretarse en la madre de un muerto?
—¡Ya me ha contagiado su canguelo la vieja bruja! ¡Qué muerto... ni qué muerto! Ese es algún cabrito de los que descerrajan tumbas para robar dientes de oro o algún anillo que la familia descuida en los dedos del muerto... ¡Ya se va a enterar, ya!
CRACK...
Se rompió, tan seco como el eco, el hilo de sus reflexiones.
¡El martillazo había sonado cerca!
Sobre una losa como él suponía...
¿O debajo, dentro de una losa?
Christopher arrastró los pies, ahora, con mucha mayor rapidez. Casi corría. Hasta llegar a las inmediaciones del sendero donde suponía haber escuchado los golpes. Donde su oído delataba el nacimiento y procedencia de los mismos. Alzó el cono luminoso de la linterna proyectándolo hacia delante.
Al frente y abriéndolo en abanico.
Una tumba...
R.I.P.
Otra tumba...
Resquiescat in pace...
La tercera sobre la que descendía el manto de luz...
R.I.P.. claro.
Pero, en aquélla, el abanico lo estaba denunciando en aquélla, lumínico... ¡la cruz de hierro forjado había caído sobre la gravilla!
Era allí... ¡en aquel sepulcro!
Y estaban... ESTABAN GOLPEANDO DESDE ADENTRO. EMPUJANDO LA PIEDRA HACIA ARRIBA DESDE EL INTERIOR DE LA SEPULTURA.
Marcharon de las órbitas, velocísimas, las pupilas del viejo borrachín.
Hasta posarse, hasta caer horrorizadas, expresando un algo muy difícil de explicar, de transcribir, encima de la losa cuyo granítico aspecto mostraba líneas sinuosas, estrechos y diabólicos volcanes cuyos cráteres amenazaban vomitar una lava espectral, siniestra, de ardor vandálico, capaz de derretir la tierra y su entorno.
Sencillamente satánico.
—No... Eso que veo no es verdad... ¡Qué va a serlo, leche! Lo que pasa es que estoy más borracho que ningún día. Eso... ¡Estoy como una cuba!
Posiblemente, sí.
Y terriblemente cierto también que alguien golpeaba desde el interior de la sepultura, resquebrajando la superficie, mirando segundo a segundo, instante a instante, la resistencia pétrea del granito.
Un muerto no podía...
¡No podía golpear con un martillo la losa que lo tenía condenado a dormir por toda la eternidad!
¿No podía...?
Entonces... ¿QUE ERA LO QUE ESTABA SUCEDIENDO ALLI?
¿QUIEN GOLPEABA PUES?
Las letras, algunas zigzagueantes ya, partidas, danzaron con furor alucinante, demoníaco, con tétricas evoluciones, frente a las pupilas dilatadas de Christopher que proseguían allí, macabramente hipnotizadas, fijas, encima del granito que se fragmentaba paulatinamente.
Las letras...
R.I.P.
CRAIG MAJORS.
1952 – 1982
¡CRACK! ¡CRACK! ¡CRACK!
Ahora, de pronto, aumentaba la intensidad y frecuencia de los agoreros martillazos.
Perversos martillazos.
—Chris..., estás borracho —se afianzaba desesperadamente, ansiosa y necesitadamente a la idea obsesiva, salvadora, de que la intensidad etílica de su cerebro era la única responsable de lo que allí estaba sucediendo. De lo que él estaba contemplando. Siguió con su demagogia autoconservadora—: ¡Estás borracho como nunca, Chris! ¡Ves visiones! Eso... ¡VISIONES! Tienes eso que tienen los alcohólicos... delirium tremens ¡Porque tú eres un alcohólico, Chris! Y los alcohólicos ven visiones, espectros y cosas por el estilo. Como tú ahora... como tú, Chris. Así, que no te pongas...
¡CRAAAAAAAASCK!
La pétrea losa se había partido finalmente.
Culminando la satánica tarea del que... ansiaba recobrar la libertad.
Del que anhelaba salir.
Regresar al mundo, a la vida...
¡MONSTRUOSO!
Hasta para uno que tratara de hipnotizarse con relación a las percepciones de su estado etílico, aquello resultaba MONSTRUOSO.
Christopher Norris tuvo conciencia de que el alcohol no pintaba aquellos lienzos dantescos... o de que él no estaba lo suficiente borracho como para que la fantasía delirante de la vid le jugase aquella pasada.
Y quiso gritar.
Al darse cuenta de las... MANOS.
Al verlas.
Unas manos que estaban emergiendo de ¡as tinieblas espesas que llenaban la tumba...
Unas manos que se aferraban al borde tratando de izar a pulso el cuerpo al que estaban unidas por medio de los brazos.
Cuerpo... ¿O CADAVER?
—¡Noooooooooo! —pudo al fin, desahogarse el sepulturero—. ¡Socorrooooo!
Pero no podía moverse.
Y el cadáver salía...
Craig Majors.
Salía de la tumba.
Regresaba...
¡SU CUERPO, SU CADAVER... YA ESTABA FUERA!
El sepulturero pegó la espalda contra el tronco del más cercano ciprés, y allí quedó frenado, hasta diluirse en las siniestras sombras de la necrópolis, su atisbo de huida, se amago por escapar a la vorágine de horror que lo succionaba en función de un escabroso y subyugante hechizo.
Normal.
Era su cuerpo, no su cadáver.
Normal.
Como otro cuerpo cualquiera.
Craig Majors había emergido de la tumba en la que fuera sepultado cuatro meses ha, como si sólo hubiera permanecí: do allí en tránsito. Dormido. En una especie de macabra e incomprensible hibernación. O como en estado de letargo.
Christopher Norris lo miraba con aterrorizada hipnosis.
No podía correr, no podía seguir huyendo... y no porque el ciprés se lo impidiera. En otras circunstancias hubiese rodeado el tronco para continuar la huida. Era algo distinto. No podía ni moverse. Necesitaba estar allí; seguir allí... viendo aquello.
NORMAL, sí.
Como si los gusanos y las alimañas hubiesen renunciado al placer, casi al deber..biológico, de saborear su carne corrupta.
Carne;... que aparecía incorrupta.
El resucitado, tras una fugaz vacilación, inició un sosegado avance hacia la persona del sepulturero.
Christopher, ahora más que nunca, supo que el alcohol nada tenía que ver en todo aquello.
Aquel lienzo dantesco no podía imaginarse ni bajo enorme dosis de alcohol.
Venía hacia él...
Algo vio brillar en la diestra del que acababa de surgir del más allá. Al menos, del interior de una sepultura.
Eran destellos azulados.
Una hoja de acero...
¡Un monumental cuchillo de monte!
Que ahora comenzaba a alzar. Que ahora blandía con expresión homicida...
Chris pensó que necesitaba bramar. Aullar...
Escuchó, entonces, el siseo torpe de unos pies sobre la grava, procedentes de su espalda. Alguien se acercaba, caminando con dificultad.
—¡Chris...! ¡Beodo de todos los diablos! ¿Dónde mierda te has metido? ¡Chris! ¿Dónde estás? ¡Chris...! ¿Es que no me oyes?
Era la vieja.
Y Norris pensó que a pesar de todo eran muchos años juntos como para permitirle que avistara semejante espectáculo. El, a su manera, la quería. Aunque sólo fuera por el hecho de haberse acostumbrado a su presencia año sí y año también.
Eso le sirvió para salir del marasmo y gritar:
—¡Lárgate de aquí, estúpida! —procuró comportarse con normalidad mientras el horror le batía a latigazo limpio—. ¡Lárgate, cono! Se ha roto un desagüe y se ha formado aquí una enorme lag...
Craig Majors estaba encima ya.
Y el cuchillo zigzagueaba...
—...¡Nooo!
La primera dentellada del acero atravesó la garganta del desdichado bañándole en su propia sangre.
Pero eso, la aparición tormentosa de! rojo líquido de la vida, no detuvo el deseo homicida, implacable, siniestro, del resucitado.
Continuó, metódicamente casi, acuchillándole.
SANGRE...
¡Cada vez más sangre!
Caudalosa. A borbotones. A mares...
—¡Christopher! ¿Pero dónde est...?
Asomó la vieja entre setos y cipreses al punto exacto donde se desarrollaba la vesánica escena.
Vio...
Gritó:
—¡¡SOCORROOOÜ
Y cayó redonda al suelo impresionada tanto por el terror ancestral que la invadía como por la nauseabunda explosión sangrienta.