CAPITULO VII

 

Era una sala enorme, gigantesca.

De dimensiones que a simple vista resultaban incalculables.

Que se perdían fuera, muy lejos del alcance de las pupilas del ser humano en su lógica perspectiva visual.

Por la parte norte de aquel espacio asombroso y cerca de la pared en trazado cóncavo que parecía determinar una de las fronteras, había una especie de estrado rectangular que daba cabida a regias butacas de muelle acolchado, tres en total equidistantemente situadas, estando ocupada la central por un ser de estampa dictatorial y apariencia netamente humana aunque en lo físico y pese a estar sentado su envergadura se manifestaba bastante por encima de la del humanoide medio.

Vestía aquel ser de empaque y mirada totalitaria, de larguísimos y poblados cabellos blancos, una túnica de puro tinte albo en la que destacaban extraños bordados en color oro representando una serie de símbolos y animales no menos extrañísimos. Sus ojos eran terriblemente verdes, penetrantemente verdes, escrutadoramente verdes, agonísticamente verdes, hipnóticamente verdes, poderosamente verdes a la hora de expresarse en silencio y de hacerse escuchar y obedecer en el mundo insonoro de la mente.

Ocupaba, majestuosa y más bella que nunca dentro de una rutilante y ceñida túnica de estridencia escarlata, de vivísimo color rojo, la butaca situada a la derecha del ser todopoderoso de espectaculares ojos verdes y larguísimas hebras blancas... KIOWA YOUNG.

Lo mismo que cayendo del cielo, vestidos como los centuriones de las antiquísimas legiones romanas, bajaron desde arriba hasta el suelo para postrarse a las plantas de aquel extrañísimo ente, dos cuerpos gigantescos, descomunales, que debían de medir más de tres metros de estatura.

Pertenecían a las legiones robóticas del movimiento androide.

Uno de ellos, inclinada aún la cerviz, anunció:

—Tus órdenes han sido cumplidas al pie de la letra y con total esmero, mi Superior Máximo.

—Podéis levantaros.

Ambos obedecieron y al unísono, como cronometrados y milimetrados, extendieron el brazo derecho al frente, rígido desde el hombro hasta la punta de los dedos, exclamando a la vez:

—¡Gloria y honor a Worldowner!

—Devolvedlos a mi presencia.

Aquel... devolvedlos, pronunciado en tono harto significativo y con matiz peculiar, obró el hecho alucinante de que surgieran de las órbitas del gigantón que primero se había dirigido a Worldowner... que saliesen de lo más íntimo y recóndito de sus ojos unas columnas formadas al parecer por luces y polvo, columnas quizá inmateriales, que conforme iban saliendo a mayor velocidad cobraban forma y solidez, cobraban... vida.

¡Contenido humano!

Porque los cuerpos de Jason Baxter y Violeta Rivas vinieron, de súbito, a ocupar el espacio físico que les correspondía.

El hombre, con su habitual desenfado y contemplando con disimulada atención la regia silueta de Worldowner, al tiempo que hacía gestos de quien se sacude el polvo de la ropa, exclamó sonriente:

—¡Original sistema de transporte, sí, señor! Ahora no me cabe duda alguna de que estoy en el siglo XXXIII... —miró con un atisbo desfiante en sus anárquicas pupilas al que suponía Superior Máximo del mundo androide adonde acababa de desembocar, inquiriendo con manifiesta socarronería—. ¿Verdad, Worldowner? Porque supongo que es usted Worldowner, ¿no?

—¡Mira, Jason... —estalló Violeta proyectando su índice contra la figura femenina que se encontraba a la derecha del Superior Máximo—, es Kiowa!

—Ya la he visto, pequeña. Pero no interrumpas ahora, mujer... ¿Es que no te das cuenta de con quién estoy hablando?

—Conozco de tus ironías, Baxter, porque he viajado varias veces a tu era y he espiritualizado cerca de ti... En efecto, esto es el año 3237. Tu vida anterior ha quedado mil años atrás. Y paradójicamente, apenas te has movido.

Parpadeó.

—No entiendo...

—Sigues, seguís estando en lo que hace mil años era Washington Central D.F., capital alta de la República Federal de Nortiberoamérica. Hoy, en pleno siglo XXXIII, esto es el Corazón de Seguridad del movimiento androide, presto a estallar para acceder a su destino hegemónico dentro de setenta y dos horas aproximadamente. ¡Ah!, sed bienvenidos.

—Gracias... Aunque supongo que nos esperabas, ¿no?

—En efecto, Baxter. En efecto... Fui yo quien intervino en los sistemas de compfutur del Centro Experimental de Investigaciones Futuras proporcionándole al licenciado Hal Balsan perspectivas reales de esta era con un contenido bastante ajustado a la realidad de lo que es y pretende el movimiento androide. También me encargué de interferir los procesos de la Unidad Matemática de Resultantes Electrónicas y Computadas, de manera que respondiera a las consultas efectuadas por Eddie Crawford a instancias de Balsan sobre las coordenadas físicas y psíquicas correctas en elevación humana que podían viajar al futuro... con vuestros nombres.

—¿Por qué los nuestros precisamente? —se interesó Baxter.

—Porque teníais que traerme a Kiowa, la Sacerdotisa Mayor. Nuestra Sacerdotisa Mayor. Kiowa es...

Explicó, ahora sin perder de vista al Space Temerary, con sus ojos de hipnótico verde clavados en la faz del otro, quién era realmente Kiowa Young. Por qué su interés de trasladarla a la época que en verdad le correspondía. Resumió, pues, la conversación telepática que poco antes había sostenido con la propia Kiowa.

—Dado tu poder te habría bastado con que las máquinas vomitasen el nombre de Kiowa Young —razonó Jason. Preguntando—: ¿Qué pintamos entonces Violeta y yo, aquí? ¿Por qué traernos a mil años después si nosotros estábamos viviendo en la época que cronológicamente nos correspondía?

—Porque me hacía falta un hombre como tú para llevar a término el experimento genial... androhumano.

Jason Baxter se llevó el índice de la diestra a la sien del mismo lado haciéndolo girar en torno a ésta.

—Tú estás loco, ¿no?

—No... Tu cerebro quedará convertido en el de uno de nosotros, de un perfecto, equilibrado e inteligente androide. Vamos no obstante a respetar tu físico, muy especialmente los genitales, para que puedas procrear. He pensado que el primer androhumano de gestación proceda del contacto físico entre tú y nuestra Sacerdotisa Mayor.

—¿Kiowa...? —la doctora de piel betún además de la boca para pronunciar el interrogante, abrió mucho los ojos. Estaba claro que el año 3237 seguía siendo una celosa incorregible.

—Kiowa —repitió Worldowner.

—¡No lo consentiré!

—¡Lleváosla —gritó a su vez el Superior Máximo, dirigiéndose a los dos gigantones que proseguían allí, alejados prudentemente, eso sí, del atrio donde se aposentaba el máximo poder de la cercana Primera Epoca de la Hegemonía Androide.

Baxter, consciente de lo que podía significar aquel: «¡Lleváosla!», sabedor de que Violeta Rivas podía desaparecer dentro de los ojos de uno de aquellos monstruos robóticos para no regresar quizá jamás, estalló conminatorio:

—¡Un momento!

—¿Qué ocurre? —quiso saber el Superior Máximo.

—Acepto tus condiciones pero...

—No tienes otra alternativa, Baxter.

—¡Te equivocas, Worldowner! —exclamó con énfasis el Space Temerary. Explicándole—: Tu poder no es tanto como imaginas porque estoy facultado, sin que puedas hacer nada para impedirlo, para provocar mi autodestrucción. Y también la de... Kiowa, tu Sacerdotisa Mayor.

—¡Estúpido!

—Tú lo has querido, Worldowner —anunció sentencioso. Gritando segundos después—: ¡Kiowa! ¿Observas bien lo que hay dentro de mis ojos? Mira al fondo de ellos...

—¡No lo hagas, pequeña! —se desesperó Worldowner—. ¡Trata de especular con una maniobra de ilusionismo!

—Sus ojos me atraen, mi Superior Máximo...

—Sea lo que quieres, Baxter. Pero sé consciente que si destruyes a Kiowa o la empujas a destruirse con un malabarismo psíquico, tú y la doctora pereceréis también.

—Lo sé, Worldowner. Y como tú necesitas a Kiowa con vida y yo a Violeta, ha llegado la hora de pactar sobre un tablero que arroja, por el momento, tablas. Empate. ¿Me entiendes?

—Sí... ¿Cuál es tu alternativa?

—La vida de Viólela Rivas. Y que me concedas una tregua de media hora para convencerla a ella de que no tenemos más remedio que someternos a tu poder.

—Bien... Sea. Pero si intentas algún truco o estás maquinando alguna añagaza, el fin será vuestra muerte. Y me mostraré inflexible aunque me vea obligado a prescindir, por el momento, de mis experimentos androhumanos. Mis hombres os conducirán a una sala de reclusión y seguridad. Sólo media hora de tu tiempo, Baxter.

—Entendido, Worldowner. Espero que sepas cumplir tu palabra.

—Es la tuya, humano, la que en realidad ofrece dudas. Porque uno de los altares a los que vosotros rendís pleitesía es el de la falacia y la traición. Ese es uno de los motivos que han activado nuestro movimiento: desterrar del mundo esa extraordinaria capacidad de mentir, odiar y matar que tenéis los humanos. Con el inicio de la Hegemonía Androide la Tierra caminará hacia millones de siglos de existencia ordenada y pacífica.

—Previo genocidio, claro.

—¡Llevadles a una sala de reclusión y seguridad donde deberán permanecer treinta minutos de cronómetro!

Los centuriones robóticos saludaron brazo en alto:

—¡Gloria y honor a Worldowner!

Luego buscaron con sus ojos fríos las figuras de Violeta y Jason.

—¡EH, UN MOMENTO! -gritó el hombre, corriendo para encararse con una silenciosa y aparentemente triste Kiowa—, ¡DE ESO NADA! Nada... o la obligo a ella a destruirse.

—Llevadlos caminando —ordenó a sus guardias el Superior Máximo.