—Perdón, general. Es que... —calló de pronto, regresando a su asiento. Y una vez acomodado y centrando su foco visual en la persona de Ha! Balsan, inquirió—: ¿Qué tenemos que hacer entonces para que en el año 3237 el mundo no pase a poder de los androides?
—Viajar al futuro, señor Baxter.
Jason abrió la boca. Se quedó, por espacio de un largo minuto, boquiabierto. Colgante y nervioso el labio inferior que se movía igual que si tuviera vida propia.
—¿Y... y después de decir eso se queda usted tan tranquilo, licenciado?
—Y orgulloso, amigo. Como orgulloso debería sentirse usted de que la Electromax, computadora madre de la Unidad Matemática de Resultantes Electrónicas y Computadas, organismo que dirige muy acertadamente por cierto mi buen amigo y profesor, Eddie Crawford...
—Déjese de retórica y al grano, licenciado —le interrumpió, acre ahora, el Space Temerary.
Dustin Warden llevó sus pupilas asustadas hasta el rostro de su anciano superior, como queriendo decirle; diciéndole en silencio porque tenia muy presente que él no podía hablar hasta que las gallinas hicieran pipi: «¿Lo ve, licenciado? ¿Ve como yo tengo razón? Usted siempre se pierde en retóricas inútiles. ¡Se lo acaba de reconvenir Jason Baxter! »
—Usted es una de las personas, de las tres únicas ofrecidas por la computadora, que puede viajar al futuro. Ser trasladado al año 3237.
—¿Mil años después? —Baxter enarcó las cejas y puso expresión de ingenuidad, de niño que jamás ha roto un satélite artificial.
—Mil años después —corroboró con la mayor normalidad el futuròlogo Balsan.
Á partir de ahí, Jason Baxter estalló en carcajadas. En sonoras carcajadas. En atronadoras carcajadas. En groseras carcajadas casi. Como si acabaran de contarle el chiste verde —en el año 2237 los chistes relativos al sexo y demás picardías seguían llamándose verdes porque, al parecer, el color verde continuaba siendo el que mejor se identificaba con las distorsiones irónicas acerca del «asunto»— más gracioso, ocurrente y bien construido de toda su vida.
—Baxter, Baxter... —movió la cabeza el general, apesadumbrado—. Por favor.
Dominó su hilaridad el transportista espacial.
—Perdón de nuevo, general. Pero... —tuvo que esforzarse para que las carcajadas no volviesen a repartir ; sus ecos por el ámbito—, ¡pero! ¿Ha oído lo que ha dicho ese hombre?
—¿Se refiere usted al licenciado Balsan?
—Me refiero...
—Si —afirmó el militar, moviendo la testa en sentido afirmativo—. He oído lo que ha dicho, por supuesto.
—¿Y a usted, general, le parece eso serio?
—Es, Jason..., es serio —sentenció David Lee Curtís. Alzando la diestra para interrumpir con ademán autoritario lo que fuese que se disponía a decir Baxter. Alguna impertinencia seguramente. Hizo el general otro gesto elocuente dirigido ahora al oficial que se hallaba de pie, rígido y castrense él, junto a la puerta que permitía el acceso al despacho entre severo, ostentoso y funcional, que tenía asignado, ordenándole—: Que pasen las señoritas, teniente Sachhi.
Al Space Temerary se le pusieron los ojos como dos naranjas lozanas y grandotas.
—¡Hombre! —no pudo por menos que exclamar—, ¡Esto se anima! Qué callado se lo tenía, ¿eh? ¿Cómo no me ha dicho antes que la reunión sería amenizada y feminizada con la presencia de unas damas? ¡Está usted de un sibarita... general!
—No me gustaría recordarle en voz alta el respeto que me debe como miembro de la milicia nortiberoamericana y el interés que deben merecerle esos caballeros como componentes del elenco científico de nuestro continente, Baxter.
—¡Ya sabe cómo soy yo, general Curtís! Espontáneo y extrovertido pero sin malicia. Esto... ¿Cómo están de «buenas» esas criaturas?
—Juzgue por sí mismo, Temerary.
La puerta se había abierto ya y el teniente Vincent Sacchi hecho a un lado para permitir el acceso de aquella pareja femenina que quitaba el resuello.
Avanzaron, decididas y sin complejos pese a la nutrida concurrencia masculina, hacia la mesa de Curtís.
-—Hola, general —dijo la primera.
—Ya estamos otra vez aquí —sonrió la segunda.
—Señoras... —dijo el militar—, si se dan la vuelta, tendré el placer de presentarles a su acompañante en el viaje al futuro —vio cómo ambas preciosidades daban media vuelta alrededor de los tacones de los zapatos y añadió, señalando con el índice de la diestra al mujeriego y atrevido transportista espacial—: El es Jason Baxter. A lo «peor» ustedes le conocen por Space Temerary, pero ambos son una misma persona —abrió otro paréntesis de silencio, breve pero intencionado, diciéndole seguidamente al héroe del cosmos—: La dama que está a su derecha, Jason, es la doctora Rivas...
—Violeta Rivas —dijo ella con una sonrisa de ensueño, de locura, tendiendo su diestra al hombre.
Jason Baxter había visto mujeres en su vida. Muchas mujeres. Mujeres hermosísimas. Sensuales unas, sexuales otras, ambas cosas la mayoría... Pero la que estaba viendo ahora rompía moldes y sentaba cátedra. Digna de llevarse sin discusión el primer premio en una antología de la belleza, indiscutible triunfadora si se presentaba a un concurso de agresividad femenina en el que se valorase por encima de todo la garra erótica, el savoir faire sensual, el aroma mismo de la propia presencia.
Jason Baxter se sintió empequeñecido, pobre, ridículo, frente a la primera maravilla del mundo.
Violeta Rivas, en efecto, era una auténtica fuera de serie.
Con su piel de color chocolate de poros exuberantes que transpiraban toda su magnificencia sensual. Azabache su larga cabellera lo mismo que una noche impenetrable de tupidas oscuridades..., amalgama brillante de encendidos «negros» era realmente el pelo sedoso y casi provocador por su larga tersura de aquella preciosidad en el mulato de cuya piel quizá predominaba la intensidad negra. Una intensidad tan divinamente negra como divina era el aura erotizante que rodeaba y desprendía toda su naturaleza desde las uñas de los pies a la raíz de los cabellos.
Baxter, contemplándola con meticulosidad y fruición, con arrobo y reverencia, se encontró perdido en el interior lejano e íntimo de las enormes pupilas de Violeta..., dentro de aquellos discos rasgados, luminosos, de brillo cegador que reproducía el color negro más negro que Jason hubiera tenido ocasión de observar jamás. Ojos que se le antojaron espejos por lo grandes y relucientes... Ojos que lo devoraron con singular sencillez, robándole su cinismo habitual, la acracia consuetudinaria de su proceder para esclavizarlo con la sola intención de su mirada suave...
Bajo aquel raudal luminoso que la naricilla recta y breve dividía en dos, surgía la boca de Violeta Rivas. Una boca de ensueño. Una boca trazada por la paleta magistral de un pintor en el momento de hallar el clímax extático de la inspiración divina, de la inspiración sublime..., boca formada por dos labios muy rojos, dos labios llenos de sangre con infinidad de excitantes grietas en las que se barajaban mil distintas expresiones fruto de las mil distintas sensaciones que eran capaz de producir: pasión, sensualidad, libídine, deseo, beso. BESO. Era una boca la de Violeta trazada, pintada para el beso.
Como sus pechos firmes y rígidos, violentos por como explotaban y perfectos por como se mantenían..., igual que sus pechos, sí, que estaban allí para pregonar la juventud, la frescura, la lozanía, la agresividad de su cálida naturaleza y todo lo demás.
Todo lo demás, sí.
Jason Baxter, saliendo de su éxtasis contemplativo, recogió la manita que ella le tendía, acariciándola entre sus dedos para decir:
—Conocerte, preciosa, es la mejor sensación que he vivido hasta este momento.
—Exageras...
El se inclinó hacia delante, para susurrar junto a la orejita izquierda de la doctora sin que nadie más que ella pudiera oírle:
—Tienes unos ojos que parecen galaxias, una boca que me está quemando las entrañas por la necesidad imperiosa que siento de besarla...., unos pechos que me devolverían ahora mismo al inefable placer de la más tierna lactancia, y un culito, prenda, ¡tienes un culito divino! Palmear tus glúteos y morir...
—Ya me han dicho que eres un «cara» —sonrió ella, suave, con su boquita de terciopelo. Agregando—: Te vas a quedar con las ganas de todas esas cosas, Space Temerary.
—Eres cruel, prenda. Espero que cuando me trates y me hayas besado las primeras doscientas cincuenta veces, cambies de opinión.
—No te hagas el gracioso porque...
—Y esta otra —les interrumpió el general Curtís, que conociendo como conocía a Baxter estaba en la inteligencia de que allí, en aquel momento, era capaz de cometer cualquier barbaridad—, Jason, es Kiowa Young.
—¡Ah, sí, Kiowa! —exclamó como si la conociera de toda la vida—, Kiowa, claro... —y desentendiéndose por un momento de Violeta, ante el asombro y casi el escándalo de los allí reunidos, Jason se puso a dar vueltas alrededor de la exuberante hembra de raíces puramente indias, lo mismo que si estuviese estudiando un microbio desde la parte superior de la lente de un microscopio—. Kiowa...
—¿Dime, Jason? —la de piel cobriza que parecía rezumar aceite con pródigos y exhaustivos encantos que alcanzaban su apogeo en la línea brutal de unos pechos vibrantes y la firmeza de sus muslos plenos que formaban de cintura hacia abajo el soporte, pedestal, a dos magníficas nalgas que excitaban por su estridencia..., la de piel cobriza y ojos rutilantes del mismo color que las almendras, avanzó un medido paso hacia él al tiempo que le había susurrado con voz quebrada, cálida, pegadiza: «¿Dime, Jason»?. Y había sonado como toda una invitación. Repitió, insistente—: ¿Dime...?
—Tú y yo, muñeca, estoy seguro de que haremos... —miraba a Violeta por el rabillo del ojo— grandes, grandes cosas, si. Estás de un desesperante subido que cruza fronteras sin enseñar pasaporte. Lo tuyo, criatura, así de golpe, no se puede aguantar ni tolerar. Por lo tanto me veo en la obligación y el deber de... —la estrechó de pronto, brutalmente, por la cintura, trayéndola contra él sin que la chica moviera un dedo por evitarlo. Antes al contrario: abrió la boca y ofreció sus labios de húmeda carne para que Jason la besara a tope. Luego él, dijo—: Gracias, muñeca. Te prometo cosas mejores.
—¡JASON BAXTER! —el general estaba cabreadísimo o fingía estarlo para salvaguardar su prestigio y autoridad.
—¡Déjelos, déjelos, general! —intervino sonriente el anciano director deí CEIF. Añadiendo, picaro—: El señor Baxter, ahora, está contemplando la conveniencia de viajar al futuro para serle útil a la humanidad. ¿Verdad que es eso, señor Baxter?
Jason pareció olvidarse de ambas hembras para caminar junto al hombrecillo de los ojos grises de cansada luminosidad y los nevados cabellos, inclinándose al decirle:
—Es usted un excelente estratega, profesor... o licenciado. ¿Qué coño es para que yo me entere, licenciado o profesor?
—¡Las dos cosas! —se le escapó la exclamación en su habitual vehemencia al pelirrojo Warden.
Luego, al darse cuenta del error cometido, apretó fuertemente los labios al tiempo que miraba a Baxter diciéndole con los ojos: «No volveré a hablar, se lo prometo».
—Que yo sepa, cuero cabelludo rojo, no ha meado ninguna gallina. Pero de todas formas, como después de haber conocido a esas criaturas tan hermosas me siento magnánimo, humanitario y comprensivo, te devuelvo el don del habla. Pero sin pasarse, ¿eh?
—¡Descuide! —le sonrió el ayudante del director del Centro Experimental de Investigaciones Futuras—, Descuide...
Jason volvió a centrarse en la menuda persona de Hal Balsan, significándole:
—Daba usted por sentado que yo iba a viajar, ¿no? Por eso no se ha inmutado excesivamente frente a mi anterior esceptismo, ¿verdad?
—Más o menos, amigo —se encogió de hombros el otro obsequiándole con una de sus bondadosas sonrisas. Añadiendo—: De todas formas, Baxter, estoy totalmente convencido de que usted habría realizado ese viaje aunque hubiera tenido que hacerlo solo..., y estoy convencido de eso porque he sabido entresacar el verdadero hombre que esconde su personalidad alegre, desenfadada, excesivamente extrovertida, anárquica y todo lo que se quiera. Ese es el caparazón que usted mismo ha creado para ocultar y defender de la agresividad humana su condición de hombre sensible, responsable, consciente de sus obligaciones y pronto a integrarse en el servicio de la humanidad sin reparar en riesgo alguno.
—Muy bonito me lo está pintando, profesor. Demasiado, como para que pueda creerlo.
—Usted sabe que es la realidad, Baxter.
—¿Por qué no hablamos de cosas importantes? —intervino el militar, lo mismo que si le molestase aquella cuidadosa atención, aquel mimo incluso con el que Hal Balsan se estaba dirigiendo a Baxter.
—¿Acaso mi radiografía espiritual no le parece importante, David Lee Curtis?
—¡Importantísima! —pareció que se mofaba el general. Añadiendo con rapidez para evitar nuevas divagaciones del Space Temerary—: Pero pienso que ahora, en este momento, es prioritario concretar la salida de ustedes a través del Pasillo del Tiempo Futuro hasta 3237..., ¿no opina lo mismo, Jason?
—¿Ellas... están dispuestas a viajar, general?
David Lee Curtis miró alternativamente a las hermosísimas Violeta Rivas y Kiowa Young.
Inquiriendo con un leve temblor de voz:
—¿Señoritas...?
La pareja de hembras excitantes, deseables y todo lo que ustedes quieran, se mantuvieron en un largo y preocupante silencio.
Incomprensible silencio a tenor del pensamiento del general Curtis por cuanto ellas, con anterioridad y después de haber sido impuestas de lo que de ambas se pretendía, habían otorgado su aquiescencia.
Incluso parecían sentirse agradecidas por haber resultado las dos únicas candidatas femeninas que los sistemas computados designaban como válidas para una misión de tan enorme trascendencia.
¿Por qué callaban ahora?
El militar notó que los cabellos de la nuca se le ponían tiesos lo mismo que si fueran alambres y le produjo una enorme desazón la multitud de granos erizados que le crecieron, inesperadamente, a lo largo y ancho de toda su epidermis.
«Carne de gallina» que se decía vulgarmente.
Al fin, sintiendo el paladar seco como nunca y que la lengua se le pegaba a él dificultándole la dicción, insistió:
—¿Señoritas...?
Jason Baxter dio una palmada en el aire que les sobresaltó a todos, exclamando a la par:
—¡Señoritas! ¿Qué pasa con sus preciosas lenguas?
¿Se las ha comido un gato de otra galaxia? El general espera ansioso una respuesta procedente de sus deliciosas y besables boquitas. No le hagan sufrir mucho porque sus coronarias no están ya para demasiados trotes.
—¡Deje ya de hacer el payaso, Baxter!
—¡Hombre! ¿Encima se enfada...? ¡Lo estoy haciendo por su bien!
Kiowa Young avanzó entonces un paso hacia la mesa del general David Lee Curtis, adjunto al secretario de Defensa de la Casa Blanca.
Anunciando:
—Si Jason Baxter va..., voy yo.
Violeta Rivas la imitó, significando:
—Si Jason Baxter viaja al futuro..., yo me quedo en el presente.
Silencio otra vez.
Silencio denso, crispado.
Silencio que se podía tocar con los dedos pero que no podía romperse ni apretando aquéllos con fuerza.