—¡Pero acabamos de constatar la positividad de nuestra labor! ¡Se ha producido el sensacional descubrimiento, licenciado!

—Ya le he dicho al principio que no se lo creerán. No creen en nada de lo que pueda conseguirse a través de nuestras técnicas. Son, según ellos, opciones para visionarios o locos. Insisto, mi joven amigo..., nos tienen aquí metidos, nos dan techo y buena comida, nos toleran como un mal menor y punto.

—¿Debo interpretar entonces, o deducir de sus palabras, licenciado, que piensa mantener en secreto nuestro descubrimiento? —preguntó, casi temeroso de acertar, Dustin Warden, el inquieto pelirrojo de extraños ojos oscuros, negros como ala de cuervo en contraste sorprendente con el rojo chillón de su anárquica pelambrera, ágil y esbelto en lo físico, despierto de mente, inquieta la expresión y vivo de lengua en ocasiones.

El otro, director para más señas del Centro Experimental de Investigaciones Futuras, inclinada la cabeza e introvertida la pose ahora, se mantuvo en absoluto silencio.

Durante casi dos largos e interminables minutos.

—No... —dijo al fin, rompiendo su propio mutismo. Para añadir en los instantes siguientes—: Pienso que no sería justo guardar silencio acerca de nuestro importante avance. Nosotros, ahora, somos los únicos de la Tierra que sabemos que dentro de mil años..., que mil años después de la era que estamos viviendo se producirá, prácticamente, el fin. Que la extinción casi total del hombre como ente pensante está, muy lejos para unos, pero a la vuelta de la esquina para quienes tenemos otra concepción del tiempo.

—Sigo insistiendo, de todas formas, en que es usted un místico de los retorcimientos filosóficos.

—Al igual que hace muchos siglos, en éste, el fin justifica los medios. Los sigue justificando, Dustin.

Se abrió entonces la puerta de la estancia merced al sistema fotoeléctrico que conseguía se esfumara un pedazo de pared, hueco por el que un hombre bajo, calvo, adiposo y grasiento, tuvo acceso al lugar.

Fue hacia ellos con una sonrisa colgada de su porcino labio inferior.

—¿Progresos, profesor Lawson? —inquirió, sonriente también, el director del CEIF.

Elliot Lawson asintió contundente, anunciando:

—El «Pasillo del Tiempo Futuro» es prácticamente un hecho, licenciado. Se halla listo para su... —hizo un alto fugaz e intencionado, para descargar instantes después—: ¡Utilización!

—¿Quiere eso decir que podemos enviar a quienes resulten elegidos... a mil años después de nuestra era? —preguntó, trémulo de excitación, el pelirrojo ayudante del primer cerebro del CEIF.

—No se me ocurre que pueda querer decir otra cosa...

—¡Aleluya! —estalló, loco, ciego de alegría, Warden—. ¡Seremos los salvadores del mundo! ¡Cuánto daría por poder internarme yo por ese pasillo!

El recién llegado, mirando a Hal Balsan con un atisbo de irónica complicidad en sus pupilas, preguntó:

—¿Qué es lo que come ese joven, licenciado? Exulta optimismo hasta por la raíz de sus explosiones pelirrojo-capilares... ¡Ya le dije que no era prudente dejar que los niños se acercasen a nuestras investigaciones!

—¡Profesor Lawson! —estalló, congestionado por la rabia en aquel momento Warden-—. ¿No cree usted que se está pasando? ¿Y no cree también que se pasa en función de que su edad caduca y su mente trasnochada no le permiten estar a la altura física y lógica de un hombre joven que...?

—Por favor, Dustin —intervino muy a tiempo Ha! Balsan—. Elliot sólo bromeaba...

Se iluminó en aquel momento la pantalla de worlds-cope que ocupaba las dos terceras partes de la pared frontera de la estancia. Apareciendo en ella el bellísimo rostro de una hembra exuberante, que anunció:

—Licenciado Balsan, le transmito imágenes desde la UMREC (1). Tiene en visión al doctor Crawford.

Oportuna aquella interrupción. Contribuía a aliviar el chispazo tenso habido entre Lawson y Warden apeando a Balsan de su incómoda tarea de mediador. El número uno del CEIF ladeó la cabeza para centrar sus pupilas en la pantalla lumínica que ahora ofrecía la faz de un cincuentón de largas hebras azabache y expresividad resuelta.

—¡Hola, Eddie! —le saludó Hal—. ¿Qué tal las cosas por ahí? ¿Te has casado ya con una de tus inteligentes computadoras?

—Estoy estudiando la posibilidad, decano —sonrió el que se encontraba en la UMREC, ubicada en Washington Central. Preguntando, mordaz también—: ¿Cómo no te has largado ya al futuro a bordo de tus logísticas adivinanzas?

—Porque me siento muy a gusto aquí, en Washington Extra. ¿Qué pasa, Crawford? Mucho me estás retrasando la noticia, ¿no?

—Sólo por aquello de que lo bueno se hace esperar, Hal. Ya tengo respuesta a la interrogante que planteabas.

—No sabes con qué atención te escucho, compañero.

—La «Electromax» arroja una lectura definitiva al respecto. Son tres las personas seleccionadas por su escrupuloso cerebro de alambres para ese traslado a mil años después. Dos hembras en principio: Violeta Rivas, licenciada en cibernéticas, psicóloga, socióloga y doctora en psiquiatría. En los últimos tests que se le han efectuado arroja un coeficiente mental 120 esferas superior al del ser humano medio. Es negra..., puedo suponer que mil años después se habrán superado totalmente los síndromes racistas, ¿no? Negra y muy hermosa, ¡que todo hay que decirlo! Hija de un dominicano descendiente de españoles y una norteamericana de California. La segunda se llama Kiowa Young, es cobriza..., una auténtica eminencia con la piel color cobre, por cuyas venas corre sangre pura de la casi extinguida tribu india kiowa. De ahí su nombre, supongo. Desde una perspectiva profesional, además de inteligentísima, es astróloga y futuróloga. Colega tuya, Hal...

—¿Y desde la vertiente humana, Eddie Crawford?

Sonrió picaro el rostro que asomaba a la pantalla.

—Si por humano entendemos lo físico —anunció, ampliando la sonrisa—, es una hembra de muerte. Que puede ocasionar la muerte, quiero decir, de cualquier espécimen macho cuyo corazón no se desenvuelva dentro de unas coordenadas de poder medianamente aceptables.

 

 

 

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(1) Unidad Matemática de Resultantes Electrónicas y Computadas. (Nota del Autor.)