CAPÍTULO IV

Robin Howard era un tipo grandote, de aquellos hombres que daba la sensación de que por edad no serían nunca tan grandes como lo eran por exteriorización física. Su pelaje tenía tonalidades rojizas y dado que cada hebra surgía de su envoltura craneal creciendo en dirección distinta, antagónica a la anterior, para no dar la sensación de que nunca se peinaba, Robin veíase obligado a llevar el pelo muy corto apenas si un dedo o dos de altura en posición horizontal. Tenía también unos ojos muy díscolos, inquietos, vivísimos, que no paraban ni un instante manteniendo la misma posición dentro de las órbitas. Eran azul oscuros y grandes. La piel de su tez, como del resto, era sanguínea. Cuadradas las mandíbulas. En general, su aspecto enorme rebosaba humanidad y buen hacer.

Pese a su atlética envergadura ceñida por el uniforme beige de la Cosmopol, bajo el cual, se evidenciaban sus bíceps, su tórax poderoso, su elasticidad también y la potencia de toda su musculatura... resultaba inofensivo.

Las mandíbulas de Robin, ahora, estaban más cuadradas que nunca. Más encajadas que nunca. Y sus ojos como excepción que confirmara una regla, quietos, fijos, hipnóticamente erectos en la cara del periodista.

Y los labios, más bien finos, componían en aquel instante una línea recta, indefinida y apretada.

— ¿No me dices nada? —preguntó Lambert, un minuto largo después, quizá dos, de finalizado su relato.

— ¿Prueba a ponerte en mi lugar, quieres?

Lógico. Lógico interrogante.

—Entiendo...

—Sé que eres un tío sensato, un «Genio»... Nunca te he visto borracho. Sé que has escrito artículos censurando el tráfico de ciertos alucinógenos... y también en tu periódico has redactado artículos que ribetean la ciencia-ficción. Sé todo eso. Pero...

— ¿Ciencia-ficción... has dicho ciencia-ficción, Robin?

— ¿Cómo le llamarías tú al hecho de que un amigo tuyo desintegrase alienígenas con la mirada después de haber sido magnetotransportado a una nave tripulada por seres de otro planeta con una bella comandante a bordo, que tras hibernarlo llevándolo al pasado para escapar al ataque del futuro invasor de la Tierra, lo ha devuelto a una medida correcta de Tiempo-Espacio para que viniese a contarte la aventura de marras? ¿Cómo le llamarías, Walt Lambert?

El periodista no se molestó en indicar una acalorada controversia acerca del escepticismo de su amigo.

Contaba de antemano con aquella tesitura.

—Sé que resulta increíble, Robin —aceptó—, Pero...

—Pero es verdad. Un bonito slogan. Walt. Pero que los publicistas ya no emplean por arcaico. Tengo la sensación de que has trabajado duramente dos años sin tomarte un reposo. La hora ha llegado, Walt. Debes descansar. Tómate unas vacaciones. Eres el «Genio», lo sé. Pero alguien habrá que pueda sustituirte un par o tres de semanas en el «Space Herald», ¿no?

El periodista, procurando armarse de paciencia eludiendo reacciones explosivas; gritos o excitación visible que a la postre redundaría en perjuicio de su relato, dijo:

—Entiendo, comprendo, admito y justifico tu postura. Sé que suena a relato de ficción... sé todo lo que tú quieras. Pero no te permito que dudes de mi equilibrio mental, Robin.

—No he dicho eso, Walt —adujo acremente el agente de la Cosmopol—. Sólo he apuntado que necesitas un deseo. Y te lo he dicho como amigo. Yo soy un policía del espacio, no un psicólogo, ni un psiquiatra, ni nada por el estilo. Soy Robin Howard, compañero de la infancia de Walt Lambert, al que quiero y aprecio.

—Robin... —arrastró Lambert letra por letra.

— ¿Sí?

— ¡Ellos están ahí! ¡Ahí afuera! En algún punto del cosmos que recorréis con vuestras naves en una ínfima parte. Los seres de Mente están ahí... ¡están, lo creas o no! Dispuestos a concretar su proyecto. Luchan agónicamente por su subsistencia. Y no les importa para conseguirlo, ser causantes de nuestro exterminio. ¡Tienes que ayudarme!

— ¿Cómo, Walt, cómo?

— ¡Dando crédito a mi relato!

— ¿Pretendes que nos encierren a los dos, amigo?

— ¡Mierda!

—Por favor, Walt, cálmate —sugirió el hombre de la Cosmopol. Añadiendo, conciliador—: ¿Supones que aunque yo admitiese a pies juntillas lo que me cuentas... alguien, alguna personalidad del mundo, algún mendigo tan siquiera, nos iba a creer? ¡No!

— ¡Hay que impedir el lanzamiento del «Buspace I»! Lo ha dicho Aurea. ¡Y ella me ha demostrado su honestidad hacia nosotros! ¡Ha venido a advertirnos! Y su primera advertencia es que ese artefacto no caiga al espacio, Robin.

— ¿Por qué no se lo cuentas a Maximillian Tracy, responsable científico y técnico de la Secretaría Galáctica?

Walt, se enderezó. Tenso como un cable, dijo:

—Es posible que tengas razón. Mucha razón, Robin —y se puso en pie saliendo disparado de la estancia, al tiempo qué exclamaba:

— ¡Gracias por haberme escuchado, amigo! Y por tu orientación sobre todo.

Guando Lambert apenas había cruzado el umbral del despacho, el agente de la Cosmopol pulsó unas teclas de su videófono, anunciando:

—A todas las unidades de Seguridad del edificio... ¡atención! Detengan a un hombre llamado Walter Lambert que acaba de salir de mi oficina. Es periodista y peligroso. Puede que vaya armado. Paso por video su fotografía. —E insistió—: ¡Atención a todos! Debe impedirse a toda costa la salida del edificio de un individuo llamado Walter Lambert. Es periodista y peligroso. Puede que vaya armado...

Walt había doblado un recodo del pasillo y se detuvo frente a la puertecilla del turboelevador.

— ¡Eh, oiga, amigo! —exclamó alguien a su espalda.

Giró la cabeza.

— ¿Es a mí, agente?

— ¿Se llama usted Walter Lambert, no? —preguntó a su vez el de uniforme y metralleta láser colgando del hombro.

—Sí... —Walt entendió que algo no marchaba bien—. ¿Por qué?

El guardia de seguridad lo encañonó sin titubear.

— ¡No se mueva, Walter Lambert! ¡Está detenido!

El periodista hizo un amago de agresión. El otro movió ominosamente el cañón de la metralleta, sentenciando:

—No me obligue a carbonizarlo, Lambert. Por favor.

Dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo mientras su pensamiento, escupía: «Robín, eres un hijo de puta allí donde los haya». Y en voz alta:

—Tranquilo, agente. No me muevo.

*  *  *

Harry McKean, comandante en jefe del destacamento de la Cosmopol en Los Ángeles, hombre de facciones rudas, avinagradas y expresividad casi agresiva, dijo:

—No podemos permitir que ande por ahí sembrando el pánico y la alarma, Lambert.

—Usted no es quién para ordenar mi confinamiento.

—Cuestión de conceptos, simplemente —sonrió, despectivo, el comandante. Puntualizando- : Pero, para su tranquilidad y para que no quede en entredicho mi postura en este absurdo asunto, le comunico que acabo de cambiar opiniones con Everett Young. ¿Sabe quién es Everett Young?

—El secretario de Defensa.

—Bien. Me cumple que esté usted tan bien informado —se burló McKean. Sentenciando—: Míster Young piensa exactamente lo que yo. Que hasta que no se determine científicamente su actual condición psíquica, deberá usted ser... digamos internado en la unidad intensiva de cuidados psiquiátricos de la Nación. Los médicos le reconocerán emitiendo un informe completo acerca del estado de su situación mental.

— ¡Es usted un estúpido obcecado, comandante!

— ¿Quiere añadir a su complicada situación los cargos necesarios para que le juzgue un Consejo Militar, Lambert?

Apretó los dientes.

Todo cuanto dijera redundaría en su contra.

— ¡Llévenselo! —ordenó el comandante McKean a los guardias de seguridad.

Fue recluido en un calabozo del edificio mientras se iniciaban los trámites correspondientes a su traslado a la unidad intensiva de cuidados psíquicos. Incluso dentro de la celda lo dejaron esposado. Precaución que normalmente no se utilizaba ni contra los más peligrosos criminales porque aquellos recintos eran de alta seguridad.

El trato con él estaba resultando degradante y ofensivo.

Puede que dentro de poco, la humanidad maldijera el escepticismo despótico de Harry McKean y la traición a un amigo leal de Robin Howard.

Tenía que salir de aquel cubículo de peladas paredes.

¿Cómo?

Y la palabra, la exclamación, más que brotar pareció ser arrancada de sus cuerdas vocales. Gritó:

— ¡Aurea...! ¡Te necesito más que nunca! ¡AUREA!

Silencio en torno suyo.

Agobiante y sepulcral silencio.

— ¡Aurea, Aurea... AUREA! —insistió y repitió con patetismo, con desesperación genuina.

Ni un susurro.

Iba a gritar por tercera vez, ahora con toda la potencia de sus pulmones, cuando un rayo blanquecino de cegadora intensidad, resplandeció frente a sus ojos obligándole a cerrarlos.

Parpadeó, después, dolorido, a causa del fogonazo.

Del impresionante flash que había deslumbrado sus retinas, ofreciendo una nívea e hiriente visión.

Tiró luego de los párpados, precautorio.

Estaba allí.

Se había materializado con toda su inmensa hermosura y con una dulce sonrisa agrietando aún más la pulpa roja de sus frutales labios.

— ¡Aurea! ¿De veras eres...?

—Soy yo, Walt.

La miró como para cerciorarse.

— ¡Ya ves! —exclamó luego—. Este es el resultado de mi primer intento por alertar a la humanidad. ¿Qué hacemos ahora, Aurea?

—Salir de aquí, no te parece. Tu misión sólo ha hecho que empezar y tienes que continuarla. El reloj avanza y la hora de lanzar el «Buspace I» se acerca.

— ¿Salir? —repitió—. ¿Cómo...? —y comprendiendo que acababa de preguntar una tontería si se tenía en cuenta el poder de concentración del aparato pensante de la maravillosa hembra, rectificó, bromeando ahora—: Sorpréndeme, princesa.

Aurea amplió su dulce y excitante sonrisa.

—De acuerdo...

— ¡Espera, pequeña!

— ¿Qué sucede, Walt?

Por toda respuesta, el periodista dio un paso adelante, ciñó la breve cintura de aquella criatura caída del cielo, humana pero perfecta, llena de Energía y Poder, estallando su boca contra la de ella. Saboreándola con avaricia.

Lambert no esperaba reacción Consciente de la condición superior de aquel ser, sólo esperó hallar frialdad y distancia en sus labios. Y la respuesta fue grata y maravillosa. Porque Aurea entreabrió su boca para recibir la del muchacho y libó en sus labios fruiciosamente, trasladándole la humedad de su paladar, el tibio contacto de su lengua... apretándose contra Walt para que éste sintiera eclosionar contra su torso el calor de sus pechos enhiestos como montículos de granito.

— ¡Eres deliciosa. Aurea! ¿Tú que puedes leer mi pensamiento... dime si me he enamorado de ti?

—Sí —afirmó—. Pero pasará.

—No quiero que pase nunca, Aurea. ¡Te lo juro!

—Walt, por favor. El tiempo apremia...

—Sí. Tienes razón.  ¿Pero me prometes que en otro momento hablaremos de este asunto?

—Lo prometo —volvió a sonreír ella—, Y ahora, tenemos que marcharnos.

Lambert dirigió la mirada de sus azuladas pupilas, transparentes y enamoradas como nunca, el rostro entre angelical y pícaro de aquella hembra hermosa que ni con el pensamiento se atrevía a calificar de alienígena, aún sabedor y consciente de su inmenso poder.

La vio alzar aquel minúsculo aparato que llevaba colgado del cuello por medio de una fina correa y en el que hasta entonces no había reparado. Parecía un microimpresionador de imágenes.

Ella preparó el objetivo como si en verdad fuera a impresionar su imagen.

— ¿Qué vas a hacer? —no pudo resistir la pregunta.

Y Aurea, de la forma más natural, repuso:

—Voy a desintegrarte para sacarte de aquí atomizado. No hay otra solución, Walt.

Desorbitó los ojos.

— ¡Aurea! ¡Pero eso puede...!

—No es peligroso. Walt. ¿Crees que sería capaz de correr el menor riesgo contigo?

—No... —admitió, intentando sonreír sin conseguirlo.

—Tranquilo entonces. Este medio de transporte ha obsesionado a los científicos de la Tierra durante los últimos años.

Pero sigue siendo una utopía para ellos. ¿Preparado, Walt?

Tragó saliva.

-Si...

Aurea presionó con suavidad el disparador de aquel extraño artilugio.

Brotó una ráfaga fugaz de ocre destello y Walter Lambert se disolvió totalmente, desapareciendo.

Entonces, habló Aurea:

—Lista para ser magnetotransportada, Zlay.

Y al instante, desapareció, como antes el periodista al ser engullido por el estallido ocre surgido del supuesto microimpresionador de imágenes.

Cuando el guardia de seguridad abrió la puerta de la celda se quedó estupefacto.

Negándose a dar crédito a lo que sus ojos estaban contemplando.

— ¡Cielo santo! ¡No está! ¡Ha desaparecido! ¡Pero...!

Cómo? ¿De qué forma? —y dándose cuenta de lo que aquejo iba a suponer para él, articuló, trémulo—: ¡Nadie me libra de un Consejo Militar!

Y consciente de que no debía agravar más su delicada situación procedió, de inmediato, a causar la alarma sobre la fuga del preso.

* * *

Teresa White, con los ojazos fijos en la imagen que reproducía la pantalla de su videófono, casi tratando de meterla dentro de sí y no permitir que se escapase nunca, gimió:

— ¡Walt, Walt... por favor! ¿Es qué te has vuelto loco?

—No, «secre» no —trató de sonreírle él. Bromeando—: Sigo siendo el «Genio», el hombre que tú más deseas y el que mejor acaricia tu traserito cuco.

— ¡No es hora de bromear, Walt! —se desesperó la explosiva hembra de pechos apocalípticos. Advirtiendo—: Los de la Cosmopol han estado aquí con tu amigo Robin a la cabeza.

—Suponía eso, prenda. ¿Me harás un favor?

— ¡Todos los que quieras, Walt! Estoy dispuesta a morir por ti si es necesario.

—Tampoco es eso, pequeña. Y no te permito que dramatices, ¿eh? Sólo que prestes mucha atención a lo que se habla de mí a tu alrededor. Cualquier palabra, una conversación... ¿Entiendes?

— ¿Te refieres a algo que pueda perjudicarte?

— ¡Exacto! Buena chica. Y lista. ¡Ah y dile a nuestro director que volveré! Adviértele que le digan lo que le digan, no estoy loco. Que tengo un importante asunto entre manos, algo trascendental, a lo que ahora me debo consagrar en cuerpo y alma. Pero que volveré. Para narrar en nuestro periódico, por capítulos, la historia más alucinante que jamás ha vivido la humanidad desde sus orígenes. ¿De acuerdo?

— ¡Walt...! —exclamó, angustiada, la pelirroja.

— ¿Sí...?

— ¿De verdad que no... que no estás loco?

—Te juro que no, prenda. ¿Crees que me estoy comportando como un loco?

La vio dudar.

—No... ¡Pero Robin ha dicho...! —se interrumpió, reanudando la exclamación pero sustituyendo la simple vehemencia por un tono precautorio y advertidor—: ¡Hablando de Robín, Walt! Le he oído comentar con uno de los jefes que le han acompañado hasta aquí, la conveniencia de montar un estricto servicio de seguridad en torno a la «Pacific Plataforma» y en general, alrededor de Maximilliam Tracy. Y el otro, que cabeceaba contundente a cada palabra de Robin, ha añadido... lo recuerdo textual: «.Para evitar nuevas jugarretas de ese demente, cursaré instrucciones a Washington para que todos los miembros de seguridad destacados en la «Pacific Plataforma» utilicen pistolas anestésicas. Debemos inutilizarle física, pero sobre todo psíquicamente».

Eso ha dicho, Walter —y tras una pausa fugaz, añadió--: Entonces, nerviosa como estaba, no he captado la profundidad de esas palabras, pero ahora...

— ¡Gracias, preciosa! ¿Lo ves? Ya me has prestado tu primer servicio. Algún día, la humanidad le pondrá tu nombre a una avenida en cada ciudad importante del mundo. Tengo que irme, Teresa.

— ¡Walt, por Dios! ¡Cuídate mucho!

—Lo haré. Palabra.

Y la imagen se esfumó al quedar cortada la comunicación.

Mientras el periodista, en el lugar donde se hallaba, murmuró:

—Conque pistolas anestésicas, ¿eh? 

Y acabó por sonreír con olímpica superioridad. Casi con desdén diríase.