Walter Lambert era un hombre dinámico, arrollador, casi agresivo, con cara de niño malo. De esos niños que en la escuela sorprenden a propios y extraños porque siempre lo saben todo. De esos niños que conjugan su inteligencia con una rara habilidad, con un precoz disponibilidad para llevar a cabo todas las perrerías habidas y por haber.
Walter Lambert, por eso, porque siempre había sido uh chico listo, precoz, se licenció jovencísimo, con brillantes notas y con el número uno en todas las materias... se licenció, decimos, en Ciencias de la Información.
Y a sus veintidós años (erre que erre en su precocidad), con sólo dos en la empresa, era ya el redactor jefe del Space Herald. Y no sólo eso: era el paño de lágrimas de sus colegas y subordinados. La respuesta a cualquier pregunta. La solución al más difícil problema. La piedra filosofal capaz de transformar dos simples líneas aparecidas en la computadora en una noticia sensacionalista de primera página.
Le llamaban cariñosa y amigablemente: «Genio».
Seguía sabiéndolo todo, como en la escuela.
Y como en la escuela también, seguía dispuesto a ser el artífice de toda clase de perrerías.
Claro que, las perrerías o como quisieran llamarles del Walter Lambert de veintidós años, ya no eran las mismas que las del Walter Lambert del colegio.
No eran las mismas, desde luego.
Ahora ya merecían otro calificativo.
Como estaba sucediendo en aquel instante en que, mientras repasaba o fingía repasar unos artículos que su secretaria acababa de ponerle encima de la mesa, la diestra del redactor jefe se empecinaba en planchar la corta faldita de la muchacha precisamente a la altura de sus prietos, redonditos, y apetecibles glúteos.
—Tienes unas carnes muy duras, muñeca. Agradables al tacto. ¿Te lo he dicho alguna vez, «secre»?
Teresa White le fulminó con la mirada. Pero eso, sólo era de pupilas afuera. De cerebro adentro deseaba que él siguiera con tan delicioso sobo, porque al simple contacto de su mano, ella, vislumbraba el éxtasis tan cerca que casi estallaba.
Pero se vio obligada a contestar, interrogante también:
— ¿Te he dicho yo alguna vez, «Genio», que tienes la cara de mármol?
— ¡Sí sólo fuera la cara! Tengo otras cosas como el mármol. Pero que entran en calor al punto. Tú lo sabes, pequeña. ¿O no?
— ¡Vete al cuerno! ¡Y quita la mano de ahí!
Puso cara de niño triste. De niño que no comprende el porqué de aquel castigo.
— ¿Cómo...? ¿Qué quite la mano... mi mano? ¡Pero...! ¡Oh, Teresa, no lo esperaba de ti! ¡Juro que no lo esperaba! —hizo una serie de trágicos aspavientos que le daban el pego a quien no conociera a Lambert. Siguiendo: — ¡Pero...! ¿Acaso hay alguien en este cochino planeta, o en los ya descubiertos, o en aquellos en los que se supone hay vida animal... que pueda acariciar tu delicioso culito con mejor estilo y mayor esmero que yo? ¡Teresa, Teresa, tú sabes que eso no es posible!
— ¡Eres... eres, yo qué sé lo que eres! Un cínico, sí. Cruel además. Que gozas burlándote de los sentimientos de una pobre chica tonta que se deja...
— ¡Teresa, Teresa, por favor! ¡No me digas eso! Me pones triste. Me haces sentir terriblemente culpable. Me condenas a esperar tu perdón. ¡No puedes hacer eso con mi alma! ¿Verdad que no, preciosa? —alzó hacia ella sus ojos ahora suplicantes. Los dedos de la diestra reanudaron el reconocimiento—. ¡Oh, Teresa, oh! ¡Qué traserito más cuco! Es pura delicia al tacto...
— ¡Basta ya, Walter! Basta de burlas.
— ¿Burlas...? ¿Has dicho burlas? ¡Oh, no, de verdad que no! Yo te...
—Tú no me amas, así que no lo digas —se quejó la preciosa pelirroja y añadió—: Ni a mí ni a nadie. Sólo te quieres a ti, Walt.
— ¿Me estás acusando de...?
—Egoísta.
— ¿De veras?
Y extendió la mano hacia arriba atrapando la tupida trenza que entrecruzaba en sedosa amalgama los pelirrojos cabellos de la secretaria, tirando abajo, suave, para salir con su boca al encuentro de la de ella devorando sus carnosos labios hasta exprimirle aquel zumo joven y húmedo que destilaban.
Teresa, cabalgando sus pechos como enloquecidos a causa de la asfixia, jadeó:
— ¡Nos verán...!
— ¿Prejuicios a estas alturas? ¡Qué importa que nos vean, preciosa!
Y tirando otra vez de la trenza prolongó al máximo que le permitía la capacidad de sus pulmones aquella fruiciosa caricia.
—Abusas y abusas... —se derrotó la pelirroja de espeluznantes encantos, de lujuriosa exhaustividad—, ¡abusas por qué me tienes loca perdida!
— ¡Cuántas quisieran que abusara de ellas... ay! ¿Te das cuenta, bonita, de la suerte que tienes? ¡Y aún a veces me lo pagas con reproches, con insultos! ¿Sabes la de mujeres que están locas por mí, que no comen ni duermen pensando en este apuesto mortal... y yo, ni puto caso? Al menos tú, Teresa... ¡al menos tú tienes la inmensa suerte de hacerme tuyo cuando quieres! Y yo, no te reprocho esa avaricia con la que usas de mí y de mis varoniles encantos. ¿Has escuchado alguna vez una queja, un lamento de mis labios? ¡No! Al contrario. Teresa, Teresa, ¿de verdad... qué más quieres pedirle a la vida?
—He llegado a la conclusión de que no sé si finges, si te burlas... o si crees de veras todo lo que dices.
— ¡Claro que lo creo! —protestó encorajinado—. ¡Claro! ¿Piensas que no estoy capacitado para comprender la pasión que despierto en ti y en todas las demás? ¡Pues lo estoy! Y sufro por ellas al ver como se esfuerzan, conteniéndose, cuando paso por su lado. Leo en sus ojos la necesidad de abalanzarse sobre mí y abrazarme, besar mi boca apasionadamente... ¡Pobrecitas! ¡Claro que lo creo! Por eso he dejado de mirarme al espejo por las mañanas.
La última frase sorprendió a la pelirroja. Y tonta ella, inquirió:
— ¿Por qué...?
—Porque estoy tan enorme que me amaría apasionadamente, me destrozaría de amor...
— ¡Vete al cuerno, imbécil! —se cabreó la explosiva Teresa.
Saliendo del despacho del redactor jefe, a renglón seguido, en un arranque de fugaz dignidad. Meneando aquellas nalgas explosivas, deseables, en las que tanto gozaba el cínico Walter Lambert.
— ¡Qué muñequita tan Cándida! —sonrió el muchacho. Añadiendo por lo bajo:
— Y tan golfa...
Se enfrascó en la lectura de los artículos hasta que zumbó el videófono.
Pulsó la tecla de entrada y le sorprendió el hecho de que se reflejara en la pantalla el rostro dulce de la videofonista en lugar del de quien trataba de establecer comunicación con él,
— ¿Qué ocurre, Senta?
—Algo extraño, Walt —observó la expresión confusa de la bella trigueña de enormes y chispeantes ojos almendra—. Se trata de una llamada para ti.
— ¿Y eso es extraño, prenda?
—Sí, Walt. Porque la comunicación no va acompañada de imagen.
— ¿Y hay voz? —volvió a sorprenderse él.
—Hay voz.
—Pásame.
—Bien. Ahora misma.
—Habla Walter Lambert, redactor jefe del Space Herald. ¿Quién llama?
Y un registro musical, tibio, arrullador como una melodía tropical de aquellas que habían hecho estremecer de pasión a sus antepasados, llegó hasta el oído del periodista, acariciándolo más que hablándole.
Y se expresó así:
—No creo que mi nombre sirva de mucho, señor Lambert.
—Lamento no compartir su opinión, señorita —podía ser señora, pero lo que sí estaba claro para Lambert era que la voz pertenecía a una mujer, independientemente de su estado civil—. Y no creo que le extrañe el que me guste saber con quién hablo, ¿verdad?
—Me llamo Aurea —susurró la fonía acariciante de la hembra.
—El hombre suena tan bonito como dulce suena su voz. ¿Qué puedo hacer por usted, Aurea?
—Tenemos que hablar, señor Lambert —creyó el periodista que ahora, en aquel registro cálido y suave, vibraba una nota discordante: una nota que mezclaba el temor y la necesidad.
Anunció:
—Bien. La escucho.
—No a través del videófono, señor Lambert.
—Le doy mi palabra de que nadie puede oírnos.
—Nadie de los suyos. Pero debo tomar precauciones. No a través del videófono. Tenemos que vernos, señor Lambert.
En el oído del periodista aún repiqueteaba, como el eco del bronce, la entonación con que ella había pronunciado: suyos. Preguntó, puesto ahora en guardia.
— ¿Intenta usted tomarme el pelo, amiguita?
—Señor Lambert —la voz ahora, por vez primera, entonó matices graves, secos—, ¿me oye bien?
—Sí.
—Pues entonces, si desea que su mundo siga siendo plácido, tranquilo, y sobre todo, que siga existiendo... tenemos que hablar usted y yo, cuanto antes.
Walter se puso rígido. Tenso como un cable. Porque algo le dijo muy dentro de sí que no se trataba de ninguna broma.
— ¿Dónde, Aurea?
—Dentro de una hora. La carretera que conduce de Santa Bárbara a Glendale tiene un desvío, como a cinco millas, poco antes de cruzar Simi Valley. Tome ese desvío y ya me encontrará.
— ¡Oiga...!
Aurea, su anónima comunicante, anónima porque el video no había reflejado la imagen; Aurea, su misteriosa comunicante, misteriosa porque se había expresado con ambigüedad sembrando la duda, con sus palabras, en el cerebro del periodista... Aurea, simplemente Aurea, había interrumpido la comunicación.
Walter se puso en pie. Y desentendiéndose de artículos, del periódico, y de todo lo que no fuese aquella desconcertante llamada, salió de su despacho con presteza y premura.
Cruzó, sin mirarla apenas, por el de su «secre».
— ¡Eh, «Genio»! ¿Dónde vas?
—A descubrir nuevos traseros, preciosa.
— ¡Puerco!
Apenas un minuto después, Walter, a bordo de aeromóvil, se elevó hasta el cuarto carril circulatorio, único que carecía de limitación de velocidad. Maniobró en el tablier electrónico para fijar ruta y destino, abandonando el vehículo a la conducción automática en sus pensamientos.
Aurea...
¿Quién era Aurea?
Recordó también la extraña entonación con que había pronunciado la palabra: suyos.
Y... su mundo.
—Mi mundo... —repitió el periodista con un leve y maquinal movimiento de labios. Y al instante la pregunta golpeó su cerebro como un martillo vibratorio, tomando sonido en su boca—: ¿De qué mundo vienes tú, Aurea?
¿Y por qué tenía que venir de otro mundo? ¿Por qué?
Se mordió el labio inferior y después cerró la boca con fuerza.
Tratando, inclusive, de no pensar.
Eso, ya era más difícil.
—Aurea...
Tomó los mandos del aeromóvil para descender al primer carril circulatorio.
El desvío terrestre había quedado atrás cosa de un par de minutos.
Escrutó a su alrededor, mirando abajo, conforme reducía la velocidad en ruta.
Hasta captar en tierra, como trescientos metros por debajo, un amplio claro rodeado de arbustos y agreste vegetación. Una redonda marronácea, casi ofensiva, que aumentaba la explosividad lujuriosa de la catarata de verdor que la rodeaba.
—Tiene que ser ahí. Por fuerza —razonó.
Efectuando un rápido y perfecto descenso estacionó el aeromóvil en las inmediaciones del claro, entre los troncos de dos gruesos y elevadísimos árboles, para protegerlo del calor, en parte, y sobre todo de alguna mirada indiscreta.
Sacudió su dorada melena al tiempo que inspeccionaba los alrededores con un vistazo veloz pero escrutador.
Nada.
Allí no había nadie
Lo que sí había arriba, en lo alto del firmamento, era un sol despiadado.
Un sol de justicia, que sin ella, escupía sus rayos calcinadores, como un láser natural, contra los humanos y su planeta.
—A veces —murmuró—, pagaría porque me enviasen de corresponsal a cualquier Estación Cósmica, o Satelidromo Interplanetario, o galaxia donde no se conozca el Sol. Cerca del año dos mil trescientos y a ningún erudito de laboratorio se le ha ocurrido inventar un toldo para protegernos del Sol. ¡Claro! Solo piensan en descubrir planetas y más planetas, sistemas, constelaciones... ¡ahora andan locos con el Buspace ese que rendirá la primera visita científica a Mercurio! Pero del toldo... ¡nada! ¡Puñeta con el sol, como pega!
Calló, al darse cuenta de que hablaba solo, como los locos.
—Es que la llamada de esa chica —volvió a mover los labios—, mea culpa, me ha revolucionado. Aurea... ¿Pero dónde se habrá metido?
Le echó una ojeada al cronósfero.
—Es la hora. Hace una hora que me ha llamado... ¡leche con el sol! Si lo hubiera sabido me habría traído el casco, o al menos la gorra que me pongo para ir al estadio.
Se protegió los ojos con la derecha, a modo de visera, para mirar arriba.
Como si algo le dijera dentro de sí que Aurea tenía que llegar de arriba, del cielo, emergiendo por entre los rayos abrasadores de aquel maldito Sol...
El Sol, sí.
Que estalló de repente.
Que se hizo en pedazos. Pedazos de fuego que caían como gigantescas teas sobre la faz de la Tierra.
Y la conmoción.
Horrible la conmoción.
Walter Lambert no se preguntó el cómo ni el porqué. Se lanzó de bruces a tierra buscando protegerse de aquel cataclismo que se avecinaba.
¿Cómo que se avecinaba?
¡Qué ya estaba allí!
La fuerza de algo muy parecido a una onda expansiva le ayudó, lo mismo que si una mano invisible arremetiera, violenta, contra su espalda, a catapultarse en el suelo.
El Sol había estallado y ahora estallaban sus tímpanos, las sienes, la cabeza...
¿Era el fin?
¿Por qué había de ser el fin?
En los oídos de Walter Lambert resonaron algo parecido a unas trompetas.
¿Las del Apocalipsis quizá?
Entonces era cierto. Era verdad que el mundo tenía fin. Que tenía que acabarse.
¿Por qué tenía que acabarse?
¿Por qué así, sin explicación?
¿Y Aurea? ¿Dónde estaba la autora de la llamada que lo había llevado allí? Allí, a contemplar de cerca, a sentir sobre su ser el final de la Creación.
¿Por qué si el Sol había estallado... la Creación concluiría, no?
Silencio.
Ya no había luz.
Walter Lambert tuvo que dejar de pensar porque su cerebro se había perdido por un ininterminable pasillo de tinieblas. Por un túnel sinfín. Por un camino que cruzaba el Tiempo a velocidad de vértigo pero que no tenía principio ni final.
Estaba en el Espacio y pasaba por el tiempo. Respondía a una extraña ley de la relatividad.
Tras el estallido del Sol y todas aquellas sensaciones, él, Walter Lambert, se había perdido en una dimensión donde todo era relativo.
El Tiempo...
¿Dónde estaba, ahora, la exactitud del Tiempo?
Bajo la nube que adormecía más y más sus engramas, Walter se diluyó dentro de sí, sintiendo que las preguntas se ahogaban, que la voz del otro yo se apagaba, que la vida se iba de su ser, que el llamado espíritu abandonaba su cuerpo, que se estaba produciendo la deserción de la Inteligencia en la materia...
Era consciente de que no tenía consciencia. De que estaba dejando de ser un ente creado. La materia se dilucía huérfana ya de la fuerza invisible del poder etéreo.
El, Walter Lambert, se estaba perdiendo. El... no era nada.
Círculos concéntricos en la oscuridad interminable. Ni principio ni fin. Otra dimensión.
Todo se había quedado allá, en el Tiempo.
— ¡Adiós!
No ocurría nada. Y sucedía todo. ;
Una espiral sin fin. Larga e inconclusa. Infinita seguramente.
— ¡Adiós!