CAPÍTULO III

Walter Lambert, al recobrar su correcta ubicación en el Espacio-Tiempo hallándose, incomprensible y cómodamente sentado en el interior de su aerovía, entendió que por encima de todo y antes que nada, debía hacerse a su propia realidad.

¿Realidad?

Sí, admitió, realidad. Porque él no estaba loco, su equilibrio mental era correctísimo, y en consecuencia, los hechos acaecidos eran totalmente verídicos. Eran, sí, su propia realidad. La realidad que tenía que admitir como punto de partida.

Tomada la debida consciencia de los hechos vividos... ¿vividos?, tenía que trasladarlos a quienes, como él, estaban amenazados por un terrible peligro de extinción.

Tres cuartas partes de los humanos estaban sentenciados por un ser poderoso de otra galaxia, llamado Mente.

¿Mente...? ¡Qué extraño! ¿Por qué se llamaba Mente? ¿Y qué importancia podía tener cómo se llamara o dejara de llamarse?

—Me parece que empiezo a tener filtraciones en la «azotea» —trató de sonreírse—, ¡Y no es para menos, bien mirado! Con un montón de miles de millones de seres humanos... ¡y tengo que ser yo precisamente! Y puede que el día de mañana, el año de mañana o el siglo de mañana, ¡ni me lo agradezcan tan siquiera! Seguro que la historia de la humanidad no tendrá ni una breve cita con mi nombre. ¡De desagradecidos el cosmos está lleno! Bueno, a lo peor no podrán recordar mi apellido porque ese reaccionario llamado Mente... bonito nombre, ¿eh?, nos habrá convertido en perritos falderos. A mí, si es tan gentil de destinarme al servicio de una hermosa hembra, tampoco lo pasaré mal. En fin, ironías aparte, tengo la obligación de evitar, según Aurea y por la cuenta que me trae, que nos conviertan a todos en felpudos y esclavos de esos alienígenas... ¡Hombre, si todos son como Aurea! Todas, claro.

En fin...

Aurea...

¡Qué maravilla de mujer!

Walt Lambert, en medio de aquella divagación entre absurda, inhibitoria y cómica, puede incluso que el fondo dramática, se puso tenso, casi rígido, al oír con toda nitidez la voz de ella, de Aurea, repitiendo un interrogante que ya había formulado a bordo de la nave:

« ¿Eres capaz de tomarte en serio algo importante y grave?»

El periodista, pegando un respingo, miró en derredor.

Nada.

La vegetación agreste y lujuriosa, los árboles de gruesos troncos y nervudas ramas, aquel claro marronáceo enmarcado por ellos...

Nada.

— ¡Aurea! —gritó, como esperando que ella le oyese. Como esperando respuesta a su llamada.

Oyendo, como en off:

«...algo importante y grave.»

Importante y grave.

Volvió a sus meditaciones tras convencerse de que estaba totalmente solo en aquel desértico paraje.

Importante y grave, sí.

Se acercaba un apocalipsis.

Invasión y parcial exterminio...

Aurea tenía mucha razón. Toda la razón del universo. Muchísima razón.

Pero... ¿qué argumentos iba a utilizar? ¿Qué pruebas sólidas, tangibles, humanas por así decirlo, podía exhibir, aportar, para afianzar la credibilidad de su relato?

Lo del manicomio — ¡mal mirado desde luego!— podía acabar siendo una triste realidad.

Trágica realidad. Tan trágica como aquella que encarnaba un personaje llamado Mente y sus entes creados.

Tenía que intentarlo. Fuera como fuese.

Porque todo era verdad. Terrible verdad.

¡Porque Aurea existía!

Más animado por aquella final autoarenga, excitado inclusive por la necesidad urgente de actuar ya, Lambert se puso en acción.

¡Aurea existía, sí!

Y no se había molestado en efectuar todo aquel montaje persiguiendo un impacto exhibicionista de sus poderes que ella para nada necesitaba. Más bien, Aurea, se había arriesgado en su intento de alertar a los terrícolas... arriesgar quizá era relativo si se consideraba el enorme poder de su Energía, la gama sorprendente e insólita de sus inverosímiles recursos, la Fuerza de su aparato pensante; bueno, de una forma u otra, con riesgo o sin él, que en el fondo sí lo había, Aurea había venido como un ángel de la guarda para los humanoides.

— ¿Ángel de la guarda, eh? —habló en voz alta—. ¡Walt, Walt..., que te fallan los motores! ¿A quién pretendes convencer con esa historia? Es real, es verídica, pero... ¿de veras piensas que alguien la va a aceptar?

¡Había que intentarlo!

Por la propia humanidad.

Por Aurea incluso.

Walt se puso en marcha, ya.

Activó el funcionamiento del aeromóvil ascendiendo al cuarto circulatorio. Fijando el rumbo y programando la dirección destino frente al edificio flotando de la Cosmopol.

Robin Howard era el gráfico «clavo ardiente» al que tenía que agarrarse en su hipotético naufragio en el mar de la incomprensión y el escepticismo humanos.

Su única y mayor esperanza.

Su íntimo amigo Robin.

Por vínculos de infancia, amistad y por su condición de miembro de la Policía del Cosmos, no había nadie más indicado que Robin Howard para escuchar su sorprendente historia.

* * *

Una vez aparcado su aerovehículo en la multiesfera de estacionamiento situada anexa al edificio, que dividía sus plataformas circulares de admisión para aceptar desde pequeñas naves de caza ultrasónicas empleadas por los agentes de la Cosmopol en misiones rutinarias hasta voladores utilitarios como el tripulado por el periodista, Lambert descendió por dentro de un toboascensor hasta la puerta central de la enorme construcción.

La sede de la Cosmopol en Los Ángeles. California, se erguía magnificente en aquellos terrenos que años ha habían ocupado los florecientes estudios de la cinematografía, en aquel Hollywood americano y mundial a un tiempo, en la meca del séptimo arte, donde los sueños de un reducido número de privilegiados habían alcanzado rutilante esplendor y gloria, se habían hecho exultante realidad... mientras las ilusiones de una mayoría, las vanas esperanzas del efímero triunfo terreno, se habían ahogado y diluido para siempre dejando paso a la decepción, al alcohol, las drogas, la prostitución, la ruina física y moral, y por último el suicidio.

Dónde habían vivido platos, escenarios, cámaras, luces y millones de metros de celuloide, éxito y fama para pocos y tragedia para los más, se erguía, hoy, en pleno siglo XXIII, el impresionante edificio de la Cosmopol.

En el 2287 no quedaba ya ningún vestigio del rutilante estrellato de Hollywood, ni tan siguiera una fugaz visión de los bungalows y cottages que habitaron en su día los monstruos sagrados de la pantalla. Sólo historia. Y quizá, ni eso. Nombres como el de Clark Gable, Orson Welles, Henry Fonda, Warren Oates. Humphrey Bogart, Vicente Minnelli, Francis Ford Coppola. Rock Hudson y un larguísimo etcétera, no pasaban de ser curiosidades de una época, perdida en las páginas del olvido.

Lo que había solazado, deleitado, entusiasmado y apasionado al mundo en el transcurso de muchas generaciones, tan siquiera tenía hoy un lugar en el recuerdo.

Walter había estudiado algo sobre aquella historia como una más de las asignaturas absurdas y obligatorias que componían la licenciatura en Ciencias de la Información.

Asignaturas que luego, en la práctica, no servían para nada.

Pensó si pensaba en aquello para evadirse de otros pensamientos mucho más graves.

Importantes y graves.

Miró hacia arriba instintivamente.

La construcción era fabulosa. Cuadrangular. Con bastimento de aluminio ionizado y paredes transparentes de acero especial. Se mantenía en el aire por encima del último carril circulatorio urbano como si una mano mágica lo sostuviera. Sin base sólida, sin cimientos. La mano mágica era realmente un núcleo de energía cómica que circulando por el interior de unas toberas componía una invisible plataforma tan segura y sólida, tan firme, como la hubiera sido de asentarse en pilares incrustados en la tierra.

Cuando se hallaba a poca distancia de la puerta. Walt echó mano al bolsillo para extraer su credencial situado en el vestíbulo del edificio.

Avanzó, carnet en ristre, decidido.

Y los vio. Así de repente. De, súbito.

Abriendo mucho los ojos. Con genuina sorpresa. Con estupor.

Y... ¿por qué no decidirlo?, con miedo.

Porque Walter Lambert hubiese jurado y requetejurado que hacía un segundo, dos, tres a lo sumo, aquellos tipos no estaban allí.

No estaban, no. ¡Vive Dios que no estaban!

Porque él habla comprobado con una mirada que la distancia que le separaba de la puerta del edificio estaba totalmente desierta. Y hasta le había extrañado porque allí había el suficiente trasiego de personal como para que aquel sector estuviese, casi siempre, transitado.

Pero dos o tres segundos antes estaba desierto. No había nadie.

Nadie.

Walt había inclinado los ojos, instintivamente, hacia el bolsillo interior mientras buscaba la credencial, y al levantarlos, ya estaban ellos allí.

Los dos tipos.

Como caídos de una nube.

Pero él, Walter Lambert, sabía que no habían caído de ninguna nube.

Decidido, avanzó, haciendo como que los ignoraba.

— ¡Eh...! —exclamó uno de los individuos, dándole un codazo al otro—. ¡Mira! Es Lambert, el redactor jefe del Space Herald.

— ¡Sí...! —reconoció el otro. Y echó adelante una mano atrapando el brazo del periodista al tiempo que exclamaba—: ¡Señor Lambert! ¿No se acuerda de nosotros?

Era una mano férrea, brutal, presionante, con dedos que parecían garfios que se hincaban en la carne del periodista produciéndole un intenso dolor.

— ¡No los he visto en mi vida y ustedes lo saben! —escupió. Rugiendo—: ¡Suéltame ya, imbécil!

El tipo le miró desde el fondo de sus ojos extraños, muy claros. Tan claros que parecían no estar dentro de las órbitas.

—No grite ni insulte, Lambert. Queremos hablar con usted. Venga...

Entendía. Walt estaba entendiendo lo que aquello significaba. Y ahora estuvo total, completa y absolutamente seguro, de que todo, TODO, era real. Verídico. No había soñado nada. Aurea existía y su aviso era cierto, tan cierto, como que aquellos individuos de características humanas eran criaturas, entes de otro lugar en el espacio enviados para impedir que él, Walter Lambert, alertase a sus congéneres del horror que se cernía en torno al mundo humanoide.

—Está bien, está bien... —asintió—. ¿Pero le importa soltarme?

El individuo aflojó la presión de sus dedos férreos.

Entonces Walt le sacudió un punterazo en la boca del estómago.

— ¡Aaaag! —gruñó, doblándose ante la violencia del impacto.

— ¡Maldito! —bramó el otro tipo, abalanzándose hacia el periodista con una agilidad impropia de su envergadura—. ¡Ahora verás!

Walter sólo pudo evitar a medias la embestida. Su escorzo le salvó de recibir un demoledor trallazo en pleno rostro pero sí fue alcanzado en el tórax. Trastabilló atrás sintiendo retumbar sus vértebras y pulmones. Le faltaba el aire y acudían náuseas a su aparato digestivo.

Ahora un manotazo rebotó en su cara y mientras un vómito de bilis ensuciaba sus labios creyó volar como tres o cuatro metros por detrás suyo. El fulano cayó encima suyo, persiguiéndole en la caída, con ambas manos enroscadas férreamente en la garganta del periodista.

Lambert sintió que el edificio de la Cosmopol, gigantesco como nunca, giraba velozmente, igual que una peonza diabólica, a su alrededor. Que el acero de las ventanas estallaba en fragmentos y éstos iban a sepultarse en sus ojos nublándole la visión.

Un movimiento reflejo, cuando la asfixia de aquellas manazas se acentuaba amenazando mortalmente su existencia, le llevó a incrustar una rodilla en lo que suponía bajo vientre de su enemigo.

Nada. Ni se movió.

Walter, con las pupilas al borde de las órbitas, los labios amoratados, la lengua haciéndose áspera y enorme dentro del paladar, los pulmones al borde de la explosión y la Cosmopol viniendo encima de él, tuvo una fibra lúcida en su cerebro que le permitió pensar que era el fin.

Sin apocalipsis esta vez.

Su fin.

—Aurea... —dijo mentalmente.

Estoy aquí, Walter. Contigo. Estoy aquí. Dentro de tu cerebro. Y ahora tienes una fuerza enorme, un poder destructor que nada puede detener. Mira a ese ente, míralo, ¡MIRALO! ¡PUEDES DESINTEGRARLO CON SOLO TU MIRADA!

Sus pupilas, instintivamente, sus pupilas que ya se caían afuera de las órbitas, por espacio de diez o quince segundos se quedaron fijas, clavadas, esculpidas, en la faz de aquella bestia que lo ahogaba.

Un aura azul zigzagueó en torno del ente. Envolviéndolo. Comprimiendo su enorme envergadura. Fragmentándola.

Hasta que de ella no quedó nada.

¡Había desaparecido!

Sus ojos, su mirada... ¡lo habían desintegrado!

No se paró a pensar ni se entretuvo monologando sobre la sorpresa. Había otro ente allí, esperando.

Y ya cargaba contra él.

Pero al percatarse de la volatilización de su compañero detuvo la embestida, se quedó unos segundos en suspendo, articuló:

— ¡Garko...! ¡Te ha desintegrado!

Y al instante, desapareció en el ámbito. Como antes había sucedido con su congénere, pero él por propia voluntad.

Walter se llevó la mano a la garganta más por instinto que por otra cosa. Puesto que no sentía el más mínimo dolor ni secuelas de él. Tampoco palpaba las lógicas huellas que las manazas de aquel ente tenían que haber dejado, forzosamente, en el cuello.

¡Asombroso!

—Aurea... —susurró.

Pero esta vez no obtuvo respuesta.