11. Las cestas de la compra
Aquella misma tarde, Amelia, después de estar varias horas en su taller doméstico, ocupada en fabricar una preciosa cajonera de madera, decidió que ya estaba cansada de trabajar. Necesitaba algo nuevo en lo que entretenerse, y su nueva bicicleta, que había tenido delante todo el rato, no hacía más que distraerla. A un lado se encontraban las bolsas que usaba para cargar con la compra, y le hicieron pensar en lo incómodas que eran. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de construir una cesta que pudiera colocarse en el manillar. Al fin y al cabo tenía todas las herramientas y materiales necesarios, así que se puso manos a la obra y no terminó hasta bien entrada la noche.
Al día siguiente, se moría de ganas por probar el nuevo invento, pero era domingo y no le quedó más remedio que esperar veinticuatro horas.
El lunes se levantó temprano y fue de las primeras en llegar al mercado.
- ¿Qué es eso que llevas en la bici? ¡Qué feo! -dijo Odessa, en cuanto vio la bicicleta de Amelia.
- ¡Buenos días, Odessa! Te puede parecer raro, pero mira cuántas cosas caben dentro.
- ¡Ahí va! ¡Qué chulo, Amelia! -dijo Fángela con admiración-. ¿Dónde puedo conseguir una cesta para mi bici?
- Me la he fabricado yo. Ven a mi casa esta noche y te enseño cómo puedes construir una igual.
A la semana siguiente, había corrido la voz y muchos de los vecinos de Villalomas empezaron a llevar cestas parecidas. Berta no tardó en darse cuenta y ordenó a sus ayudantes que le trajeran una. Cuando la inspeccionó exclamó alarmada:
- ¡Menuda chatarra! ¡Ni siquiera caben mis salmones!
La pescadera probó con uno de sus pescados más preciados y observó que la cabeza y la cola sobresalían por los lados.
- Es cierto, jefa; demasiado pequeña -dijo uno de sus ayudantes.
- Si todo el mundo se acostumbra a usar estas cestas, ¡van a dejar de comprar salmón y comprarán solo sardinas! ¡Qué horror! Tenemos que hacer algo para evitarlo.
Al otro lado del pasillo, Kody tenía el mismo problema. Resultaba que aquellas cestas domésticas no eran muy prácticas para cargar las botellas de leche. Los lados eran demasiado bajos. Bastaba con una ligera inclinación para que las botellas se cayeran al suelo.
Esta vez Berta fue la primera en entrar en acción. Al día siguiente, llamó al fabricante de bicicletas para que acudiera a su casa. Al ser una de sus mejores clientes, el señor Dunlop no tardó en presentarse. La conversación tuvo lugar en el opulento salón de la comerciante más rica de Villalomas.
- Señor Dunlop, apuesto a que ya habrá observado esos ridículos artilugios que la gente pone en sus bicicletas últimamente.
- En efecto, señora.
- Tengo entendido que no los compran en su tienda. ¿No es así?
- ¡Oh, no! ¡Qué va! Se los construyen ellos mismos.
- Bien, estoy segura de que le interesaría vender una cesta de mayor calidad. De hecho, estoy dispuesta a financiar un diseño nuevo si se compromete a incorporar una cesta en todas las bicicletas.
- ¡Eso sería maravilloso, señora!
- Sí, pero hay una condición: no solo tienen que ser lo suficientemente espaciosas para que quepa mi pescado más grande, sino que, además, deberían tener una sección especial para el marisco.
- No hay problema, señora -dijo el señor Dunlop, convencido.
Mientras tanto, a Kody se le ocurrió una idea muy distinta. Con un poco de alambre que le sobraba de la granja, diseñó unos pequeños ganchos que se ajustaban perfectamente a los lados de las cestas caseras. Y a partir de entonces los incluyó en los cuellos de todas las botellas que vendía, para así facilitar su colocación en las cestas ya existentes. A sus clientes les encantó la idea, porque con aquella solución las botellas no ocupaban espacio dentro de la cesta y así cabían más productos del resto de la compra.
Desgraciadamente para Berta y el señor Dunlop, sus cestas extragrandes nunca lograron el éxito esperado. La gente, simplemente, no las compraba y, cuando adquirían una bicicleta nueva, normalmente las quitaban y ponían cestas caseras en su lugar.
Esta costumbre tuvo un beneficio añadido para Kody: al colgar las botellas a los lados de la cesta resultaban tan visibles que servían de anuncios móviles para su granja. Y lo más increíble de todo: ¡aquella publicidad adicional era gratuita!
El pajarito, muy atento, observó sin rechistar; para luego, bien contento, volar en busca del mar.