2. Novedades en la aldea
A la mañana siguiente, el pajarito recorrió el mismo camino y se encontró exactamente con la misma rutina: las vacas en la pradera, los barcos de pesca subiendo por el río, el olor a pan fresco y el mercado a rebosar. Pero, de pronto, se dio cuenta de que algo había cambiado: ¡una nueva tienda en el mercado!
Al principio nadie le hizo mucho caso al pequeño comercio, que vendía extraños artilugios de metal. El señor Dunlop, el vendedor, los llamaba «bicicletas», y sostenía que permitirían a los aldeanos desplazarse mucho más deprisa que a pie. No eran baratas y parecían objetos traídos de otro planeta, así que la mayoría de los vecinos, simplemente, las ignoraba. Pero a lo largo de la mañana algunos empezaron a sentir curiosidad. Entre ellos estaba Amelia, a quien intrigaba aquel artilugio por la posibilidad que ofrecía de ahorrar tiempo, así que fue una de las primeras en probarlo. Observó que el vendedor hacía una demostración delante de algunos curiosos reunidos a la entrada del mercado y, sin pensarlo dos veces, accedió a montar en una de las bicicletas y empezó a pedalear. Para su sorpresa, acabó en el suelo a los pocos metros. El señor Dunlop se apresuró a ayudarla a levantarse y le dio un par de instrucciones precisas. Amelia volvió a montar y empezó a dar la vuelta al mercado con cierta torpeza, pero sin caerse. Cuando pasó por la última esquina la multitud aplaudió efusivamente.
Tan pronto como Amelia puso los pies en el suelo, Fángela se le acercó corriendo:
- ¿Qué se siente? ¡Por favor, dínoslo!
- Nunca he tenido una sensación parecida en mi vida. Era como si mis pies hubieran estado siempre encadenados al suelo y, de pronto, ¡desaparecieran las cadenas! Notaba el viento en la cara y veía el mundo pasar a mi lado tan deprisa que no quería que se detuviera nunca.
- Pero ¿no has sentido miedo? -preguntó Odessa.
- ¡Miedo, no! ¡Libertad! Parecía como si pudiera hacer lo que quisiera, ir a cualquier sitio y volver sin mucho esfuerzo. Pienso en todo lo que haría con mi tiempo si pudiera desplazarme siempre de este modo. ¡Tengo que ahorrar para comprarme cuanto antes este invento!
Tanto Amelia como otros muchos vecinos de Villalomas tardaron poco en conseguir una bicicleta. Fángela y Odessa hicieron lo propio. Un día, las tres amigas salieron del mercado a la misma hora y montaron en sus bicicletas mientras charlaban alegremente.
Cuando llegaron al cruce se dieron cuenta de que era mucho más pronto de lo habitual, así que no tuvieron que dejar la conversación a medias. Aparcaron las bicicletas al lado del camino y se sentaron bajo la sombra de un pino para improvisar un picnic con todo lo que acababan de comprar. Al fin y al cabo, ir en bicicleta les ahorraba tanto tiempo que podían permitirse aquel lujo perfectamente.