EPÍLOGO
«Siempre guardaré en mi corazón, como un secreto, el abominable complot que ha requerido tal rigor, a fin de evitar al mundo un grave escándalo… Su Santidad tiene que creer en mi palabra. La seguridad de mi vida depende exactamente de mi profundo silencio».
Carta de Carlos III al papa Clemente XIII
(en la víspera de firmar la Pragmática Sanción
para expulsar a los jesuitas)
Titus de Alarcón, al que habían ascendido a coronel y que ocupaba un alto cargo en el fuerte de Asunción, le había suministrado la información que el propio gobernador de Buenos Aires Francisco de Paula Bucarelli le había confiado semanas atrás durante un encuentro en el pueblo de El Salto, donde el gobernador se había establecido para dirigir las operaciones que tenían como fin recolectar a los jesuitas desperdigados por el Paraguay, arrearlos como ganado hasta el Río de la Plata, echarlos dentro de un barco y expulsarlos de los territorios de ultramar de la Corona española, de acuerdo con una orden que Carlos III había firmado el año anterior.
Alarcón le había asegurado que un retén de una veintena de soldados entrarían en San Ignacio Miní el 6 de agosto de 1768 y se llevarían al capellán, Octavio de Urízar y Vega, al sotocura, Segismundo Asperger, y al coadjutor, Pedro de Cormaner. No se temía una rebelión por parte de los guaraníes; los sabían vencidos, defraudados y sin fuerzas.
Ese sábado era 6 de agosto de 1768. Con la cara cubierta por la máscara veneciana de Almanegra y oculto en la anfractuosidad de un isipoi, Aitor, apoyado por sus hombres de confianza, se aprestaba a atacar el retén enviado por Bucarelli para llevarse a su pa’i Ursus. Esperaban en una parte estratégica del camino, donde la espesura de la selva les serviría para ocultarse y desorientar a los militares.
«Te retorcería el pescuezo, pa’i», mascullaba para sí, pues si Ursus le hubiese hecho caso y abandonado San Ignacio Miní cuando él había ido a buscarlo en julio del año anterior, apenas enterados de la decisión de Carlos III, otro rey imbécil en su opinión, en ese momento no tendría que estar arriesgando el gaznate para conducirlo hasta Emanuela, que desde hacía meses andaba como alma en pena porque le quitarían a su pa’i para llevarlo vaya uno a saber dónde, a pasar necesidades y penurias, sin consideración de la obra que ese hombre magnífico le había donado al reino de la España. Y él no podía ver triste a su mujer, menos que menos si estaba preñada de su cuarto hijo, aunque en esa ocasión Emanuela sostenía que era una niña; y ella nunca se equivocaba.
* * *
Desde hacía tres días Ursus tenía fiebre, y ninguna medicina del padre Segismundo le aliviaba el misterioso mal. «Si estuviese Ñezú», se lamentaba, pero desde la noticia de la expulsión de la Compañía de Jesús del reino de la España y de sus territorios ultramarinos, el viejo paje había juntado sus petates y abandonado la misión con su mujer Vaimaca. Manú le había escrito para contarle que vivían con ella en Asunción.
Palmiro Arapizandú y el hermano Pedro lo ayudaron a salir de la cama, recorrer el trayecto hasta la entrada del pueblo y subir a la carreta que los soldados escoltarían hasta el fuerte de San Antonio del Salto Chico, a orillas del río Uruguay, donde el gobernador Bucarelli estaba juntándolos para luego conducirlos en barco hasta Buenos Aires.
A pesar de sus más de setenta años, Ursus aun mostraba una estampa imponente, de espalda ancha, brazos fuertes y manos que habían trabajado la vida entera. Ese mediodía, lluvioso y nublado, caminaba con la cabeza gacha y los hombros caídos, consumido por la pena de abandonar las que él consideraba su tierra y su gente, avergonzado también, pues se sentía que traicionaba al pueblo guaraní. No había vivido siete décadas en vano, y si conocía un poco la naturaleza humana, sabía que esas doctrinas en manos de administradores seculares y de otros curas, ignorantes de la peculiar idiosincrasia guaraní, acabarían por destruirse.
—Recuéstese, padre —le ofreció gentilmente el sargento a cargo del retén—. ¡Cabo Álvarez, traiga una manta para el curita!
Los indios ayudaron a cargar las pocas pertenencias de los pa’i, las que se les había autorizado a llevarse, mientras Asperger y Cormaner se acomodaban en el espacio libre. La carreta, tirada por una yunta de bueyes, inició la marcha con un sacudón. Los indios, aferrados a los adrales, caminaban junto a ellos y les deseaban buen viaje y toda clase de bendiciones. Ursus, abrumado por la pena y la vergüenza, cerró los ojos y tragó varias veces en un intento por refrenar el llanto. Más lo reprimía, más le dolía la cabeza y más afiebrado se sentía. Alzó los párpados y, tras el velo de lágrimas, admiró las copas de los árboles que formaban una cúpula sobre el camino que en tan buen estado habían conservado los tapererepura. A causa de los derroteros intrincados que suele tomar la mente, esos árboles lo llevaron a pensar en los dos seres que más amaba, en Aitor y en Manú, los hijos de su alma, a quienes, probablemente, no volvería a ver. Lo consolaba que esos dos, que tanto se amaban desde el inicio de sus vidas y que habían luchado con uñas y dientes para estar juntos y ser felices, lo hubiesen logrado. No le extrañaba; después de todo, Aitor era como un fenómeno de la naturaleza, poderoso, imparable e imbatible, y Manú… Manú era su alegría, su orgullo, su pedacito de Dios en la tierra. «Manú, hijita», sollozó su alma, y cerró los ojos de nuevo para frenar las lágrimas.
También evocó a su amigo Santiago de Hinojosa y al último encuentro, un año atrás, en el que se habían peleado; no habían vuelto a hablar ni a escribirse. En ese momento, comprendía la decisión de su hermano y se arrepentía de su soberbia al juzgarlo y condenarlo.
—Abandono la orden, Ursus. Me voy.
—¿Qué? ¿De qué diantres hablas, Santiago?
—De esta nueva afrenta, la Pragmática Sanción del rey Carlos, de eso hablo. No permitiré que se me haga víctima de las intrigas políticas de los masones de Madrid. No toleraré acabar mis días como un mendigo en algún sitio de la Europa. Solo Dios es dueño de mi destino. Ningún rey de pacotilla, que se deja llenar la cabeza de ideas ridículas, me dirá dónde puedo vivir o dónde no puedo hacerlo. ¿Que los loyolistas somos un grupo de hombres sedientos de poder? ¿Que queremos fundar un imperio, erigirnos en reyes y formar un ejército con nuestros indios? ¿Sabes qué dice el masón de Pombal? —Hinojosa hablaba del primer ministro del Portugal, uno de los enemigos más encarnizados de los jesuitas—. ¡Que tenemos un ejército de más de cien mil indios y que los usaremos para fundar nuestro imperio en las Indias! ¡Cien mil indios! ¿Acaso el imbécil de Carlos no puede designar a un funcionario para que realice un censo? Comprobará que a duras penas juntamos treinta mil, y esto es contando a los ancianos, las mujeres y los niños.
—Dirán que los hemos escondido en la selva —había aducido Ursus—. Nos odian, nos temen, nos envidian… Quieren destruirnos. Echarán mano de cualquier calumnia y mentira.
—Si la Compañía ha decidido dejarse destruir por estos reyezuelos de pacotilla, influenciables, ingratos y traidores, después de todo lo que los guaraníes han hecho por ellos, pues bien, que así sea, pero no cuenten conmigo. Hasta aquí llegó mi amor. Desde ahora yo trazaré mi destino.
—¿Adónde irás? ¿De qué vivirás?
—Donde sea que vaya, viviré mejor que en la Europa, con una pensión misérrima que nos arrojarán como migajas y que no alcanzará ni para comer. ¿Acaso no recuerdas que uno de nuestros hermanos portugueses, al que exiliaron al norte de los Estados Pontificios, murió de frío porque no tenía para leña ni carbón? Después de haber pasado la vida en este clima benigno, ¿cómo crees que soportaremos la nieve y el frío? ¡Y sin dinero para combatirlos!
—Sí, sí, comprendo, pero ¿adónde irás?
—Viviré en la mansión que Aitor construyó para Manú en La Emanuela. Ellos la ocupan una o dos veces por año.
—¿Manú lo sabe?
—Sí, lo sabe, y está deseando que vengas a vivir conmigo. Conmigo y con… Mencía.
—¿Mencía? ¿Mencía Cerdán y Jaume?
—Sí, Ursus.
—¿Qué dice su hijo a todo esto?
—Fray Claudio le consiguió una beca de estudios en la Universidad de Salamanca, y partió hacia Madrid el año pasado. Dudo de que regrese. Estimo que hará una gran carrera allá, en la Península. No me extrañaría que, contando con el padrinazgo del gran inquisidor Ifrán y Bojons, termine por ser nombrado Maestro General de la Orden de Predicadores. —Tras una pausa, añadió—: Fray Pablo no volverá, y su madre se quedará sola. Él no es un problema.
Se miraron con fijeza. Fue Ursus el que rompió el contacto. Agachó la cabeza y la movió con lentitud en el ademán de negar.
—Mencía y yo somos amantes, y no me avergüenzo.
—Hiciste un voto de castidad.
—Era joven y estúpido cuando lo tomé. Era joven, estúpido y no sabía nada de la vida. Creía que la vida era dolor y sufrimiento. Creía que padecer en esta Tierra me haría digno del Paraíso.
—¡Y así es!
—Ya no creo en eso, amigo mío.
—¿Has perdido la fe? —se horrorizó Ursus.
—La fe en Dios, no. La fe en las instituciones de los hombres, sí.
—Siempre serás un ministro de la Santa Iglesia, un sacerdote.
—Ursus, no puedo ser lo que no siento en mi corazón. Sería un farsante.
La conversación se había degenerado en ese punto, y su amigo y hermano de la vida había abandonado San Ignacio Miní sin despedirse. ¡Cuánto lo lamentaba en ese momento! ¡Cuánto habría deseado hacer las paces antes de que un océano se interpusiese entre ellos! Se preguntó si sería feliz viviendo en la mina, con la buena de Mencía. ¿Tendría remordimientos? ¿Le pesaría el pecado que cometía?
El boyero tiró de las riendas y soltó una voz de mando, y la carreta se detuvo. Ursus hizo el intento de erguirse, pero el hermano Pedro lo conminó a permanecer recostado. Los militares hablaban a porfía, y Ursus, desde su posición desventajosa, intentaba comprender qué sucedía.
—Parece ser que hay un tronco muy pesado que atraviesa el camino —explicó Asperger—. Hay que quitarlo para poder avanzar. ¿Quieres un trago de agua? Tienes los labios secos.
El zumbido de una flecha y el sonido al clavarse en el yugo de la carreta levantó exclamaciones entre los soldados y agitó a los bueyes. Cayó otra flecha, y otra, y otra más, y todas se hincaban con precisión en el yugo, sin herir a nadie. Ursus, ayudado por sus hermanos jesuitas, se sentó y observó los árboles cuyas copas se cerraban sobre el camino. Varios hombres, apostados en las ramas, les apuntaban con armas y flechas, todos con los rostros cubiertos por fulares.
—¡Estáis rodeados! —expresó una voz tan profunda y grave que causó un profundo miedo a Ursus—. Arrojad las armas al costado del camino.
Un soldado elevó el fusil para disparar, y el que acababa de hablar le soltó una saeta, que acabó insertada en la mano que sostenía la culata del arma. El hombre la arrojó con un alarido. Sus compañeros lo observaron con expresiones horrorizadas.
—No bromeo —advirtió el que, evidentemente, comandaba el grupo—. Soltad las armas al costado del camino y elevad los brazos sobre vuestras cabezas.
Se desplazó sobre la rama y emergió de la frondosidad de las hojas, y Ursus lo vio. La primera reacción fue de pánico al advertir la máscara blanca que se adivinaba bajo la capucha negra y que le camuflaba la voz. La segunda reacción le cortó el aliento, y estuvo a punto de vociferar: «¡Aitor, hijo mío!», cuando reconoció la máscara veneciana que Emanuela le había mostrado tiempo atrás, la que había convertido a su esposo en Almanegra. Fue inevitable: los ojos se le llenaron de lágrimas. «¡Hijo mío! ¿Por qué te arriesgas por tu viejo pa’i?»
—¿Qué deseáis? —preguntó el sargento a cargo del retén—. No llevamos dinero.
—Dadnos al cura Urízar y Vega y nos marcharemos sin lastimaros.
—¡Eso es imposible! Tengo orden de llevar a estos tres al fuerte de…
—Tus órdenes me tienen sin cuidado. Entrégame al cura Urízar y Vega y os perdonaré la vida. De lo contrario, espero que hayáis hecho confesión pues hoy les llegó la hora.
El sargento miró en torno. No cabía duda, estaban rodeados. Los malvivientes, que debían de ser más de quince, se encontraban encaramados en los árboles a ambos lados del camino y, a juzgar por la destreza del jefe, eran hábiles tiradores. Un caballo emergió de la maleza, y a un silbido del enmascarado, se frenó junto a la carreta, de costado.
—¡Urízar y Vega! —exclamó el salteador de caminos—. ¡Montad! —Ante la indecisión del jesuita, el jefe de los malvivientes prometió—: Si no montáis, esto se convertirá en un baño de sangre.
Ursus, ayudado por el hermano Pedro y el padre Asperger, se ubicó sobre la montura, que echó a andar al sonido de otro silbido. El animal se internó de nuevo en la espesura de la selva y se perdió de vista. El sargento advirtió que el enmascarado se ocultaba en la fragosidad del árbol y que, al cabo, desaparecía. Los demás se mantenían en sus puestos, con las armas apuntando a sus cabezas.
—No os mováis —advirtió a sus soldados.
* * *
Aitor saltó del árbol, se trepó en Lucifer y cabalgó al encuentro de su pa’i. Creso, la montura del jesuita, se detuvo ante el silbido de su amo y esperó obedientemente entre los helechos que volvían casi intransitable la trocha, la cual, evidentemente, no se había usado en años, la misma que, en tantas ocasiones, los habían conducido al recodo secreto del Yabebirí. Aitor quitó las riendas al sacerdote y, con la otra mano, echó hacia atrás la capucha y la máscara.
—¡Sabía que eras tú! —exclamó Ursus, tironeado por las ganas de enojarse y las de abrazar a su adorado Aitor—. ¿Qué se te ha cruzado por la cabeza, que podías desobedecer una orden del rey?
—¿Acaso no me conoces, pa’i? Yo soy el único rey al que obedezco.
Ursus bajó los párpados e inspiró hondo.
—Pombal tendría que temerte a ti y no a nosotros, los jesuitas.
—Vamos. Mis hombres retendrán a los soldados para darnos tiempo a huir.
—¿Estás loco? ¡No iré contigo! ¡Te convertirás en un hombre buscado por la milicia! ¡No deseo que te condenes por mi causa!
—Pa’i —dijo Aitor, con indulgencia—, he sido un prófugo de la justicia muchas veces. ¿Crees que me importa? Además, ¿a quién buscarán? ¿A un grupo de enmascarados de los que no pueden dar siquiera una seña?
—Te relacionarán conmigo. Conocen nuestra amistad.
—Pa’i, si alguien llegase a relacionarme contigo, hay mucha gente en Asunción, entre ellos el coronel Titus de Alarcón, dispuesta a afirmar que hoy, 6 de agosto, a esta hora, me encontraba en mis oficinas del puerto.
—Hijo… No quiero que mientas por mí, que te condenes.
Aitor rio con burla.
—Pa’i, a juzgar por mis actos en esta vida, ya estoy condenado al fuego eterno.
—¡Eso no es cierto! No lo digas siquiera bromeando, menos que menos frente a Manú, que es tan pía.
—Pa’i —dijo Aitor, con tono impaciente—, basta con este desvarío. Estamos perdiendo tiempo. Esto acaba aquí y ahora. No habrá consecuencias ni para mí ni para mis hombres, te lo aseguro.
—¿Y qué será de mí? —esbozó el sacerdote.
—Deberías preguntarte qué será de ti en manos de tus enemigos, pero no deberías preguntarte qué será de ti cuando somos Emanuela y yo los que te protegeremos de ahora en adelante. Emanuela y yo —recalcó, y se inclinó para mirarlo en lo profundo de los ojos—. Tus hijos, pa’i. ¿Pensabas que te abandonaríamos, que no vendríamos por ti, que permitiríamos que te apartasen de nosotros, de tu familia?
Ursus pegó el mentón en el pecho y lloró quedamente.
—Llévame, Aitor. Llévame contigo. Con mi familia.
—Eso es, pa’i. Después de todo, a la vejez te me has vuelto sensato.
—¡Eres un irreverente! —fingió ofenderse.
—Siempre —admitió Aitor—, pero igualmente me has amado, pa’i.
—Como si fueses de mi propia carne, hijo mío.
Aitor soltó un silbido para anunciar a sus hombres que emprendía la marcha. Lucifer galopó con Creso por detrás.
* * *
Emanuela simulaba prestar atención a Hernando, que repetía la tabla del cinco. Su mente se hallaba lejos de la sala de Orembae donde sus hijos estudiaban y se entretenían. Su mente estaba con Aitor y con su pa’i Ursus, y el corazón se le comprimía de miedo al imaginar que un escollo hubiese dado al traste con el plan maquinado para arrebatárselo a los militares. ¡Terco pa’i Ursus! Si tan solo les hubiese permitido sacarlo de la misión tiempo atrás, cuando los alcanzó la noticia de la Pragmática Sanción. El jesuita se había mostrado inexorable: no abandonaría a sus indios. Aitor había intentado hacerlo reflexionar: tarde o temprano, los hombres del rey lo alejarían de San Ignacio Miní. Ni razones ni súplicas lo habían quebrado. El sacerdote se había plantado en sus trece, y Emanuela sospechaba que su pa’i había esperado un milagro, tal vez que Carlos III rectificase su decisión o que el papa Clemente interviniese y los salvase de tamaña ignominia.
—Mamita —la llamó Santiago, el menor de sus tres hijos, que un mes atrás había cumplido cuatro años.
Giró en la silla y lo descubrió sobre la alfombra de Crevillente, junto al viejo Orlando, que, con dieciséis años, ya prácticamente no caminaba, y Emanuela lo llevaba en andas a todas partes. En ese momento, el fiel animal le permitía al menor de sus hijos que le cubriese los ojos con sus grandes orejas, y hasta movía la cola lentamente para expresar que le gustaba. Emanuela rio por lo bajo.
—¿Qué, tesoro mío?
Santiago era el más parecido a ella, con ojos grandes y azules, boca generosa, rostro delgado y barbilla respingona; su piel poseía la tonalidad oscura de la de Aitor, lo que componía un bello contraste con su mirada azul. Apacible y cariñoso, siempre andaba pegado a sus polleras, la acariciaba cuando se le presentaba la oportunidad y le sonreía con complicidad, como si entre los dos guardasen un secreto.
—¿Dónde está Octavito?
—No quiere que lo llamen Octavito —lo alertó Hernando.
—¿Por qué?
—Porque dice que es grande. Y menos que menos lo llames así cuando está Sixtina.
—¿Por qué?
—¿Por qué va a ser? —irrumpió Ana Dolores, que escribía su diario en el extremo opuesto de la mesa—. Porque está enamorado de ella.
Emanuela la contempló con una sonrisa benévola. A diferencia de María Antonia, enamoradiza y romántica, Ana se había escondido tras una coraza y se mostraba dura e intransigente. Ansiaba la aprobación de Aitor y pasar tiempo a su lado. Lo admiraba y quería semejarle, por eso se había convertido en una arquera quizá tan hábil como él y, últimamente, se le había dado por pedirle que la llevase al puerto a trabajar para la mina, a lo cual Aitor se oponía con decisión férrea. «Las mujeres deben permanecer en el hogar», sentenciaba. Conan y ella estaban intentando ablandarlo, pues para todos, salvo para Aitor, resultaba evidente que Ana Dolores no sería una gran ama de casa. En cambio, poseía una caligrafía de pendolista que se habría aprovechado para llevar los libros contables y para redactar los centenares de documentos y de cartas que implicaba el giro del negocio. Esa mañana, estaba trompuda y malhumorada porque Aitor no había querido llevarla al rescate del pa’i Ursus.
—Soy mejor con el arco que cualquiera de tus hombres, padre —había alegado.
—Sí, es cierto —concedió Aitor—, pero ninguno de ellos es mi hija.
Emanuela sabía que, en el fondo, la respuesta le había agradado, pero que se la llevase el demonio si les permitiría entrever que la había conmovido. El único que, con su dulzura y modos serenos, conseguía hacerla asomar detrás de la armadura era Santiago. La llamaba Anita, y nadie sabía de dónde había sacado el diminutivo.
—¿Qué es eso? —preguntó el más pequeño—. ¿Estar…?
—Estar enamorado —lo ayudó Emanuela.
—Sí, estar enamorado. ¿Qué quiere decir?
Hernando y Ana Dolores se miraron. La joven se encogió de hombros y siguió escribiendo. Hernando dirigió los ojos achinados y dorados hacia su madre con una expresión curiosa, ávida, tan típica de él.
—Quiere decir que siente un cariño especial por ella —contestó Emanuela—, que siempre la piensa; que, cuando la ve, se le acelera el corazón; que cuando llega el momento de despedirse, siente una profunda tristeza. Quiere decir que la ama —concluyó.
—¿Cómo sabes tú eso, mamita? —se intrigó Hernando.
—Porque es lo que me sucede con vuestro padre.
—¿Tú estás enamorada de mi padre?
—Sí, Hernando, desde que era una niña.
—Y mi padre, mamita, ¿él te ama?
—Es evidente que la ama, Hernando —replicó Ana—. ¿No ves cómo la mira?
—No. ¿Cómo?
—Como si quisiera comérsela.
Emanuela soltó una carcajada y acarició la mejilla de Hernando, que la miraba con ojos como platos.
—Vuestro padre me ama, sí —confirmó.
—Ana, dime —persistió Hernando—, ¿crees que Sixtina esté enamorada de Octavio?
—Sí, está enamorada de él. Por eso juró no asistir al baile del fuerte, pues Octavio no estará allí. Es aún demasiado joven.
Santiago, que había abandonado su sitio en la alfombra y que, con sigilo, se había aproximado a Emanuela, le acariciaba el vientre abultado y se lo besaba y le dejaba rastros de saliva en la bata de cotilla.
—¿Cuándo saldrá afuera María Clara? —se interesó el más pequeño de los Amaral y Medeiros.
—Cuando termine de crecer.
Se abrió la puerta de la sala, y el padre Santiago de Hinojosa se asomó con una expresión preocupada. A Emanuela todavía le costaba acostumbrarse a verlo en ropas de paisano. Le daba la impresión de que se trataba de otro hombre.
—¿Novedades, hija?
—Nada, pa’i. Octavio está en la torre con el telescopio que le regaló don Vespaciano. Apenas los aviste, correrá a avisarnos.
—Es pasado el mediodía —comentó el jesuita—. ¿Crees que hayan tenido algún problema?
—¿Quién ha tenido un problema? —quiso saber Hernando en guaraní, la lengua que empleaban con sus abuelos y los pa’i.
—Nadie, nadie —desestimó Hinojosa y aplaudió y sonrió—. ¿Quién me acompaña a recoger moras?
Los niños saltaron en pie. Santiago corrió a los brazos del hombre que era su padrino y rio cuando este lo hizo girar en el aire.
—Pa’i —lo reconvino Emanuela—, no lo levantes. Te hace mal a la espalda. Después doña Mencía tiene que darte friegas con árnica.
—Ah, Manú, no me prives de esta alegría. —Besó al niño en la mejilla, que lo besó a su vez—. Ellos son mi alegría —afirmó, y alborotó el pelito lacio de Hernando, que rio y encogió los hombros, avergonzado—. Vamos a juntar moras.
—¡Sí! —festejó Santiago—. Y se las daremos a mi jarýi para que haga una torta.
—¿Podemos cazar lagartijas como ayer, pa’i?
—Sí, Hernandito, pero me temo que ayer las exterminamos.
Las dejaron solas, a Emanuela sumida en su preocupación, que comenzaba a transformarse en angustia; y a Ana Dolores, empecinada en su enfado. Emanuela recogió a Orlando de la alfombra.
—Hija, ¿me acompañas afuera?
—Termino de escribir y te sigo, madre.
—Está bien, cariño. —Aunque sabía que la fastidiaban las muestras de afecto, la besó en la coronilla antes de abandonar la sala.
Encontró a Romelia, a doña Mencía, a su sy y a don Vespaciano tomando mate en la galería, la que se hallaba frente a una de las torres de vigilancia, ocupada por Octavio en ese momento. Se sentó con dificultad en un sillón —comenzaba a pesarle su vientre de seis meses— y, mientras acariciaba el lomo de Orlando, contemplaba el jardín de doña Florbela. Pese a los años transcurridos, seguían llamándolo así, en honor a la mujer que con tanta generosidad la había recibido en Orembae, encinta, sola y mancillada. Paseó la vista y la detuvo en las tumbas de sus mascotas, una junto a la otra, la de Saite, la de Timbé, la de Porã, la del toro Almanegra, la de Argos, que había muerto cuatro años atrás, mientras trascurrían el período pascual en Orembae, y por último la de Miní, que había seguido a su amigo pocos días más tarde. ¡Cuánta historia en esas tumbas! La de Kuarahy había quedado en San Ignacio Miní y la de Libertad, en Buenos Aires. No importaba dónde yacieran; sus recuerdos la acompañarían siempre, y la harían sonreír cada vez que evocase sus travesuras y pillerías, y también la harían llorar con un profundo sentido del agradecimiento pues la habían amado, defendido y protegido con el mismo celo de Aitor. «Ojalá los seres humanos fuésemos como los animales», meditó, y pestañeó varias veces para diluir las lágrimas.
—¿Cómo te sientes, hijita?
—Bien, sy.
—No entiendo por qué tu esposo no me permitió ir con él —se quejó don Vespaciano por enésima vez.
—Pues porque habrías sido un estorbo más que una ayuda —aseguró Malbalá.
—Todavía monto como cuando tenía treinta años.
—¿Un mate, Mencía? —preguntó Malbalá en guaraní, pues la mujer algo había aprendido en los últimos años.
—Sí, gracias, Malbalá. —La mujer sorbió y miró de reojo a Emanuela, a la que descubrió con un ceño y los labios apretados—. Así que María Antonia se quedó en Asunción, con Vaimaca y Ñezú —comentó, más para distraerla, pues Romelia ya le había referido el asunto.
—No quería perderse el baile que se dará en el fuerte en unos días, con motivo de las patronales.
—Sí —concedió la señora—, el día de la Asunción de la Virgen siempre se ha festejado a lo grande en mi ciudad.
—Desde hace meses, María y sus primas se preparan para la ocasión. Romelia, mi sy y yo les hemos confeccionamos unos vestidos muy bonitos.
—María Antonia está enamorada del capitán Sánchez y Urijo, el asistente de Titus —comentó Romelia.
—Oh —se sorprendió doña Mencía—. Y el muchacho, ¿le hace caso?
—Esperemos que sí —habló don Vespaciano—, si no la tendremos llorando por los rincones, abrazada a su tortuga.
Rieron hasta que los ánimos volvieron a silenciarse. La tensión se palpaba.
—¿Cómo está tu hermana Ginebra, querida? —insistió doña Mencía, sin necesidad, pues viviendo cerca de la mina, donde trabajaba Hernando de Calatrava, estaba al tanto de todo.
—En excelente salud, a Dios gracias. Su niño nació en enero, sano y fuerte. Hermoso —remarcó, y sus ojos cobraron vida de nuevo—. Leónidas, después de dos niñas, no cabía en sí de la felicidad. Lo llamaron Manuel Tomás, en honor del hermano y del padre de mi cuñado.
—Y tus sobrinas, ¿cómo están?
—Las cuatro muy bien. Emanuelita se ha comprometido con un joven abogado, y está muy contenta. El muchacho trabaja para Aitor en la oficina del puerto. Romualdo (ese es su nombre) tiene grandes valores y siente por mi sobrina un cariño sincero. Milagritos me ayuda en la escuela y es la más involucrada en el hospicio que fundamos con el dinero que donó fray Claudio. Las dos más pequeñas, Paca y Juana, son mi debilidad, debo admitir, y aunque soy su maestra y sus padres me han confiado su educación, las consiento demasiado.
—¿Cómo está fray Claudio?
—Muy envejecido, pero, teniendo en cuenta su avanzada edad, bastante bien de salud. ¿Y mi padre, doña Mencía? ¿Cómo se encuentra? La última carta que recibí de él fue hace tres meses.
—Muy bien, querida, muy bien. Rejuvenecido, diría yo. El trabajo parece quitarle años de encima. Me confesó que se siente útil y que es el ojo de Aitor y de Conan en la mina, pues nunca se sabe quién comenzará a hacerse el pícaro. Está preocupado porque se pregunta quién cuidará los intereses de tu esposo en la mina de plata, la que tiene en San Luis.
—Don Ambrosio Corvalán es un hombre honestísimo —adujo Emanuela—. De igual modo, no creo que nadie se atreva a pasarse de listo en La Escondida con los primos abipones que Aitor tiene allá. Les temen y los respetan, y… —Emanuela calló y dirigió la vista hacia la torre de vigilancia, desde la cual Octavio agitaba los brazos y vociferaba:
—¡Están llegando! ¡Ahí llegan!
—¡Santo cielo! —exclamó, y se puso de pie. Depositó a Orlando en el sillón, se recogió el ruedo del vestido y corrió hacia el portón tan aprisa como su vientre y sus pies hinchados se lo permitían. Los demás la seguían, y en un punto se sumaron Hinojosa, Hernando y Santiago. Ana también corría. Octavio bajó la escalerilla y se arrojó al suelo antes de tocar los últimos peldaños. Un indio abrió el portón, y el corazón de Emanuela dio un vuelco cuando Aitor y su pa’i Ursus entraron montados a caballo. La emoción no le impidió notar el semblante ceniciento de su pa’i y sus profundas ojeras.
—Deja el portón abierto —ordenó Aitor al indio—. Mis hombres nos siguen a poca distancia.
—¡Pa’i! —exclamó Emanuela, y corrió hacia él—. ¡Oh, pa’i!
—¡Eh, Ursus, amigo! —Vespaciano se acercó justo a tiempo para ayudarlo a desmontar.
Emanuela no veía la hora de lanzarse a sus brazos. Los niños miraban la escena con expresiones sonrientes, también curiosas. Amaban a Ursus, que siempre los visitaba en Asunción o allí, en Orembae, y lo amaban porque el jesuita los había amado primero, pero sobre todo porque, para su madre, el pa’i Ursus era especial, y a nadie pasaba inadvertida la preferencia.
Ursus buscó a Emanuela entre la gente que había salido a recibirlo, y cuando su mirada se detuvo en la brillante de su niña, lo sobrecogió un alivio tan intenso que le aflojó las rodillas.
—¡Pa’i! —se horrorizó Emanuela al verlo caer, y atinó a echar las manos hacia delante.
Aitor y Vespaciano lo sostuvieron y lo condujeron dentro. Romelia se apresuró a guiarlos a la recámara que habían preparado para el jesuita. Quitó el cobertor de un sacudón y lo desembarazó de las sandalias, mientras Emanuela se afanaba sobre el sacerdote.
—Estoy bien, hijita.
—Tienes fiebre, pa’i. Oh, pa’i. —Lo besó en la frente—. Qué alegría tenerte aquí, entre nosotros.
—No me olvidaste, Manú, hijita. Tú y Aitor no me olvidaron.
Emanuela, con la garganta agarrotada, se limitó a sacudir la cabeza. Se retiró un momento para recobrarse y para ordenar que le trajesen agua fresca, paños y que preparasen una tisana de perpetua amarilla, porque sospechaba que había congestión en las vías respiratorias. ¡Cuánto habría deseado que su taitaru Ñezú los hubiese acompañado a Orembae! El viejo paje siempre conservaba la calma y sabía qué hacer. Pero Ñezú y Vaimaca no estaban para viajes y habían preferido quedarse en Asunción.
Por lo pronto, se dijo Emanuela, le daría de beber un tónico muy fresco que había preparado esa mañana con el fruto del aguaribay y en el que diluiría una dosis pequeña de nuez vómica; era muy venenosa, pero bien administrada, bajaba la fiebre en lo que llevaba rezar un misterio del santo rosario.
Romelia, Malbalá y Emanuela se afanaron en atender al jesuita, que más que aquejado de una afección lucía abochornado por tantas atenciones y esmeros cuando había destinado la vida al trabajo y al servicio a los demás, sin mencionar que rara vez se había permitido pasar un día en cama por enfermedad.
—Permíteme cuidarte, pa’i. Es una alegría para mí darte conforto y aliviarte.
—Gracias, hijita.
—¿Cómo te sientes?
—Mejor, mucho mejor.
Emanuela recostó la mejilla sobre el pecho del hombre al que siempre había considerado su padre y enseguida percibió la familiar sensación de paz y protección que ella había asociado con el aroma de la sotana y que ahora, despojado de ella, se daba cuenta de que se trataba del perfume de su pa’i, ese que combinaba el del humo, el del sudor por el trabajo duro y el del jabón de sosa con que se lavaba.
—Estoy tan feliz de tenerte conmigo, pa’i. —Alzó la cabeza y clavó la barbilla en el pecho del jesuita—. Espero que no te hayas enojado con nosotros por haberte traído a Orembae.
—No, Manú. ¿Cómo podría?
—¿Tal vez querías partir con tus hermanos jesuitas? ¿Querías irte con ellos? No lo pensé, pa’i —se acongojó—. ¿Querías irte con ellos? Fui una egoísta, solo pensé en mí, en el dolor de saberte tan lejos de nuestra tierra, lejos de mí.
El jesuita le sujetó la mano y se la besó varias veces. Luego la colocó contra su mejilla arrugada y barbuda y cerró los ojos.
—No, hijita mía, no. Lo que más deseaba era quedarme en mi tierra, con mi familia. Contigo. Tú y Aitor son mis hijos, Manú. Tú y Aitor, hijita.
—Gracias, pa’i. Te amo.
—Y yo a ti.
* * *
A eso de las diez de la noche, Aitor entró en la recámara de su pa’i Ursus y lo encontró despierto. Manú dormitaba en una silla junto a la cabecera.
—Hijo, llévala a dormir. A mí no me hace caso.
—Lo haré, pa’i. ¿Cómo te sientes?
—Bien. No tengo temperatura.
Aitor asintió.
—Romelia está preparándote unas tisanas que Emanuela indicó. Ella pasará la noche junto a ti, por si se te ofrece algo.
—Romelia es tan vieja como yo, hijo. No le permitas que me vele toda la noche.
—Es vieja y terca como tú, y no hubo modo de convencerla de que le cediese el lugar a una de las indias jóvenes. Déjala hacer, pa’i.
—Está bien, hijo. ¿Tu pa’i Santiago ya se retiró a dormir?
—No.
—Pídele que venga.
Aitor salió y regresó con Hinojosa, que tomó el lugar que Emanuela acababa de abandonar.
—Que descanses, pa’i. —Lo besó en la frente.
—Tú también, hijita.
Antes de salir, Emanuela se volvió y vio a Ursus y a Hinojosa reír, mientras estrechaban las manos derechas. Sonrió, y no puso objeción cuando Aitor la levantó en brazos y la cargó hasta la recámara.
—¿Los niños?
—Duermen.
—Gracias por ocuparte de ellos.
—De nada, señora de Amaral y Medeiros.
—Conozco esa mirada, señor de Amaral y Medeiros. ¿Qué malvada fechoría tiene preparada ahora?
—¿Un buen hombre no tiene derecho a una recompensa después de haber rescatado a su pa’i del malvado rey y después de no haberse lamentado porque su esposa no miró en su dirección en todo el día?
La depositó en el borde de la cama y se sentó a su lado. Le colocó la mano sobre el vientre, al tiempo que Emanuela le acunaba el rostro y lo besaba con delicadeza en los labios.
—Ese buen hombre tiene derecho y se merece todas las recompensas que tenga a bien reclamar. Su esposa está dispuesta a complacerlo de la forma que él elija. Además, su esposa está inmensamente agradecida por tener a su pa’i con ella. Gracias, amor mío, por habérmelo devuelto.
Aitor asintió, y Emanuela aguardó con el aliento retenido a que hablase; lo conocía para saber que esa pausa deliberada era el preludio de una confesión que le tocaría el alma.
—Dime la verdad, Jasy. ¿Mi pa’i morirá?
—No, amor mío, no. Creo que enfermó de cansancio, de tristeza también. Llegó deshidratado, con fiebre. De seguro no estuvo alimentándose bien últimamente y trabajó con el mismo ahínco de cuando tenía nuestra edad, pero no morirá. Es un oso nuestro pa’i. Un período de descanso en Orembae y se repondrá completamente. Ya verás. —Aitor volvió a asentir con un ceño profundo—. Lo amas mucho, ¿verdad? Lo amas tanto como yo, ¿no es así?
—Es que le debo todo, Jasy. Él me dio las dos cosas más importantes que tengo. Una noche te trajo del río y te puso delante de mí, y mi vida llena de tristeza y de odio se llenó de luz, como la luz de la luna llena que yo tanto admiraba.
—¿Y lo segundo?
—Me dio la fuerza para luchar, la fuerza con la que he construido lo que construí para dártelo a ti. Él me enseñó a ser valiente.
—¿De veras? ¿Cómo?
—Una vez, cuando era pequeño y estaba triste porque Laurencio abuelo me había dado una zurra, le pregunté a mi pa’i por qué mi ru me pegaba. —Aitor deslizó los pulgares bajo los ojos de Emanuela y le recogió las lágrimas—. Quería entender por qué. Mi pa’i no me contestó; en cambio me recitó unos versos, en latín primero, luego en guaraní, y esas palabras anidaron en mí y nunca me abandonaron. Y cada vez que mis fuerzas flaqueaban, sobre todo cuando no te tenía conmigo, las repetía, y mi espíritu guerrero cobraba vigor de nuevo.
—¿Qué palabras? Recítamelas, por favor.
—Como una encina atacada por fuertes hachas, en los negros bosques del Álgido, pasando por pérdidas y heridas, del mismo hierro recibe energía y vigor.
—Oh, Aitor —sollozó Emanuela, y pegó la frente a la de su esposo y le cubrió las mejillas con las manos—. Te amo tanto. De nuevo, por favor. Recítalas de nuevo.
Esa vez las repitieron juntos.
FIN