CAPÍTULO
XXIII
En un rato amanecería. La ciudad aún dormía después de los festejos por el natalicio de San Juan Bautista. Árdenas, montado en su caballo, dos pistolas calzadas en el talabarte y un fusil cruzado en el arzón, miraba hacia uno y otro lado, como a la espera de un asalto inminente. Fray Claudio y las dos mujeres, Emanuela Ñeenguirú y la esclava Romelia, subían en el carruaje que los conduciría hasta Lima. El cochero, los dos mayorales y Cristóbal cargaban el equipaje del clérigo y revisaban las barrigueras de los caballos y las sopandas del vehículo. Tiró de las riendas para que su montura se aproximase al coche cuando el dominico se asomó por la ventanilla.
—¿Ninguna novedad de Murguía?
—Ninguna, Excelencia. Como os comenté, lo vi por última vez antier, a última hora, y ayer lo busqué el día entero, y nada, como si la tierra se lo hubiese tragado.
El inquisidor asintió con gesto grave, metió la cabeza dentro del habitáculo y cerró el visillo. Árdenas les recordó al cochero y a los mayorales que tuviesen sus armas de fuego cargadas y a mano y les ordenó que se pusiesen en marcha. No veía la hora de hallarse en el Camino Real, rumbo a la capital de virreinato, aunque, por otro lado, le temía a ese viaje largo sin la escolta de los soldados del gobernador. ¡Maldito Sanjust! Después de haber aceptado dotarlos de un retén para asegurar la incolumidad de Su Excelencia, había enviado un billete donde informaba que varios presidios de la zona del Guayrá habían sufrido ataques de los indios y no podía prescindir de ninguno de sus hombres; los precisaba para defender los puestos militares. Así, de un momento a otro, se habían quedado sin la seguridad prometida. Intentó disuadir a Su Excelencia de afrontar el periplo sin escolta, y el inquisidor se mostró inflexible: partiría el 25 de junio al amanecer, con soldados o sin ellos, y no se hablaría más del asunto. En cierta forma, lo comprendía; fray Claudio quería abandonar Asunción antes de que el esposo de doña Manú regresase.
Con tan poco tiempo de aviso, no había conseguido reunir un grupo de baquianos que los protegiese. Echaba de menos a Domingo Oliveira y a su banda, que habían desaparecido tiempo atrás, y detestaba a Laurencio Ñeenguirú, que se había negado a acompañarlo, por mucho que lo hubiese tentado con una buena suma una vez llegados a Lima. En un principio, había creído que la negativa del indio se trataba de una forma de revancha, ya que no había recibido un maravedí por haberlo ayudado a apresar a doña Manú. Después se dio cuenta de que tenía que ver más con el miedo que con el enfado.
—Si yo fuese tú —le había advertido el indio—, no emprendería ese viaje. Terminarán todos muertos. Aitor no les perdonará la vida a ninguno.
—Estaremos muy lejos cuando el esposo de doña Manú regrese a la ciudad —alegó, y obtuvo una risotada por parte de Laurencio.
—No tienes idea de con quién estás lidiando, Árdenas. Aitor encontrará a Manú así tu patrón la esconda bajo una piedra. Él siempre encuentra a Manú. Siempre. —Con esa última palabra, el indio se alejó, y Árdenas quedó con una fea sensación en la boca del estómago, sensación que seguía alojada allí mientras avanzaban por la calle que bordeaba el puerto y que los conducía fuera de Asunción.
* * *
Emanuela se secaba las lágrimas con un pañuelo y mantenía la vista fija en el paisaje para evitar que Ifrán y Bojons descubriese que lloraba. Había aceptado marchar con él a cambio de la libertad de su padre y de sus amigos, y el día anterior, mientras los saludaba por la ventana y los veía alejarse, se convenció de que el sacrificio valía la pena. Por un momento, mientras salían del convento para trepar en el carruaje, Emanuela se había propuesto echar a correr, escapar. Desistió enseguida; pesada como estaba y todavía débil a causa del encierro, caería y le haría daño al pequeño, sin mencionar que Árdenas y los otros hombres saldrían tras ella y la atraparían en un santiamén. Juzgó más sensato esperar a que Aitor fuese por ella o a que se presentase una oportunidad más ventajosa. En ese momento, en que el carruaje la alejaba de Octavio y de su hogar, la pena la ahogaba. No tenía duda de que, tarde o temprano, Aitor la rescataría. No se desanimaría cavilando que su hijo nacería durante el viaje, que era tan largo, y que probablemente volvería a parir lejos de Aitor. Encontraría consuelo en que fray Claudio la hubiese absuelto y restablecido el buen nombre de Amaral y Medeiros, como también la propiedad de sus bienes. Echó un vistazo hacia el hombre que era su abuelo materno, el padre de María Clara de Ifrán y Bojons, un clérigo, que había faltado a su voto de castidad para amar a una mujer a la que había condenado a una celda oscura y maloliente por bruja. ¿Qué sentía por ese anciano? El miedo había cedido el lugar a la pena. Le tenía lástima. Resultaba obvio que, desde los veinte años, había vivido atormentado por un amor al que él consideraba pecado. Estaba segura de que la enfermedad de la piel que lo cubría de costras y laceraciones reflejaba el grito de dolor de su alma. Se secó los ojos y se volvió hacia su abuelo. Lo vio reconcentrado, el ceño muy marcado; estaba preocupado.
—Taitaru, ¿os sentís bien?
—Sí, Manú. Muy bien, como no me sentía en años. Nada escoce, nada duele, nada supura. Gracias, hijita. El alivio es inmenso.
—Romelia y yo hemos preparado emplasto y agua de anacardo para unos días. Esta noche, cuando hagamos un alto para descansar, Cristóbal volverá a lavarte las heridas y a cubrirlas con el aloe.
—Y tú me impondrás tus manos, ¿verdad, Manú?
—Lo haré, taitaru. —Se miraron a través del escaso espacio del carruaje—. Luces preocupado. ¿Algo te inquieta?
—Pensaba en Murguía. Ha desaparecido.
—Oh.
—Lo vi por última vez la noche en que condujo a doña Nicolasa de Calatrava a la secreta. Me temo que…
—¿Qué, taitaru? Dime.
—Temo que doña Nicolasa no haya cometido suicidio, sino que Murguía la haya asesinado.
—¡Santo Cielo! —exclamó Emanuela, y Romelia se santiguó—. ¿Por qué lo haría?
—Mea culpa, Manú. Yo sabía que Murguía no era imparcial en este asunto. Él… —Se interrumpió cuando los alcanzó la voz del cochero, que ordenaba al tiro que se detuviese. El vehículo frenó, y los pasajeros se sacudieron dentro del compartimiento—. ¿Qué sucede, Árdenas? —exigió saber el inquisidor, asomado por la ventanilla.
—Hay un tronco cruzado en el camino que nos impide avanzar, Excelencia. Lo quitaremos deprisa y continuaremos cuanto antes.
El inquisidor se limitó a asentir y mantuvo la vista fija en el exterior, las cejas muy juntas y apretadas. En el silencio que siguió, Emanuela escuchó los chasquidos de varias armas que se aprestaban para disparar. El corazón le golpeó el pecho y se lanzó a batir sin freno al sonido de la voz amada.
—Arrojad las armas, no mováis un pelo y nos os haremos daño. De lo contrario, moriréis. Vosotros sois cuatro hombres armados. Nosotros, diez.
—¡Aitor! —exclamó Emanuela, y se precipitó fuera del vehículo.
—¡Manú! —la llamaron Ifrán y Bojons y Romelia al unísono. El anciano estiró la mano para retenerla, sin éxito.
Aitor la vio salir del carruaje, y experimentó una de las emociones más fuertes de su vida, comparable con la de la tarde en que había vuelto a verla en el mercado de Buenos Aires después de casi tres años de separación. Los ojos se le humedecieron y la garganta se le secó, las manos le temblaron, el corazón se le desbocó en el cuello. Después de un instante de éxtasis, saltó de la montura y corrió hacia ella. Emanuela se arrojó a sus brazos con la confianza que lo volvía poderoso, y él la estrechó contra su cuerpo, y la apretó, y la besó, y siguió apretándola, temeroso de que volviesen a robársela. La pesadilla que, desde niño lo había angustiado, que se la arrebatasen, acababa de terminar, y todavía se preguntaba cómo había superado esos días desde que se había enterado de que la Inquisición la había arrojado a una de sus celdas.
—Jasy, Jasy, mi adorada Jasy —repetía en susurros sobre la coronilla de Emanuela, que lloraba abiertamente y no conseguía pronunciar una palabra coherente—. Shhh, amor mío. Tranquila, ya estoy aquí. Nadie te apartará de mi lado. Shhh, cálmate. —La separó de él para estudiarla; necesitaba comprobar que estaba bien, que esas bestias no la habían lastimado. Le contempló el rostro de mejillas arreboladas, ojos brillantes y húmedos y labios temblorosos como si apreciase una gema de valor incalculable—. ¿Estás bien?
—Sí —balbuceó con voz desfallecida.
—¿Te hicieron daño? —Emanuela agitó la cabeza para negar—. Dime lo que sea, Jasy. No me ocultes nada, te lo suplico. Necesito saber si Murguía…
—No te atormentes, amor mío. Nadie me hizo daño. Nadie. —Se miraron fijamente y en silencio, y Emanuela rompió a llorar de nuevo al notar que la barbilla de Aitor temblaba y que sus ojos amarillos cobraban un brillo especial—. ¡Amor mío! —dijo, casi sin aliento, y le echó los brazos al cuello. Aitor la atrapó en un abrazo brutal, que aflojó enseguida al recordar al niño.
—¿Cómo está mi hijo? —Le colocó la mano abierta sobre el vientre.
—Bien, muy bien. Los dos estamos muy bien. Gracias por rescatarme. ¡Sabía que vendrías por mí!
—Siempre, amor mío, siempre.
—¡Quitad vuestras manos de ella o disparo! —Ifrán y Bojons apuntaba a Aitor con una pistola, y Emanuela, aturdida por la sorpresa, se dijo que resultaba una imagen paradójica la de un hombre cubierto por el hábito blanco de los dominicos, la esclavina negra tradicional y las cuentas del rosario que le colgaban del cinto, y que sujetaba un arma de fuego y se disponía a disparar, porque ella no tenía duda de que el inquisidor dispararía antes de permitir que lo separasen de la hija de María Clara.
—¡No, taitaru! —Se colocó delante de Aitor, que de inmediato la obligó a ubicarse tras la protección de su cuerpo—. ¡Bajad el arma, taitaru! ¡Es Aitor, mi esposo! ¡No le hagáis daño, os lo suplico! Es el hombre que he amado desde niña, el padre de mis dos hijos. Por favor, taitaru.
—¡Nadie te apartará de mi lado, Manú! Me quitaron a tu madre. Pero no permitiré que te aparten de mí. ¡Tú eres mía!
A esas palabras, Aitor reaccionó. Lo había pasmado el «taitaru» de Emanuela.
—¡Vuesa merced se puede ir olvidando de llevarse a mi mujer!
—¡No! —vociferó Emanuela al descubrir la determinación con que el inquisidor elevó la pistola y apuntó a Aitor. El tiro la ensordeció y también su propio alarido—. ¡Aitor! ¡Aitor!
—Estoy bien, estoy bien. —La sujetó por las muñecas para aplacarla—. Tranquila. No me ha dado. No estoy herido.
Delante de ellos, Ifrán y Bojons barbotó unos sonidos inentendibles y se tambaleó. La flecha que le atravesaba la garganta le impedía hablar. Emanuela corrió hacia él y no llegó a tiempo para evitar que se desmoronase por tierra. Aitor giró la cabeza y descubrió a su primo Quebadín con el arco aún elevado. El flechazo le había salvado la vida. Reconoció el gesto con una inclinación la cabeza, lo que su primo imitó y bajó el arma.
De rodillas junto al cuerpo de su abuelo, Emanuela se urgía a no ser presa de los nervios y a estudiar la situación.
—Tranquilo, taitaru. No trates de hablar. Silencio. —Emanuela percibió la presencia de Aitor a su lado—. ¿Qué clase de flecha es? —preguntó en guaraní—. ¿Tiene punta de estaño?
—No. Se trata de una flecha abipona. La punta es parte de la barra. Es la misma barra un poco más acusada —aclaró.
Emanuela sabía que en el momento en que extrajese la flecha, la sangre borbotaría profusamente y que ella contaría con pocos minutos para restañarla antes de que su abuelo muriese, exangüe.
—¡Romelia! —La esclava cayó de rodillas a su lado—. Quítate el pañuelo de la cabeza. —La esclava se lo pasó y Emanuela lo plegó varias veces—. Aitor, Romelia, sujetaréis a fray Claudio mientras le quito la flecha. ¡Tranquilo! —lo instó, cuando el anciano, aterrado, comenzó a sacudirse—. Tranquilo, taitaru. —Le acarició la frente—. Os salvaré, os lo prometo, y no me separaré de vos, pero necesito que permanezcáis quieto. —Emanuela dirigió la mirada a Aitor, luego a Romelia y asintió—. Tranquilo. Abrid la boca y morded este género. No dolerá, lo prometo.
Extrajo la flecha con un tirón seco, y la sangre encharcó el camino en pocos segundos. Cubrió el cuello del anciano con ambas manos y cerró los ojos. Se concentró en la primera imagen que le vino a la mente, y era extraño porque lo que veía era como si lo viese desde arriba, como si lo sobrevolase. Debajo de ella había un río ancho y caudaloso, encajonado entre dos muros de selva. Avanzaba, etérea y libre y feliz, hasta que se detuvo atraída por los alaridos que, enseguida supo, no pertenecían a un animal, sino a una mujer. La halló echada de espaldas sobre la marisma. La mujer gritaba y se sujetaba el vientre abultado. Estaba pariendo. «Madre», intentó llamarla, pero solo movió los labios; la voz se le atascó en la garganta. La parturienta pujaba, y gritaba, y respiraba afanosamente entre contracción y contracción. Volvía a pujar, y a soltar alaridos de dolor, hasta que se echó a llorar y a reír al sonido del llanto del recién nacido. Elevó el cuello y estiró el brazo para sujetar al bebé que yacía sobre la marisma, entre sus piernas. Era una niña.
—¡Emanuela! ¡Hijita! —exclamaba mientras la colocaba sobre su pecho, y la niña se calmaba al ritmo de su corazón.
Emanuela seguía la escena con el aliento contenido; a veces la imagen se distorsionaba a causa de las lágrimas, y ella las quitaba rápidamente para no perder detalle. La mujer lloraba quedamente y sonreía y acariciaba la espalda de la niña, y repetía su nombre una y otra vez, hasta que sobrevino un instante en que las dos, la mujer sobre la marisma y ella, desde arriba, supieron que algo andaba mal. Emanuela pudo sentir, como si de su cuerpo se tratase, la calidez de la sangre que brotaba de entre las piernas de la mujer. Percibió también el frío que nacía en el rostro de la parida y que avanzaba y se expandía, y con cada pulgada que ganaba, la despojaba de la vida. Clamó por ayuda. Nadie la oiría en ese paraje desolado; ella igualmente suplicaba que salvasen a su pequeña. Emanuela descendió y besó la frente helada y sudada de la mujer, y le colocó las manos sobre el vientre aún hinchado, y la amó como amaba a pocas personas. Amó a su madre, que la había amado en esos escasos minutos, y que la había acariciado y la había llamado Emanuela en honor a su abuela. La sangre seguía brotando, y el amor, que siempre la dotaba del poder sobrenatural para sanar, en ese caso no surtía efecto.
—¡Madre! —la llamó con un alarido que perforó la quietud de la noche—. ¡Madre, no me dejes! ¡Madrecita! ¡Madrecita! ¡No te vayas!
La escena cambió bruscamente. Ahora sobrevolaba una jangada. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano para apreciar la escena que se desarrollaba debajo, en el río. Sus ojos se fijaron en un niño pequeño, no más de cuatro o cinco años, la tez oscura, cabello renegrido, lacio y largo, con un parche blanco en la frente. Se inclinaba sobre una caja y le hablaba a una criatura diminuta y blanca que yacía en ella; la piel de la niña fosforecía a la luz de la luna. «Aitor», se dijo, y la sobrecogió una calma repentina. El niño la llamaba, «Emanuela, Emanuela», y le tocaba la mejilla con la punta del dedo. «Jasy», lo oyó susurrar, y la dicha explotó en su pecho.
—¡Aitor! ¡Aquí, Aitor! ¡Ven por mí! —La garganta le dolía de tanto gritar. La jangada se alejaba y se llevaba a Aitor—. ¡Aitor, no me dejes! ¡No!
—¡Emanuela! ¡Emanuela, por amor de Dios! ¡Tranquila, amor mío! Shhh… Tranquila. Aquí estoy. Estoy contigo, a tu lado. Vuelve a mí, Jasy.
La voz de Aitor fue serenándola y guiándola fuera del sueño. Quedó laxa en su regazo, conectada a él a través del olfato. Amaba el olor de su piel, cuando la perfumaba con la loción de algalia o con el bálsamo de romero, laurel y menta, pero también el aroma de su sudor. Levantó los párpados y se incorporó.
—¿Está vivo? —inquirió, con la vista fija en su abuelo—. ¡Decidme! ¿Está vivo?
—Sí, Manú —contestó Romelia, que sostenía la cabeza del dominico sobre su regazo—. Detuviste la hemorragia.
Volvió a relajarse sobre el pecho de Aitor y cerró los ojos, aún débil y mareada.
—¿Qué me sucedió? —preguntó en un susurro.
—Comenzaste a llorar —explicó él, con los labios sobre la frente de Emanuela—. Gritabas «madre, madrecita» con tanta angustia, Jasy. Me partías el corazón. Después empezaste a gritar mi nombre, a pedirme que no te dejase. ¿Qué ocurrió?
Emanuela se aflojó con un suspiro. No sabía cómo responder a la pregunta de Aitor. Se había tratado del sueño más extraño, real y vivificante que había tenido en sus veinticuatro años. Había sanado a muchas personas, y jamás había atravesado por una experiencia similar.
—Vamos. —Se puso de pie con la ayuda de Aitor—. Regresemos a casa. Fray Claudio necesita reposo y cuidados. Ha perdido mucha sangre.
Los hombres contemplaban a doña Manú con expresiones atónitas. Aitor los sacó del trance al ordenarles que cargasen al dominico y lo acomodasen en el asiento del carruaje. También indicó que desarmasen a Árdenas, al cochero y a los mayorales.
—Podéis marcharos —Aitor se dirigió a los hombres del inquisidor—, pero no volváis siquiera a acercaros a mi mujer o a mi familia. No os complacerá enfrentarme la próxima vez que os atreváis siquiera a mirarla. —A modo de advertencia, colocó la mano sobre el mango del cuchillo que llevaba calzado en el cinto.
—Estos hombres y yo —contestó Árdenas— hemos servido a Su Excelencia por más de treinta años. No lo abandonaremos.
—Seguidme, entonces. Pero moveos con cautela. Al menor gesto sospechoso, mis hombres tienen órdenes de liquidaros. Sin hacer preguntas. Simplemente os abatirán.
—Solo queremos permanecer cerca de Su Excelencia —confirmó el cochero.
Romelia se ubicó en el extremo del asiento y volvió a acomodar la cabeza tonsurada sobre sus piernas. Aitor y Emanuela ocuparon el del frente. Aitor la recogió entre sus brazos, y Emanuela buscó la calidez de su cuerpo. El carruaje echó a andar segundos después.
—Te vi en mi sueño, Aitor. En la jangada, la noche en que mi pa’i Ursus me trajo de la orilla, recién nacida. Ahí estabas tú, y te vi, amor mío. Y también vi a mi madre, mientras me paría. Contó con unos minutos para amarme antes de morir, y me llamó hijita y… —La voz se le quebró.
Aitor le acunó la cabeza y le besó la coronilla, y se meció para calmarla. No intercambiaron palabras. Romelia lloraba solo de ver llorar a su niña Manú, pues no había entendido nada del discurso que le había dicho a su esposo en guaraní. Bastaba con descubrir la pena que trasuntaban sus ojos inyectados y arrasados.
Fray Claudio se rebulló y masculló unas frases incomprensibles hasta que se convirtieron en una retahíla desesperada de «María Clara». Emanuela se arrodilló en el estrecho espacio entre los asientos enfrentados y le colocó la mano sobre la frente. Siseó para calmarlo y lo llamó taitaru. El anciano agitó las pestañas y acabó por abrir a medias los párpados caídos y arrugados.
—Manú.
—Sí, taitaru, aquí estoy. Estamos llevándote a casa y me ocuparé de ti. Has perdido mucha sangre, pero estarás bien.
—Vi a tu madre, a mi hija amada…
—Lo sé. Yo también la vi.
—Mi María Clara… Sola, dando a luz en ese paraje. Intentaba escapar de mí. ¡Dios mío, perdóname!
—Shhh… Duerme, taitaru, descansa. —Le apoyó los labios sobre la frente y lo besó—. Descansa. Todo va a estar bien.
—Dime que me perdonas, Manú. Perdona a este viejo por querer retenerte a su lado. Perdóname, hijita, por haberte encerrado en esa celda oscura y maloliente. Perdóname por haberte separado de tu hijo, de tu familia.
Emanuela sentía, como garras clavadas en el pecho, la mortificación y la ansiedad que atormentaban al dominico. Asintió e intentó sonreír con labios trémulos.
—Te perdono, taitaru.
—¿Crees que tu madre me haya perdonado antes de morir?
—Te amaba, taitaru. No tengo duda de que te amaba. Su amor por ti es lo único que contó al final. Ahora descansa. Quiero que te recuperes pronto. Quiero que conozcas a tu bisnieto Octavio. Pese a que solo tiene seis años, es un gran violinista. Verás qué inteligente y talentoso es.
—Sí —susurró Ifrán y Bojons, los ojos entrecerrados y la respiración serena—. Quiero conocer a mi bisnieto. Estoy tan cansado.
—Duerme, taitaru.
* * *
Emanuela entró en la mansión de la calle Samuhú-Peré, y doña Inmaculada, siempre tan puesta, soltó una exclamación y corrió hacia ella; se detuvo, de pronto avergonzada, y Emanuela le sujetó las manos y le sonrió.
—Gracias por ocuparos de mi hogar durante mi ausencia.
—Doña Manú —habló con acento angustioso—, los de la Inquisición vinieron y se llevaron muchas cosas. Muchas cosas valiosas, señora. Tuve que firmar papeles. Tengo copia de todo…
—Lo sé —la interrumpió Emanuela—, no os preocupéis. Esa pesadilla ha terminado.
Las esclavas, alertadas por Joaquina, que había visto descender del coche a los señores, entraron en tropel en el patio principal y saludaron con alegría sincera al ama Manú. Con el patrón se limitaron a inclinar la cabeza a modo de gesto reverencial. Se alborotaron, aun doña Inmaculada, cuando cuatro hombres se presentaron cargando a un monje con el hábito blanco manchado de sangre. El anciano traía una palidez de muerte.
—Doña Inmaculada, ubicad a fray Claudio en la habitación para huéspedes que está próxima a la mía, la que tiene vista al jardín. Llevad agua hirviendo y esparadrapos. Cristóbal —se dirigió al esclavo del inquisidor, que lucía perdido y triste—, ocúpate de desvestir a fray Claudio con la ayuda de Árdenas. Lavadle las heridas con el agua de anacardo como tú sabes hacerlo. Romelia te proporcionará la lavativa.
—Como ordenéis, doña Manú.
Aitor y Emanuela marcharon a su recámara. Aitor la llevaba de la mano, y Emanuela correteaba por detrás. Entraron y, sin mediar palabra, la sujetó por la cintura y la besó en la boca. Cerró la puerta con el pie. Emanuela le circundó el cuello y se abrió a él, y enredó la lengua en la de su esposo, y sus dedos treparon y se ajustaron a su cuero cabelludo en tanto el ansia por profundizar la unión de sus labios, de sus cuerpos, de sus almas se volvía incontrolable y la hacía olvidar de todo. El anhelo de Emanuela arrancó gruñidos de placer a Aitor, que le encerró la nuca con una mano y ajustó el otro brazo en la base de la espalda. Emanuela gimió y se puso en puntas de pie para satisfacer la exigencia de su esposo, que cortó el beso y arrastró los labios por la mandíbula y el cuello de su mujer.
—Dios mío, Jasy, cuánto te eché de menos. Creí que me volvería loco sin ti.
—Amor mío, amor de mi vida. Sabía que vendrías por mí. Lo sabía.
Aitor se sentó en el borde de la cama y la ubicó en sus piernas. Le habló sobre los labios.
—Hay tantas cosas que quiero que me cuentes, que me expliques, pero ahora necesito tocarte, besarte, y que me toques y que me beses. Necesito saber que te tengo de nuevo.
—Siempre me tienes, aun cuando no estamos juntos. No pasó un instante de este tiempo lejos de ti en que no te pensase. Siempre estás conmigo, Aitor.
Emanuela entrelazó sus dedos en los cabellos que le cubrían las sienes y lo besó en la boca con intemperancia deliberada. Lo conocía, y sabía lo que él necesitaba en ese momento. Necesita asegurarse de que la había recuperado por completo, que nada había cambiado entre ellos durante ese tiempo, que ella era su Jasy, la misma de siempre, la misma niña locamente enamorada de su héroe, la misma joven a la cual él había desvirgado y moldeado para su gusto y placer.
—Me llamaste Jasy esa primera noche, en la jangada.
—¿Cómo?
—Me bautizaste Jasy la noche en que nací, cuando tenías solo cuatro años.
—Sí. Alguna vez te lo conté.
—Ahora lo sé porque te vi mientras detenía la hemorragia de fray Claudio. Vi claramente la noche en que mi madre me parió y luego te vi a ti, pequeño, con una venda sobre el ojo izquierdo —le dibujó con el índice la cicatriz que le partía la ceja—. Eras tan hermoso con tu pelito largo y lacio y tu carita perfecta, y tu boquita en forma de corazón, y me mirabas con tanto amor y sorpresa, y me llamabas Emanuela. Querías despertarme, y tuviste miedo al tocarme el carrillo con la punta del dedo. —Aitor, con los ojos arrasados, se limitó a asentir y a sonreír—. Entonces, me llamaste Jasy. Y me diste la fuerza para vivir. Estoy viva por ti, Aitor. Tu amor me mantuvo viva, y no sabes cuán agradecida estoy contigo por haberme rescatado de la muerte, porque esta vida que me has dado, sobre todo, los hijos que me has dado, me han hecho inmensamente feliz y plena. Gracias, amor mío. Tú no eres mío, ni yo soy tuya. Lo nuestro va más allá de eso. Yo soy tú y tú eres yo porque compartimos el alma, Aitor.
Aitor sonreía y asentía con la cabeza, incapaz de articular con el mentón que le temblaba y la garganta que le palpitaba con ferocidad. Hasta que la tensión de esos días y la dicha que las palabras de Emanuela conjuraban se transformaron en un huracán de emociones que arrasó con su fortaleza, y rompió a llorar como un niño. Se recostaron en la cama, y Emanuela le acunó la cabeza entre sus senos, y le acarició la mejilla sin afeitar, las sienes, las orejas, mientras le siseaba y le repetía que lo amaba más allá del entendimiento.
—Tuve tanto miedo de perderte —admitió él, entre espasmos y sollozos.
—Lo sé, y sufría sabiendo que, cuando supieses de mi encierro, sufrirías.
Aitor elevó las pestañas y fijó la mirada en la de Emanuela.
—Jasy… —Lo pronunció con angustia desesperada y la voz entrecortada—. Sufrir ni siquiera se aproxima a describir lo que sentí. Le tuve miedo a lo que sentí —admitió.
—Shhh… Lo sé, yo también le temo a nuestro amor. A veces se demuestra demasiado grande y poderoso, ¿verdad? —Aitor asintió con los ojos apretados y los labios sumidos—. Pero ¿qué podemos hacer, amor mío? Confiar en Dios y seguir adelante. Hemos superado todas las pruebas. Somos invencibles, tú y yo. Ahora llévame con mi hijo. Necesito estrecharlo y saber que está bien.
* * *
En lo de Conan, la recibieron con una algarabía que casi la tumbó de espaldas. Las niñas corrieron a sus brazos, Miní se trepó a sus hombros, Orlando le tiraba del ruedo de la basquiña para llamar su atención, mientras Malbalá lloraba y le encerraba el rostro con las manos.
—¿Dónde está Octavio?
—Duerme aún. —Emanuela frunció el entrecejo, y Malbalá explicó—: No ha dormido bien últimamente. Tiene pesadillas y se despierta de madrugada, llamándote a gritos. Por eso descansa hasta tarde. Iré a despertarlo.
—No, sy. Iré yo.
Con Miní aún montado en su espalda y Orlando prendido a su falda, Emanuela entró en la habitación donde dormía Octavio y se sentó cerca de la cabecera. Palmeó a Argos entre las orejas cuando el perro abandonó su puesto a los pies de la cama y se acercó gañendo. Lo observó dormir, admirada del parecido con su padre, de lo adorable que lucía con las manitas metidas bajo el mentón, del amor infinito que le inspiraba. Se inclinó y olisqueó el aroma familiar de su cuellito entibiado por el sueño. Le depositó besos suaves en la frente, en la nariz, en el mentón, en las mejillas, y el niño comenzó a rebullirse.
—Despierta, dormilón. ¿No vas a saludar a tu madre?
Los párpados se dispararon, y la expresión de sueño y sorpresa de Octavio arrancó una carcajada a Aitor, que lo observaba detrás de Emanuela.
—¡Mamita! —Emanuela lo envolvió en un abrazo y lo incorporó para pegarlo a su pecho.
—Sí, tesoro mío, estoy de vuelta. Aquí estoy.
—¡Mamita! —repetía el niño.
—Sí, aquí estoy.
—Dijiste que volverías pronto y tardaste mucho.
—Nunca quise apartarme de tu lado, Octavio. Me obligaron a hacerlo. Pero ya estoy de vuelta y nunca más nos separaremos.
—¿Nunca volverás a dejarme?
—Nunca más, amor mío.
* * *
Emanuela acabó exhausta ese primer día de libertad. Octavio no había querido apartarse de su lado, y al igual que Miní y Orlando, lo arrastró de aquí para allá pegado a sus faldas, incluso cuando fue a la habitación que ocupaba Ifrán y Bojons para curarle la herida del flechazo y obligarlo a tomar caldo de gallina y a comer arroz con leche para que recuperase la sangre perdida. Octavio, parapetado detrás de Emanuela, se asomaba para atisbar al anciano que, recordaba bien, le había quitado a su madre aquella trágica noche en lo de doña Mencía. No le devolvió el saludo ni estrechó la mano que el hombre le extendió ni le devolvió la sonrisa. Quería que se fuese, y no entendía por qué su mamá lo llamaba taitaru. Los taitaru eran buenos y no le robaban la madre a los niños. A la hora de ir a la cama, Emanuela se recostó a su lado, y conversaron, mirándose y tocándose. Emanuela le hacía preguntas acerca de su tiempo de separación y le suavizaba la versión de lo que había vivido en la secreta.
—Mi hermano estaba contigo y yo no —soltó Octavio de pronto.
—Tu hermano es tan pequeño y frágil en este momento que si no estuviese dentro de mí, moriría. No tiene alternativa, hijito, como tampoco la tenías tú cuando eras pequeño y frágil como lo es él ahora. Si hubiese podido llevarte conmigo, si hubiese podido tenerlos a los dos junto a mí, lo habría hecho. Pero no lo hubiesen permitido.
—¿Mi papito te salvó de los malos? —Emanuela asintió, y la expresión de Octavio se iluminó con una sonrisa—. Mi papito es muy valiente, el más valiente de todos.
—Sí, lo es. Tu padre, por ti y por mí, sería capaz de hacer cualquier cosa con tal de que estemos sanos y salvos.
—¡Yo también haría cualquier cosa por ti, mamita!
—Y yo por ti, tesoro mío.
La sonrisa del niño se esfumó, y un ceño le ensombreció la mirada.
—Quiero que el taitaru malo se vaya de casa. Cuando se ponga bueno, querrá llevarte de nuevo con él.
—Taitaru Claudio me pidió perdón por haberme apartado de ti. No volverá a hacerlo. Él es tu taita guazu, hijito, y me gustaría que lo conocieras e intentases quererlo. Está muy solo y triste. ¿Te gustaría tocar el violín para él uno de estos días?
—No. Mamita, cuéntame la historia de cuando mi pa’i Ursus y mi papito te encontraron en la orilla del río, de cuando eras muy pequeña y mi papito te salvó la vida.
Octavio se durmió poco después. Emanuela se quedó quieta, observándole las facciones relajadas, respirando el aire que él respiraba, estudiándole las manitas de uñas pequeñas, admirando las pestañas largas, espesas y negras. No reunía la voluntad para apartarse de él. Durante el mes de encierro en la secreta, cuando su ánimo decaía, había derramado tantas lágrimas temiendo no volver a ver a su adorado hijo que en ese momento prefería mantener el contacto con su cuerpito y no apartar la vista de él para sentirse tranquila.
Percibió la energía de Aitor antes de que la puerta se abriese y de que sus manos le tocasen la cintura y se le deslizasen por el vientre.
—¿Puedo tener a mi mujer ahora? —susurró—. He debido compartirla con demasiada gente durante el día. Todavía me pregunto cómo lo soporté de tan buen talante, porque debes admitir, Jasy, que puse buena cara y no mandé a nadie al infierno como me habría gustado para follarte en paz. —Emanuela sofocó una risita—. Ahora la necesito solo para mí, a mi mujer. ¿Puedo tenerla?
—Sí, señor de Amaral y Medeiros. Yo también necesito a mi hombre.
Besó a Octavio en el carrillo y en la sien, le acomodó el tul en torno a la cama y le permitió a Aitor que la llevase en andas hasta el dormitorio y que la desnudase en la sala de baño, donde doña Inmaculada les había preparado la tina y diluido esencias en el agua caliente. Pocas velas ardían sobre el borde de la bañera, y lanzaban sombras y destellos naranjas sobre el vientre abultado de Emanuela. Aitor se puso de rodillas y se lo acarició con las manos y con la boca.
—Era en lo único que pensaba mientras estaba lejos de ti —le confesó, mientras le deslizaba la camisa de holanda por los hombros y le desvelaba los senos hinchados—, en compartir un baño contigo. —Le masajeó los pechos, y Emanuela gimió y se apoyó en sus hombros—. Nunca los has tenido tan grandes. Estoy duro de solo verlos. —Se metió un pezón en la boca y lo succionó, fascinado por la reacción de Emanuela—. ¿Duele?
—No. El otro, por favor.
La complació, y alternó succiones y lamidas en uno y otro seno hasta que la sostuvo cuando un orgasmo la sacudió y casi la arrojó al suelo.
—¿Te aliviaste, Jasy? —Emanuela asintió, y Aitor rio con un timbre entre feliz y jactancioso—. Una vez, en lo de Urízar y Vega, te aliviaste porque te chupé las tetas, ¿lo recuerdas?
—Sí —murmuró—. Fue la noche en que me hiciste tuya por primera vez. Tenía tantos deseos de ti. En aquel momento, ahora, siempre.
—Como yo de ti, amor mío.
Emanuela se arrodilló frente a él. Le sujetó el pene endurecido mientras lo miraba a los ojos, y no apartó la vista en tanto deslizaba la mano hacia arriba y hacia abajo.
—Gracias por haberme rescatado.
—También lo hice por mí, para seguir viviendo.
Emanuela le acarició la mejilla. Aitor, de pronto muy serio, se sentó en el borde de la tina, la erección como un mástil que se alzaba delante de los ojos hambrientos de Emanuela. Hizo el intento de llevárselo a la boca, pero él la detuvo y la obligó a ponerse de pie.
—No puedo esperar, Jasy. Necesito estar dentro de ti. Ha pasado demasiado tiempo.
La obligó a darle la espalda y le acarició el vientre desde atrás con una mano, en tanto con la otra le masajeaba el ano, y la enloquecía de la excitación.
—¡Aitor, por favor!
—Abre un poco las piernas y siéntate a horcajadas sobre mí. Sí, así, eso es. —Se sujetó el pene y lo colocó en la entrada de Emanuela—. ¡Ahhh! ¡Jasy! —clamó, cuando su esposa se deslizó sobre su erección y lo recibió dentro de ella.
A Emanuela le fascinaba esa posición, y no perdía detalle de las reacciones de Aitor, reflejadas en el espejo de la sala de baño ubicado frente a ellos. Había descubierto que le gustaba mirarse en el coito, mirarlo a él, dejarse impresionar por la desmesura con que sus manos oscuras se aferraban a sus senos, luego a su vientre hinchado, y de nuevo a sus senos. Por fin, los dedos de él se deslizaron entre los pliegues de su vagina y frotaron el punto secreto que la hacía gritar. Y gritó, y se estremeció, y luego de su alivio, sobrevino el de él, que fue escandaloso, casi violento, y Emanuela se preguntó si despertarían a fray Claudio, que dormía en la habitación de al lado. El pensamiento duró un instante; desapareció enseguida cuando sus ojos encontraron a Aitor en el espejo y su expresión torturada le robó el aliento. Se sujetó a las rodillas de él, que, en los estertores del orgasmo, se sacudía con un fervor inusitado. Lo admiró mientras él lanzaba la cabeza hacia atrás y permanecía tenso en una parálisis. Emanuela fijó su atención en el lineamiento del labio inferior y en el corte del mentón, y la belleza de sus facciones salvajes le provocó incredulidad. Ese hombre magnífico había sido de ella toda la vida.
—Jasy… —masculló él, y su aliento le golpeó la espalda y le erizó la piel y los pezones—. No veía la hora de tenerte para mí, de echarte un polvo. ¿Estás bien?
Emanuela rio por lo bajo al ver en el espejo la mueca contrita de su esposo.
—Fue maravilloso, Aitor. Verte en el placer es una experiencia de la que nunca me cansaré. Mi hermoso y magnífico Aitor.
—¿El niño está bien? —preguntó de repente, y Emanuela asintió—. Lo siento moverse.
—Está bien, feliz porque sus padres se aman.
—No creo que exista un padre que ame tanto a la madre de sus hijos como yo a ti, Emanuela.
—Lo sé. Sentémonos dentro de la tina. Ansío un baño.
Aitor la bañó y le lavó el cabello, y Emanuela lo bañó a él, y mientras le higienizaba el pene, lo vio crecer entre sus manos. Levantó la vista, y Aitor le devolvió una mirada de ojos dorados y chispeantes, que logró hacerle cosquillas en el estómago.
—Eres tan hermosa —susurró, y la miró a los ojos—. Siempre me has calentado, pero ahora, llena de mi hijo y con estas tetas, eres lo más lindo que he visto en mi vida.
Emanuela se sonrojó y bajó las pestañas. Aitor profirió una carcajada y hundió la cara en el cuello recién lavado de Emanuela. Se le erizó la piel cuando ella se la humedeció con su aliento tibio al decirle:
—Aitor… Te amo tanto, amor mío. Es difícil explicar lo que siento por ti.
—Es difícil, Jasy, porque esto con que hemos sido bendecidos no es de este mundo.
Emanuela se apartó y lo contempló, sorprendida y conmovida por la sabiduría y la certeza de sus palabras.
—Sí —acordó—, es perfecto, e inexplicable, e infinito porque no es de este mundo.
Se besaron con el ánimo saciado, con suavidad, y prestaron atención a la morbidez de sus labios, a la aspereza de sus lenguas, a la suavidad de sus dientes, al aroma a sexo que se suspendía sobre el agua tibia, a la manera en que los pezones de Emanuela se friccionaban contra el pecho de Aitor. Este se estremeció y apretó los ojos cuando Emanuela se alejó de él, y encontró intolerable esa distancia de pulgadas. La sujetó por la cintura y la ubicó entre sus piernas, la espalda de ella contra el pecho de él.
—No te apartes de mí —le exigió con fiereza al oído—. No lo soporto.
—No lo haré, solo estaba acomodándome.
Aitor se dijo que había mucho de qué hablar, cuestiones que explicar, hechos que relatar. Lo dejarían para el día siguiente, decidió. Emanuela estaba exhausta después de una jornada en la que Octavio se había mostrado más exigente que de costumbre y que no le había permitido siquiera hacer sus necesidades en paz, sin mencionar el desfile de amigos y que, en su estado de avanzada preñez, se cansaba fácilmente. De todos modos, algo sabía pues Hernando de Calatrava, que ahora vivía con Ginebra y que, al mediodía, se había presentado para saludar a su hija, le había contado acerca de la extraordinaria historia de Emanuela Zañartu y fray Claudio de Ifrán y Bojons, que habían engendrado en la prisión de Lima a María Clara, la madre de su Jasy.
—¿Cómo te sientes? —quiso saber, mientras le acariciaba el vientre.
—Maravillosamente bien. Distendida. Feliz en tus brazos. ¿Y tú?
—Feliz por tenerte entre mis brazos. —Le besó la sien—. ¿Estás cansada?
—Sí. Llévame a la cama.
Durmieron profundamente, Emanuela cómoda y segura circundada por el halo protector de su esposo, que no la soltó en toda la noche. Sus cuerpos amanecieron en contacto, las piernas entrelazadas y la mano de Aitor sobre el vientre que cobijaba al hijo de ambos. Emanuela se dio vuelta y sonrió al encontrarlo despierto, con la mirada anhelante que le disparaba las pulsaciones. Se besaron en los labios.
—Buen día, amor mío. Es como un sueño despertar en esta cama, contigo, en mi casa.
Le acarició la mejilla al verlo trepidar.
—Sufrí tanto, Jasy. Creí que moriría de dolor cuando supe que estabas en manos de la Inquisición. Temía que te torturasen. La desesperación que sentí…
—Fueron tantas cosas las que me preocuparon durante estas semanas de encierro, pero lo que más me atormentaba era tu padecimiento. Y rezaba por ti todo el tiempo. Le pedía a Dios que te suavizase la pena.
—Eso es imposible, Jasy. Ni Dios habría podido. Él me hizo amarte de esta manera inexplicable. Lo que siento cuando alguien o algo te amenaza es consecuencia de ese amor. No existe uno sin el otro, y Dios lo sabe, por eso no escuchó tus rezos, y yo sufrí como un condenado.
—Lo siento —sollozó.
—Shhh… Nada de lágrimas, y no quiero que me pidas perdón. Esto no fue tu culpa, sino de ese malnacido de Murguía. Él estaba detrás de todo esto, Jasy. Para vengarse de ti.
—Lo sé.
—Dime la verdad, Emanuela. Necesito saber si… si él…
—Lo intentó, Aitor. ¡Pero no lo logró! —se apresuró a aclarar cuando una mueca de rabia y dolor deformó la belleza de su esposo—. Una noche entró en mi celda con esa intención, pero Miní me salvó.
—¿Miní? ¿Nuestro carayá?
—Sí, nuestro amado carayá, el que tú me diste. Había un pequeño ventanuco en el techo de mi celda, con rejas, por supuesto, que daba al exterior; no sé adónde. Tampoco sé cómo Miní llegó hasta allí ese día…
—Por el olfato. Son famosos por el olfato.
—Agradezco a Dios que estuviese allí esa noche, pues cuando Murguía se me arrojó encima y yo grité, él comenzó a aullar como tú bien sabes y despertó a todo el convento. Nadie habría oído mis gritos. Murguía había narcotizado al guardia. En cambio, Miní despertó a los monjes y a fray Claudio. Se armó un gran jaleo. Eso me salvó.
Aitor suspiró y pegó la frente a la de Emanuela. La envolvió entre sus brazos y le besó los labios.
—Murguía ya no es un problema. Ya no volverá a molestarte. —Emanuela abrió grandes los ojos—. Tenía que hacerlo, Jasy. Murguía tenía que desaparecer. De lo contrario, siempre nos habría perseguido y atormentado. No habríamos tenido paz, y yo solo quiero vivir en paz sabiendo que estás a salvo.
—Comprendo.
Pasados unos momentos en silencio, Aitor volvió a las preguntas y Emanuela le respondió con paciencia.
—¿Qué haremos con el inquisidor?
—No lo llames así, por favor.
—¡Por amor de Dios, Emanuela! ¿Crees que es fácil para mí olvidar que se llevó a mi mujer una noche y que la arrojó en un hueco inmundo? Tampoco olvido que me disparó y que tal vez me habría asesinado si Quebadín no lo hubiese herido de un flechazo. ¿Puedes tú olvidar todo eso, Jasy? Porque a mí me resulta imposible. Lo que me sorprende es que permita que siga bajo mi techo, que reciba los cuidados de mi mujer y que coma mis alimentos.
—Es mi abuelo, Aitor. Fray Claudio de Ifrán y Bojons es el padre de María Clara, mi madre.
—Lo sé, lo sé. ¡Malditos curas hipócritas! No sé a cuento de qué viene eso de que no pueden tener mujer si se lo pasan follando por ahí.
—Fray Claudio amó a Emanuela Zañartu.
—¡Bonita manera de amarla!
Emanuela apretó los ojos y se mordió el labio.
—Perdóname, Jasy.
—No tienes por qué pedirme perdón cuando tienes razón. La historia es extraña, e injusta, y tormentosa, pero es mi historia, Aitor. Siempre me sentí una Ñeenguirú y una guaraní, y siempre lo seré. Pero algo me faltaba. Yo quería saber quién era realmente, de dónde provenía. Ahora sé quiénes fueron mis antepasados, ahora sé por qué estoy en el mundo, y por eso me siento agradecida. La de mi familia es una historia de dolor y de egoísmo, de fanatismo y de traición, pero también de amor. Mis abuelos maternos se amaron, mis padres también. Y si bien el amor de ambas parejas acarreó mucho sufrimiento, no dejó de ser amor. Mi madre y yo fuimos fruto del amor, como tú lo fuiste también. No sé si consigo explicarme —dijo, con acento frustrado.
—Te comprendo. Para mí también fue un alivio conocer mi historia. La furia que me dominaba cuando era niño se debía sobre todo a eso, a no entender por qué Laurencio abuelo me odiaba, por qué me llamaban luisón, por qué me despreciaban. Cuando supe que era un Amaral y Medeiros y que Laurencio abuelo sabía que yo no era su hijo, entonces mi rabia se calmó bastante. Te entiendo, Jasy. Te entiendo, amor mío. —Le besó la nariz y los labios.
—Gracias. No te pido que perdones a fray Claudio por el mal que nos hizo, pero al menos ten en cuenta que se ha arrepentido y que su sangre es la mía.
Orlando saltó fuera de la cama y le ladró a la puerta cerrada, por lo que Emanuela y Aitor supieron que alguien se aproximaba.
—Es tu hijo —informó Emanuela.
—¿Cómo sabes?
—¿Cómo no saberlo? Lo siento, como te siento a ti antes de verte.
—¿De veras? —dijo con una expresión esperanzada y embellecida por la inocencia y el anhelo—. ¿De veras presientes cuando estoy por llegar?
—Sí. Te siento, igual que lo siento a él, porque es tuyo.
Octavio intentó irrumpir sin llamar; la puerta con traba se lo impidió. Golpeó con los puñitos y llamó a su madre, mientras Orlando ladraba de un lado y Miní chillaba del otro.
—¡Ya voy, Octavio! —se exasperó Aitor, mientras se ponía los calzones y se echaba encima la camisa—. ¡Deja de hacer tanta bulla!
—¡Quiero ver a mi mamita!
—Sí, sí, tu mamita, tu mamita. —Abrió la puerta y lo atajó antes de que se precipitase dentro. Lo levantó en brazos y lo elevó por sobre su cabeza—. ¿No vas a saludar a tu padre? ¿Tan poco cuento para ti? —La sonrisa de Octavio tuvo el efecto de una caricia, y cuando lo abrazó y le humedeció la mejilla al plantarle un beso, experimentó una dicha inefable. El niño, impaciente, comenzó a rebullirse, ansioso por estar con su madre, que lo contemplaba desde la cama con una sonrisa. Lo depositó en el suelo, y Octavio corrió hacia ella. María y Ana se demoraban bajo el dintel, indecisas de imitar a su hermano. Aitor les besó las coronillas y las invitó a entrar.
—¡A quitaros los zapatos los tres! —ordenó Emanuela—. Así podréis subir a nuestra cama.
—¡Sí! —se regocijó Octavio, mientras la niñas emitían risitas tímidas.
Aitor, que tenía otros planes, elevó los ojos al cielo y soltó un suspiro sonoro por la nariz antes de regresar a la cama invadida por niños y animales. Se recostó junto a su mujer, que reía con un comentario de Ana Dolores. Al levantar la vista, descubrió a Miní colgado del paño que embellecía el tornalecho. El animal lo miraba con fijeza, y Aitor le guiñó un ojo e hizo una nota mental de mandar por cañas de azúcar al mercado, pues desde pequeño, Miní disfrutaba masticarlas y sorber el líquido dulce que soltaban.