CAPÍTULO
XIII

Emanuela, ayudada por Romelia, iba guardando sus pertenencias en los baúles mientras le explicaba a Octavio que, desde ese día, vivirían en la casa del lado.

—Tu padre la construyó para que vivamos todos juntos.

—¿Emanuelita, Milagritos y Marã también?

—No, ellas se quedarán aquí con tío Lope y tía Ginebra. Pero las verás todos los días. Ahora vivirás con María y con Ana, que son tus hermanas.

—¿Mis hermanas?

—Sí, cariño. Son hijas de tu padre.

—¿Son tus hijas, mamita?

—No. Son hijas de una señora que se llamaba Olivia y que ahora está con Dios.

—¿Se fue al cielo?

—Sí, tesoro. Dios se la llevó. María y Ana están muy tristes a causa de eso.

Octavio corrió hacia Emanuela y se abrazó a sus caderas.

—¡No quiero que Dios te lleve, mamita! ¡Dile que no te lleve!

Se acuclilló y sujetó al niño por los hombros.

—Quiero que te quedes tranquilo. Dios no me apartará de ti. Ahora piensa en la fiesta que tu padre dará esta tarde.

—¿Una fiesta?

—Sí, para ti y para mí, porque está muy feliz de que vayamos a vivir con él.

Una doméstica se presentó para anunciar que el señor Leónidas Cabrera pedía por ella. Emanuela y Romelia cruzaron una mirada.

—Termina de empacar, por favor, y cuida de Octavio.

—Sí, Manú —contestó la esclava, muy deprimida; no quería separarse de su niña.

En la sala, también encontró a Lope y al padre Santiago. Emanuela estudió en silencio la cara magullada de Cabrera.

—Lo siento. Lo siento tanto, don Leónidas.

—Es el orgullo herido lo que más duele —admitió, con una sonrisa de labios fruncidos para evitar que las heridas se abriesen.

—Es tan injusto.

—Manú —la interrumpió—, no os angustiéis. Yo habría actuado de igual modo en su lugar. Comprendo el celo que siente por su mujer. El padre Santiago estuvo contándome acerca de… bien, de vuestra historia.

—Eso no justifica que se haya comportado como un salvaje.

—Ahora comprendo muchas cosas —dijo Cabrera, y la miró con intención—. Comprendo que debí de lastimaros cuando os hablé del dueño de la mina, de Almanegra.

—Adoptó ese nombre en Buenos Aires, cuando conoció la historia del toro.

—Lo imaginé.

Emanuela contuvo el aliento y no apartó la vista de la de Cabrera; intentaba leerle el pensamiento, atormentada por la certeza de que el torero era de los pocos que sabía que el indio que se había convertido en gran señor y que había llegado a Asunción haciéndose llamar Aitor de Amaral y Medeiros, en el pasado había sido conocido como Almanegra, igual que el famoso salteador de caminos, cuya cabeza tenía un precio muy alto.

—Mi hermano Manuel respeta mucho a vuestro futuro esposo y está muy a gusto trabajando para él.

—Me alegro —respondió Emanuela, más tranquila. La afirmación de Cabrera parecía esconder un acuerdo tácito entre ellos. Después de todo, se alentó, el torero no tenía modo de probar que el Almanegra de la mina era el mismo que el que robaba ganado y asaltaba los convoyes portugueses. «¡Aitor!», se enfureció. «¿Por qué eres tan temerario?»

—Dejaré la ciudad por unos días. Iré a ver a vuestro padre. Ayer, el padre Ursus me dio el tónico que necesita para sus pulmones. Se lo llevaré.

—¡Oh, sí! El tónico, lo había olvidado. ¡Gracias, gracias, don Leónidas!

—¿Qué está sucediendo aquí? —La voz de Aitor tronó en el recinto, y Emanuela sofocó una exclamación y se alejó de Cabrera. Lope y Santiago de Hinojosa se interpusieron cuando Aitor se movió hacia el torero con una expresión feroz, en la cual destacaban sus ojos de fuego líquido.

—¡Aitor! —alzó la voz el jesuita—. ¡Detente y piensa! No actúes como un energúmeno.

El sollozo de Emanuela operó como un rayo en su mente ofuscada, y lo paralizó delante de su hermano y del sacerdote, a los cuales habría arrollado.

—¿Qué hace este hombre aquí, con mi mujer?

—He venido a felicitarla —contestó Cabrera con dignidad—. El padre Santiago me informó que hoy contraerá nupcias con vuesa merced.

—Manteneos lejos de ella.

Pese a los nervios, Emanuela no pudo menos que notar que Aitor se había expresado en el castellano de las gentes cultas, y la embargó un sentimiento de ternura y admiración.

—Vuestra mujer y yo somos amigos, señor Alma… Amaral y Medeiros. Quería pediros autorización para visitarla de tanto en tanto. También para ver a vuestro hijo.

—No.

—Aitor, Leónidas solo…

—Lope, no te metas. He dicho que no, y no cambiaré mi decisión.

—Tal vez vuestra esposa no sea de la misma opinión —lo provocó el torero.

—Cabrera, mi mujer hace solo lo que yo le digo, y yo digo que no.

—Don Leónidas —terció Emanuela—, gracias por vuestros buenos augurios, pero creo que será mejor que os vayáis.

Se miraron en el silencio de la sala, los ojos endurecidos de Leónidas Cabrera fijos en los suplicantes de Emanuela. El hombre asintió y se calzó el tricornio. Se despidió con saludos mascullados. Lope e Hinojosa lo escoltaron hasta la puerta. Emanuela y Aitor se sostuvieron la mirada a través del espacio penumbroso que los separaba.

—¿Por qué aceptaste recibirlo? —Ante la falta de respuesta, él se precipitó sobre ella, la aferró por los brazos y la sacudió apenas—. ¡Por qué!

—¡Porque temo por ti!

—¿Qué?

—¿Acaso no lo comprendes? —La mueca confundida de Aitor le arrancó un bufido exasperado—. Sin mencionar que podría haberte denunciado por la golpiza que le propinaste, Cabrera sabe que Almanegra y Aitor de Amaral y Medeiros son la misma persona.

—¿Qué hay con eso?

—¿Supones que no llegaron a mis oídos los relatos de las hazañas del salteador de caminos a quien todos llaman Almanegra? —Arrugó el rostro cuando los dedos de Aitor se hundieron en su carne—. Estás haciéndome daño.

—¿Piensas que el salteador de caminos y yo somos la misma persona? —Emanuela asintió—. ¿Tan mal piensas de mí?

—¿Olvidas con quién estás hablando? Soy yo, Aitor, que te conozco como nadie en este mundo. Sé que asaltabas convoyes de los portugueses, que robabas su ganado y su azogue. Sé también que vendes caramelos que hacen… caramelos que… caramelos para los hombres… para…

Aitor rompió a reír y la sofocó en un abrazo. La besó en la boca.

—Oh, Jasy, no seas tan dura con tu Aitor.

Emanuela se rebulló y consiguió apartarse para mirarlo mientras le hablaba.

—No estoy de acuerdo con tu vida de bandolero, pero sé qué te movió a hacerlo. Conozco cómo actúas, cómo piensas, cómo tomas las decisiones, y sé que jamás podré cambiarte. Por otro lado, no es mi intención hacerlo. Solo te pido, te imploro que acaben las actividades imprudentes e ilegales. Octavio y yo te necesitamos. Ahora que la vida ha vuelto a reunirnos cuando parecía que nunca volverías a mí, te suplico, cuídate por mí, por tu hijo.

—¡Sí! —susurró él con pasión, y volvió a encerrarla entre sus brazos—. Sí, amor mío. Sí, amor de mi vida. Haré lo que me pidas. Tú eres la voz de mi conciencia, y haré lo que me digas de ahora en adelante.

La condujo a un sofá y la sentó sobre sus rodillas. Se besaron con un abandono que los hizo olvidar que era de mañana y que se hallaban en la sala de Lope.

—Dios —suspiró Aitor, sin apartarse de sus labios—, no veo la hora de estar enterrado dentro de ti.

—Aitor…

—No seré suave, Jasy. Te fornicaré duro y fuerte. Estoy tan caliente.

—Tómame como quieras. Seré feliz con lo que tengas para darme.

—Amor mío.

Un carraspeo cortó el beso de los enamorados. Doña Nicolasa y Ginebra los observaban desde el ingreso. Emanuela hizo el intento de saltar de las rodillas de su futuro esposo; este la mantuvo sobre sus piernas, con la erección clavada en el trasero.

—Debéis saber, señor de Amaral y Medeiros, que entre las gentes decentes, este comportamiento se reputa de inaceptable.

Aitor levantó la ceja partida y una comisura.

—¿Y era aceptable que vuesa merced se metiese en la cama de mi padre cuando doña Florbela aún vivía?

—¡Oh, qué desfachatado!

—Señora —habló con acento conciliador y se puso de pie. Sujetó a Emanuela por la cintura y la condujo donde las mujeres—. No pretendo juzgaros. Vivo a mi modo y dejo vivir a los demás al modo que más les plazca. Os ofrezco mis disculpas si os he ofendido. —Inclinó el torso en una manera galante, y Emanuela fue testigo de cómo se relajaban las facciones de su madrasta y cómo se iluminaban con codicia los ojos negros de su hermana, y tuvo celos, y también sintió rabia; las dotes seductoras de su amado habían mejorado con los años.

—Acepto vuestras disculpas, señor de Amaral y Medeiros.

—Llamadme Aitor, por favor. —La mujer prestó su aquiescencia con una inclinación de cabeza—. Quería proponeros un negocio. Deseo compraros a la esclava Romelia. Es un regalo de bodas que me gustaría hacerle a mi esposa.

—¡Oh, Aitor! —exclamó Emanuela, y enseguida reprimió su alegría para no exponerse frente a esas dos.

—Veréis, don Aitor, por mucho que me gustaría complaceros, no me será posible. Mi esposo es un prófugo de la Santa Inquisición y sus bienes, Romelia incluida, serán confiscados.

—He sabido que ya confiscaron la chácara y sus carretas y sus herramientas, pero Romelia sigue aquí.

—Sí —admitió a desgana la mujer—. Lo cierto es que el inquisidor Ifrán y Bojons no sabe de la existencia de la esclava. De igual modo, ¿cómo podría vendérosla si mi esposo es quien tiene los documentos de propiedad de la negra?

—Será un acuerdo basado en la buena fe. Yo os daré… digamos, quinientos pesos de plata ensayada y vuesa merced me dará la esclava.

—Trato hecho.

—En un rato, os enviaré el dinero y vos me enviaréis a Romelia. Y ahora, señoras, si me permitís, debo hablar con mi prometida.

Emanuela se dio cuenta de que Ginebra le observaba el anillo de zafiros y topacios con la misma codicia con que había contemplado la erección de Aitor. Lo tapó con la mano.

* * *

La boda tendría lugar en el salón más suntuoso de la casa de Aitor. Emanuela se preparaba en la habitación que, desde ese día, compartiría con él, un recinto tan espacioso y desmedido como todo en esa residencia, que, además de contar con una cama enorme, elevada sobre un plinto y con tornalecho cubierto por colgaduras de damasco en tonalidad burdeos, tenía dos juegos de tresillo, un escritorio, un tocador, un entredós y varios espejos de caballete. Resultaba imposible no verse reflejada desde cualquier rincón de la estancia. Más allá de ese despliegue, la excentricidad la constituían dos cuartos adjuntos, uno para guardar la ropa y otro para bañarse, no en una tina, sino en una especie de fuente alicatada con mayólica de Manises; eran las cosas más extrañas que Emanuela había visto. Según Aitor, que le había mostrado la casa con orgullo, la idea de las habitaciones para el baño y el cambiador —así lo había llamado en castellano— se las había sugerido el arquitecto que había contratado para diseñar la casa, el mismo que había proyectado la Casa de la Moneda de Potosí. Sus servicios le habían costado un ojo de la cara, le había aclarado, y Emanuela se contuvo de advertirle que se consideraba de mal gusto mencionar el precio de las cosas; de hecho, se había refrenado varias veces durante la recorrida; él parecía decidido a detallar el costo de la mansión.

Romelia, hecha unas pascuas desde que se sabía propiedad de su niña Manú, la ayudó a prepararse. Emanuela, feliz como pocas veces había estado en su vida, se entregó a sus cuidados y le permitió que le quitase el vello de las piernas, que le remarcase los ojos con un carbón, que le curvase las pestañas y que le colorease las mejillas y los labios con el polvo de cochinilla. Le recogió el cabello, le marcó bucles con un hierro caliente, que le cayeron sobre las sienes y la nuca, y le entretejió flores del naranjo amargo, que había recolectado en el jardín. En tanto la preparaba, no cesaba de describir las maravillas que había visto —la fuente, el reloj de sol, las plantas, las flores, los árboles frutales—.

—Eres su reina, y él ha construido este palacio para ti —concluyó la esclava.

El vestido, compuesto por una casaca y una basquiña y confeccionado en Río de Janeiro, yacía sobre la cama, donde lo había extendido doña Inmaculada. Emanuela no se atrevía a rozarlo, tan etéreo lucía. Aitor, muy ufano, le había explicado que se trataba de seda de Lyon, «la mejor», había agregado, y como ella se quedó mirándolo con una ceja elevada y una sonrisa cómplice, él admitió que no tenía idea de qué era Lyon.

—Una ciudad de la Francia —dijo ella—, famosa por sus fábricas de seda.

Aitor la abrazó y le susurró:

—Nadie es más culto que mi Jasy.

Más allá de la exquisitez de la seda blanca, eran los bordados con motivos naturalistas en hilos de oro lo que quitaba el aliento.

—Vamos, mi niña. Ha llegado la hora de vestirse.

Romelia le puso la camisa de mangas cortas, larga hasta las rodillas, los calzones y las enaguas, todas las prendas de lino. Siguieron las medias de algodón sostenidas con ligas. Enseguida le ajustó el tontillo; luego el corsé con haldetas, sobre el que se apoyó la basquiña. Por último, la casaca, de mangas hasta el codo, que le marcó la cintura y dejó al descubierto una porción del escote. Romelia se agachó para calzarle los chapines de cordobán blanco.

Emanuela giró para estudiarse en uno de los espejos de caballete y se quedó estupefacta. Por primera vez en sus veintitrés años se sentía hermosa, y esa certeza le dio valor para salir de la recámara cuando don Vespaciano, que había llegado la noche anterior con Malbalá, Bruno, su esposa Miriam, Vaimaca, Ñezú y Palmiro Arapizandú, fue a buscarla. Se puso los aretes y la gargantilla de ámbar, a modo de homenaje a doña Florbela, y se perfumó antes de abrir la puerta.

—Eres una visión, ángel mío —manifestó el hombre—, la mujer más bella que he visto.

—Gracias, don Vespaciano. Me siento bella porque soy feliz.

Emanuela, que había esperado una ceremonia íntima, con un puñado de personas, se sorprendió al encontrar la sala abarrotada, y aunque originalmente la intrigaron los rostros que la observaban avanzar hacia el altar improvisado, cuando sus ojos encontraron los de Aitor, ya no desvió la mirada del espectáculo que componía su señor con tatuajes abipones. Si bien el traje de seda de un azul tan profundo que parecía violeta y su cabello negrísimo y trenzado le causaron un salto en el pecho, era su expresión dichosa y colmada de orgullo lo que la emocionó. Lo amaba, tanto que se sabía en carne viva, expuesta a lo que él decidiese para ella. Siempre le perdonaría sus debilidades, sus defectos y pecados. Dios la ayudase.

El padre Ursus declaró que, según el rito de la Santa Iglesia de Roma, eran marido y mujer, y Aitor, contra toda regla de urbanidad, la sujetó por la cintura y la besó en los labios. Octavito, que durante la ceremonia, se había mantenido firme junto a su padre, tiró del vestido de Emanuela para llamar su atención.

—¿Por qué te besó en la boca, mamita?

—Porque soy su esposo —contestó Aitor, y le sostuvo la mirada.

—Yo también quiero besarla en la boca.

—No, tú no. Solo yo.

Emanuela, que habría querido intervenir, se vio rodeada por los invitados que hacían corro para felicitarla. Sentía el peso de Octavio, sujeto a su basquiña, y entre saludo y saludo, lo miraba y le sonreía; el niño le devolvía una expresión ceñuda, de la que Emanuela pronto se olvidó cuando empezaron a sorprenderla caras del pasado que había echado de menos, como Delia y Aurelia, que sollozaron al felicitarla, y Conan Marrak, a quien en público debía llamar Conrado —Aitor la había prevenido—, y otras que no conocía, que Aitor fue presentándole, en general autoridades del Cabildo, militares y personajes de la vida pública de Asunción, que parecían muy interesados en conversar con el señor Amaral y Medeiros, a quien acapararon en un extremo del salón. Emanuela recorría las estancias saludando y preocupándose de que el servicio doméstico cebase mate a los invitados y aperitivos antes de la cena, que Lope no bebiese y que los niños se sintiesen a gusto, pero nunca lo perdía de vista. Lo admiraba desde lejos y, cada tanto, levantaba la vista y lo descubría observándola. Él le guiñaba un ojo, y eso bastaba para que su cuerpo respondiese como si le hubiese pasado la lengua entre las piernas.

Durante la cena, en la que se sirvieron siete platos acompañados de vinos españoles, Emanuela comió poco y, aunque Aitor le insistía y él mismo le ponía trozos de carne o de verduras en la boca, los nervios, las expectativas por la noche de bodas, la presencia de doña Nicolasa y de Ginebra cerca de ella y la expresión lúgubre de Lope le habían robado el apetito. Fijó la vista en la de Malbalá, que la contemplaba con intención, conocedora de sus resquemores y angustias, e intentó hallar paz en su semblante bondadoso. Todavía no se habituaba al cambio operado en la abipona, desde el vestido de seda conchal lavanda, el cabello recogido y el aderezo de perlas hasta el hecho de que fuese la señora de Amaral y Medeiros, igual que ella. Todavía no daba crédito a lo que su madre le había confesado la noche anterior, después de sorprenderla con su llegada: se había convertido en la esposa de don Vespaciano; su pa’i Ursus se había presentado una mañana en Orembae y los había conminado a casarse. Lo habían hecho el día del natalicio de Emanuela, el 12 de febrero, en la capilla del casco de la estancia.

—¿Eres feliz, sy? —le había preguntado después de que, juntas, acostasen a los niños.

—Inmensamente, hijita. ¿Y tú?

—Inmensamente, sy —había contestado, sin entrar a detallar que existían cuestiones que opacaban el brillo de su alegría, las que se desvanecieron cuando Malbalá afirmó:

—Nunca he visto a Aitor tan feliz, Manú. Nunca. Eres su alegría.

Para después de la cena nupcial, Juan había organizado un concierto con alumnos del Colegio Seminario y unas piezas con Octavio. Emanuela se ubicó junto a doña Mencía, que había llegado escoltada por el padre Santiago y por su hijo, fray Pablo.

—Estáis hermosa, doña Mencía —expresó con sinceridad, y le apretó la mano. Junto con la salud, la mujer había recuperado la belleza, y Emanuela se preguntaba si las miradas que le había visto lanzar a su pa’i Santiago en dirección a la viuda nacían de su celo sacerdotal o de otro tipo; sospechaba que pertenecían al segundo. Así como jamás habría dudado de la castidad de su pa’i Ursus, no le costaba imaginar a Santiago de Hinojosa enredado con una mujer. Confirmó sus suspicacias cuando, al final del concierto, el alcalde de segundo voto del Cabildo, un hombre apuesto y soltero, se aproximó para conversar con doña Mencía, e Hinojosa apareció junto a ella y la conminó a salir un momento al jardín para tomar el aire fresco del anochecer; la notaba pálida.

El concierto terminó con una sonata de Bach que interpretaron Juan y Octavio, cuya coda, un allegro molto vivace, impulsó a los invitados a aplaudir de pie. Emanuela, con lágrimas en los ojos, admiraba a Octavito, que imitaba a su tío Juan y se inclinaba para saludar al público con su diminuto violín en una mano y el arco en la otra. Descollaba en su traje dorado, el que le habían regalado sus primas y sus tíos Lope y Ginebra, y que él se había empecinado en llevar esa tarde, pese a que Aitor le había regalado varios, uno más elegante que el otro. Emanuela buscó a Aitor entre los invitados y lo encontró ceñudo, la vista fija en Octavio, que recibía las felicitaciones del público, impresionado por la precocidad del pequeño músico. Emanuela suspiró. Conocía demasiado a su esposo para ignorar el motivo de su disgusto.

«Mi esposo», repitió, y de pronto se dio cuenta de que no había disfrutado del reencuentro con Aitor ni de la boda ni de nada. Los sucesos se habían precipitado, y ella, que dos días atrás arrastraba el alma, ese martes 29 de mayo de 1759, se había convertido en una mujer nueva.

—Emanuela de Amaral y Medeiros —susurró, y buscó con la mirada a Aitor. Sonrió, dichosa, al descubrir que él la contemplaba con un hambre que habría sido evidente para el corazón más cándido. Se encontraron a mitad camino. Aitor le colocó las manos sobre las haldetas de la basquiña y le susurró:

—Estás tan hermosa.

—Me robaste el aliento cuando te vi junto al altar.

—No veo la hora de que se vayan y de tenerte solo para mí. No veo la hora de estar dentro de ti.

—No veo la hora de que entres dentro de mí.

* * *

Ginebra estudiaba a los esposos, que, en medio del salón atestado, se susurraban palabras fervientes a juzgar por la intensidad con que se miraban. Se había propuesto no sentir celos ni envidia, y estaba fracasando. Se unió a su madre en una sala más tranquila. La mujer estudiaba los frescos de los muros.

—Jamás he visto tanto despilfarro y lujo —admitió Nicolasa—. ¿Has reparado en la vajilla con la que cenamos? ¡Qué cosa tan extraordinaria!

—Me dijo Manú que se llama porcelana y que viene de la Sajonia.

—¿Porcelana? Nunca había escuchado la palabra. ¡Y la cubertería, de plata maciza! ¡Y las copas! Imagino que así han de ser las cosas en Lima. ¡Qué mural tan exquisito!

—Oí decir a Aitor que es obra de un pintor italiano que contrató en Río de Janeiro, un tal Bernardo di Vitta. Es aquel —dijo, y señaló a un anciano menudo, algo encorvado y de piel arrugada—. Aún debe terminar algunos paisajes y trampantojos, a más del retrato de Manú y el de Aitor.

Nicolasa asintió con la boca fruncida y prosiguió el análisis de los muebles, los blandones, los cortinados y los espejos con marco de pan de oro que embellecían los sectores de las paredes que no cubrían los murales.

—Lo llaman el rey del estaño.

—¿Cómo has dicho, madre?

—Oí a un grupo de hombres que llamaban al flamante esposo de la bastarda rey del estaño.

—Aitor posee una mina de estaño. Don Edilson Barroso le heredó el mapa con la ubicación.

—¿Cómo? —se escandalizó la mujer—. ¿Por qué don Edilson se lo heredaría a Aitor, a quien no lo unía ningún vínculo sanguíneo, y no a su único sobrino, hijo de su única hermana?

—Don Edilson estaba muy aficionado a Aitor.

—¡Sandeces! La mina debería pertenecer a tu esposo.

—Pues no le pertenece. Además, estoy segura de que Lope habría guardado el mapa para seguir con sus libros y escritos. Estoy contenta de que haya caído en manos de Aitor.

—Pues entonces, querida Ginebra, has desposado al Amaral y Medeiros equivocado.

—Te recuerdo, madre, que cuando me obligaste a desposar a Lope, Aitor no era un Amaral y Medeiros y tú lo despreciabas. Cuando visitaba Orembae, ni siquiera te dignabas a saludarlo.

—Nadie puede culparme. Con esos tatuajes y las fachas en las que se presentaba, daba miedo y repugnancia. ¿Quién iba a pensar que era hijo de Vespaciano?

—Y de Malbalá.

Nicolasa dirigió la vista hacia la india en seda lavanda y arrugó la nariz.

—Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

—Sí, pero esa mona es la flamante esposa de mi suegro.

—No es asunto que me concierna —declaró, altanera.

—Claro que no —ironizó Ginebra.

—Me gustaría verte señora de todo esto, y no a esa bastarda de Emanuela.

«A mí también».

Ginebra se alejó de su madre, mientras se reprochaba haberla buscado si en ella jamás encontraba solaz. Le habría gustado contar con su padre en ese momento; él le habría levantado el ánimo y la habría alejado de los pensamientos negros que la invadían. Buscó a Aitor. No le resultó difícil localizarlo; la fiesta languidecía y él se destacaba como un faro en la noche. Vio a doña Inmaculada acercársele a paso rápido y decirle algo al oído. El ceño de Aitor iba profundizándose a medida que la mujer se explicaba. Asintió con un movimiento rígido y abandonó la sala con el ama de llaves por detrás. Ginebra lo siguió hacia un sector menos iluminado y silencioso, y lo vio deslizarse en una habitación y entrecerrar la puerta. Se aproximó en puntas de pie y se asomó por el resquicio. La escena frente a ella le provocó un vuelco en el corazón: Aitor abrazaba a una mujer, que sollozaba en su pecho. Solo le veía la delicada figura y el cabello negro y espeso que le cubría la espalda.

—Ven, siéntate —indicó Aitor, y condujo a la mujer hasta un canapé. Se acuclilló frente a ella—. ¿Qué haces aquí, Engracia? —preguntó, sin animosidad, más bien con paciencia, lo que desconcertó a Ginebra, y cuando la mujer alzó el rostro para contestarle, su sorpresa se profundizó hasta obligarla a ahogar un quejido; se trataba de la criatura más hermosa que había visto, aun con los ojos inyectados y la nariz enrojecida. «Es más bonita que yo», admitió.

—Perdóname, cariño —lloriqueó la tal Engracia—. No pude resistirme.

—¿Has estado bebiendo?

—Sí. Estoy un poco borracha —confesó, risueña—. Cuando supe que hoy la desposarías, tome unos tragos para atravesar el mal momento.

—¿Cómo lo supiste?

—Conan fue a visitarme esta mañana y me lo contó.

—Voy a matarlo.

—No. Yo lo sonsaqué. Además, tarde o temprano me habría enterado. Después de todo, sabía que volvías a Asunción para casarte con ella. Me lo advertiste.

—Creí que las cosas habían quedado claras entre nosotros.

—Sí, Almanegra, yo también lo creí, pero he fracasado en mi intento por simular fortaleza. ¡Te amo! Y no soporto la idea de que lo nuestro haya terminado.

Engracia le sujetó el rostro y trató de besarlo. Aitor dio vuelta la cara, y los labios de la mujer le humedecieron la oreja.

—No, Engracia. —Se puso de pie—. Iré a pedirle a doña Inmaculada que te prepare un café. Espera aquí. Regreso enseguida.

Ginebra se ocultó tras un cortinado. Cuando Aitor se perdió de vista, regresó a la fiesta. Divisó a Emanuela enfrascada en una conversación con el jefe de Policía del Cabildo y su esposa. Se aproximó cuando vio que la pareja se alejaba.

—¿Has visto a Aitor, Manú? Lope está buscándolo.

Emanuela giró la cabeza hacia uno y otro lado.

—Qué extraño. Estaba aquí hace un momento. Iré por él.

Ginebra la siguió por la casa, que era enorme. Emanuela regresó a la parte delantera y se detuvo frente a una puerta entreabierta. Hizo un ceño al escuchar voces masculladas.

—¿Aitor? —Abrió la puerta—. ¡Oh! —exclamó al encontrarlo de cuclillas frente a una mujer a la que intentaba hacerle beber algo de un cuenco. Sus ojos se toparon con los sorprendidos de la mujer, y el semblante pasmado de Emanuela se profundizó para luego oscurecerse cuando comprendió la verdad—. ¿Engracia?

«Hermosa, ¿no es así, Manú?», pensó Ginebra, sin sarcasmo, más bien con resignación.

—¡Mierda! —Aitor saltó de pie—. ¡Emanuela! —la llamó, pero la novia se había recogido el ruedo de la basquiña y se alejaba corriendo. Ginebra volvió a mimetizarse en la oscuridad del salón, y escuchó que Aitor convocaba a gritos a doña Inmaculada.

—Ocúpese de Engracia y pídale a Conan que la saque de aquí.

—Sí, don Aitor.

* * *

Emanuela cubrió con la sábana a Octavio y se sentó en el borde de la cama. Lo besó en la frente.

—¿Has visto qué hermosa recámara tienes, qué grande es? —El niño asintió—. ¿Te ha gustado la fiesta? —inquirió, esforzándose por mostrarse contenta—. ¿Has visto cómo te han felicitado los invitados por lo bien que tocaste el violín?

—Sí. ¿Mamita?

—¿Qué, amor mío?

—¿Por qué Aitor te besó en la boca?

—No lo llames Aitor, Octavio. Él es tu padre.

—Está bien, pero ¿por qué te besó en la boca?

—Porque es mi esposo. —El niño la miró, confundido, y Emanuela le besó el ceño, tan similar al del padre—. Verás, cariño, tu padre es el rey de esta casa y tú, el príncipe. Solo el rey puede besar en los labios a la reina.

—¿Tú eres la reina?

—Sí. Algún día, cuando seas mayor, tendrás tu propia reina y la besarás en los labios.

Octavio le echó los brazos al cuello y la besó en la mejilla.

—Te quiero, mamita.

—¿Hasta dónde?

—Hasta… fimino.

—¿Fimino? —rio Emanuela.

—Padre dice que él te quiere hasta fimino, que está más lejos que el Yvy Marae’y. Yo también te quiero hasta el fimino.

—¿No será infinito?

—Sí, infinito.

—¿Tanto me quieres? —El niño asintió, serio—. Y yo te quiero más allá del infinito.

Rezaron, y como el sueño no llegaba, Emanuela le contó una historia, que no terminó pues Octavio se quedó dormido. Pasó por la habitación de María y de Ana, que comentaban los hechos de la fiesta. Las arropó, dijo con ellas sus oraciones y se aseguró de que tuviesen agua en la jofaina antes de marcharse.

Se daba cuenta de que retrasaba el encuentro con Aitor. Después de sorprenderlo con Engracia, se había refugiado en la fiesta, donde, sabía, él no armaría un escándalo. Poco después, arguyendo un dolor de cabeza, se había despedido de los últimos invitados, todos de confianza, y marchado a su recámara, donde Romelia la había ayudado a desvestirse, lavarse y ponerse el camisón. Había salido de inmediato para ocuparse de su hijo y de las niñas. Imaginaba que, para ese momento, él estaría esperándola.

Le tembló la mano al apoyarla en el picaporte, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Todo se había arruinado, como siempre sucedía entre Aitor y ella. ¿Dios no quería que fuesen felices? ¿Luchaban contra su voluntad todopoderosa? ¿Alguien había maldecido su amor? ¿Olivia, Ginebra, Engracia, alguna otra que ella no conocía? Bajó el picaporte y entró. Aitor se paseaba, furibundo. Llevaba el pelo suelto, tan largo como en los tiempos en que ella le cortaba las puntas, y los faldones de una bata de satén verde oscuro flameaban detrás de él.

—¿Dónde estabas?

—Ocupándome de nuestros hijos.

—¿En nuestra noche de bodas?

—¿En nuestra fiesta de bodas tenías que estar con tu amante?

Aitor no le dio tiempo a escabullirse. Se precipitó sobre ella y la aferró por los hombros. Le deslizó las manos por los brazos y le desató el cinto de la bata con jalones bruscos.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no es mi amante?

Deslizó los índices bajo el escote de la prenda, y esta se derramó en el suelo.

—No me toques —ordenó Emanuela, y se rodeó con los brazos para cubrir la tela traslúcida del camisón—, no después de haberla tocado a ella.

Aitor cerró los ojos y suspiró.

—Jasy, amor mío, no discutamos. He esperado una vida para compartir contigo esta noche.

Emanuela se alejó.

—¿Qué hacía esa mujer en tu casa?

Nuestra casa.

—¿Qué hacía aquí en el día de mi boda? ¿Cómo crees que me sentí cuando te vi de rodillas delante de ella?

—Estaba ebria. Estaba obligándola a beber café para que se le pasase la borrachera y pudiese volver a su casa.

Emanuela se apretó los ojos y exhaló con hartazgo.

—¡Qué considerado! ¿Cómo sabe dónde vives?

—¡Emanuela, es mi socia! ¡Es una amiga!

—¡Pues Leónidas Cabrera también es un amigo y le prohibiste que volviese a verme!

—¡Leónidas te quiere para él!

—¡Eres un desvergonzado! ¿Acaso Engracia te quiere para jugar al bisbís?

—No sé jugar al bisbís.

—¡No te burles de mí, Aitor! ¡No me trates como si fuese lenta de entendederas!

Se dejó caer en la silla del tocador y se cubrió el rostro con las manos. La rabia y los celos la ahogaban.

—Amor mío, eres la persona más culta e inteligente que conozco. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no te considero tonta ni lenta de entendederas? Todo lo contrario.

—¿Por qué me obligas a convertirme en esta persona que detesto? No quiero volverme una mujer celosa, amargada, resentida. Me recuerdo a mi madrastra y me avergüenzo.

Aitor se acuclilló junto a la silla, le sujetó las muñecas y aplicó presión para separarle las manos de la cara.

—Jasy, mírame. ¡Mírame, maldita sea! —Emanuela levantó las pestañas y le encontró la expresión de pétrea severidad—. Jamás podrías convertirte en una mujer como Nicolasa, ni aunque te lo propusieses. Eres demasiado perfecta, y dulce, y buena…

—Y tonta, tanto que mi esposo recibe a su amante en el día de nuestra boda.

—¡NO ES MI AMANTE!

Se puso de pie y la arrastró con él. Su clamor de voz rauca y su expresión feroz le drenaron la rabia y ahogaron su espíritu combativo. Con voz insegura, le suplicó:

—No grites. La casa está llena de gente y todos duermen. Los despertarás.

—Entonces, deja de decir necedades. ¡Levanta los brazos!

Hizo como le ordenó, y Aitor le quitó el camisón. Quedó desnuda delante de él después de más de seis años en los que no habían compartido la intimidad. La sobrecogieron la vergüenza y el pudor. Se cubrió los senos con el brazo derecho y usó la mano izquierda para taparse el monte de Venus. Aitor tomó distancia para admirarla, y luego fijó la vista en un punto detrás de ella. Emanuela, intrigada, giró la cabeza y ahogó un sollozo al descubrir su trasero reflejado en uno de los tantos espejos de caballete. Volvió la vista hacia él y advirtió la erección que le pulsaba bajo los calzones, la única prenda que llevaba bajo la bata; su torso estaba desnudo. La boca se le llenó de saliva, las mejillas se le calentaron y una puntada le latió entre las piernas.

Quiso recuperar la bata para cubrirse. Tenían que hablar. El tema de Engracia no estaba agotado. ¡No, señor! Si Aitor le ponía las manos encima, ella se olvidaría aun de su nombre y él se saldría con la suya. Aitor le adivinó la intención y se movió deprisa. Recogió la bata y la arrojó fuera de su alcance. Le sonrió con un gesto macabro, y Emanuela sintió un desfallecimiento al avistar las puntas de sus colmillos. Tenía los ojos negros de deseo, y los músculos se le tensaban mientras se quitaba la bata y los calzones. Quedó desnudo frente a ella, con una muñequera en el antebrazo derecho como única prenda. Blandía su pene largo y oscuro con vanidad, y Emanuela no conseguía apartar la mirada de ese espectáculo añorado durante tanto tiempo. Aitor se acunó los testículos y se aferró el miembro y lo masajeó, descubriendo el glande y cubriéndolo de nuevo. Se pasó la lengua por el labio antes de afirmar:

—Lo quieres, ¿no es así, Jasy? Te mueres por tenerlo dentro de ti, en cualquier parte, en tu boca, en tu culo, en tu tako, entre tus tetas. ¿No es así?

Caminó hacia atrás hasta que sus talones chocaron con el plinto. Se dio vuelta y trepó por el costado de la cama, dispuesta a escabullirse hacia el otro extremo. Aitor le sujetó los tobillos y la arrastró hasta el borde. Emanuela se aferraba a las sábanas, que se deslizaban junto con ella.

—¡Suéltame! ¡No quiero que me toques!

Quedó con el torso sobre la cama y las piernas en el aire, sostenidas por Aitor, que guardaba un silencio inquietante, mientras le clavaba los dedos en la parte más carnosa de las pantorrillas. Emanuela se apoyó en los antebrazos para mantener erguida la cabeza y se asió a las sábanas. Intentó reptar hacia el lado opuesto, sin éxito. La fuerza de Aitor la sometía fácilmente, tanto que le separó las piernas pese a que ella las mantenía rígidas y pegadas, y se ubicó entre ellas. Emanuela se removía y percibía la erección caliente de él contra la piel sensible.

—¡Déjame! ¡No tengo deseos de ti ahora! —mintió, movida por el orgullo.

—Pero yo sí de ti, Jasy. Más de seis años sin tu tako me tienen muy caliente. E impaciente. No sabes cuánto. Tu culo… Cómo me calienta. Siempre ha sido mi debilidad. Sigue moviéndote, amor mío, para que tu culo me golpee las bolas. Eso me pone aún más duro, si eso es posible.

Emanuela se dio cuenta de que él, con las manos ajustadas en sus caderas, adelantaba la pelvis y guiaba la cabeza del pene buscando penetrarla. Le pasó el glande entre los cachetes de la cola y ejerció una ligera presión contra el ano. Emanuela apretó los párpados, cerró los puños en la sábana y se mordió el labio para no dejar escapar el gemido de excitación que le explotó en la garganta. La cabeza del pene se deslizó entre sus piernas hasta perderse en los pliegues de su vagina viscosa y caliente. El clamor ronco que emitió Aitor le endureció los pezones hasta causarle dolor.

—Oh, Jasy —dijo entre dientes, el acento torturado y la respiración afanosa—. Estás tan mojada, amor mío. Mojada para mí. No sabés cómo esperé este momento.

La penetró con un impulso sordo. Los dos gritaron al mismo tiempo y permanecieron inmóviles, Aitor, porque pugnaba por sofocar la eyaculación; Emanuela, porque intentaba acomodarlo dentro de ella, habituarse a la quemazón que la alcanzaba hasta el ombligo, y que poco a poco se diluía y le permitía sentir el miembro pulsante de Aitor dentro de ella y caer en la cuenta de que, con él enterrado en sus entrañas, volvía a estar completa y de que el frío y el vacío que la habían acompañado durante esos seis años desaparecían. Soltó un suspiro, no tanto de alivio como de resignación, abrumada por la dependencia de él, como si del vicio del alcohol se tratase. Aitor era su vicio, del cual no podía deshacerse, del cual no podía prescindir. Lo había visto con Engracia, de rodillas delante de ella, evidentemente preocupado por el bienestar de la mujer, y en lugar de haberle arañado la cara y pateado los testículos, ahí estaba, con él alojado en su interior, en esa posición sumisa, casi denigrante. Era la posición más extraña en que la había tomado; no obstante, la excitaba como pocas. Con las piernas en el vacío, se sentía ligera y, por alguna razón, eso exaltaba las sensaciones que cada movimiento de él le provocaba.

No podía verlo, hasta que elevó la vista y lo descubrió reflejado en el espejo de caballete que se erguía del otro lado. Se quedó sin aliento, suspendida en el tiempo, hechizada, como si la imagen de Aitor le hubiese lanzado un conjuro. «No seré suave, Jasy. Te fornicaré duro y fuerte. Estoy tan caliente», le había advertido, y estaba cumpliendo su palabra. Le hundía los dedos en la carne de las caderas y se impulsaba dentro de ella con movimientos cortos y rápidos de la pelvis. Solo movía esa parte, el resto del cuerpo permanecía tenso y quieto, los músculos remarcados, los de los brazos, que cargaban con el peso de ella, y los de las piernas, que lo sostenían a él. Por momentos se detenía y echaba la cabeza hacia atrás y ahogaba un bramido, como si sufriese una agonía, y a Emanuela se le atascaba el respiro ante la visión de su cuello oscuro surcado de venas y tendones, con la nuez de Adán enorme en medio. Era lo más bello que había visto, Aitor con el cabello larguísimo y la expresión torturada, los labios entreabiertos y los colmillos que asomaban. Era lo más bello y era de ella. ¿Solo de ella?

Los cuestionamientos desaparecieron cuando las sensaciones la obnubilaron, la de la fricción de los pezones sobre la sábana y la del filo del colchón en el punto exacto donde residía el placer. Impulsó el monte de Venus hacia abajo para apretar el sitio que comenzaba a vibrar y a arrancarle gemidos que antes el orgullo le había obligado a sofocar. Nada le importaba, solo conseguir que el placer que Aitor quería darle la embargase de dicha. ¡Cuánto había esperado para revivir esa sensación inefable!

Aitor percibió que los músculos de la vagina de Emanuela se ajustaban y que su viscosidad aumentaba, y supo que pronto el gozo la haría gritar. Había soñado con esos gritos. ¿Cuántas veces se había despertado con su eco en los oídos, rabiosamente dichoso, para luego darse cuenta de que se propagaban en la nada? La tortura había acabado. Casi era un sueño estar de nuevo dentro de ella, el único sitio donde era realmente feliz, dentro de su Jasy.

Como de costumbre, esa noche las cosas entre ellos se habían complicado gracias a la imprudencia de Engracia, pero el amor y la pasión que se inspiraban siempre los rescataban de las trampas del destino. Y ahí estaba él, con los dedos hundidos en las caderas lechosas de ella y con la verga alojada en sus entrañas. Le gustaba esa posición, mucho.

—¡Aitor! —la oyó exclamar, y, gracias al espejo de caballete ubicado frente a él, fue testigo de la imagen más extraordinaria y sobrecogedora que conocía, la de su Jasy en el alivio, el mentón ligeramente echado hacia atrás, los ojos cerrados, el ceño apretado, las puños asidos a las sábanas y los labios entreabiertos, por donde brotaba un gemido largo y doliente, que le cortó el respiro. Los senos le colgaban y se mecían al son de sus embistes, y los pezones gordos y rojos rozaban la cama. Se le llenó la boca de saliva, y su simiente estalló dentro de ella, que seguía gimiendo y friccionándose en el colchón, mientras él no acababa de vaciarse y de bramar.

Los codos de Emanuela cedieron, y su mejilla dio con la cama. Elevó apenas el mentón hasta descubrir el reflejo de Aitor en el espejo. Lo acometía una parálisis, y fruncía el rostro como transido de dolor, mientras las últimas corrientes de placer lo mantenían quieto, los testículos pegados a sus glúteos, los músculos en una tensión que se aflojaría en cualquier momento. Emanuela aguardó sin respirar, sin quejarse por la crueldad con que le clavaba los dedos en las caderas. Aitor aflojó las manos y echó la cabeza hacia delante, vencido. Emanuela aprovechó para meter las piernas dentro de la cama. Aitor siseó cuando ella se apartó y su carne abandonó el calor de su vagina. Apoyó las manos en el borde del colchón para descansar el peso del cuerpo. Levantó la vista al escucharla moverse, y la vio reptar sobre la cama, y el movimiento de su trasero le devolvió la energía que acababa de drenarse junto con el semen. Clavó las rodillas a la altura de las caderas de Emanuela y se acostó sobre ella, cubriéndola por completo. Soltó un suspiro cuando entró en contacto con su piel suave y tibia.

—¡Jasy! —exclamó, sin aliento, la boca pegada a la sien de ella—. ¿Por qué me negabas esto, amor mío? ¿No te das cuenta de que te necesito?

A Emanuela, el peso de él la abrumaba, pero no le habría pedido que se apartase; la hacía feliz la sensación de protección y de bienestar. Quedaron cruzados en medio de la cama, sin hablar, mientras se calmaban. Aitor se ubicó de costado y la obligó a pegar la espalda a su pecho. La circundó con los brazos y le calzó la mano izquierda en el monte de Venus y con la otra le contuvo un seno.

—Qué polvo, amor mío —dijo en castellano, mientras le mordisqueaba el pabellón de la oreja, y Emanuela rio.

—Hacía tanto que no escuchaba esa expresión, la que te enseñó don Edilson.

—¿Estás bien? ¿Estás cómoda?

—Sí —musitó.

Pasado un silencio, Aitor tomó la palabra de nuevo; esta vez su acento sonó serio, más bien reverencial.

—Gracias, amor mío.

—¿Por qué?

—Por haberte convertido en mi esposa. Desde que tengo memoria, era lo que más deseaba en la vida, y ahora lo he conseguido. —Ajustó el abrazo y hundió la nariz detrás de la oreja de ella—. ¿Recuerdas la noche en que te lo pedí en la prisión de la doctrina?

—Sí, lo recuerdo.

—A pesar de tener la espalda surcada de guascazos, fui tan feliz cuando me dijiste que sí.

—Siempre te digo que sí. A todo.

—Tú eres mi tesoro más preciado. Soy tan feliz, Emanuela.

—Yo también, amor mío —admitió, y le besó el antebrazo derecho—. ¿Qué es esto? —se intrigó, y le tocó la muñequera de tela.

—Desátala —ordenó Aitor, y le expuso el nudo.

—¡Oh! —se sorprendió Emanuela al descubrir que se trataba del fular que le había confeccionado y bordado en Buenos Aires. El azul de la tela se había desleído, el hilo del bordado se había pelado en algunas partes y tenía dos agujeros—. Aitor… Aún lo tienes.

—Por supuesto. Jamás me separo de él. En la mina, donde no tengo que vestir como un pavo real, lo llevo en el cuello. Aquí, en la muñeca. Tu retrato y este pañuelo han estado conmigo todo este tiempo. Era lo único que me quedaba de ti, y los he cuidado como si de mi vida se tratase. Perderte —dijo, tras una pausa— ha sido siempre mi gran pesadilla. ¿Recuerdas lo que te conté una vez, de cómo me volvía loco de rabia y de miedo cuando era pequeño porque temía que te apartasen de mi lado?

—Sí, lo recuerdo.

—Qué angustia, Dios bendito. Nada de lo que he conquistado hasta ahora siquiera puede compararse con saber que eres mía a los ojos de Tupá y de los hombres. Ahora eres la señora de Aitor de Amaral y Medeiros, y nadie te apartará de mí.

—Siempre he sido tuya, Aitor.

—Jasy… Te amo. —El mutismo de ella lo llevó a decir—: Siento lo de esta noche. Lo siento, amor mío. Había planeado nuestra boda desde hacía tanto tiempo, quería que todo saliese perfecto…

—Todo salió perfecto —lo confortó ella.

—Lo de Engracia opacó un poco la cosa, ¿no crees?

—Sí —masculló, y ya no estaba tan segura de retomar el tema de la amante.

—No volverá a ocurrir. Me ocuparé de eso.

—¿Irás a verla? —se descorazonó.

—Los Atalaya y yo…

—¿Atalaya? ¿Ese es su apellido?

—El del esposo. Máximo de Atalaya y yo somos socios, Jasy, y el negocio que tengo con ellos rinde mucho dinero. El terreno donde está construida esta casa, la casa misma y todo lo que hay en ella, los dos carruajes… Todo lo pagué con lo que ganamos vendiendo los caramelos.

—¿Es cierto que esos caramelos sirven para…?

—¿Para? —la provocó Aitor.

—¿Para poner duro…?

—Di verga —la interrumpió él.

—¿Para poner dura la verga de los hombres?

—¿Como la tengo yo ahora? —Meneó la pelvis contra la cola de Emanuela—. ¿Así de dura?

—No creo que tan dura —opinó, y deslizó la mano entre sus cuerpos y le aferró la erección en un puño firme.

El cuerpo de Aitor se tensó, y sus manos se cerraron en el monte de Venus de Emanuela y en su seno. La destemplanza de él le causó un instante de dolor. Sus respiraciones se agitaron, y sus pieles se erizaron.

—Tampoco creo que esos caramelos la harían crecer tanto, ni que la pondrían tan gruesa como para hacer doler.

—¿Te hice doler, Jasy? —se afligió.

—Un poco, pero es un dolor que me gusta, porque realza el placer que viene después.

Aitor la colocó de espaldas y se apoyó en un codo para tomar distancia y estudiarla. Quería un momento para apreciar a su mujer, la belleza de sus ojos azules, la suculencia de sus labios, la delicadeza de su cuello delgado y blanco, la generosidad de sus senos. Se inclinó y atrapó un pezón con los dientes y sonrió sin soltarlo ante la reacción de Emanuela, que emitió un gemido.

—Podría chuparte las tetas todo el día solo para oírte gemir como acabas de hacerlo.

—Aitor… —suplicó—. Más. Chúpame la otra —le pidió, y le puso el otro pezón en la boca—. Aitor, por favor, tómame.

—No, Jasy. Ahora iremos lentamente. Quiero volver a ver el cuerpo del cual me separaron durante tanto tiempo.

Le deslizó la mano por el vientre, donde la piel de Emanuela se volvía casi traslúcida y las venas celestes se le transparentaban, y la detuvo sobre el ombligo. Desplegó los dedos y se quedó quieto, observando el contraste de sus colores. «Santo cielo», se maravilló. «¿Por qué me amas, Jasy? Dios sabe que no lo merezco», habría admitido, pero sus labios permanecieron sellados. No quería que ella se diese cuenta de lo poco que valía. Le daría placer, la volvería loca de placer para que nunca lo dejase, para distraerla, para que no advirtiese la oscuridad que lo habitaba, para que no mirase en torno y se percatase de cuántos la codiciaban, varios mejores que él.

Le hundió la lengua en el ombligo, mientras sus dedos le acariciaban el punto que, él le había enseñado, escondía el secreto del placer. Los orgasmos se sucedían, y él no le daba respiro. Ella se contorsionaba, se sujetaba a sus cabellos y le pegaba el monte de Venus a la cara, y gritaba, gritaba tanto. Gritaba su nombre, y él deseaba que todos la escuchasen, en especial los domésticos, para que fuesen por ahí diciendo qué satisfecha estaba la señora, había que ver cómo la hacía gritar el amo Aitor todas las noches toda la noche.

La penetró cuando la tuvo blanda y exhausta, y pocas veces su erección se deslizó en una cavidad tan caliente, viscosa y apretada como la de su esposa. «Mi esposa», se recordó, y la emoción lo obligó a permanecer quieto, con los ojos cerrados.

—Jasy —le susurró, pegado a su oído—, abre los ojos y mira el techo.

—¡Oh! ¡Un espejo! Todo el dosel es un espejo.

—Sí.

—Tantos espejos… ¿Por qué, Aitor?

—Para verte, sea cual sea la posición en la que te haga mía. Siempre quiero verte. Ni uno de tus alivios se me ha de escapar. Me lo juré una noche en lo de Urízar y Vega, mientras te tomaba como los animales, y no podía verte.

—Muévete, Aitor. Por favor. Muévete dentro de mí.

Emanuela mantuvo la vista fija en el reflejo que los sobrevolaba; tenía algo de fantástico, de sobrenatural, y la fascinaba. Nunca creyó que la excitaría la imagen de ellos fornicando, haciendo el amor, follando, echando un polvo, como fuese que Aitor llamase a ese acoplamiento en el que, gracias a la unión de sus cuerpos, sus almas vivían un momento de magia, un instante sublime, casi divino. La luz de los gruesos baldones que iluminaban la recámara le permitía apreciar la imagen en detalle, y ella se extasiaba en las ondulaciones de los músculos de Aitor, que había dejado atrás el comportamiento delicado para impulsarse dentro de ella con la fiereza del primer coito. Sus glúteos, la manera en que se apretaban y se relajaban, era lo que más la enardecía. Se los cubrió con las manos, y cambió el ángulo de la pelvis para que la erección de Aitor le alcanzase las entrañas y le friccionase el punto del placer.

Aitor la sintió estremecerse, percibió que los músculos de su vagina lo succionaban, lo apretaban, lo tragaban, y apuró las embestidas. Acabaron juntos, los clamores roncos de él ahogaban los gemidos de ella.

—Oh, Jasy. Jasy, Jasy, Jasy —repetía, con voz estremecida—. No vuelvas a dejarme, amor mío. Sea lo que sea que suceda entre nosotros, no vuelvas a abandonarme.

Emanuela lo abrazaba y lo apretaba contra su pecho, desesperada por calmarlo, por infundirle paz.

—Nunca más, amor mío. Nunca volveré a dejarte. Lo juro.

—Cualquier desafío que la vida vuelva a lanzarnos, lo conquistaremos, te lo prometo.

—Lucharemos juntos.

—Tú eres lo único, Emanuela. Lo primero, lo último, lo único, nunca lo olvides. Nada está por encima de ti. ¡Nada! ¡Nadie!

—Lo sé, lo sé.

Cayeron en un silencio de respiraciones trémulas, que fueron apaciguándose. Estaban saciados, extenuados, felices. Emanuela soportaba el peso de Aitor y le pasaba las yemas de los dedos por las cicatrices que el látigo le había impreso en la espalda. El recuerdo de su Aitor atado al rollo soportando el castigo la hizo reflexionar acerca de tantas otras cosas malas que había padecido, muchas cuando niño.

—Perdóname.

Aitor levantó la cabeza rápidamente y la miró. Emanuela tenía los ojos brillantes de lágrimas.

—Jasy, ¿qué pasa, amor mío?

—Perdóname por haberte abandonado cuando supe que estabas casado con Olivia.

—No, Jasy. —Aitor se recostó junto a ella y la obligó a mirarlo—. Emanuela, nunca me pidas perdón. Tú no, amor mío. Soy yo el que ha cometido errores que nos han hecho daño.

—Quiero que sepas que no me marché hasta que supe que el plan de fuga de Matas había sido exitoso. Solo después acepté partir en el barco de Lope.

—Lo sé, amor mío.

—No soporto pensar cuánto sufriste.

—¿En la cárcel? No…

—¡En la vida! —se quebró Emanuela—. Desde que naciste, la vida fue dura contigo.

—Shhh… —Aitor le apoyó el índice sobre los labios—. Ya hemos hablado de esto. Esta vida, con sus cosas malas, es la mejor, es sublime, perfecta porque te tengo a ti. Y los golpes que recibí, me hicieron fuerte, muy fuerte, Jasy, y todo lo que conseguí, y toda mi fuerza, y todo lo que soy, es para ti, amor mío, solo para ti. No tienen otro destino. Lo pongo todo a tus pies.

—Gracias —sollozó, entre hipos y sorbidas—. Lo acepto con orgullo, Aitor. Estoy orgullosa de ser tu esposa. Te admiro tanto.

—¿De veras, Jasy? ¿No te importa estar casada con el bandolero Almanegra?

—No. Solo te pido que no sigas exponiéndote. Te lo suplico.

—No, no —repitió, mientras le llenaba el rostro de besos—. Juro que no. Aquello se acabó. Ya no lo necesito.

—Gracias. Y lo poco que soy es solo para ti, Aitor, y te lo ofrezco.

—¿Lo poco que eres? —Sonrió ampliamente, y Emanuela percibió el tirón entre las piernas, abrumada por la belleza de su hombre de colmillos largos y puntiagudos—. No sabes lo que vales, ¿verdad?

—Valgo si valgo para ti y para tu hijo.

—Bueno, a juzgar por lo que mi hijo piensa acerca de su mamita, creo que eres lo más valioso en su vida. En cuanto al padre, después de haberte follado como un poseído, me parece que no hay dudas al respecto, ¿no crees? Amo cuando sonríes, Jasy. ¿Lo sabías? Amo verte feliz.

—Solo contigo experimento esta plenitud, Aitor. Esta paz que es extraña, porque es una excitación permanente. Es raro lo que me haces sentir, pero es lo más bello que conozco en la vida.

—Gracias por decírmelo.

Se metieron bajo las sábanas porque empezaba a hacer frío. Se abrazaron y se quedaron en silencio, mientras se contemplaban a través del espejo en el cielo raso del tornalecho.

—Aitor, ¿por qué vino Engracia a verte?

—Porque se emborrachó.

—¿Es bebedora, como mi ru?

—No. Es la primera vez que la veo borracha. Estaba melancólica y tomó de más.

—¿Por qué estaba melancólica?

Aitor suspiró y la besó en la frente.

—Porque se enteró de que íbamos a casarnos.

—Oh. ¿No lo sabía?

—Claro que lo sabía. Quiero decir, no sabía la fecha exacta, pero sabía que, tarde o temprano, te desposaría. Cuando terminé las cosas con ella, fui sincero y le dije que era para volver a ti. Es una mujer sensata. Lo de esta noche fue un momento de debilidad. No volverá a suceder, te lo prometo. —Emanuela asintió—. ¿Por qué esa cara, Jasy? Dime, ¿qué sucede?

—No quiero que vuelvas a verla. Es tan hermosa —añadió en un susurro cargado de llanto.

Aitor carcajeó y apretó el abrazo.

—Ni un décimo de lo hermosa que es mi Jasy.

—Estoy muy celosa.

—Yo te haré olvidar de todo lo malo, amor mío, hasta que solo quede lo lindo, lo bueno, y tú sonrías el día entero. Vivo para verte sonreír, Emanuela. Es lo que me hace feliz.

—Gracias.

—En unos días, partiremos de viaje. Quiero que conozcas la mina, La Emanuela. ¡Ah, una sonrisa! No hay nada, ¿entiendes? Nada más hermoso que tu sonrisa.

—¿La bautizaste en mi honor?

—Claro, Jasy. ¿En honor de quién, si no? ¿Sabes qué día la hallé? —Emanuela negó con la cabeza—. El 17 de noviembre del 53.

—¡Oh! El día en que nació Octavio.

—Exactamente. Mientras me dabas un hijo, yo encontraba la mina que me llenaría de dinero para hacerlos felices. Octavio me trajo suerte.

—No quiero dejarlo, Aitor. Quiero que lo llevemos con nosotros. A las niñas también.

—Jasy, es nuestro viaje de bodas.

—Lo sé, pero es tan pequeño. Nunca nos hemos separado. No quiero que se resienta pensando que llegas y le robas a su madre.

—Hoy quería besarte en la boca —evocó, ceñudo—. Se cree tu dueño, ¿verdad?

—Es posesivo, tirano y celoso, igual que su padre.

Aitor rio soltando el aire por la nariz y la besó en los labios.

—Además, no quiero dejarlo solo en Asunción. Doña Nicolasa le tiene mala voluntad.

—Planeaba dejarlos, a él y a las niñas, en Orembae, y luego seguir viaje contigo. Romelia, Aurelia y Delia se quedarían con ellos. Estarían muy cuidados.

—Lo sé, pero no se trata solo de eso, sino de que quiero que tú y Octavio se conozcan, lo mismo María y Ana. Este viaje será una excelente oportunidad.

—Jasy —se quejó—, te quiero para mí. Quiero tomarte cuando y donde quiera. Creo que después de seis años, me lo merezco. Si estamos con los niños…

—Te prometo que me tendrás cuando y donde quieras. Los niños no serán un impedimento. Lo prometo —subrayó—. Llevaremos a Romelia, Aurelia y Delia para que se ocupen de ellos. Haremos el amor tanto como queramos, ya verás.

Aitor asintió, las cejas aún unidas y puntiagudas.

—Con una condición. Mientras estemos en la mina, quiero llevarte a un sitio especial, pero solo tú y yo iremos. Es algo importante para mí. Solo tú y yo, Jasy. Nos llevará un día, a lo sumo dos.

—Está bien —acordó Emanuela, y como Aitor aún lucía preocupado, le acunó el rostro y lo obligó a mirarla—. ¿Qué sucede?

—¿Cómo fue que acabaste en mi despacho? Me refiero a cuando me encontraste con Engracia.

—Estaba buscándote. De hecho, Lope te buscaba.

—¿Lope?

—Sí, Ginebra me dijo que Lope estaba buscándote y me preguntó dónde estabas.

—Ah —se limitó a susurrar y la besó en la sien—. Duerme ahora, amor mío. Debes de estar extenuada.

—Sí —admitió, y cerró los ojos.

* * *

Aitor levantó el párpado y, gracias a la luz que ingresaba por la ventana de la sala de baño, divisó dos siluetas a unas varas, la de un niño y la de un perro. «Octavio», pensó, y a medida que la vista se le acostumbraba a la penumbra, los rasgos de su hijo y de Argos cobraban nitidez. También se dio cuenta de que estaba boca abajo, con el culo al aire. Emanuela dormía a su lado, completamente desnuda. Mierda, se habían olvidado de echar traba a la puerta. Deslizó la mano y tiró de la sábana para cubrirse.

—Octavio, ¿qué haces aquí?

—Quiero a mi mami… a mi madre —se corrigió, mientras se restregaba las manos de esa guisa tan peculiar a la altura del pecho.

—Está durmiendo. Y deja de hacer eso con las manos.

Emanuela se rebulló a su lado, y Aitor se dio cuenta de que buscaba el camisón en el lío de sábanas y se lo ponía.

—Aquí estoy, tesoro. Ven.

Octavio echó un vistazo poco amigable a su padre y corrió hacia el otro lado de la cama, con el perro a la zaga. Aitor se deslizó hasta amoldar el cuerpo al de su esposa y colocarle la erección entre las nalgas. La oyó tomar una inspiración profunda, y al sentir que se le tensaban los músculos del vientre bajo su mano, supo que estaba excitada. Debía de tener los pezones erectos, listos para que se los succionase. Lo obnubilaron las ganas de apretar los labios en torno a las puntas endurecidas, hasta que vio a Octavio de pie en el filo del lecho. Ya comenzaba a fastidiarlo la idea de llevarlo al viaje de bodas. Lo observó con detenimiento, y admitió que lucía adorable en uno de los trajes que él le había mandado confeccionar en Río de Janeiro, de color marrón muy claro. Lo habían perfumado y peinado con una trenza a la altura de la nuca.

—¿Cómo has dormido en tu nueva cama, cariño?

—Bien, mamita. ¿Por qué no te has levantado aún? ¿Estás mala?

—No. Es que anoche, a causa de la fiesta, me dormí muy tarde. Estaba cansada. ¿Los demás se han despertado?

—Todos, menos tío Bruno.

—Siempre fue un dormilón —comentó Aitor en guaraní, y Octavio fijó una mirada difidente en su padre—. ¿Quieres acostarte un rato con nosotros? —lo invitó, movido no por la ternura, sino por la compasión, un sentimiento ajeno a él, pero que su hijo acababa de inspirarle. Olfateaba la ansiedad que estaba experimentando, él la conocía de memoria, la que nacía de codiciar a Emanuela y no tenerla. Lo asombró estar dispuesto a compartir a su mujer con Octavio.

El niño asintió con una sonrisa que le alcanzó los ojos dorados. Emanuela le sacó la casaca y la chupa y, cuando inclinó el torso fuera de la cama para ayudarlo con los zapatos, hundió el trasero en la ingle de Aitor, que insultó entre dientes.

—¡Arriba, tesoro de mamá! —Emanuela lo asistió para que trepase al lecho, que era muy alto. Argos hizo otro tanto y se ubicó a los pies.

Octavio se sentó sobre sus calcañares, junto a Emanuela, y estudió el entorno, siempre con la sonrisa que, a su vez, hacía sonreír a Aitor. Detuvo la mirada en el tatuaje en forma de ajorca que Aitor tenía en el brazo.

—¡Qué elegante está el príncipe de mamá! ¿Quién te ha peinado?

—Mi jarýi.

—Qué extraño. Nunca quieres que yo te recoja el cabello.

—Pero él se lo recoge —dijo, y apuntó con el dedo a Aitor, que levantó una ceja y la comisura en una mueca entre divertida y sorprendida.

—¿Le pediste a tu jarýi que te peinase como se peina tu padre? —El niño asintió con gravedad—. ¿Querías parecerte a él?

Octavio volvió a asentir, y Aitor experimentó una emoción que le cosquilleó en el estómago.

—Sí. Mi pa’i Ursus dice que es muy valiente, y mi taitaru me contó, mientras desayunábamos, que una vez peleó con un yaguareté.

Aitor, que nunca había peleado con un yaguareté, guardó silencio; le gustaba despertar la admiración del pequeño.

—En dos días partiremos de viaje —anunció.

—¿De veras?

—Sí, hijo, de veras.

—¿Mi mam… mi madre vendrá con nosotros?

—Sí. Iremos a la selva a cazar, solos, tú y yo. —Octavio levantó las cejas, y Aitor rio por lo bajo—. Te enseñaré a usar el arco y la flecha. Fabricaremos un arco para ti.

Emanuela guardó silencio y se dedicó a contemplar a sus dos grandes amores mientras Aitor relataba anécdotas de sus años de aserrador y Octavio reflejaba su fascinación haciendo gestos y preguntas. Estaba segura de que su hijo no disfrutaría de la caza, pero se abstuvo de mencionarlo. La relación entre Aitor y Octavio no sería fácil, lo sabía, y ella debería convertirse en el puente donde finalmente padre e hijo se encontrarían.

Llamaron a la puerta. Era Malbalá. Buscaba a Octavio.

—Ahí estás, golfillo. Llevo rato buscándote. ¿Por qué estás molestando a tus padres?

—Mi padre me llevará de caza, jarýi, y me enseñará a usar el arco y la flecha.

—Bueno —dijo la mujer, mientras lo sacaba de la cama—, no conozco a ningún arquero mejor que tu padre, por lo que tendrás al mejor maestro. Vamos, ponte los zapatos. Tu taita guazu Ñezú pide por ti. Quiere que toques el violín para él y para tu jarýi sy Vaimaca.

Malbalá le colocó la chupa y la chaqueta y salió de la recámara con el pequeño en brazos y Argos por detrás.

—Al fin solos —susurró Aitor, mientras Emanuela se estiraba a su lado y él aprovechaba para quitarle el camisón—. Doña Inmaculada ya debe de haber llenado la bañera. Vamos, quiero tomar un baño contigo.

Emanuela tuvo un momento de agitación al pensar que el ama de llaves había entrado en la habitación mientras ellos dormían desnudos; después se acordó de que, durante la recorrida, Aitor le había señalado una puerta dentro de la sala de baño, disimulada en el mural de la pared, por la cual se accedía a la pequeña estancia sin necesidad de pasar por el dormitorio.

Aitor saltó de la cama y Emanuela lo aguardó, quieta, de su lado, con el corazón desbocado y una sonrisa inconsciente, la vista fija en la erección de él, tan pronunciada que casi se le pegaba al vientre. Le pasó los brazos por el cuello, y Aitor la llevó en andas hasta el baño, donde se suspendía el vapor del agua y el aroma de una esencia que le resultó familiar, la de romero, laurel y menta, la misma que ella solía emplear con él después de afeitarlo.

—Qué exquisito perfume —susurró, y arrastró los labios entreabiertos por la sien y la mejilla de Aitor—. Huele al amor de mi vida.

—¿Sí? ¿Y se puede saber quién es el amor de tu vida?

—El padre de mi hijo, el único hombre a quien he amado desde que tengo memoria.

Le hundió los dedos en el cabello suelto y larguísimo y le sujetó la cabeza para besarlo. Sus labios se tocaron, y la pasión que latía desde que habían abierto los ojos se desató con violencia. Aitor le introdujo la lengua profundamente, y Emanuela la enredó en la de ella. Sus labios la devoraban en un acto desesperado; no sabía qué hacer para acercarla más, para fundirla en él. Rara vez había besado en la boca a otra mujer; lo juzgaba demasiado íntimo, un acto que solo con Emanuela cobraba sentido. Cortó el beso y subió los escalones de la bañera. Probó la temperatura del agua antes de entrar, con ella todavía en brazos. Emanuela se deslizó hasta acabar de rodillas en la bañera, delante de él. Le apoyó las manos a los costados de las piernas y elevó la mirada. Los ojos de su Jasy, grandes como los de un venado, lo contemplaron con lujuria.

—Por favor, pónmelo en la boca.

Lo recorrió un escalofrío que le erizó incluso el cuero cabelludo y que le secó la garganta. Asintió, incapaz de articular, y se esforzó por mantener los ojos abiertos en tanto los labios de ella se ajustaban en torno al diámetro de su pene, que él guiaba dentro de la cavidad de su boca. Y también se esforzó por no apartar la vista en tanto Emanuela lo succionaba, lo apretaba, lo volvía loco. En el silencio de la sala de baño se exacerbaban el sonido del agua que producía el movimiento sutil del cuerpo de ella, sus respiraciones fatigosas y los gruñidos que él no intentaba sofocar. Se retiró ante la inminencia del orgasmo y apuntó su eyaculación para que cayese en el escote y en los senos de su mujer. Acabó de rodillas y aguardó unos instantes hasta recobrar el aliento. Levantó la cabeza. Emanuela lo aguardaba con ansiedad, sus ojos oscurecidos por el deseo. Reaccionó a la visión de su semilla que resbalaba por la piel de ella y le bañaba los pezones, y su pene saciado comenzó a cobrar dureza nuevamente.

—Siempre quise hacerte esto, bañarte con mi semilla. Las tetas, el culo, la espalda, la cara, el vientre, todo el cuerpo. Quiero marcarte como los animales.

—Hazlo, márcame. Quiero que me bañes con tu semilla cada parte del cuerpo.

Aitor estiró la mano y desparramó el semen hasta que no quedase pulgada de sus senos sin cubrir. Emanuela echó hacia atrás el torso, ofreciéndosele, gimiendo, clavándole las uñas en las piernas. Aitor se sujetó la erección que asomaba bajo el agua.

—Jasy, no puedo saciarme de ti —admitió, la culpa evidente en el tono de voz—. No puedo parar.

—No quiero que lo hagas. ¿Crees que yo me sacio de ti, Aitor?

Entonces, Emanuela hizo algo que lo aturdió, lo paralizó, lo sobrecogió: se sujetó un seno y pasó la punta de la lengua por el pezón cargado con semen, y mientras lo lamía y lo chupaba, lo observaba a él a través de los párpados entornados. Aitor se dijo que pocas veces se había sentido tan rendido, expuesto y excitado como ante la visión de su Jasy saboreando su semilla. No fue delicado cuando la obligó a volverse y a descansar contra la bañera, de modo que la ingle de ella calzase en el filo de la pared y el torso le avanzase sobre la ancha base alicatada donde doña Inmaculada había colocado jarrones y afeites. Manoteó un lienzo, de esos destinados para secarse, y lo enfiló entre su mujer y el borde de la bañera para evitar que la fricción la lastimase. Le separó las piernas. Le cubrió la espalda con el pecho y estiró los brazos junto a los de ella hasta que sus dedos se entrelazaron sobre la superficie de mayólicas.

—Te amo —le dijo al oído con voz rasposa, agitada—. Te necesito para vivir, Emanuela.

—Y yo a ti, amor mío.

Aitor le clavó los colmillos en el hombro, mientras se introducía en ella. Emanuela echó la cabeza hacia atrás, emitió un gemido y ajustó los dedos entrelazados con los de él.

—Sé que no me necesitas como yo a ti, lo sé. Puedes vivir sin mí, Jasy. Yo, en cambio, no puedo.

—No puedo, Aitor —afirmó, con acento torturado—. No puedo sin ti.

Aitor mantenía los dientes hundidos en la carne de ella en tanto agitaba la pelvis con embestidas violentas.

—Te bastan Octavio, tus amigos, tus alumnos, tus mascotas. Yo solo te tengo a ti.

—Tú eres la razón de mi existencia —le aseguró en un tono anhelante, desesperado.

No hubo respuesta. Aitor se ocupó de masajearle el punto que latía entre los pliegues de su vagina, y la hizo temblar.

—¡Oh, Aitor! ¡Sí! ¡Por favor, no te detengas! ¡Así!

El trasero de Emanuela se sacudía y su pelvis giraba sobre la mano de Aitor, y este gruñía de placer y la mordía. Los músculos se le contraían en torno a la carne de él, alojada en sus entrañas, y lo obligaban a disminuir las arremetidas. El placer se le desató entre las piernas, y Aitor la siguió unos segundos después. Se convulsionó bajo el cuerpo de su esposo, y, cuando la sensación de gozo se diluyó, posó la frente sobre la superficie alicatada a la espera de que Aitor acabara de vaciarse dentro de ella. Él se apartó demasiado aprisa y se alejó de ella, y Emanuela se mordió el labio que le temblaba.

Despegó los pezones de los azulejos y se dio vuelta con miedo. Él se había retirado hacia la pared opuesta. Sumergido por completo y con la cabeza apoyada en el borde, se había relajado. Emanuela, que lo conocía como nadie, sabía lo que él esperaba, lo que él necesitaba. «Te necesito para vivir, Emanuela». Su valiente Aitor, un titán en la vida, la necesitaba a ella, tan poco agraciada, tan miedosa y vulnerable. Se acomodó sobre sus piernas. Él continuó inerte, con las manos bajo el agua, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. Emanuela le acunó una mejilla y se inclinó para besarlo. Le depositó besos pequeños en los párpados, en la frente, en la sien, en el costado de la nariz, en la mandíbula; en tanto, le susurraba:

—Eres el amor de mi vida, el que me da la vida, el que me convirtió en mujer, a quien le doné mi virginidad, el único que me conoce como mujer, el único que me hace sentir mujer, el único que lo hará. Eres el que me dio un hijo, y todos los que tenga serán tuyos. Y ahora eres mi esposo, el único con derecho sobre mí, sobre mi cuerpo, mi vientre, mi corazón y mi alma. Te até a mí para siempre, esposo mío. Ya no podrás deshacerte de mí. Nunca. Pase lo que pase, tendrás que soportar a tu Jasy. —Suspiró sobre el rostro de él, y percibió que se estremecía.

—Amo el aroma de tu aliento. Y el que tienes detrás de las orejas. Dímelo de nuevo.

—¿Qué?

—Llámame esposo.

—Esposo mío, esposo amado, único hombre de mi vida. Mi señor, mi dueño. Mi todo. Mi dulce y feroz Aitor.

Los brazos de él emergieron y la circundaron con intemperancia, y no se quejó cuando las costillas le dolieron. Aitor ocultó el rostro en su cuello y se quedó quieto, callado, la respiración acelerada. Lo mantuvo pegado a ella, mientras le besaba la cabeza.

—Te amo, Aitor. ¿Sabes? Cuando me despertaba por las mañanas, mi primer pensamiento era para ti, y le pedía al Señor que te protegiese. Luego iba a despertar a Octavio, el mejor regalo que me has hecho, y pensaba en ti, te descubría cada mañana en él, en sus ojos de sol y en su sonrisa de labios en forma de corazón. El día continuaba, y las excusas para recordarte nunca se terminaban. Estabas conmigo en cada instante, siempre conmigo, siempre en mi pensamiento, y en mi cuerpo. Hasta que llevarte a todas partes se hizo pesado y mi vida empezó a carecer de sentido. Después del nacimiento de tu hijo, cuando estaba tan ocupada amamantándolo, cuidándolo, me convencí de que, aunque tú no fueses parte de nuestras vidas, él y yo seríamos felices. Pero el tiempo pasaba, y esa creencia se debilitaba, se volvía mentira. Sin Aitor, las sonrisas no eran genuinas, el corazón no latía con fuerza, nada tenía color. Cansada de vivir sin ti, decidí escribirte para pedirte que fueses a Orembae por nosotros. —Aitor levantó la cabeza y la horadó con una mirada seria, casi brutal—. No me importaba convertirme en tu concubina, solo quería que me devolvieses las ganas de vivir. Entonces, me enteré de que convivías con una mujer en la mina…

—Voy a matar a Cabrera —farfulló.

—Saberlo me partió el corazón —confesó, y se le estranguló la voz.

—¡Jasy! ¿Cómo pudiste pensar que ella o cualquier otra ocuparía tu lugar?

—Cabrera decía que Engracia era muy hermosa y que tú la tratabas bien…

—¡Oh, Jasy! —Le sujetó el rostro con las manos y la obligó a mirarlo—. ¡Perdóname, amor mío!

—Olivia murió —prosiguió ella—, y el tiempo pasaba y tú no venías por nosotros, y yo sabía que mi pa’i te había avisado de que eras viudo, y…

—Quería terminar esta casa. Quería un sitio perfecto para ti. Quería darte este palacio.

—A veces me enojaba contigo y me decía que no te necesitábamos, pero la pena acababa por doblegarme y lloraba. Estoy tan cansada de llorar. —Se reclinó sobre el torso de él y apoyó la mejilla en su hombro. Aitor le cubrió la otra con la mano y la sostuvo pegada a él, tenso, como a la espera de un acontecimiento fatídico.

—Perdóname —le pidió en un hilo de voz—. Perdóname, amor mío.

—Y tú a mí. No debí abandonarte en Buenos Aires. Te lo había prometido.

—Te perdono. Perdóname tú a mí.

—Te perdono, Aitor.

Sus cuerpos se relajaron en el silencio y en el ambiente cargado de humedad y de aromas fragantes. Permanecieron callados, disfrutando del contacto de sus cuerpos y de la intimidad que, después de seis años, la vivían con naturalidad, como si jamás se hubiesen separado.

—Entonces —la voz gruesa de Aitor irrumpió en el mutismo y causó escalofríos de emoción a Emanuela—, ¿ibas a mandar por mí aunque siguiese casado con Olivia? —dijo, con acento engreído.

—Sí. Y tú, ¿cuándo planeabas ir por nosotros?

—Planeaba aparecerme en Orembae para tu natalicio. Había conseguido lo que me había propuesto…

—¿Qué?

—Ser rico para ti. Muy rico. Y me decía que seis años de separación eran suficientes, que no me importaban tus prejuicios ni tus caprichos…

—¿Caprichos?

—Sí, caprichos. Entonces, llegó la noticia de la muerte de Olivia, y eso cambió los planes, porque ahora sí podía darte lo que más deseabas, ser mi esposa…

—Y tú, ¿deseabas ser mi esposo?

—Ser tu hombre, eso es lo importante para mí. Ser el único con derecho para reclamarte como mi hembra, eso es lo único que cuenta. Lo que digan los curas me tiene sin cuidado. No vale para mí. Lo que hay aquí —se señaló la sien— y aquí —se tocó el pecho a la altura del corazón— es lo único verdadero. Y aquí y aquí solo estás tú.

—¿Entonces? Me decías que la muerte de Olivia cambió los planes.

—Los demoró, porque quería terminar primero la casa y organizar la boda, y darte una sorpresa, que salió muy mal pues casi te desvaneciste cuando me planté frente a ti. Y me rechazaste, y… Bueno, tú lo sabes mejor que nadie.

—¿De veras pensabas ir por nosotros aunque siguieses casado con Olivia?

—Sí —admitió él, la voz áspera y el timbre cansado—. Ya no soportaba tu ausencia. Tenía pesadillas. Me atormentaban. Necesitaba volver a tenerte entre mis brazos para saberte protegida. La noticia de que ese imbécil de Cabrera te rondaba estaba volviéndome loco de celos. Temía que me rechazases —masculló, luego de una pausa.

—Ahora sabes que no lo habría hecho. Pero ¿qué hubieses hecho si lo hacía, si me negaba a seguirte?

—Conociéndome como me conoces, ¿necesitas preguntarlo?

Emanuela profirió una risita.

—Me habrías maniatado y echado en la bodega de tu barcaza y llevado contigo a la mina.

—Exactamente.

—Y yo habría sido feliz, maniatada y todo.

—Por supuesto.

* * *

Antes de emprender el viaje hacia La Emanuela, Aitor debía finiquitar varios asuntos y contaba con poco tiempo. Primero, iría a la casa de su hermano Lope. Pidió por la señora Ginebra y la esperó en una sala pequeña. La vio cruzar el patio principal. Sus ojos se encontraron, y los negros de ella refulgieron de deseo.

—¡Aitor! —Intentó echarle las manos al cuello, pero él no se lo permitió. La sujetó por las muñecas y la apartó.

—Sé lo que hiciste anoche, Ginebra.

—¿Anoche? ¿De qué hablas?

Aitor levantó una ceja.

—Lo sabes. De igual modo, te lo explicaré. Sabías que yo estaba con esa mujer en mi despacho y, con argucias, condujiste a Emanuela hasta allí para que nos encontrase. —Alzó el índice y lo suspendió cerca de la nariz de Ginebra—. Mantente lejos de mi mujer. No interfieras entre nosotros, Ginebra, o…

—¿Qué me harás? ¡Dime!

—¿Qué está sucediendo aquí? —intervino Lope desde la puerta.

—Controla a tu mujer o tendré que hacerlo yo. Mantenla lejos de Emanuela. Solo quiere lastimarla.

—¡Por supuesto que no quiero lastimarla! ¡Es mi hermana!

—¡Ja, tu hermana! ¿Para qué la llevaste anoche a mi despacho? Porque sabías que yo estaba con esa mujer, ¿verdad?

—¡Ella tiene que saber la clase de hombre que eres!

—¿Estabas con una mujer? —se escandalizó Lope—. ¡Por amor de Dios, Aitor! ¿No puedes serle fiel ni en el día de tu boda?

—¡No es mi amante, imbécil! ¡Emanuela es la única mujer de mi vida! Engracia es mi socia y amiga.

—¡Amiga! —se burló Ginebra.

—Por última vez, mantente lejos de mi esposa. No te lo advertiré dos veces.

Aitor cruzó el patio en dirección al vestíbulo y no se dio cuenta de que doña Nicolasa, oculta tras un macetón con una planta, lo seguía con la mirada. Había oído la conversación y si bien la habían sostenido en guaraní, lengua que ella no hablaba, pudo concluir que Ginebra estaba enamorada del indio convertido en gran señor.

* * *

Al día siguiente, Aitor entró en su casa ciego de deseo por arrastrar a su esposa a la alcoba después de haberse pasado la mañana con Conan y Engracia, atendiendo cuestiones de negocios. La necesitaba; ella era su solaz, su reposo, su alivio. Avanzaba, exultante, y cruzaba los patios y las estancias que los separaban. La sabía en la sala principal gracias a la melodía rápida que sonaba en el clavicordio que le había comprado en San Pablo de Piratininga. La erección le pulsaba bajo el calzón en tanto los recuerdos de la cópula que habían compartido al amanecer le inundaban la mente así como los acordes del clavicordio le inundaban los oídos y lo guiaban hasta su Jasy.

Se detuvo de golpe en el ingreso y se ocultó detrás de la columna al descubrir que Lope se hallaba de pie detrás de Emanuela, demasiado cerca de ella, la vista fija y hambrienta en la parte que el vestido no le cubría y que el cabello recogido no le ocultaba. Emanuela finalizó la pieza, y en el silencio que siguió se propagaron las risas de los niños provenientes del jardín y que ingresaban por las contraventanas abiertas. Emanuela se puso de pie y, al darse vuelta y encontrar a Lope tan próximo, sonrió con embarazo y se alejó en dirección al servicio de mate. Cebó uno y se lo extendió.

—Manú, eres una gran concertista.

—No —desestimó ella—. Ojalá estuviese aquí Micaela de Riba. Me ayudaría a pulir mi técnica, y así podría enseñarles mejor a mis alumnas.

—¿Seguirás dando clases?

—Sí, claro, cuando regresemos de nuestro viaje de bodas.

Lope le devolvió el mate y adoptó una actitud meditativa. Caminó hacia la contraventana y se detuvo para admirar el jardín, tan poco usual en las construcciones españolas, más bien una costumbre francesa, según había leído. Volvió a Emanuela, que lo contemplaba con un ceño. Lope le extendió la mano, y ella, sin abandonar su asiento en el tresillo, se la aferró. Aitor se dio cuenta de que para ella se trataba de un gesto fraterno; para Lope, no.

—Querida Manú, ¿eres feliz?

Aitor apretó las mandíbulas, y sus ojos, fijos en su medio hermano, se entrecerraron.

—Lo soy, Lope. Muy feliz. ¿Qué sucede? ¿Por qué sacudes la cabeza?

—Porque no creo que él sepa el tesoro que tiene en ti. Porque no creo que él pueda hacerte feliz. Ginebra me refirió lo que sucedió el día de la boda, cuando su amante se presentó aquí y él salió a recibirla.

—Ya no es su amante —musitó Emanuela, y el estómago de Aitor se endureció de miedo al notar la poca convicción en la réplica.

—Después de todo, ¿tú le crees?

—Sí, Lope, le creo —declaró con firmeza, y Aitor la amó hasta la locura, y amó el rubor de sus mejillas, y la mueca de sus labios enfadados.

—¿Cómo puede hacerte sentir mujer si te humilla recibiendo a la otra en tu propia casa?

Emanuela soltó la mano de Lope y se puso de pie con irritación evidente.

—Tu hermano es el único que puede hacerme sentir mujer. El único.

—¡Tío Lope! ¡Tío Lope, ven!

La vocecilla de Octavio irrumpió en la sala, y Lope salió para atender el llamado del niño. Aitor se contuvo de ir tras él para descargar unos puñetazos en su cara de querubín. Enfermo de celos, apretó los párpados e inspiró varias veces para contener el arranque de ira. Le había advertido a ese par que se mantuviesen lejos de su mujer. ¿Por qué la gente no se contentaba con una advertencia? Después tenían la frescura de calificarlo de violento; lo cierto era que no le dejaban alternativa.

Emanuela no estaba en la sala. La buscó con un desasosiego innecesario, pero no podía evitar lo que ella le provocaba. La descubrió a través del resquicio de la puerta entornada de su despacho. Sostenía la cortina de una ventana y miraba el jardín. Sonreía. Se aproximó sin denunciar su presencia y se colocó tras ella. Estaba observando a los niños, que jugaban con Lope. Tuvo celos de la relación que Octavio tenía con su padrino, a quien evidentemente amaba, y de lo fácil que les resultaba comunicarse; a él estaba costándole.

La risa de Lope se congeló al advertir que su hermano se hallaba detrás de Emanuela. Aitor avanzó hacia su mujer sin apartar la vista de Lope, con una mueca ufana que le exponía los colmillos y que nada tenía de amistosa. Emanuela dio un respingo cuando las manos de Aitor le encerraron la cintura y sus labios le acariciaron la nuca.

—Tranquila, soy yo.

—Amor mío.

—Estaba desesperado por llegar a ti. Loco de deseo. Te eché tanto de menos.

—Y yo a ti —le confió ella, y le cubrió las manos con las suyas—. Estábamos esperándote para almorzar.

—Después. Ahora quiero comerte a ti. —Le pasó una mano por la pechera del vestido, a la altura de los senos, y Emanuela cerró los ojos y gimió—. Solo he pensando en chuparte las tetas y el tako. No puedo esperar.

—Vamos a la recámara —propuso, con voz desfallecida, y le detuvo la mano que seguía acariciándole los senos.

—No. Aquí —se empecinó, y levantó la vista para comprobar que Lope siguiese presenciando el espectáculo.

—Cierra la cortina y la puerta, entonces. Los niños…

—Sí, los he visto. —Aferró el pesado género y, antes de deslizarlo por el riel, volvió a mirar a su hermano con elocuencia y una ceja levantada. Se dirigió a la puerta y la cerró con traba. También corrió las cortinas de las contraventanas, pero no se molestó en cerrar una, a la que dejó como encontró, entreabierta.

Lo excitaba que Emanuela no se hubiese movido del lugar junto al trinchero, y que, con la cabeza apenas vuelta, lo siguiese con ojos pesados de deseo. Caminó hacia ella; en tanto, iba deshaciéndose de la casaca, la chupa y aflojando la jareta del calzón. Emanuela no le permitió que siguiese adelante. Ella se lo bajó y le acarició la erección a través de la holanda de los calzoncillos. Aitor apoyó las manos en el borde del mueble y la encerró entre sus brazos. Pegó la frente a la de ella y cerró los ojos, inflamado de excitación.

—Yo también estuve pensando en nosotros.

—Jasy… Por Dios…

—Te deseo tanto, Aitor. —Se recogió la falda y le guió la mano hasta que los dedos de él acertaron con el bulto secreto—. ¿Lo sientes latir? Solo por ti, amor mío. Solo tú calmas el dolor.

Aitor cerró una mano en la nuca de Emanuela y le cruzó la espalda con un brazo. El beso fue voraz, implacable, Lope y sus intrigas olvidadas. Aitor le introducía la lengua y le presionaba el trasero contra el trinchero al refregarse en su pelvis. Cortó el beso y la obligó a volverse y a reclinarse sobre el mueble. Por fortuna, ese día no llevaba tontillo ni corsé. Sus manos le liberaron los senos, que se aplastaron contra la superficie de madera, y también le expusieron el trasero. Se tomó un segundo para admirarlo y acariciar los cachetes, la boca llena de saliva. El índice desapareció en la raya y le tocó el ano. Emanuela se sacudió y se mordió el labio.

—Algún día voy a sodomizarte, Jasy.

Ahogó un sollozo, escandalizada y excitada por igual, y el latido entre sus piernas se convirtió en un padecimiento.

—Aitor, por favor —suplicó, y extendió una mano hacia atrás para invitarlo a penetrarla.

Se sujetó la erección y embebió el glande en los jugos de su mujer. Sonrió con suficiencia antes de impulsarse dentro de ella. Le provocó un primer orgasmo, y como se dio cuenta de que se reprimía, le exigió al oído antes de que llegase el segundo:

—Grita, Jasy. No te contengas, amor mío. Grita para mí. Hazme feliz.

—Me oirán.

—Nadie te oirá —le mintió, y ella lo complació. Y gritó.