CAPÍTULO
II
Emanuela asentó la fecha en su cuaderno, 6 de agosto de 1753, y prosiguió en guaraní, como cada día desde que había tomado la costumbre de escribir las efemérides durante las interminables y tediosas jornadas de navegación, en el viaje hacia el Paraguay.
«Hoy, que se celebra la Transfiguración de Nuestro Señor Jesús, se cumple un mes de mi llegada a Orembae. Doña Florbela, Dios la bendiga, me ha tomado de las manos y me ha dicho que yo, con mi don, he transfigurado el rostro de su esposo, don Vespaciano. “Quitaste la desesperanza de sus ojos, querida Manú, y pusiste de nuevo el brillo que tanto llamó mi atención el día en que lo conocí”. Me gusta cuando doña Florbela me llama “querida” o cuando, sin darse cuenta, me dice “hija”. Siento que, a diferencia de la casa de la calle de Santo Cristo, pertenezco a Orembae. Aquí nadie me condena por estar encinta y sin esposo, y me han recibido con el mayor de los cariños, pese a que debe de significar una gran falta para ellos.
»Hoy he cambiado el tratamiento para sanar las escaras de don Vespaciano, las cuales, cuando llegué, me asustaron, sobre todo la que se había formado en la zona del sacro. Como de costumbre, las he lavado con agua hervida y jabón de sosa, y en lugar del aceite de escaramujo, he optado por un emplasto de hojas de llantén, que mi taitaru siempre indicaba como un gran astringente, capaz de detener la pudrición de la carne. A pesar de que doña Florbela se escandalizaba al principio, cada mañana y cada atardecer, Cosme y Mateo, los indios encomendados que se ocupan de las necesidades de don Vespaciano, lo desnudan, lo urucuizan y lo ubican en el sector más resguardado del jardín para que el sol dé de lleno sobre las heridas. “El sol”, decía el padre van Suerk, “y el agua del mar son los mejores cicatrizantes que conozco”. Los indios lo abanican con hojas de güembé para evitar que las moscas y otros insectos hagan nido en la escara. También hice cambiar el colchón por uno más blando y he colocado almohadillas rellenas de pluma de ganso y forradas de satén en los puntos más críticos, como los del sacro, brazos y talones. Además, día y noche, mantengo una palangana con agua bajo la cama; mi taitaru la colocaba bajo las hamacas, cualquiera que fuese el morbo. Estas medidas y un cambio rotundo en su dieta le regenerarán el tejido muerto. Doña Florbela enseguida prestó su consentimiento para que la cocinera le preparase las comidas que yo señalo. Es preciso que ingiera maní, nueces, porotos, frutas —mango, papaya y ananá especialmente—, verduras y carnes de pollo y pescado. Come por onzas y todo majado, ya que prácticamente no puede masticar.
»Soy optimista en cuanto a la recuperación de don Vespaciano. Le impongo mis manos todos los días, y, mientras pienso en mi hijo, que crece dentro de mí, y en Aitor, percibo cómo el calor abandona mi cuerpo para fluir en el de él. Ha comenzado a mover los dedos de las manos y a girar apenas el cuello. Hace esfuerzos por articular. Su necesidad por comunicarse me abruma. A veces su desesperación se apodera de mí y preciso alejarme un momento para recobrar el ánimo. Es imperativo que me vea sonriente y fuerte.
»Le hablo continuamente. Le cuento de Aitor, solo las cosas buenas, de cuando era niño, de cuando se convirtió en aserrador con solo trece años y se pasaba semanas lejos de mí, de cuando se disfrazó de luisón para darle una lección a su sobrino Laurencio nieto. Esta anécdota lo hizo sonreír, y los ojos se le colmaron de lágrimas. Se emociona continuamente. Conozco la sutil mueca que ejecuta cuando desea poner su mano sobre mi vientre, que apenas asoma bajo la bata de cotilla. Abre grandes los ojos y sonríe si percibe que mi hijo se mueve. El calor de su mano traspasa la tela y llega hasta mis entrañas. Percibo el vigor que, poco a poco, va regresando a esos dedos que estaban muertos cuando llegué a Orembae».
* * *
Emanuela había tomado el bastón de mando en cuanto a la salud de Vespaciano de Amaral y Medeiros se refería, y doña Florbela y Ginebra se lo habían cedido de buena gana. Aun en otras cuestiones domésticas su buen juicio y practicidad se imponían de manera sutil, y a un mes de su llegada a la hacienda, las domésticas se dirigían a ella para solicitar indicaciones, lo mismo la señora de la casa, pues doña Florbela la consultaba de continuo, por ejemplo, le había pedido un tónico que le devolviese el vigor; también Ginebra, aunque diese más rodeos, le preguntaba, sobre todo por cuestiones concernientes a sus hijas. Días atrás, le había comentado acerca de las continuas hemorragias nasales de Emanuelita, la mayor de dos años.
Al igual que había cambiado la dieta de don Vespaciano, dispuso alteraciones en la de doña Florbela, que debía ser rica en carnes rojas, en especial hígado de vaca y morcilla, que nadie conocía en la región, pues era cosa de los esclavos porteños, por lo que Emanuela le enseñó a prepararla a la cocinera con sangre de vaca y de cerdo, como tantas veces había visto hacerlo a Romelia. También era preciso que la señora consumiese legumbres y verduras de hojas verdes, sobre todo acelga y espinaca, y leche fresca. Doña Florbela, de apetito casi inexistente, se resistía, y Emanuela la instaba como si se tratase de una niña. Para atizarle el hambre, le preparaba una infusión de hinojo y coriandro, y añadía acedera a la ensalada, porque era sabido que su sabor áspero invitaba a comer.
En cuanto a Emanuelita y su sangrado nasal, al principio la trató con un emplasto de alumbre, el cual interrumpió días más tarde porque le irritaba la piel. Recordó, entonces, que su taitaru se había ocupado de un problema similar que aquejaba al hijo más pequeño de su hermano Andrés, para lo cual había embebido con jugo de llantén un canuto hecho de estopa, que había colocado en el orificio sangrante de la nariz. Así fue cómo decidió cambiar el tratamiento de las escaras de don Vespaciano, cuando recordó que el llantén poseía esa propiedad cauterizante y era un gran astringente.
No resultó tarea fácil convencer a Emanuelita de que no se quitase el canuto de la nariz, el cual debería llevar por un buen tiempo, excepto de noche; se lo retiraban apenas unos segundos para renovar el concentrado y volvían a colocárselo. Ginebra perdía la calma cuando la niña se lo sacaba, y en una ocasión acabó dándole un mamporro, que la hizo llorar, lo cual provocó una nueva hemorragia. Emanuela la cargó en brazos y la llevó a la pieza de Drusila, una india del servicio doméstico, donde había parido una de las tantas perras de la hacienda. Se pasaron un buen rato con los cachorros. Emanuela la observaba mientras la pequeña los acariciaba con una delicadeza que sorprendía para una de su edad. Los rizos rubios le rebotaban cada vez que movía la cabeza y los ojos celestes la buscaban para sonreírle o comentarle algo en su media lengua guaraní. Le prometió que, si no se quitaba el canuto, el perrito que ella eligiese le pertenecería. Se decidió por una hembrita, la más gorda y mullida.
—Es una niña —le explicó en guaraní—. ¿Cómo la llamarás? —La pequeña agitó los hombros y los bucles le bailaron sobre el rostro de querubín—. ¿Por qué no la llamamos Marã, por estas manchitas negras que tiene en el lomo?
—Marã —repitió Emanuelita, con bastante claridad.
—Ahora debemos dejarla con su sy para que siga amamantándose. Dentro de unas semanas, vendremos a buscarla y la llevaremos a vivir con nosotros. Pero recuerda: solo si no te sacas el canuto.
—Sí, tía Manú.
A Ginebra no le cayó en gracia la noticia de que una perrita formaría parte del elenco de la casa; ya demasiado tenía con el tal Orlando, siempre pegado a las faldas de Emanuela, o la macagua posada en su hombro. Del mismo modo con el que habían admitido las mascotas de Manú con naturalidad y hasta se habían encariñado con ellas, doña Florbela y Lope se mostraron complacidos con la idea de una perrita para la niña y la aceptaron con grandes muestras de entusiasmo, que hicieron reír de manera gangosa a Emanuelita, dado el canuto en la nariz. Ginebra suspiró y calló, resignada. No ganaría esa batalla, pues nada le negaban a la niña, menos que menos a Manú, por quien sentían una devoción rayana en lo religioso.
Ginebra quería a Manú y admitía que, desde su llegada, la vida se le había facilitado. Se ocupaba de las labores que a ella fastidiaban y lo hacía con un ánimo inquebrantable, siempre con una sonrisa, como si las encontrase divertidas. Esa alegría que nunca la abandonaba, ¿sería la consecuencia de saberse amada por un hombre como Aitor? El aire se había cargado de su energía, e incluso las domésticas, a las que siempre les pesaban los pies, se movían más deprisa. El aroma también había mudado, y Ginebra pronto descubrió que se debía a que Manú quemaba a diario anime y otras resinas. Una mañana se encontró elevando la nariz al entrar en la sala, mientras seguía la estela de la esencia. Los aromas agradables operaban maravillas en su espíritu entristecido desde que sus padres habían abandonado Orembae y desde el soponcio de su suegro. La atemorizaba que la hacienda estuviese en manos de Morales, ese pícaro al que ella no le habría confiado una gallina, y temía que un día se despertasen y se encontrasen con que el capataz se había alzado con las vacas y las mulas y abandonado las sementeras y los cultivos a su suerte.
No tenía duda de que, con Manú viviendo allí, Lope permanecería en Orembae, lo que no significaba que se ocuparía de las cuestiones de la hacienda, las cuales no solo detestaba, sino que desconocía. Seguiría inmerso en sus libros, escritos y traducciones y elegiría olvidar que dependían de que el algodón y la yerba se recolectasen o de que los animales fuesen vendidos en las ferias.
¡Cuánto echaba de menos a Aitor! Él se habría encargado de todo, de las tareas del campo y de librarla del convencimiento de que seguía adelante porque respirar era un acto mecánico. Hacía meses que no lo tenía en su cama, y eso comenzaba a pesarle. Necesitaba de su vigor, de sus modos bruscos, de su sinceridad, cruel a veces. La hacía sentir viva. Después de la vez en que la había desvirgado antes de su boda, habían vuelto a estar juntos un año más tarde, a mediados del 51, en ocasión de una visita de Aitor, en la que ella, al igual que la primera ocasión, se escabulló a su pieza. Conocía el motivo de su semblante ensombrecido: Manú había abandonado San Ignacio Miní y a él. El mal humor, en realidad, ocultaba un corazón destruido. Ella habría podido acabar con su miseria, pero no lo había hecho. Si le revelaba dónde se hallaba el amor de su vida, correría a buscarla y ella lo perdería. Y eso fue lo que ocurrió cuando lo supo, vaya a saber cómo: corrió a buscarla.
Aunque Manú se había mostrado reservada en cuanto a la identidad del padre de su hijo y a las circunstancias que la habían impulsado a fugarse de lo de Urízar y Vega, y pese a que Lope fuese una tumba, no necesitaba que le dijesen que el niño era de Aitor. La sorprendieron los celos y la envidia. Siempre había sabido lo profundo e inconmensurable que era el amor que el indio profesaba por Emanuela, y nunca lo había celado. Se contentaba con tenerlo cada tanto para ella, para amarlo sin revelarle que lo hacía, con ese modo tan suyo de no mostrar lo que en realidad habitaba en su corazón. También la sorprendió desear haber quedado embarazada de Aitor, lo cual habría sido imposible —él jamás se aliviaba dentro de ella—, además de un escándalo, pues la huella de una sangre tan fuerte como la de ese indio salvaje habría quedado impresa en los rasgos del niño para condenarla.
Tal vez ahora que Manú vivía en Orembae, lo tendrían de nuevo entre ellos, quizá para siempre. Sí, estaba feliz de contar con Manú en la hacienda.
* * *
—¿Qué llevas ahí, Manú? —se interesó Lope, y cerró el libro.
Emanuela subió los dos escalones que la conducían al estrado, donde doña Florbela y Ginebra bordaban en silencio.
—Un bebedizo de gordolobo para tu madre.
—Gracias, hija —susurró doña Florbela, que esa mañana se había despertado más debilitada que de costumbre. Drusila había tenido que ayudarla a salir de la cama.
—Lo endulcé con yerbabuena. Está tibio. Bebedlo lentamente, por favor.
—¿Para qué es, querida?
Emanuela no le diría que había visto en una ocasión al padre van Suerk recetárselo a una india escrofulosa, que había muerto de tuberculosis. El día anterior, había notado una protuberancia en el cuello de doña Florbela, la cual, según lo leído en Tesoro de pobres, solía tratarse de inflamación de los ganglios a causa de escrofulosis, que si bien era un morbo típico de la infancia, también se encontraba entre los adultos, sobre todo en mujeres mal alimentadas y débiles.
—Para que os abra el apetito. Comisteis muy poco en el almuerzo.
—Gracias, hija. ¿Qué haríamos sin ti?
—¿Os resulta agradable? —se interesó Emanuela luego del primer sorbo de la mujer.
—Sí.
—Os lo prepararé cada mañana. Os lo llevaré a vuestra recámara y lo beberéis antes de levantaros.
—Gracias, querida.
María de los Milagros, que se hallaba en un moisés a los pies de su madre, comenzó a lloriquear y a quejarse.
—Ha estado así desde ayer. No me ha dejado dormir en toda la noche.
—Ayer le dimos una nueva papilla —recordó Emanuela, y lo hizo en castellano por respeto a la dueña de casa—. Debió de producirle cólicos. ¿Puedo tomarla?
—Por supuesto —contestó Ginebra.
La sacó del moisés, la colocó sobre su pecho y le masajeó la espalda. La niña se calmó de inmediato.
—¿Sabes? Mi abuela solía enseñarles a mis cuñadas cómo masajear el vientre de mis sobrinos para que expulsasen los cólicos. Puedo mostrarte cómo lo hacía, de modo que, cuando la veas inquieta, la calmes de esa manera.
—Sí, muéstrame, Manú.
—Vamos a mi recámara. Allí tengo un aceite de melisa con el que la masajearás.
Se adentraron en el silencio de la casona, apenas alterado por el crujido de los chapines sobre el piso de madera y la respiración congestionada de Emanuelita, que respiraba por la boca a causa del canuto. La niña iba sujeta al vestido de su tía Manú y cargaba a Marã con el otro brazo regordete.
Recostaron a Milagritos de espaldas sobre la cama y la desvistieron. Emanuela la contempló con afecto y le admiró los bucles rubios y los iris celestes. Se lavó las manos, las secó y las friccionó con el aceite esencial de melisa, una de las pocas preparaciones que había llevado consigo en la huida. En Orembae, doña Florbela le había legado su huerto para cultivar las hierbas que desease y había mandado limpiar y acondicionar un cuartito en la zona donde dormían los indios de la casa, que se convirtió en el sitio donde las secaba y almacenaba.
—Para que no estén frías —explicó a Ginebra, que la observaba restregarse las manos con vigor.
Milagritos, que lloriqueaba de nuevo, se calmó apenas Emanuela le apoyó las palmas tibias sobre el vientre.
—Me temo, Manú, que son tus manos las que la liberan del malestar. No será lo mismo con las mías.
—Pienso que no hay manos como las de una madre —expresó Emanuela, y evocó las de su sy, que tantas veces la habían consolado y curado. La emoción la tomó por sorpresa, y el calambre que le estranguló la garganta le impidió hablar. Masajeó a la niña con el rostro inclinado para ocultar el gesto triste. Carraspeó, al cabo.
—Es importante que lo hagas de arriba hacia abajo, para que los cólicos bajen y ella pueda eliminarlos. Debes hacerlo suavemente, de modo de no apretarle el estómago y producirle náuseas.
—Está bien. ¡Mira, Manú! Está sonriendo.
Emanuela se inclinó y besó la nariz de la niña. Se quedó observándola. Era la más bonita de las dos, pues si bien había heredado del padre la tonalidad rubia del cabello y el color celeste de los ojos, poseía la delicadeza y regularidad de los rasgos de la madre. La niña rio, y su risa cristalina y contagiosa la colmó de dicha. Se inclinó y la besó en los carrillos, mientras meditaba que, dentro de tres lunas, besaría los de su hijo.
La mano de Ginebra se posó sobre la de ella y la obligó a detener el masaje. Se miraron a los ojos.
—Aguyje, Manú. Por todo.
—¡Aguyje, tía Manú! —imitó Emanuelita en su media lengua, y las mujeres rieron.
—De nada, tesoro. Gracias a ustedes por recibirme con tanto cariño.
* * *
Por la tarde, Emanuela escuchó que Lope alzaba la voz en el despacho de don Vespaciano. Pocos minutos después, Morales, el capataz, abrió la puerta y salió echando venablos. Pasó junto a ella y no saludó. Para la hora de la cena, Lope estaba borracho. La comida transcurrió en un ambiente tenso. Ginebra no se esforzaba por ocultar la mala cara. Doña Florbela removía la comida en el plato. Lope, risueño, no se daba cuenta de que sus chanzas y comentarios irritaban a su esposa y avergonzaban a su madre. Emanuela, que lo habría hecho callar y obligado a comer a doña Florbela como lo hacía con Emanuelita, apretaba el puño y dominaba el impulso; por mucho que la tratasen con cariño, ella era la recogida y le correspondía guardar el lugar.
No se reunieron en el estrado para tomar infusiones y bajativos y marcharon a sus recámaras después de mascullar los deseos de buenas noches. Emanuela, asistida por Dolores, la india que le habían asignado como su ayuda personal, se preparó para ir a la cama. Siempre recordaba a Romelia, en especial en ese momento, y se angustiaba por su suerte. ¿Qué desgracia le habría caído por haberse convertido en su cómplice, por haberla protegido? ¿Qué penalidad le habría aplicado doña Ederra? ¡Cuánto la echaba de menos! Por mucho que Ginebra, doña Florbela y Lope la hubiesen acogido con tanta calidez, le faltaba Romelia casi tanto como le faltaba su sy.
Despidió a Dolores y se sentó frente al escritorio para asentar los hechos del día. Orlando, que se mostraba más afectuoso desde que ella había quedado encinta, se paró en dos patas y lloriqueó.
—Ven aquí. —Lo levantó y lo colocó sobre su regazo—. Deja de mirarme con esos ojos tristes. Todo saldrá bien. Te lo prometo.
Escribió la fecha, 18 de agosto de 1753, y elevó la vista. Miró en torno. Era una recámara espaciosa y bien amueblada, con piezas de palo rosa, boj y cinamomo, en las que reconocía la mano de su tío Palmiro. Además de una mesa pequeña, doña Florbela había mandado colocar un escritorio y le había regalado un viejo recado de escribir. Se sentía a gusto allí, respetada y querida desde el momento en que Lope la había guiado dentro. Después de haberla presentado a su madre, le había explicado que ella era quien lo había ayudado a superar su problema de la niñez —no especificó cuál— enviándole la lechuza caburé para que lo despertase por las noches. Doña Florbela, convencida de que la historia había sido una invención de la vívida imaginación de su hijo, levantó las cejas antes de soltar una carcajada y abrazar a Emanuela. Ni qué hablar de la alegría con que la recibían los ojos azules de don Vespaciano y la manera agitada con que respiraba, desesperado por hablarle. Se calmaba cuando ella lo besaba en la frente y le susurraba que no se angustiase, que pronto sería capaz de decirle lo que quisiese.
Sí, los Amaral y Medeiros la habían acogido como una familia amorosa, pero esa no era su casa, la que había soñado compartir con Aitor, decorarla para él, mientras esperaban la llegada del niño. Sacudió la cabeza. No quería pensar en cosas tristes, no quería detenerse a cavilar acerca de la ausencia de la única persona capaz de hacerla sentir viva. No quería admitir que se sentía como una cáscara vacía. No quería preocuparse por la suerte que había corrido Aitor después de la fuga, ni enojarse porque, otra vez, la hubiese engañado. ¿Habría regresado a San Ignacio Miní, con su mujer y su hijo? El dolor la traspasó como un filo y se mordió el puño para no llorar. Detestaba sentir lástima de sí misma, cuando debía estar agradecida por contar con el apoyo y el afecto de Lope y de su familia.
El canto del urutaú se filtró por la contraventana y la alcanzó como un golpe en el corazón. Inquietó a Orlando, que gañó, y a Saite, que aleteó en la alcándara. Aitor le había enseñado a distinguirlo, como también a identificar el ave cuando, posada en un árbol, se volvía parte de él para confundir a los depredadores. Ella debería haber hecho lo mismo, esconderle el corazón a Aitor para evitar que volviese a lacerárselo. El canto se repetía y lo haría toda la noche. Semejaba el llanto de un ser humano.
Durmió poco y mal. Se levantó a las seis, cuando todavía estaba oscuro. Las indias, que se afanaban en la cocina, la recibieron con saludos obsequiosos, reflejo de que se habían enterado de su fama de sanadora. Colgó la caldera en las llares y, mientras esperaba que el agua hirviese, fue disponiendo las hojas de gordolobo para la infusión de doña Florbela y otra de toro-ka’a, la que había preparado a menudo a su ru para la resaca; se la haría llevar a Lope. Al mismo tiempo, repartía indicaciones para la elaboración del desayuno de doña Florbela.
Drusila llevó la bandeja y, mientras Emanuela corría las cortinas, la india ayudó a la señora a incorporarse y acomodarse sobre las almohadas.
—¡Manú, querida!
—Buen día, doña Florbela. ¿Cómo habéis dormido?
—Bien, hija. Esa tisana que me trajeron anoche me ayudó a descansar.
—Es una excelente noticia. ¿Puedo acercar esta silla y sentarme junto a vos? —Doña Florbela asintió, aún asombrada—. Aquí os he traído otra vez la infusión de gordolobo, la que probasteis ayer por la tarde. Y yo misma me ocuparé de que vuesa merced coma todo el desayuno. Os lo daré en la boca, como hago con Emanuelita, si es preciso.
—¿Todo eso? —se descorazonó la mujer.
—El gordolobo os abrirá el apetito, ya lo veréis.
Le entregó la taza y doña Florbela se la llevó a los labios. Cerró los ojos, como si la bebida le hubiese causado placer, y Emanuela sonrió.
—¿Algo más, señorita Manú? —preguntó Drusila en guaraní.
—Pídele a Adeltú que le lleve al señor Lope la infusión que dejé en la cocina. Que digo yo que la tome antes de levantarse. Gracias, Drusila.
La india se retiró y doña Florbela la siguió con la mirada.
—¡Cómo me gustaría saber hablar esa lengua! Me complace su cadencia, sus sonidos dulces, pero apenas sé decir algunas frases y palabras.
—Podría enseñaros con todo gusto, señora.
—¿De veras, Manú?
—¿Qué no haría por vuesa merced, que me ha recibido con los brazos abiertos?
Doña Florbela le acunó el rostro con la mano tibia a causa de sostener el taza.
—Has sido una bendición para esta familia y bendita ha sido la hora en que llegaste. De tu intercambio con Drusila, solo entendí el nombre de mi hijo y el de Adeltú. ¿Qué le has dicho, querida?
—Le pedí que le dijese a Adeltú que lleve a Lope una infusión que dejé lista en la cocina. Es para que se le pasen los efectos del alcohol.
Doña Florbela bajó la vista.
—Gracias, querida. El vicio de Lope me atormenta más que cualquier otra cosa.
—Yo conseguí que mi padre dejase de tomar. Él se emborrachaba de continuo.
—¿De veras? Tenía entendido que las bebidas espiritosas estaban prohibidas en las doctrinas.
—Lo están. Pasó muchos días en la cárcel por violar la regla. Pero el vicio había anidado en él y seguía preparándola, y los pa’i… los padres, lo castigaban.
—¿Cómo lo lograste? Ayudar a tu padre a que abandonase la bebida.
—Estando siempre atenta a él, descubriendo los sitios donde la escondía, dándole a beber la infusión que acabo de preparar para Lope. Mi abuelo asegura que la hierba del toro, o toro-ka’a, como la llamamos nosotros, les quita las ganas de beber.
—¿Cómo podríamos ayudar a mi hijo, Manú?
—Para comenzar, deberíamos deshacernos de las bebidas con alcohol que hay en la casa.
—¡Vespaciano se pondría furioso! —exclamó, y enseguida mudó el gesto escandalizado—. No, no lo hará simplemente porque no puede. A veces echo de menos su mal carácter —admitió.
—Si vuesa merced me autoriza, me ocuparé de quitar las botellas del despacho y las de la sala y esconderlas en el cambo, donde sé que hay más. Ginebra me lo ha dicho.
—Lope tiene llave del cambo.
—Entonces, buscaremos otro sitio.
—¿Mudar la bodega? —se descorazonó doña Florbela—. Será un trabajo arduo. Está bien provista gracias a que mi hermano… —Se detuvo y, como siempre le sucedía cuando recordaba a Edilson, los ojos se le arrasaron.
—Bebed un sorbo —la instó Emanuela.
—Gracias, hija. Discúlpame. Aún me cuesta creer que mi vital y alegre hermano haya muerto. —Sorbió y carraspeó—. En cuanto a la bodega del cambo, sí, la mudaremos a un sitio donde Lope no pueda hallarla, aunque resulte un engorro.
—La salud de vuestro hijo lo vale, doña Florbela.
—¿La bebida le afectará la salud? —preguntó, incrédula.
—Lamentablemente sí. Le destruirá el hígado. —Por piedad, no le mencionó cómo había muerto Laurencio abuelo—. Tendremos que proceder cuando Lope no nos vea. Es imperativo que ignore el destino de las bebidas.
—Se pondrá furioso cuando descubra que las hemos quitado.
—Mejor furioso que ebrio y enfermo.
—Sí, hija, pero no me queda fuerza para lidiar con un Lope enojado.
—Lo haré yo, doña Florbela.
—Quieres ayudarlo —declaró, y la miró fijamente.
—Sí. Es lo menos que puedo hacer. Él ha sido el mejor de los amigos. Debéis estar orgullosa de vuestro hijo.
—Lo estoy, querida. Es su padre el que no lo está, y eso siempre ha significado una gran pena para mí y para Lope.
—Todo cambiará de ahora en adelante.
—Dios te oiga, hija mía.
Emanuela abandonó la silla y cargó la bandeja hasta la cama. La acomodó sobre las piernas de la mujer, que observó el contenido con desconfianza.
—Doña Florbela, si deseáis recuperar la vitalidad, debéis comer más y mejor.
—A veces, hijita, no tengo ganas de nada, ni… —La mujer se interrumpió, y Emanuela le apretó la mano. Unos segundos más tarde, doña Florbela elevó el rostro; había decisión en su semblante—. Hagámoslo, Manú. Escondamos las botellas. Lope me informó ayer que viajará a Asunción para ocuparse de una carga de yerba y algodón. Aprovecharemos su ausencia para vaciar la casa de bebidas.
—Así lo haremos, señora. Ahora, comed, por favor. Hacedlo por Emanuelita y Milagros, que tanto os quieren.
La mujer se llevó un trozo de morcilla y, aunque empezó masticándolo con difidencia, acabó disfrutándolo.
—Tu vestido es muy bonito, Manú. Ese color verde cardenillo le sienta bien al color de tus ojos.
—Era de mi madre, señora.
—Es una prenda muy fina, pero ¿no tienes otra?
—Tengo otro vestido, uno rosa, pero no puedo usarlo ahora que… Me ajusta demasiado en la cintura.
—Ya veo. Pues tendremos que confeccionarte algunos.
—¡Oh, no! ¿Para qué? Dentro de tres lunas… quiero decir, tres meses, nacerá mi hijo y esos vestidos se perderán.
—Los achicaremos después, si eso tanto te mortifica. Pero quiero que tengas más vestidos, Manú. Así lo querría si fueses mi hija.
—Gracias, señora. Pero no quiero que, además de todo lo que hacéis por mí, gastéis dinero para confeccionarme un vestido.
—¡Sonseras! —desestimó la mujer—. Manú querida —dijo, y la inflexión en la voz presagió que abordaría una cuestión delicada—. No quiero que pienses que soy una cotilla, pero necesito hacerte una pregunta.
—La que vuesa merced desee, doña Florbela —respondió con más valor del que albergaba; el corazón le batía, fuerte, en el pecho.
—Y tampoco quiero que te ofendas.
—No lo haré.
—¿Es mi hijo el padre del tuyo?
Emanuela frunció el entrecejo y ladeó la cabeza.
—¿Lope? —La mujer asintió con cautela—. ¡Oh, no! Lope es para mí como un hermano. Además, él está casado y yo jamás… —guardó silencio al recordar que Aitor también lo estaba.
—¿El padre del niño sabe que estás por darle un hijo? —Emanuela asintió—. ¿Te abandonó cuando lo supo?
—No.
—¿Lo aceptó?
—Sí, estaba feliz con la noticia.
—¿Qué sucedió, entonces?
—Yo lo abandoné cuando me enteré de que estaba casado. Me lo ocultó. Me enteré por terceras personas.
—Lo siento, Manú. —La mujer le acarició la mejilla y la miró con una dulzura que le recordó a la de su sy, y eso bastó para que las lágrimas fluyesen sin cesar—. No llores, mi niña. Tu hijo será una bendición para ti y para esta casa. Será amado tanto como Emanuelita y María de los Milagros.
—Gracias, señora —sollozó Emanuela, y le besó la mano—. No sabéis lo que significan para mí vuestras palabras. Gracias por no condenarme.
—¿Cómo podría? Nuestro Señor Jesucristo dice que no debemos juzgar si no queremos ser juzgados.
—Algunos lo hacen, juzgar duramente a los demás. Tal vez no tengan miedo de ser juzgados porque se consideran libres de culpa.
—Quien esté libre de culpa, que arroje la primera piedra.
Emanuela ahogó una risita y volvió a repasarse los ojos mojados.
—¿Por qué no habremos recibido noticias de San Ignacio Miní? —preguntó para cambiar el tema y mudar el ánimo—. Le escribí a mi pa’i Ursus pocos días después de llegar aquí y nada hemos sabido aún.
—Lo extraño es que ni siquiera haya enviado un billete para avisar que ha recibido tu carta. Lo más probable —concluyó doña Florbela— es que esté de viaje. No hay otra explicación.
* * *
Lo sacaron del ensimismamiento las risotadas de Hilario Tapary, un guaraní que, junto con Ambrosio Corvalán, un peninsular que se proclamaba minero, se habían unido al grupo que formaban él y su gente. Los habían hallado medio desfallecidos de hambre y sed un par de leguas antes de cruzar el río Uruguay. Los Marrak —Melor, Ruan y Conan—, mineros de la zona de Cornualles, que habían interrogado a Corvalán, aseguraban que el hombre entendía de metales y de su extracción, en especial de la plata. Aitor no se fiaba, y los mantenía bajo vigilancia. Jamás les permitía hacer guardia durante la noche, pese a que el guaraní y el español se ofrecían.
Corvalán y Tapary eran socios; el primero sabía cómo arrancar la plata de la veta y Tapary conocía la ubicación del metal. Se lo había confesado en su lecho de muerte el encomendero al que había servido desde pequeño. La mina se hallaba en la Gobernación del Tucumán, en la jurisdicción de San Luis.
—Está en el Cerro de las Invernadas —había especificado el indio.
—¿Qué sucedió? ¿Por qué no la explotaron? —se interesó Aitor.
—Porque no basta con hallar la mina, señor Almanegra —había declarado Corvalán—. Para extraer el metal se necesita mucho dinero, y yo no conseguí a nadie dispuesto a confiar en mi hazaña.
Aitor fijó sus ojos amarillos en el español y guardó silencio. El hombre acabó por bajar el rostro, intimidado. Quería que le temiesen, todos ellos. «Que te teman, sí», había acordado Conan Marrak, «pero que te respeten también. Si te temen sin respeto, te odiarán, y jamás podrás dormir tranquilo».
Después de una conversación con los Marrak, había decidido que ofrecería a Corvalán y a Tapary trabajar en la mina de estaño. Tiempo atrás lo había hecho con el resto de la comitiva: Lindor Matas, su padre, Ismael, su madre, Delia, y su hermana, Aurelia; con Sancho Perdías, Rosario Contreras y Carlos Frías; con el esclavo Ciro y el peninsular Manuel. Todos habían aceptado seguirlo en su aventura.
—Nunca es suficiente la mano de obra para llevar adelante el trabajo de una mina —había asegurado Melor Marrak, padre de Conan y hermano de Ruan—. Cuantos más seamos, mejor.
Confiaba en los Marrak y también en Lindor e Ismael Matas. Se mantenía atento con Frías, Perdías y Contreras, que si bien habían arriesgado el pellejo para sacarlo de prisión, el instinto, que tantas veces lo había salvado en la selva, le señalaba que no se relajase del todo con ese trío de militares fugados. En cuanto al peninsular Manuel, que se apellidaba López, era el muchacho más callado y tímido que Aitor conocía, aunque muy diligente y servicial, nunca se quejaba y siempre se mostraba dispuesto a echar una mano o a realizar las tareas. Debía de ser un poco mayor que él, pero su semblante de niño asustado lo hacía sentir viejo. Se preguntaba si las miradas fugaces que le había visto echar a Aurelia hablaban de un sentimiento que crecía dentro de él; la muchacha, por su lado, lo trataba con la misma frialdad que destinaba a los demás. El que había resultado una joya era el esclavo Ciro, y Aitor se felicitaba por haberlo aceptado en su variopinto grupo. Era el primero en levantarse y el último en acostarse, ayudaba a las mujeres con las tareas domésticas y, cuando llegaban a un río o a un arroyo, le lavaba las pocas ropas con las semillas del ybaro o árbol del jabón, que producían espuma en contacto con el agua, o con las raíces de la mandioca.
Aitor extendió su cacharro, y Aurelia le vertió un poco más de café. Estaba habituándose al amargo brebaje desde que la yerba se había acabado semanas atrás. Se había negado a comprar en el último puesto en parte porque no quería hacerse ver —después de todo, era un prófugo de la justicia— y también porque no quería gastar un cuartillo del dinero que le había dejado don Edilson Barroso.
—¿Por qué se dirigen hacia el norte? —La voz de Aitor acalló los bisbiseos y las risas.
—Hilario —tomó la palabra Corvalán— está buscando a su familia, que vive en una reducción de franciscanos.
—En Itapé —aclaró el indio.
—Y yo —prosiguió el español— me dirijo al Brasil, a la zona de las minas. Dicen que pagan buenos jornales.
Aitor escupió a un costado e insultó, y su actitud desconcertó a todos.
—Los mamelucos —dijo, y se refería a los portugueses— son felones como una yarará.
—Estuve en Potosí —explicó el hombre, con resquemor— y los compatriotas de allá no me trataron como a un buen cristiano.
—Los peninsulares venden a su madre por dinero, lo mismo que los mamelucos.
En el mutismo que siguió solo se escuchaban el crepitar de los leños y los chillidos de los animales nocturnos. Los iris de Aitor descollaban como brasas ardientes a la luz del fogón, y Corvalán, después de unos instantes, rompió el hechizo que parecían lanzarle esos ojos amarillos y bajó la vista. Como siempre que ese hombre lo miraba de hito en hito, tenía la impresión de que pretendía arrebatarle el alma.
—No todos los peninsulares tenemos mala entraña, señor Almanegra —se atrevió a expresar.
—Llámeme solo Almanegra. Mi gente y yo —continuó sin pausa— nos dirigimos hacia una zona donde hay una mina de estaño que me pertenece. —Tapary y Corvalán elevaron las cejas—. Les ofrezco trabajar en ella.
—¿De estaño? —Corvalán no fue capaz de esconder el timbre de desprecio.
—Sí, de estaño —intervino Melor Marrak al advertir el gesto encolerizado de Aitor—. Se trata de un metal muy requerido, en especial para la fabricación de armas.
—Sí, claro. ¿Dónde se encuentra?
—¿Por qué pregunta? —lo encaró Aitor, muy celoso de la ubicación de la mina; solo le había mostrado el mapa a los Marrak y dormía con él bajo la cabeza—. Yo lo conduciré hasta la mina, que está mucho más cerca que las del Brasil. Si está interesado, dígalo. De lo contrario, mañana por la mañana seguirá su camino y nosotros, el nuestro.
—¿Cuánto es la paga que ofrece, señor… Almanegra? —se corrigió Hilario Tapary.
Aitor no habría sabido qué contestar a esa pregunta si los Marrak no le hubiesen explicado el sistema por el cual se compensaba a los mineros.
—Un real por jornada de trabajo y cuatro maravedíes por cada onza de mineral extraído, cualquiera que sea su ley. —Se sentía importante agregando esa expresión, «cualquiera que sea su ley», la cual, a decir verdad, entendía a medias. Sabía, gracias a Conan, que tenía que ver con la calidad del estaño; al parecer, no todo el estaño que la tierra donaba poseía la misma pureza.
Tapary y Corvalán intercambiaron miradas y asintieron.
—Aceptamos —manifestó el español.
—Además, les ofrezco comida y protección.
—Confiamos en vueseñoría, Almanegra.
Aitor profirió una risotada tan inesperada que sobresaltó a la mayoría.
—Pero no debería, Corvalán. No debería —insistió, y reveló los colmillos puntiagudos al sonreír—. Los míos me desprecian porque aseguran que soy un luisón.
—¡Dios nos libre y nos guarde! —masculló Tapary, y se hizo la señal de la cruz.
Aitor volvió a carcajear ante la reacción del guaraní.
—¿Qué es un luisón? —quiso saber Corvalán.
—Pregúntele a su amigo Hilario —dijo Aitor—. Él sabrá explicarle. —Saltó en pie inopinadamente, con la agilidad y la flexibilidad con la que manejaba su cuerpo—. Frías, Matas, ustedes empezarán con la guardia esta noche.
—Sí, Almanegra.
Se alejó hacia el arroyo para orinar. Y para pensar. En ella, en Emanuela. Elevó la vista al cielo. La luna creciente encandecía en el cielo negro y sin nubes.
—Jasy —susurró, y detestó que le fallase la voz. A veces, como en ese momento, en que la recordaba tensa, los ojos enormes y azules fijos en él mientras la desvirgaba, le sucedía que la voz le fallaba, y que las emociones lo dominaban, lo debilitaban, y la odiaba. Odiaba amarla y necesitarla con esa ansiedad que le carcomía las vísceras, le aceleraba la respiración y le quebraba la voz. Odiaba que ella no lo necesitase con la misma pasión. Había vuelto a abandonarlo, se había ido sin importarle cuál era su suerte. Según Aurelia, la noticia de su encarcelamiento la había destrozado. Él dudaba, pues se había fugado y ni siquiera le había dejado una carta. ¿Se entregaría a Lope? ¿Claudicaría a sus ofrendas de amor? «Quiero que comprendas algo: una cuestión fue haberme ido del pueblo sin haberte esperado porque estaba rabiosa de celos y de dolor, y otra muy distinta habría sido entregarme a otro. ¿Crees que podría soportar sobre mi cuerpo las manos de uno que no fuese mi adorado Aitor?» ¿Le creía? Después de todo, le había prometido que no volvería a apartarse de él y lo había hecho. Apretó los puños. Degollaría a Lope y no le importaría convertirse en un Caín.
Soltó el aliento con un sonido exasperado. ¿Hacía cuánto que no la veía, que no la estrechaba en sus brazos, que no le hacía el amor? Conan, que, meticuloso como era, le seguía la huella al tiempo y tomaba nota en un cuaderno, el día anterior le había dicho que era 20 de agosto. A él, los blandengues lo habían apresado el 14 de marzo, y la tarde de ese día había sido la última junto a su Jasy, una tarde amarga, en la que ella le había dicho: «Vete, Aitor. Vete y no vuelvas más. No soporto siquiera el sonido de tu voz». Después de más de cinco meses desde la conversación que habían sostenido esa tarde, las palabras que evocaba con claridad eran esas: «Vete y no vuelvas más».
Cinco meses sin su Jasy. El viaje se había prolongado. Las primeras leguas se habían convertido en un martirio, con la milicia tras ellos y las mujeres que lentificaban la marcha, más allá de que no se arrepentía de haber permitido que los acompañasen. Gracias a ellas, siempre tenían una comida caliente, café y un pan muy sabroso que cocinaban sobre los rescoldos y al que llamaban jallullo. Les habían confeccionado unos almofrejes, donde guardaban la cama de camino y otras pertenencias, y les remendaban la ropa que tan a menudo se rasgaba a causa de las ramas y las espinas, pues, para evitar las rutas que se encontraban plagadas de soldados, andaban por senderos agrestes y caminos de sirga.
Sí, el viaje se había prolongado, pero estaban a treinta leguas de Orembae, y ya podía saborear el reencuentro con Emanuela. Se le notaría el embarazo. La imagen de su Jasy con el vientre hinchado arrasó con la rabia y el resentimiento. Una calidez se propagó por su pecho y lo impulsó a sonreír a la nada. ¡Cuánto ansiaba verla desnuda, tomarla como los animales, mientras su mano le sostenía el vientre, sostenía al hijo de los dos!
—Oh, Jasy —se estremeció, mientras las escenas de las cópulas compartidas se sucedían y le provocaban una erección. Se alivió deprisa y cayó de rodillas, la cabeza echada hacia delante, el corazón alborotado, la garganta tiesa y la sensación de vacío expandiéndole el hueco en el pecho que dolía y ardía desde que ella lo había abandonado.
Un alboroto en el campamento lo puso en guardia. Se ajustó los pantalones y corrió en dirección al fogón. Enseguida distinguió a una muchacha, muy joven, no más de quince o dieciséis años, que temblaba junto al fuego. Aurelia le echaba una manta encima y Delia le ofrecía una taza de café. Los hombres, agrupados frente a ella, la contemplaban con la actitud de quien está presenciando una aparición.
—¿Qué sucede aquí? —La voz de Aitor los sobresaltó; como era habitual en él, se había aproximado con el sigilo de un felino.
—La encontramos echa un ovillo a orillas del arroyo cuando fuimos a lavarnos —barbotó Aurelia—. Oímos un gemido y ahí estaba la pobrecita. No ha dicho palabra.
Aitor se aproximó y la estudió al favor de la luz del fogón. A juzgar por los rasgos, era guaraní.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó en su lengua.
La muchacha elevó la vista y lo observó como si acabase de despertar de un sueño profundo. Se echó hacia atrás, ajustó la manta y lloriqueó. Delia se acuclilló junto a ella y le pasó un brazo por los hombros.
—No temas. No te hará ningún mal.
La joven la miró y sacudió la cabeza.
—¿Cómo te llamas? —insistió Aitor en guaraní.
—Lucía Paicá —susurró.
—¿Paicá? —repitió Aitor, y la muchacha asintió sin mirarlo—. Eres de San Nicolás —afirmó; había reconocido el apellido, que pertenecía a uno de los caciques importantes de esa doctrina. La muchacha asintió de nuevo.
En San Nicolás había nacido la sublevación de los guaraníes en contra de la mudanza a otras tierras. El pueblo se hallaba lejos, a unas nueve leguas hacia el norte por el camino que ellos seguían; lo conocía bien de sus años como aserrador. En una oportunidad, el capellán, el pa’i Carlos Tux, le había permitido dormir en las barracas cuando hachaba en los alrededores. Dudaba de que lo recordase.
Aitor sujetó el mentón de la muchacha, que lo miró con miedo, pero no apartó la cara. Se la estudió, moviéndola hacia uno y otro lado.
—¿Quién te ha golpeado?
—Un hombre.
—¿Quién?
—Uno que, con engaños, me sacó de mi pueblo.
—¿Para qué?
—Para entregarme a los soldados portugueses.
—¿Un hombre de tu pueblo?
—No. Llegó tiempo atrás cuando comenzó la sublevación.
—¿Por qué quería llevarte con los portugueses?
La muchacha agitó los hombros y bajó el rostro.
—Estoy perdida —lloriqueó—. Logré escaparme, pero me perdí.
—Mañana por la mañana, te llevaré de regreso a tu pueblo.
Lucía Paicá elevó la vista y lo contempló con devoción.
* * *
Aitor presionó al grupo, que mantuvo un paso constante y rápido, aun las mujeres, que cabalgaron a sentadillas sin quejarse. Lucía y Aurelia compartían la montura y, si bien no hablaban la misma lengua, se comunicaban con gestos. Lo complació que su gente estuviese a la altura cuando él lo exigía. Quería llegar cuando antes a San Nicolás, devolver a Lucía Paicá y seguir viaje a Orembae. Evitaría entrar en el pueblo porque corría riesgo de encontrarse con sus hermanos, Bartolomé, Fernando y Marcos, o con su sobrino, Laurencio nieto.
Durante un alto que se permitieron para hacer sus necesidades y comer, Aitor sonsacó a Lucía acerca de la situación en la doctrina.
—¿Hay personas de otros pueblos?
—Había, pero casi todos partieron.
—¿Cuántos quedan en San Nicolás?
—Dos de Santos Mártires del Japón y Laurencio Ñeenguirú, el demonio que me tendió la trampa, que es de San Ignacio Miní. Pero me ocuparé de que nunca vuelva a poner pie en mi pueblo.
Aitor asintió con aire flemático. Giró y se alejó lentamente, impresionado por la revelación de la muchacha. Se reprochó no haberlo liquidado años atrás. Solo pensar que esa alimaña hubiese deseado a su Jasy constituía motivo suficiente para que lo degollase. El malparido estaba en tratos con los bandeirantes, los verdugos de su pueblo. Merecía una muerte lenta y dolorosa.
—¡Hijoputa! —masculló—. ¡Pedazo de mierda!
Una idea fue tomando forma durante la última legua. Pediría autorización al pa’i Tux para dejar al grupo en la misión y seguir solo a Orembae. Necesitaba enfrentar a Emanuela sin la carga que suponía arrastrar a esa gente. Quería sentirse ligero y sin ataduras. No sería fácil convencerla; no le concedería el perdón con la primera súplica. «Por ser así, como soy, tan… alma negra, tengo miedo de volver a lastimarte», le había confesado en Buenos Aires, y ella le había respondido: «Y yo volveré a perdonarte». El recuerdo de esas palabras lo hizo sonreír a la nada, hasta que otras irrumpieron en su memoria y lo sumieron en la angustia. «¡Nunca te perdonaré este engaño! ¡Jamás!», le había gritado, ciega de dolor y de rabia después de haberse enterado de que Olivia era su esposa, gracias a que Lope se lo había contado. ¡El diablo se lo llevara!
Fue recobrando la calma, aflojando la sujeción de las riendas y la presión que sus rodillas ejercían sobre los flancos del caballo que había pertenecido a Alonso de Alarcón, un espléndido alazán, al que había bautizado con el nombre de Creso, el cual enseguida percibió que la energía violenta de su amo mermaba y por eso disminuyó la velocidad. Aitor lo dejó hacer, le había exigido demasiado.
«¿Por qué tengo que pedirle perdón?», se cuestionó. Después de todo, había desposado a Olivia para permanecer en el pueblo y conocer su paradero. La culpa era de ella, que lo había dejado, impulsándolo a beber, a emborracharse y a confundirla con Olivia. Emanuela entendería cómo se habían dado las cosas. Era hora de acabar con el berrinche. Le importaba bien poco eso de convertirse en lígaso, o bígalo, no recordaba la palabra. Lo que fuese, carecía de importancia. Olivia no era su esposa; jamás lo sería, y lo traía sin cuidado lo que dijesen los pa’i o el mismísimo rey, que, por otra parte, era un imbécil; había que ver el acuerdo ridículo que había firmado con el Portugal.
Apenas entraron en San Nicolás, Aitor percibió el clima de desorden que reinaba. No era el mismo pueblo que había visitado años atrás. Se olfateaba el relajo. La comitiva atrajo la atención y, antes de que llegasen a la plaza principal, un grupo de indios cubiertos por capas de plumas, lo que hablaba de su jerarquía dentro de la doctrina, formó una columna frente a ellos. Aitor levantó la mano y su gente detuvo los caballos.
—Buenas tardes, hermanos —saludó, y los hombres, difidentes, no le contestaron—. Mi nombre es Almanegra y les traigo de regreso a una de las vuestras, a Lucía Paicá.
Una exclamación angustiosa se alzó de entre la multitud que rápidamente formaba corro en torno a ellos. Una mujer rompió filas y se detuvo frente al caballo de Aitor.
—¿Dónde está mi hija?
—¡Madre! —Lucía saltó de la montura y corrió hacia la mujer, que la recibió en un abrazo y rompió a llorar.
Uno de los que formaban el cortejo de autoridades, el que vestía la capa más vistosa, incluso exhibía una corona muy acabada de plumas de flamenco, abrazó a las dos mujeres. Segundos más tarde, un jesuita, cubierto por la tradicional sotana negra, se aproximó a paso raudo y colocó la mano sobre el hombro de la joven.
—¡Lucía, bendito sea Dios!
—¡Pa’i!
Aitor y su gente acabaron siendo agasajados en la sala del Cabildo. El padre de Lucía, el cacique Cristóbal Paicá, lo ponía al tanto de las últimas noticias, mientras Aitor engullía el guiso de maíz, legumbres y mborevi, como llamaban al tapir, su carne favorita.
—El gobernador Andonaegui —dijo Paicá—, que con tanta malicia nos ha declarado en rebeldía, aún no ha llegado con el grueso de su ejército, pero ha enviado comitivas con militares de alto rango para negociar y mantiene retenes por todas partes. Aquí vino a vernos un buen hombre, un capitán de los blandengues de Buenos Aires. Titus de Alarcón es su nombre —informó Paicá, y los demás asintieron.
—¿Anda por aquí aún? —quiso saber Aitor, simulando indiferencia.
—Tiene asiento del otro lado del río Uruguay, en la doctrina de Yapeyú, pero sabemos que sigue visitando los pueblos, buscando convencernos de que abandonemos nuestra tierra. La verdad es que él mismo no parece convencido. Estoy seguro de que todo este asunto del Tratado de Permuta le parece una gran injusticia.
—¿De dónde eres, Almanegra? —se interesó el corregidor.
—Vengo de Buenos Aires. Don Cristóbal —habló deprisa para esquivar las preguntas—, quisiera pedirle un favor, si es posible.
—Le has salvado la vida a mi hija, Almanegra. Pídeme lo que desees.
Aitor, que había reparado en que la autoridad del pa’i Carlos Tux estaba muy menguada —ni siquiera lo habían invitado al agasajo en el Cabildo—, dirigió su petición al jefe político.
—En realidad, quienes encontraron a Lucía fueron las mujeres que viajan conmigo, Delia y su hija, Aurelia. Es a ellas a quienes debe agradecerles. Yo solo la traje hasta aquí.
—Pero de seguro desviaste tu camino para devolvérnosla.
—Eso sí.
—¿Qué deseas pedirme?
—Que hospede a mi gente por unos días. No serán más de cinco, a lo sumo siete. Tengo que ocuparme de un asunto y necesito viajar solo.
—Cuenta con ello, muchacho. Los atenderemos como si fuesen de nuestro pueblo.
—Don Cristóbal —Aitor asumió un gesto de seriedad y acentuó la gravedad de la voz—, es preciso que todos ustedes sepan que fue un felón quien alejó del pueblo a Lucía con artimañas. Su hija me lo confesó. Dice que está en tratos con los mamelucos.
—¿Quién es? —exigió el hombre.
—Su nombre es Laurencio Ñeenguirú, de San Ignacio Miní.
—¡Te lo dije, Cristóbal! —saltó el alcalde de primer voto—. ¡Te dije que ese era un pillo!
—¡Un felón! —exclamó el alguacil.
—Que tu compañía, Martín, salga ya mismo a recorrer la zona. Lo quiero de nuevo aquí para ajusticiarlo.
—Como ordenes, Cristóbal.
Aitor sonrió, mientras saboreaba un trozo de tapir.
* * *
La muy zorra le había arañado la cara al intentar retenerla, y los rasguños ardían como si les hubiese echado limón. Se había equivocado con Lucía Paicá. A la muchacha le gustaba que la magrease y le diese placer tocándola entre las piernas y, sin embargo, no permitiría a los portugueses que lo hicieran, ni siquiera a cambio de piezas de tela fina ni de un peine y un cepillo de hueso. Domingo Oliveira le había propinado unas bofetadas para dominarla, y hasta parecía que le había gustado que fuese así, arisca y mal dispuesta. La habían subestimado; la chica peleó como una gata salvaje y zafó de sus captores, y por más que la buscaron en los alrededores, no la hallaron.
Ingresó en San Nicolás por el lado de la estancia, que desembocaba en la zona de las barracas y los talleres. La prudencia se imponía. Si la Paicá había regresado, probablemente lo había delatado. El pueblo aún dormía. Esperaría cerca del cotiguazu, la casa donde vivían las viudas, las recogidas y las huérfanas. Con suerte, vería a María Cruz, una joven viuda que, a diferencia de la Paicá, se mostraba encantada de divertir a los soldados, fueran del reino que fuesen.
Se puso alerta al notar que se había encendido una luz en el interior de la casa de las viudas. La doctrina comenzaba a cobrar vida, y poco después el encargado de despertar al pueblo, pasó cerca de él gritando:
—¡Hermanos, aún no aclara, pero hay que despertar! Tupá los guarde y bendiga. ¡Despertad! Al que madruga, Tupá lo ayuda.
Las mujeres del cotiguazu desfilaban en su camino hacia los baños. Si María Cruz no se presentaba en breve, tendría que marcharse. En menos de media hora, la misión sería un hervidero, y a él se le haría difícil la retirada. Se le ocurrió mostrarse abiertamente, caminar por el pueblo como si nada. Lo descartó casi de inmediato. Le creerían a Lucía Paicá, pues a él los demás le tenían mala voluntad.
Apareció María Cruz, y Laurencio nieto experimentó un instante de euforia. Se mantuvo oculto tras el tronco de un aguay, que no era especialmente grueso; de todos modos lo cubría porque nunca había desarrollado una contextura fornida. Era una de las cosas que más le había envidiado a su tío Aitor, quien se había vuelto macizo de tanto hachar y aserrar en el monte. Como si lo hubiese conjurado con el recuerdo, Aitor salió de la barraca, la que él mismo compartía con los dos de Santos Mártires del Japón, y pasó cerca de él, en dirección a los baños de los hombres. Pestañeó varias veces, incrédulo ante la visión. No había error: se trataba de él, de su tío Aitor. Llevaba el pelo bastante más largo, le rozaba los hombros, y su gesto desplegaba la mueca de enojo que él conocía bien. Se encogió tras el tronco, cerró los ojos e inspiró varias veces hasta recobrar la calma. ¿Qué diantres hacía allí? Jamás había mostrado interés por el Tratado de Permuta; a él solo le importaba saber dónde se hallaba Manú.
Le chistó a María Cruz, que movió la cabeza hacia uno y otro lado antes de posar sus ojos en él, apenas visible tras el aguay. La expresión de asombro y miedo que se reflejó en el rostro de la viuda lo inquietó.
—¿Qué haces aquí, Laurencio? ¡Están buscándote!
—¿Por qué?
—No te hagas el pícaro conmigo. Esa presumida de Lucía Paicá regresó ayer al mediodía y te acusó con su padre y los otros del Cabildo. El cacique Cristóbal enseguida envió una compañía a buscarte.
El corazón de Laurencio volvió a dispararse, y un malestar se le asentó en el estómago.
—Tienes que irte, o te atarán al rollo y te darán guascazos hasta que sueltes el último suspiro. Así lo ha dispuesto la autoridad.
—¿El pa’i Carlos?
—No, qué va. Ese pobre diablo ya no cuenta. Tiene miedo hasta de decir misa. Lo dispusieron el corregidor y todos los demás.
—¡Mierda!
—¿Pensaste que esa vanidosa de la Paicá estaría tan dispuesta como yo a divertirse con tus amigos los soldados? Te lo advertí, Laurencio. Te dije que esa no lo haría.
—Sí, lo hiciste. Maldigo el instante en que no te hice caso.
Laurencio se retrajo súbitamente tras el árbol al divisar la figura de Aitor. Aunque no le hubiese visto el rostro, lo habría identificado gracias a su caminar inconfundible, como si pretendiese arrollar cuanto se interpusiese en su camino.
—¿Quién es ese, el que está saliendo del baño de hombres?
—Ese es el que encontró a la Paicá perdida en el monte y la trajo de regreso. Se llama Almanegra.
—¿Almanegra? —A punto de revelar que ese no era el nombre de su tío, calló.
—Está al frente de un grupo de hombres y mujeres, la mayoría blancos, que viajan hacia el norte.
—¿Dijo para qué se dirige hacia el norte?
—Si lo dijo, no me llegó el chisme. Desde aquí no has podido verlo bien, pero tiene el rostro tatuado y un par de ojos amarillos que da miedo. Ojos amarillos —insistió—, como los del lobisón.
—Sí, como los del lobisón —repitió Laurencio nieto, mientras seguía la figura de su tío, que se alejaba en dirección a las barracas—. ¡Tengo que marcharme! —reaccionó de pronto.
—¡Llévame contigo, Laurencio! —Ante la mirada dubitativa del muchacho, la mujer arremetió—: ¡Me lo debes! A diferencia de la Paicá, siempre me he mostrado dispuesta a complacer a tus amigos.
—Te gustaba hacerlo —le recordó.
—Sí, pero jamás te pedí nada por hacerlo, y no creas que no me di cuenta de que esos te pagaban por acostarse conmigo. Nunca te pedí nada a cambio. Ahora te pido que me saques de aquí. No soporto estar en el cotiguazu con esas estúpidas.
Laurencio la estudió, mientras se acariciaba el mentón. Tal vez María Cruz le serviría más como informante y espía que como prostituta.