CAPÍTULO
XVIII

Al día siguiente, Aitor escribió una carta a Engracia en la cual le explicaba por qué no volverían a verse. Le relató los acontecimientos de la noche anterior y le explicó cuánto daño le había causado a su esposa sin intención. No se guardó nada; fue explícito, directo, franco, y se dio cuenta de que siempre lo había sido con su amante porque no había temido perderla; de ella podía prescindir. Tampoco se preocuparía por su caligrafía ni por los errores ortográficos ni los gramaticales; Engracia era menos cultivada que él.

Cerca del mediodía, Conan se presentó en la casa con unas órdenes de embarque, y Aitor lo recibió en su despacho.

—A primera hora, Carmen partió hacia La Emanuela.

—Muy bien.

—Esta mañana estuve con Engracia —anunció el cornuallés—. Está mejor. Dice que quiere viajar para recuperar el cuerpo de Máximo.

—Se lo habrán comido los animales. Quedarán las piltrafas.

—Espero que no seas tan brutal y se lo digas a la cara —se molestó Conan.

—De hecho, no lo haré pues no volveré a verla. —Extrajo la carta de una gaveta y la arrastró a través del escritorio—. Quiero que le entregues esto de mi parte. Es una despedida.

—¿Cómo? ¿Por qué? La destrozarás.

—Se le pasará. No puedo seguir con nuestra amistad sin lastimar a Emanuela, y ella es lo más importante para mí. Anoche casi la pierdo. Me vio mientras consolaba a Engracia.

—Entonces, era ella en el carruaje. —Aitor asintió—. Lo siento. ¿Están las cosas bien entre vosotros?

—Sí, pero no puedo seguir cometiendo errores a causa de mi ceguera y egoísmo. No puedo seguir lastimándola. Algún día se cansará de perdonarme.

—Pero… Pues, Engracia y tú no estabais haciendo nada, ¿verdad?

—No, nada, pero estaba abrazándola, consolándola, y eso bastó para que Emanuela quisiera dejarme. Y no la culpo. Después de todo, Engracia y yo fuimos amantes.

—Sí, comprendo. Le entregaré tu carta hoy mismo. Cenaré con ella. —Carraspeó y se rebulló en la silla.

—Escupe el sapo, Conan. Dime qué tienes.

—Verás… En fin… Quería decirte que… luego de un tiempo prudencial, propondré matrimonio a Engracia.

La sonrisa de Aitor sorprendió a Conan, lo alivió un instante después.

—¡Bravo, amigo mío! Estoy seguro de que aceptará.

—Yo no tanto. Después de todo, está enamorada de ti.

—Pero tú harás que se enamore de ti. Yo no volveré a verla, y eso facilitará las cosas. Me olvidará, y tú estarás a su lado para ayudarla con el negocio de los caramelos y con todo lo que necesite. Hablando de los caramelos, pasemos al tema que me preocupa: el ataque a la comitiva de Máximo. Ya sabemos, gracias a Hugo, que Contreras se vendió y los entregó. ¿Pero a quién?

—Hoy, cuando fui a lo de Engracia, estuve un momento con Hugo. Se repone muy bien, y me aseguró que recuerda con claridad lo sucedido antes de que el disparo lo alcanzase. Dice que varios de la banda eran portugueses, y que en especial el que parecía ser el jefe tenía un acento muy marcado.

—¡Oliveira!

—Me temo que sí, pues Hugo asegura que escuchó dos veces el nombre Domingo.

—Maldita alimaña. Maldita escoria humana. ¿Cuándo carajo le pondré las manos encima?

—Deberías mandar a llamar a los baquianos que contrataste y enviarlos hacia la zona de San Isidro de Curuguaty.

—Oliveira es pícaro como un demonio. Ya debe de estar a varias leguas de allí. He pensado en usar a esos baquianos para formar la nueva comitiva que distribuya los caramelos. No es fácil conseguir hombres con pelotas y que conozcan el terreno, y el negocio está primero.

—¿Quién ocupará el lugar de Máximo? Tiene que ser alguien de confianza, que no nos robe ni nos estafe.

—Durante las semanas en prisión, conocí a un guardia, José Trueba se llama. Me pareció honesto y rápido de entendederas, de buen carácter, fácil de manejar. Está harto de cobrar en arrobas de yerba y siempre con retraso de meses. Es soltero, nada lo ata a esta ciudad. Iré a hablar con él hoy mismo. Si acepta, le diré que vaya a verte. Como te dije, de ahora en adelante, tú te ocuparás de los caramelos, y yo me ocuparé de las cuestiones en el puerto para aligerarte la tarea.

Emanuela entró en el despacho, y Aitor se puso de pie, no porque ella le hubiese enseñado que debía hacerlo cuando se presentaba una dama sino porque le hacía saltar el corazón, le aceleraba la sangre y lo impulsaba a correr. Le sonrió, dichoso de verla, hechizado por su belleza, que nada opacaba, ni el pañuelo en torno a la cabeza, ni el mandil manchado con esos potingues que preparaba, ni las ojeras después de una noche en vela. Aunque Emanuela le devolvió la sonrisa, Aitor la notó forzada, melancólica quizás, y se atormentó al meditar que tal vez las cosas no estuviesen tan bien como acababa de afirmarle a Conan y que la escena de la noche anterior con Engracia aún la perturbase. Caminó hacia ella dispuesto a estrecharla entre sus brazos y hacerle sentir el amor que lo consumía desde hacía veinticuatro años.

—Conan —se sorprendió Emanuela, y Aitor notó que se tensaba mientras él la estrechaba—. No sabía que estabas aquí.

—Buenas tardes, Manú.

Le gustaba Conan; le gustaban su mirada serena, sus movimientos tranquilos, sus opiniones sensatas, sobre todo le gustaba que fuese el mejor amigo de Aitor. De igual modo, conociendo la naturaleza posesiva y celosa de su esposo, se cuidaba de mostrar un trato demasiado amistoso o afectuoso; no quería causar una grieta entre los amigos.

—Estamos por almorzar. ¿Nos harás el honor de quedarte?

—Gracias, Manú, pero me urge regresar al puerto. Las autoridades necesitan estos documentos para autorizar el embarque del estaño. No pueden esperar.

—Comprendo. Esta noche vendrán a cenar doña Mencía, su hijo y mi pa’i Santiago. Eres más que bienvenido.

—Nada me causaría más placer, pero tengo otro compromiso…

—Conan cenará con Engracia.

—Oh. En otra oportunidad, entonces —dijo, y con una sutil presión se deshizo del abrazo de su esposo.

Aitor escoltó a Conan hasta la puerta, y cuando regresó al despacho, lo encontró vacío. Con trancadas ansiosas, devoró la distancia que lo separaba de su recámara. Estaba seguro de que la encontraría allí. Abrió la puerta justo en el momento en que Emanuela, sentada frente al tocador, terminaba de quitarse el turbante, y el cabello le caía sobre la espalda. Cerró con traba y caminó, ciego, hasta ella. Se arrodilló junto a la butaca y descansó la cabeza en su regazo. El peso en el pecho se le aligeró cuando ella lo acarició. Cerró los ojos e inspiró profundamente el aroma fragante que despedían sus manos, indicio de que se había pasado la mañana encerrada en su cuartito fabricando afeites y jabones.

—¿Estás bien?

—Sí —dijo ella.

—Te noto… lejos de mí.

—Estoy aquí. Siempre estaré aquí.

—Jasy… No soporto que sufras por algo que no tiene sentido. —Se puso de pie y la arrastró con él a la cama. Se sentó en el borde, ella en su falda—. Quiero que sepas que acabo de entregar a Conan una carta para Engracia. —Emanuela apartó el rostro, miró para abajo. Aitor le sujetó la barbilla y la obligó a enfrentarlo—. Es una carta de despedida. Allí le explico que nuestra amistad ha terminado y que no volveré a verla, y que el negocio de los caramelos quedará en manos de Conan. Quiero que estés tranquila y que vuelvas a mí.

La recostó sobre la cama y él se ubicó a su lado; se sostuvo la cabeza para tener una buena visión de ella. Emanuela pegó la mejilla al colchón para no mirarlo. El llanto la amenazaba; conocía los indicios, y ella no quería llorar. Aitor le besó el filo de la mandíbula, hundió la nariz en su sitio favorito y le cubrió el vientre con la mano.

—Amor mío, ¿qué tengo que hacer para que comprendas que lo eres todo para mí, que sin ti la vida no me importa? Dímelo, hago lo que sea, Jasy. No, Jasy, no —se afligió al descubrir las lágrimas que le cruzaban el puente de la nariz y caían sobre la manta—. No llores, amor mío, no sufras en vano.

—No puedo quitarme de la cabeza la escena que vi en casa de… ella —admitió entre sollozos—. Tú, abrazándola…

—Lo sé, es doloroso, pero no había nada en ese abrazo. Créeme, Jasy.

—Dame tiempo, por favor.

Aitor asintió, abatido, y se quedó inmóvil, la vista fija en ella hasta que las lágrimas cesaron y, al secarse, le marcaron un sendero en el rostro, que él recorrió con el índice.

—¿Sabes, Jasy? Conan acaba de decirme que, pasado un tiempo, le pedirá a Engracia que sea su esposa. —La apatía de ella ante la noticia lo desorientó—. Estoy seguro de que lo aceptará.

—Conan es un gran hombre. Si lo acepta, la hará feliz.

«¿Yo te hago feliz?», le habría preguntado, pero se acobardó. Su impaciencia exigía que Emanuela volviese a sonreírle y a sentirse plena en ese instante. La voz de su pa’i Ursus, que tantas veces lo había instado a dominar los impulsos, le recordó que a veces cultivar la paciencia daba buenos frutos.

—Esta tarde te llevaré al astillero donde estoy haciendo construir otra barcaza para la mina —anunció, y se dijo que su entrevista con José Trueba podía esperar—. Te gustará ver trabajar a los carpinteros.

—No puedo. Hoy vendrán las niñas para sus clases.

—Las llevaremos con nosotros. Iremos en los dos carruajes. Les vendrá bien un paseo. Octavio también vendrá. E invitaremos a Juan. ¿Qué opinas?

Emanuela lo miró y asintió con una sonrisa apenas insinuada. La besó en los labios, y cuando ella comenzaba a ceder al deseo, los sobresaltó un golpeteo en el vidrio de la contraventana. Aitor se incorporó y se asomó tras el dosel. Habría soltado una risotada si su hijo no lo hubiese fastidiado con la interrupción. Octavio, la nariz pegada al vidrio, acunaba las manos en torno a los ojos e intentaba columbrar el interior.

—Permítele entrar —pidió Emanuela, y él la complació.

Entraron los tres, María Antonia al último, con la tortuga Olivia bajo el brazo, como de costumbre, y con la actitud dubitativa con la que encaraba lo desconocido; nunca había puesto pie en la alcoba de su padre. Octavio se lanzó a los brazos de Emanuela, que lo esperaban abiertos. Aitor la observó reír y besar la cabeza del niño, mientras cuchicheaban, y sintió celos por no ser quien le inspirase ese contento. Emanuela extendió las manos hacia las niñas, que también acabaron en su abrazo. Orlando y Marã saltaban y ladraban en torno; Argos mantenía una postura circunspecta. Aitor lo palmeó entre las orejas y le rascó el hocico; se sentía cerca del animal.

—Esta tarde vuestro padre nos llevará al astillero donde están construyendo un nuevo barco para la mina —anunció Emanuela.

—¡Sí! —exclamó Octavio, y sorprendió a Aitor al treparse a sus rodillas y plantarle un beso en la mejilla—. ¡Gracias, papito!

Aitor lo encerró en un abrazo, acuciado por la necesidad de sentirse amado por su hijo, conmovido por ese segundo «papito», satisfecho porque, al igual que Cabrera, él también le mostraría sitios interesantes y divertidos. Apretó los ojos mientras lo estrechaba y lo besaba en el carrillo. Octavio, inquieto, se apartó enseguida y comenzó a confabular con sus hermanas acerca de la visita al as…

—¿Cómo se llama el lugar, papito?

—Astillero.

Doña Inmaculada se presentó para anunciar la inminencia del almuerzo, y Emanuela marchó con los niños para lavarles las manos y adecentarlos para la mesa. Aitor se quedó mirándola mientras se alejaba.

* * *

La opresión en la boca del estómago, la que había nacido la noche del baile por el natalicio de Carlos III, fue cediendo poco a poco, y la imagen de Aitor y Engracia abrazados se disipaba. Él no mostraba signos de lamentar el final de la amistad; por el contrario, se lo notaba más distendido y afectuoso con los niños y pasaba gran parte del día en su despacho o en el puerto. Trabajaban juntos, y a ella seguía alegrándola que, además de pedirle que revisase la ortografía y la gramática de sus cartas y documentos, le consultase las decisiones y los planes. Amaba cuando él le preguntaba: «¿Qué opinas, Jasy?»; la hacía sentir importante y respetada. Más le gustaba cuando se percataba de que había seguido su consejo en alguna cuestión, por muy banal e insignificante que fuese. No obstante, existía una razón por la cual a veces lo sorprendía ensimismado y serio, con el entrecejo apretado, las cejas puntiagudas y los ojos de oro fijos en un punto. Emanuela no necesitaba sonsacarlo; se trataba de Oliveira y de su banda, de la cual Laurencio nieto formaba parte, y que, con la ayuda de Rosario Contreras, habían asesinado a Máximo de Atalaya y a dos de los guardias. No solo implicaba un peligro para ella y los niños, sino también para la mina, pues Contreras podía guiarlos a ciegas, tanto conocía el camino. Enviaba cartas de continuo a Frías, a Perdías y al cacique Cristóbal Paicá, encargados de la vigilancia, y compraba armas y municiones tantas veces como los contrabandistas se las ofrecían, y las transportaba río arriba a escondidas, en la bodega del barco. De todo la participaba, aun de sus negocios ilegales de compra de armas y también de sus resquemores, por eso ella se sentía cada vez más cerca de él, y se daba cuenta de que la confianza se reconstruía de entre las ruinas.

Hacia fines de enero, llegó Lindor Matas junto con el refuerzo que se ocuparía de la seguridad de Emanuela y de la casa, y aunque su presencia la tranquilizaba, también implicaba que, allí fuera, había un peligro que los acechaba. Trataba de no pensar, e intentaba distraerse con las cuestiones domésticas, los niños, las clases.

Una mañana de principios de febrero, después de haber soñado con Emanuelita y Milagritos, se propuso ganarse el corazón de Ginebra y le envió un pote con el ungüento de lanolina, almidón y óxido de estaño que tanto le gustaba. Agregó al paquete un par de guantes perfumados con bálsamo de copal y una nota afectuosa. Ciro, el sirviente personal de Aitor, que había llegado con Lindor Matas y a quien ella había elegido para entregar el presente, regresó desconcertado y con los regalos intactos. Le había abierto la india Drusila, a quien había conocido durante el viaje de bodas de doña Ginebra y don Lope, Dios lo tuviese en su gloria, y lo había hecho pasar muy amablemente al cuarto patio. Se había llevado el paquete para volver minutos después acompañada de una señora airada, que lo había echado con cajas destempladas.

—Doña Nicolasa —masculló Emanuela, y Ciro asintió al tiempo que le extendía el paquete y la notita.

Con su padre tal vez desaparecido para siempre y su hermana enojada, la pequeña familia a la cual Emanuela había creído pertenecer se esfumaba.

* * *

Al día siguiente, al atardecer, Emanuela entró en la cocina y se dio cuenta de que Romelia se giraba abruptamente para ocultarle el rostro y que se lo secaba con el mandil. La creía en el prostíbulo, ocupándose del vello de las mujeres, oficio que continuaba practicando más allá de que los tiempos de carestía hubiesen acabado.

—Romelia, ¿estás bien?

—Sí, mi niña.

—Nada de sí mi niña. Estás llorando.

—No. Un poco de resfrío.

—¿Tú también me tomas por tonta? —La esclava se dio vuelta rápidamente y la miró con desconsuelo—. Dime qué tienes o no volveré a dirigirte la palabra.

—No quiero decírtelo.

—Pues lo harás.

—Octa… Tu pa’i Ursus me matará. Tu esposo me linchará.

—Dime en este instante de qué se trata.

—De una niña, de Sixtina. Es hija de una de las… muchachas de doña Camelia. Está muriendo de tercianas. Tiempo atrás creímos que sanaría, pero la fiebre ha vuelto y con tanta saña. Ya casi no respira. Me he regresado porque nadie estaba pa’ quitarse el vello.

—Llévame con ella.

—¡Oh, no! ¡Tú en una casa pública! En verdad quieres que Aitor me linche.

—¡Llévame! Estás perdiendo un tiempo precioso. Yo me ocuparé de Aitor.

Acordaron que la llevaría si se embozaba por completo y si le pedía a Lindor Matas y a sus hombres que la escoltasen. No usarían el carruaje, las delataría. Fueron a lomo de caballo, sentadas a mujeriegas, Romelia aferrada a la cintura de Emanuela, muerta de miedo, repitiendo padrenuestros, avemarías y glorias para evitar que el animal se encabritase y las arrojase sobre el lodo de la calle. Entraron por la puerta trasera. Matas y sus hombres las esperarían afuera.

—Doña Camelia —dijo Romelia—, le presento a mi ama Manú.

—¿La niña santa, la que curó a la hija de don Venancio?

«¡Vaya!», se asombró Emanuela, y Romelia asintió sin mirarla, avergonzada por la infidencia.

—¡Pase, señora! —se emocionó la propietaria del burdel—. ¡Es un honor recibirla en esta casa! La conduciré con nuestra pobre Sixtina.

Emanuela enseguida notó que la habitación estaban mal aireada y que había demasiada gente en torno a la cama de la enferma. Eran las prostitutas, que rezaban, algunas con rosarios. En la penumbra, sus ojos se toparon con un par bellísimo. Oscuros, rasgados y enormes, eran los de Engracia de Atalaya. El aire se le congeló en los pulmones. Se repuso cuando doña Camelia anunció su presencia a las mujeres, que emitieron un clamor admirativo y la contemplaron de pies a cabeza.

—Por favor —pidió Emanuela—, salid todas excepto la madre de la niña.

—Sixtina es huérfana —explicó Romelia.

—Pues que permanezca la persona a quien la niña esté más apegada.

—Doña Engracia —intervino la madama—, es a vos a quien Sixtina más quiere. Quedaos, por favor.

Engracia clavó una mirada suplicante en Emanuela, que asintió y apartó la vista.

—Abrid la ventana y la puerta —ordenó—. Es imperativo airear la habitación.

Se aproximó a la cabecera y se quedó prendada de la dulzura de la pequeña, en cuyos rasgos se amalgamaban la sangre blanca y la guaraní; le calculó entre siete y ocho años. Se quitó el rebozo, se lavó las manos en el aguamanil que le presentó Romelia y se las secó. Se arrodilló junto al pequeño lecho, que le recordó al camastro en el que había dormido hasta los catorce años, y procuró que las rodillas desnudas tocasen el piso de tierra apisonada pues con los años había aprendido que si estaba en contacto con la tierra mientras usaba su don, luego no se sentía tan cansada ni mareada. Inspiró profundamente y cerró los ojos para aislarse, en especial de la presencia de Engracia. Conjuró imágenes de Octavio, sano y vivaz, de la dulce María Antonia, de la astuta Ana Dolores, de la cariñosa Emanuelita y de la traviesa Milagritos, y le pidió a Dios que le permitiese salvar la vida de la pequeña Sixtina. Apoyó las manos sobre la frente sudorosa y caliente de la enferma, y siguió imaginando a sus niños, el que había nacido de su vientre y las que eran hijas de su alma. Los veía corretear por el jardín, con Argos, Marã y Orlando por detrás. Reían y cantaban. El cosquilleo en la palma de las manos no tardó en anunciar que pronto brotaría el calor sanador. Sonrió, dichosa y agradecida de que se le hubiese concedido sanarla. Unos minutos después, el calor cedió, y Emanuela abrió los ojos. Inspiró profundamente y exhaló hasta vaciar los pulmones.

—¿Doña Engracia? —musitó la pequeña.

—¡Sí, mi niña, aquí estoy!

Emanuela se apartó para cederle el lugar junto a la enferma.

—¿Cómo te sientes, cariño? ¿Por qué sonríes?

—Porque mi madre vino a visitarme. Me acariciaba la frente y me decía: «Despierta, Sixtina, despierta. Tienes que ir a jugar». —Lo expresó en guaraní, y Emanuela tradujo cuando Engracia se giró para pedirle ayuda—. Por eso desperté.

Engracia se echó a llorar. Se alejó para no perturbar a la niña, que la seguía con una mirada confundida y ceñuda. Emanuela enseguida se colocó enfrente y la distrajo. Volvió a cubrirle la frente con la mano y advirtió que estaba fresca.

—¿Cómo te sientes, cariño?

—Bien. —Acentuó el ceño—. Vos… sois el ángel que estaba con mi madre. Vuestro rostro… Vos sois el ángel. ¿Y vuestras alas? —se extrañó, y movió la cabeza buscando descubrirlas plegadas en la espalda de la mujer—. ¿Dónde están?

—No soy un ángel. Soy Manú. Romelia, ayúdame a incorporarla. Quiero que beba la medicina.

—No —se quejó la niña—, medicina no.

—Verás que no sabe tan mal. Y después tomarás un exquisito caldo de gallina y comerás una compota de pelones.

—¿Compota de pelones?

—¿Nunca la has comido? —La niña movió apenas la cabeza para negar—. Te enviaré un poco de la que preparo para mis hijos.

Media hora más tarde, las prostitutas rodeaban el camastro de la pequeña, y entre llantos y risas, la mimaban y le prometían confituras, paseos y regalos, mientras Engracia le daba sorbos de un cocido muy aromático. Doña Camelia atendía a las indicaciones de Emanuela, que le entregó un cuenco con un bebedizo preparado con corteza de quino y una bolsita con hierbas para preparar una tisana febrífuga y sudorífica.

—Vendré a verla mañana por la tarde. Si le volviese la calentura, no dudéis en ir a buscarme. Doña Engracia sabe dónde vivo —añadió, sin volverse para mirarla.

—¿Volveréis, señora? ¿A esta casa? —se pasmó la madama.

—Volveré, y por favor, recordad: la niña debe descansar. Pedid a vuestras amigas que se retiren.

Doña Camelia las echó sin mayores miramientos, y las mujeres fueron saliendo en fila. Al pasar junto a Emanuela se hacían la señal de la cruz, otras le besaban la mano, otras, el ruedo del vestido. Emanuela se despidió de la pequeña y se cuidó de destinar siquiera un vistazo a la mujer que la alimentaba. Abandonó la habitación con Romelia por detrás. Iban de salida cuando un llamado las detuvo.

—¡Doña Manú! —Era Engracia.

—Está bien, Romelia. Espérame afuera, con Lindor. Enseguida estaré contigo.

Romelia asintió y se alejó. Emanuela la siguió con la mirada hasta que la esclava desapareció en la oscuridad del pórtico; luego se volvió hacia la antigua amante de su esposo. La mujer la contemplaba con el rostro bañado en lágrimas y las manos unidas sobre los labios. Después de segundos de silencio, le recogió el ruedo del brial y se lo besó. No lo soltó, sino que hundió el rostro en el nanquín y se echó a llorar amargamente. Emanuela la observaba, primero estupefacta, un momento más tarde con compasión. La angustia y la culpa de la mujer la alcanzaban como el calor de un fogón. Se inclinó e intentó levantarla.

—¡Perdonadme, santa mujer! No soy digna siquiera de miraros a los ojos, pero os suplico vuestra misericordia. ¡Perdonadme!

—¿Por qué debería perdonaros?

Engracia elevó el rostro alterado por el llanto y aun así bellísimo, y expresó:

—Por amar a vuestro esposo, por desearlo para mí, por intentar quitároslo. —Emanuela se irguió abruptamente—. Vos, en cambio, me habéis devuelto a mi querida Sixtina. Perdonadme —susurró, casi sin fuerza, y dejó caer la cabeza. Como Emanuela guardaba silencio, se atrevió a levantar la vista de nuevo—. El amor que Aitor os profesa es tan inmenso y fuerte y poderoso que es imposible luchar contra él. Quiero que sepáis que, desde que decidió regresar a vuestro lado, nunca, jamás os ha sido infiel por mucho que yo lo tentase —añadió, y bajó los párpados—. Nunca.

El mutismo de Emanuela se prolongó durante unos segundos. Al cabo, dijo:

—Lamento la muerte de vuestro esposo. Sé que era un buen hombre. Rezaré por él, para que su alma descanse en paz.

—Gracias, señora.

—Y a vos os deseo que algún día encontréis el amor de un hombre digno.

—Gracias.

—¿Amáis a Sixtina?

—Sí, con toda mi alma.

—Entonces, sacadla de aquí y hacedla feliz.

—Lo haré. Gracias a vos, ahora podré hacerlo.

* * *

Aitor se paseaba delante del portón de mulas dominado por la ira y por el miedo. Doña Inmaculada y Ciro se mantenían a distancia prudente y alternaban vistazos entre su amo y la oscuridad de la calle. El esclavo anunció que alguien se aproximaba, y Aitor detuvo su ir y venir. Las siluetas de cuatro caballos comenzaron a perfilarse en la media luz que lanzaba el fanal sostenido por uno de los jinetes. Aitor se aproximó con actitud impaciente, arrancó a Emanuela de la montura y elevó el índice hacia Matas.

—Tú y yo hablaremos después.

—¡No! —intercedió Emanuela—. Él no tiene culpa de nada. He sido yo la que…

—Cierra la boca —le advirtió en guaraní, y la arrastró dentro de la casa. En su recámara, dio un portazo detrás de él y echó el cerrojo, que provocó un sonido que erizó la piel de Emanuela—. ¡Dónde carajo te habías metido! ¡Llego a mi casa y me encuentro con el servicio y mis hijos agitados porque no pueden encontrarte! ¡Octavio estaba al borde de las lágrimas!

Emanuela se impulsó hacia la puerta y Aitor la detuvo aferrándola por las muñecas.

—¡Déjame ir con él!

—¿Ahora te acuerdas de que tienes un hijo?

—¡Suéltame! ¡Tengo que ir a tranquilizarlo!

—Romelia y doña Inmaculada ya le habrán dicho que estás aquí. —Se miraron fijamente—. Tendría que dejarte el culo al rojo por hacerme padecer esta tortura.

—¡Hazlo! —lo desafió—. ¡Castígame como si fuese una niña! ¡Eso es lo que crees que soy, una niña para manejar a tu antojo! ¡Oh! —exclamó cuando Aitor la obligó a plegarse sobre el filo del escritorio, le echó el vestido hacia delante, tanto que le cubrió incluso la cabeza, le bajó los calzones y le descargó la palma de la mano con vigor.

Emanuela profirió un alarido, y Aitor volvió a asestarle un bofetón en el otro cachete, al que siguió otro grito de Emanuela. Con el aliento acezante y mechones que le caían sobre los ojos, Aitor se quedó mirando los cachetes que cobraban un matiz rojizo, y aplicó presión en la mano apoyada en la espalda de su esposa cuando esta luchó por incorporarse.

—Quédate quieta —le ordenó sin mordacidad.

La erección le palpitó bajo el calzón, y la visión de ese trasero pequeño, rollizo y blanco teñido de rojo le secó la boca de deseo. Con la mano que acababa de azotarla, se liberó el pene y lo calzó entre sus nalgas. Emanuela gimió y elevó el trasero para salirle al encuentro. Aitor soltó un gruñido y se recostó sobre su espalda. Le retiró la falda que le cubría la cabeza y le acarició los costados de las piernas, mientras movía la pelvis suavemente hacia arriba y abajo.

—Perdóname, amor mío. Estaba enfermo de preocupación. Llegué a casa y encontré a todos inquietos porque no sabían dónde estabas. Octavio moqueaba y me pedía por ti y las niñas me miraban como si fuese a suceder una desgracia. Estaba volviéndome loco de angustia…

—Perdóname tú a mí. —Aitor estiró los brazos y entrelazó los dedos con los de Emanuela sobre el escritorio—. Salí deprisa. No me di cuenta de avisar adónde iba.

—¿Dónde estabas?

—Fui a sanar a una niña que estaba muriendo de tercianas.

—Jasy, Jasy. ¿Por qué te expones, amor mío?

—Aitor… Te deseo. Hazme el amor.

Apretaron las manos. Aitor le mordisqueó el lóbulo de la oreja. Emanuela giró la cara y le buscó los labios. Se besaron febrilmente; entrelazaron las lenguas, se devoraron los labios ansiosos, absorbieron los alientos del otro. Aitor se introdujo en ella y le clavó los dedos en las caderas. Se mantuvo quieto en su interior; quería sentirla contraerse en torno a su carne mientras le provocaba un orgasmo. No precisó demasiado tiempo; sus dedos actuaron con destreza y la hicieron gritar y contorsionarse debajo de él.

—Me vuelves loco cuando me aprietas dentro de ti —susurró, mientras le mordisqueaba el costado del cuello—. Dime que soy el único que te ha hecho sentir esto.

—Tú me enseñaste a sentir esto cuando todavía era una niña —expresó, entre respiros agitados— y eres el único que me ha hecho sentir este placer, el único que lo hará. Eres el único para mí.

—Jasy… —se emocionó—. Mi niña adorada.

—Sí, tu niña, y por eso me castigaste azotándome las asentaderas.

Aitor soltó la risa por la nariz mientras le clavaba los colmillos en la nuca.

—¿Te duele? —Le acarició las nalgas aún tibias—. Me calenté dándote esa azotaina.

—Sí, lo noté.

Aitor se retiró de ella y la obligó a incorporarse para recostarla de nuevo sobre el escritorio, esta vez de espaldas y con los pies apoyados en el borde. Le quitó los chapines y los calzones, y le dejó las medias.

—¿Quieres hacerlo en esta posición? —Aitor asintió—. ¿Quieres ver cómo tu tembo entra dentro de mí? ¿Te gusta ver cuando me penetras, cuando soy tuya?

—Siempre eres mía. Con mi verga dentro de ti o sin ella, siempre eres mía.

—Sí, siempre.

Aitor la guió para que elevase las piernas y apoyase los talones en sus hombros. La sujetó por las caderas y volvió a entrar en ella. Cuando acabaron, permanecieron en esa posición sin pronunciar palabra hasta que las pulsaciones se apaciguaron y el sudor se secó. Emanuela le deshizo la trenza y entreveró los dedos hasta alcanzarle el cuero cabelludo. Aitor tembló con el contacto y enseguida volvió a relajarse. No se movieron cuando doña Inmaculada les anunció a través de la puerta que servirían la cena. Emanuela contestó «gracias», sin molestarse en disimular la calidad rasposa y somnolienta de su voz.

—Una de las contraventanas está abierta —señaló, con acento preocupado—. Todos deben de habernos oído —se afligió.

—Mejor —respondió Aitor, y sonrió sobre el escote de su esposa—, así todos sabrán que te tengo bien satisfecha. —Sin darle tiempo a replicar, confesó—: No quiero salirme de ti.

—Piensa en cuando vuelvas a entrar más tarde.

Aitor le apoyó el mentón entre los senos y la miró con una ceja elevada y una media sonrisa.

—¿Mi Jasy quiere que la folle de nuevo más tarde?

—Si es posible —susurró, y las mejillas se le calentaron.

—Es posible, y verte toda ruborizada y avergonzada me calienta tanto como tu culo al rojo.

Más tarde, sin embargo, Aitor montó en cólera cuando Emanuela le confesó que Sixtina vivía en el burdel de doña Camelia y que se había metido en la casa pública para sanarla. Juró que le cortaría las pelotas a Matas y que acogotaría a Romelia, a la cual, desde ese momento, le prohibía regresar a ese sitio, y podía ir olvidándose de su oficio de vellera. Emanuela detuvo su retahíla de insultos y amenazas al revelarle:

—Allí me encontré con Engracia.

Aitor quedó con la boca entreabierta y los ojos fijos en ella. Dejó caer las manos y se aproximó con prudencia.

—Parece ser que está encariñada con Sixtina.

—¿Dijo algo que te molestase?

—No. Me pidió perdón por intentar quitarme a mi esposo. —Contuvo la risa que le suscitó la expresión desconsolada y temerosa de su fiero Aitor—. No te mortifiques; también me dijo que tú no me habías traicionado ni una vez.

—¡Es la verdad, Jasy! —Atravesó la distancia que los separaba y la sujetó acunándole la mandíbula—. Me crees, ¿verdad, amor mío?

—Sí, te creo.

* * *

Conan visitaba a Aitor como de costumbre, y Emanuela le preguntaba por Sixtina. No se le permitía regresar a la casa pública, y la suerte de la niña la tenía sobre ascuas. El cornuallés le informaba acerca de su evolución, y en cada encuentro le aseguraba que no tenía fiebre y que se reponía muy bien, y se marchaba con medicinas, hierbas y compota de pelones o algún otro dulce. Ese día a principios de febrero, Conan se presentó por segunda vez al atardecer. Traía una cara que, al encontrarse con la de Aitor, intensificó su gesto preocupado.

—¿Nos dejas solos, cariño?

Emanuela se excusó sumida en las dudas. Al pasar junto al amigo de su esposo, lo miró a los ojos.

—¿Sixtina está bien?

—Oh, sí, sí —se apresuró a tranquilizarla—. Dice… Me dijeron que hoy, después de almorzar, se levantó de la cama y dio sus primeros pasos.

Emanuela asintió y se forzó a sonreír. Conan veía a diario a Engracia; temía que trajese un mensaje para su esposo. Aitor trabó la puerta y clavó la vista en el cornuallés.

—¿Qué sucede?

—Dora y Adela, del burdel, le dijeron a Engracia que anoche entretuvieron a dos hombres que se jactaban de pertenecer a la banda de Oliveira. Estaban borrachos. Les dijeron que vivaquean cerca de la ciudad. Aseguraron que volverían esta noche.

Aitor se lo quedó mirando durante unos segundos en los que meditaba qué pasos seguir. Se asomó a la puerta y llamó a Ciro.

—Mande, amo Aitor.

—Ve y dile a Matas que venga a mi despacho. Fue a buscar a Octavio a su clase de violín, pero ya debería de estar de regreso.

—Enseguida.

—Si piensas hacer lo que estoy sospechando —intervino Conan—, iré contigo.

—No.

—Aitor, necesitarás todo el apoyo que puedas reunir. No sé manejar el cuchillo con tu destreza, ni tampoco tengo tu puntería con el arco y la flecha, pero sé disparar muy bien las pistolas de sílex que me regalaste.

—Quiero que te quedes esta noche en casa. Eres al único a quien puedo confiarle la seguridad de mi familia. —Conan asintió, enmudecido por la sorpresa y la emoción—. Necesitaremos a algunos de esos indios payaguás que nos ayudan en el puerto con la carga y descarga del estaño. Son buenos lanceros.

—¿Para qué los quieres?

—Para que vigilen la casa por fuera, para que te den aviso si ven algo raro mientras tú permaneces dentro. Conan, esta es nuestra oportunidad de caer sobre ese maldito de Oliveira y el malnacido de mi sobrino.

* * *

Las muchachas aceptaron colaborar con el amigo de doña Engracia cuando se enteraron de que era el esposo de la niña santa, y de que Domingo Oliveira y su banda querían hacerle daño. Ocultos tras una cerca de tunas, Aitor y sus hombres aguardaban la señal que les indicaría que los clientes de Dora y de Adela estaban por salir. Alrededor de las dos de la madrugada, se abrió la ventana del costado, sobre la cual pendía un fanal, y una mano colgó un trapo rojo.

—Prepárense —masculló Aitor—. Están por salir.

Momentos después, se entornó la puerta, que junto con un haz de luz, dejó escapar las risotadas y el murmullo incesante del prostíbulo. Dos hombres trastabillaron fuera entre carcajadas y tardaron en subir a sus monturas. Aitor sostuvo la mano en alto hasta que, sin perderlos de vista, los juzgó a distancia prudente. Masculló la orden de avanzar. A los caballos, les habían envuelto los cascos con trapos, y no llevarían linternas ni teas, lo cual dificultaría la marcha. Los malhechores iluminaban el sendero con un fanal, y eso les servía de faro en la noche. Aitor calculó que se dirigían hacia sureste, hacia una zona de la Compañía de Jesús conocida como Campo Grande, o Ñu Guazú entre los naturales. Los hombres se detuvieron una hora y media más tarde, y Aitor alzó la mano para que su grupo los imitase. Desmontaron y ataron las riendas a unos arbustos.

—Ciro —Aitor se dirigió a su sirviente personal—, tú te quedas aquí, cuidando los caballos. Si para el amanecer no regresa ninguno de nosotros, vuelves a la ciudad y le das aviso a Conan.

—Sí, amo.

Se adentraron en el monte. Aitor encabezaba la comitiva; Matas la cerraba; entre ellos iba el retén de cinco hombres. ¿Serían suficientes?, se cuestionaba Aitor. ¿A cuántos malvivientes enfrentarían? Las voces y los relinchos, al volverse más nítidos, les indicaron la cercanía del vivac. Elevó de nuevo la mano, y el grupo frenó detrás de él. Trepó a un árbol y columbró la distancia desde una altura de más de diez varas. Una fogata bañaba de luz el entorno. Aitor avistó a varios hombres dormidos; contó seis; a eso debía sumarle el guardia, que alimentaba el fogón en ese momento, y a los dos recién llegados después de la incursión en el burdel; en total, eran nueve. Ellos eran siete, pero contaban con la sorpresa de su parte. Descubrió tres mosquetes y dos fusiles con bayoneta, que reconoció como los que empleaban los soldados portugueses. De seguro además tendrían arcos y cuchillos.

Una corriente de anticipación le recorrió el cuerpo cuando el guardia acabó de atizar los leños y se incorporó. Las llamas le iluminaron las facciones. «Contreras», masculló para sí, y sonrió. Aguardó a que los recién llegados se tumbasen junto al fuego y se durmieran, lo que hicieron rápidamente. Contreras se sentó junto a la fogata, el fusil cruzado en el pecho. Aitor bajó del árbol y se unió a su gente.

—Son nueve. Uno está haciendo guardia. Tiene una bayoneta, y creo que le vi dos pistolas en el cinto. Eliminaré al guardia de un flechazo y luego nos acercaremos al campamento. Les caeremos encima mientras duermen. No quiero que quede uno con vida.

Aunque le habría gustado ocuparse de Oliveira y de Laurencio nieto, no podía darse el lujo de arriesgar. El mayor número de enemigos le jugaba en contra, y él tenía que ir por lo seguro. Eliminar de la faz de la Tierra el peligro que acechaba a su mujer era más importante que sacarse el gusto con una venganza.

—El guardia nos delatará al gritar cuando le des el flechazo —conjeturó Matas.

—No gritará —replicó Aitor—. Silverio Guiray, tú seguirás mis pasos. Deberás pisar el exacto punto donde pisaré yo, y así lo hará el que te sigue, y así hasta Matas, que cerrará la fila.

—Sí, señor —respondió el indio.

Caminaron el corto trayecto conteniendo el respiro, pisando con precaución, siguiendo las huellas del jefe, guiados por la débil luz que se adivinaba entre la vegetación densa que adoptaba formas amenazadoras. Aitor se detuvo, y sus hombres lo imitaron. Buscó la mejor posición para realizar el disparo. Con una rodilla en el suelo, se ubicó a la altura del blanco. Extrajo una flecha del carcaj, la calzó en la cuerda del arco y la estiró. Cerró el ojo izquierdo, apuntó y soltó. La flecha se introdujo en la boca de Rosario Contreras y se frenó después de haberle perforado la parte posterior del cráneo. El hombre se derrumbó hacia atrás sin proferir siquiera un sonido ahogado.

—Vamos —masculló Aitor, quien, apenas emergió de la maleza que rodeaba el vivac, descargó varios flechazos sobre los cuerpos dormidos.

Oliveira saltó en pie y disparó sus pistolas hacia la oscuridad. Como no tendría tiempo de recargarlas, las arrojó y se hizo de un mosquete. Volvió a disparar, hasta que soltó el arma cuando una flecha se le clavó en la pierna. Se derrumbó y observó el astil que le penetraba el músculo. No se atrevió a extraerlo.

—¡Oliveira! —escuchó que lo llamaban, y se incorporó al reconocer la voz.

—¡Maldito indio del demonio!

—¿Otro flechazo? ¿Cuántas marcas te han dejado ya mis flechas?

Aitor podría haberlo fulminado con un disparo de pistola, y sin embargo desenvainó el cuchillo, al que había afilado concienzudamente. Oliveira lo imitó sin dudar, y se encontraron a mitad camino, donde frenaron para estudiarse y medirse.

—Voy a acabar contigo, Aitor Ñeenguirú.

Aitor, que había aprendido que lo mejor era ahorrar el aliento, se limitó a sonreír. Lanzó una finta hacia la derecha. Oliveira intentó atajarla, pero solo cortó el aire. Aitor pasó a su lado velozmente y, aprovechando el desconcierto de su enemigo, y le deslizó el filo por el costado derecho, donde le abrió un surco a la altura de la cintura. La camisa pronto se tiñó de rojo. Oliveira, tras un breve quejido, se repuso enseguida, y se lanzó, ciego de furia, hacia Aitor, que le permitió aproximarse para apartarse a último momento. Le tendió una zancadilla, y el portugués cayó de bruces, y lanzó una imprecación cuando el astil de la flecha se le incrustó aún más en el muslo. Aitor le estampó la bota en la parte baja de la espalda. Oliveira volvió a gritar de dolor. La voz se le estranguló cuando Aitor, sujetándolo por el cabello grasiento, le arqueó el cuello hasta encontrarle los ojos por detrás.

—¿Dónde está esa sanguijuela de Laurencio? —exigió, pues se había dado cuenta de que no se encontraba entre los que dormían.

—No lo sé.

—¡Mientes! —exclamó, y le clavó el cuchillo en una nalga.

Oliveira prorrumpió en gritos, que se agudizaron hasta adquirir un matiz femenino.

—¿Dónde está Laurencio?

—¡No lo sé! —Otra cuchillada en la otra nalga—. ¡No lo sé! ¡Estaba aquí! ¡Estaba aquí! ¡Lo juro! ¡Debió de haberse escapado cuando te vio llegar!

Aitor soltó una imprecación, le ajustó el puño en el cabello con un sacudón cruel, le expuso la yugular y lo degolló. El torso del portugués se desmadejó boca abajo, y Aitor lo escupió antes de dar media vuelta y toparse con varios pares de ojos que lo contemplaban con expresiones atónitas.

—¿Todos bien? —preguntó con impaciencia y gesto feroz.

—A Daniel lo alcanzó un balazo en el brazo.

—Matas, átale una cuerda bajo la herida para cortar la sangre. Lo curaremos una vez llegados a la ciudad. ¡Vamos! —los urgió—. Recoged las armas y todo lo que pueda sernos de utilidad.

En el registro del vivac, Aitor confirmó que todos estaban muertos. Además, halló una bolsa de cuero con caramelos Almanegra y el cofre que Máximo de Atalaya empleaba en sus viajes para transportar las ganancias. Caminó hacia Contreras, lo escupió y le deseó que se pudriese en el infierno.

* * *

Laurencio Ñeenguirú tapó la boca a María Cruz antes de que la mujer los delatase con un grito histérico, espantada por el espectáculo del chisguete de sangre que acababa de saltar del cuello de Oliveira. Se retrajo entre los helechos y se cerró sobre el cuerpo trémulo de su amante. Se habían salvado gracias a la concupiscencia de la mujer, que lo había despertado en la madrugada con ganas de fornicar. Se habían perdido en el monte buscando un rincón donde retozar y gemir a gusto, y al regresar, se habían encontrado con ese infierno desatado a manos del luisón. Apretó los ojos para cerrarse a la imagen de su tío Aitor degollando a su amigo. Los ojos le habían resplandecido de satisfacción, y al pasarle el filo del cuchillo por el cuello, había levantado el labio superior, como si de un belfo se tratase, y gruñido, y él le había visto los colmillos de una blancura sobrenatural.

Laurencio se atrevió a alzar la vista y a columbrar a través de la vegetación. Los asaltantes hurgaban entre sus pertenencias y se hacían con las armas y otras cosas.

—¡Jefe! —oyó que lo llamaba uno en castellano—. Aquí hay dos mantas y dos cabezales. Alguien estuvo durmiendo acá y ya no está. Han de ser dos, lo más seguro.

Como si lo hubiese olfateado, Aitor se giró abruptamente y clavó la vista en la maleza tras la cual él y María Cruz se ocultaban. Lamentó su imprudencia de alejarse del campamento sin su arma de fuego. La hubiese disparado contra el luisón, sin importarle que eso hubiese sido lo último que hiciese, pues sus hombres lo habrían liquidado poco después. Pero no la tenía, y en ese momento uno la sacaba de su morral y se la calzaba en el cinto con expresión de deleite. Era una pistola estupenda; se la había regalado Oliveira, y él la apreciaba más que a cualquier cosa, más que al cuchillo que le había dado su taitaru tantos años atrás.

De nuevo, su tío le quitaba lo que tanto quería. No le bastaba con llevar un apellido rimbombante ni ser rico como un rey ni poseer a la criatura más exquisita; tenía que arrebatarle a sus amigos y su arma. Dejó caer la cabeza y la hundió en la espalda de María Cruz. Se sentía abatido. El luisón era invencible, y él jamás podría destruirlo. Pero destruiría lo único que el luisón amaba, su posesión más preciada.

* * *

Alrededor de las seis y media de la mañana, Emanuela no hallaba paz. Se había pasado la noche en vela, con el corazón en un puño. La espera se volvía insoportable. Se paseaba por la recámara, y los faldones de su bata de gasa flameaban detrás de ella. Le huía a su imagen, que se reflejaba en los tantos espejos de caballete; no soportaba enfrentarse a su expresión de miedo y angustia. Aitor había partido con sus hombres al anochecer para dar la caza a Oliveira y a su banda de malhechores, y aún no regresaba. Acababan de rezar el enésimo rosario con Romelia, y ya no tenía paciencia para nada.

La esclava, sentada en el tocador, la observaba ir y venir, y no sabía cómo ayudarla.

—Doña Inmaculada ya debe de haberse levantado. ¿Quieres que le pida que te prepare una valeriana, así te calmas?

—Nada me calmará, excepto verlo regresar con bien.

—Manú, como siempre te digo, tu hombre tiene más vidas que un gato.

—¡Pero algún día se le acabarán! Es tan temerario, Romelia. Nunca le ha temido a nada. A nada.

—A perderte, eso es lo único que lo aterroriza, y está haciendo esto pa’ asegurarse de que nadie te toque un cabello, mi niña. Tienes que entenderlo.

—¿No habría sido más sensato dar aviso a las autoridades para que enviasen a un grupo de soldados? Después de todo, el gobernador emitió un pedido de captura contra Oliveira. ¿Por qué tenía que ir él mismo? ¿Por qué tenía que exponerse?

—Porque sabe que si se ocupa él mismo de la cuestión, no fallará.

—¡Romelia, si algo llegase a sucederle! —Se había propuesto no llorar; sin embargo, el cansancio y la espera angustiosa comenzaban a pesarle, y las paredes de valor tras las cuales había ocultado el terror a lo largo de la noche se desmoronaban.

Como hacía calor y tenían las contraventanas abiertas, escucharon relinchos y el golpeteo de cascos contra el adoquinado de la caballeriza; luego voces masculinas, la de Aitor, la de Matas, la de Conan; después habló doña Inmaculada, y unos minutos más tarde, las botas de Aitor sonaron en el entablado del corredor; se acercaba. Romelia se puso de pie, y Emanuela corrió hacia la puerta, que se abrió para revelar a Aitor. Se lanzó a sus brazos con un gemido lamentoso y se aferró a él. Rompió a llorar sin importarle su propósito de guardar la calma; no le quedaba voluntad, solo un alivio que, poco a poco, le distendía los músculos y la aflojaba. Pasada la primera emoción, cayó en la cuenta de que Aitor la sujetaba sin misericordia; sus brazos la comprimían y le hacían doler las costillas. No se quejó, no dijo nada; amaba la necesidad visceral que ese abrazo comunicaba, lo mismo que los besos que le prodigaba una y otra vez en la coronilla, en las sienes, en la frente.

—¿Por qué no estás durmiendo? —le susurró con los labios pegados al cuello.

—¿Cómo me pides eso? He permanecido en vela toda la noche, rezando por ti.

—No debí decirte nada. Mira cómo te encuentro, pálida y temblando.

Romelia se deslizó junto al matrimonio hacia la puerta con la intención de pasar inadvertida.

—Romelia —la detuvo Aitor—, dile a doña Inmaculada que me prepare el baño.

—Sí, Aitor, enseguida.

—Gracias por quedarte toda la noche conmigo, Romelia.

—De nada, mi niña.

—Ve a descansar ahora.

El ruido del pestillo indicó que la puerta se había cerrado a su espalda, y esa fue la señal para que Aitor aplastase la boca de su mujer, que separó los labios con un gemido y sacó la lengua para lamerlo. La iniciativa de Emanuela le erizó la piel y le endureció el pene. Una corriente dolorosa y placentera le recorrió el cuerpo, y se le alojó en los testículos.

—Quiero que me bañes. Quiero que tus manos me saquen de encima la suciedad que tengo. Quiero que me limpies.

—Sí, lo haré. —Comenzó a desvestirlo—. ¿Estás bien? —Aitor asintió—. ¿Y tus hombres?

—También —contestó, y decidió no mencionarle la herida de bala de Daniel. El barbero se ocuparía de extraérsela del brazo.

Emanuela no se atrevía a preguntarle acerca del destino que habían sufrido Domingo Oliveira y Laurencio nieto. Conociéndolo, esperaría a que él se lo contase. Continuó desvistiéndolo. Aitor se apoyó contra Emanuela, que lo guió al baño y lo ayudó a entrar en la bañera. Se sentó en el medio, las piernas extendidas y separadas, y cerró los ojos. Oía el roce de las prendas mientras su esposa se las quitaba y percibía la tibieza del sol que ingresaba por la ventana. También oyó cuando Emanuela se metió en la bañera. El olfato le indicó que se hallaba de pie, frente a él. Inclinó la frente y la apoyó en su monte de Venus, y suspiró cuando los dedos de ella se le hundieron en la parte posterior de la cabeza.

—Te lavaré el cabello primero.

Sin moverse, Emanuela se estiró hasta aferrar el aguamanil y vertió el agua tibia sobre la coronilla de Aitor. Hizo espuma en sus manos con la pastilla de jabón y lo lavó. Lo hacía con movimientos lentos, pero firmes, y le masajeaba el cuero cabelludo, al que notó pegado al cráneo debido a la tensión. Se movía con delicadeza para lavarlo, y le acariciaba la frente con el vello pubiano, y él comenzó a rotar la cara para que ninguna parte quedase sin su porción de caricias. Al mismo tiempo, le recorría las pantorrillas, y cuando su mano dio con la cicatriz causada por la espina de la raya, la repasó una y otra vez y dibujó su circunferencia con la punta del índice para no olvidar que, allí afuera, aún respiraba el responsable de esa marca que nunca abandonaría el cuerpo de su mujer.

Emanuela volvió a verter agua limpia y le enjuagó el pelo. Antes de que empezase a lavarle el cuerpo, Aitor la sujetó por las caderas y la mantuvo quieta delante de él. Se abrió camino entre los pliegues de su vagina con la lengua y le succionó el punto que, sabía, hallaría hinchado y palpitante.

—Abre un poco más las piernas, Jasy.

Lo obedeció enseguida, y primero uno, luego dos dedos de Aitor se alojaron dentro de ella. La lamió y la succionó, y mientras lo hacía, alzó los párpados hasta que las pestañas se los rozaron para admirarla en el placer. Arrastró la mano libre y le masajeó un pecho, luego otro, una y otra vez. Emanuela agitaba la pelvis sobre su cara y profería gemidos y jadeos que lo ponían duro. Lo fascinaba la entrega de su mujer, que, sin dudar, lo seguía en cuanto juego él la embarcaba. Lo fascinaba que gozase tanto como él, que esa cercanía física fuese para ella tan importante como lo era para él.

—Jasy… —susurró, abrumado de amor, de deseo, de admiración y respeto, humilde frente a la magnificencia de esa muchacha que lo había convertido en su siervo con apenas minutos de nacida. Su grandeza lo volvía pequeño, insignificante y paradójicamente lo enaltecía pues, por algún misterio de la vida, había aceptado ser de él, del luisón.

El orgasmo explotó entre las piernas de Emanuela. Sujetó a Aitor por la parte posterior de la cabeza y le pegó el monte de Venus a la cara sin consideración, y se refregó contra su boca, urgida por impedir que el gozo se esfumase. Se aflojó delante de él, que enseguida la sentó sobre sus piernas y le indicó que lo circundase. Aitor la elevó sobre su erección y la empaló aplicando presión en su cintura y conduciéndola hacia abajo. Emanuela emitió un jadeo cansino y arqueó la espalda hacia atrás. Aitor le observó los pechos y se dijo que estaban más redondos, más llenos, los pezones más gordos y largos. Se llevó uno a la boca y lo succionó con el mismo apremio con que sus manos la movían hacia atrás y hacia delante. Emanuela arrugó la nariz, tensó los labios y tembló de dolor cuando la boca de Aitor se prendió a uno de sus pechos, luego al otro, pero no dijo nada. Alcanzaron el placer casi al mismo tiempo, y acabaron con las frentes apoyadas, golpeándose el rostro con sus alientos acezantes, aún aferrados con la misma desesperación que durante el alivio. Emanuela arrastró los labios entreabiertos por la boca y las mejillas de Aitor.

—Dios bendito, Jasy. No creo que sepas lo perfecto que es esto que tenemos.

—¿Y tú lo sabes? —preguntó, sin malicia.

—Sí, lo sé —admitió, con acento resignado—. Y aunque nunca me sentí orgulloso por haber estado con otras, pues siempre estuve enamorado de ti, ahora me sirve para saber lo que sospeché toda mi vida, que contigo sería sublime, y único, y que nada se le compararía. Nada.

Un mutismo cómodo se cernió sobre ellos. Emanuela descansó la mejilla en el hombro de Aitor, y este en la cabeza de ella.

—Oliveira no volverá a ser un problema —declaró, y sintió que su esposa se tensaba—. Laurencio, en cambio, sigue ahí afuera, amenazando lo único que amo en esta vida.

—¿Logró escapar?

—No estaba en el campamento cuando llegamos. Lo buscamos en los alrededores, pero no lo encontramos.

—Tal vez ya no pertenezca a la banda de Oliveira.

—Sí, pertenece. O pertenecía, porque de la banda nada queda. Estaban sus cosas, pero de él, ni rastro.

Emanuela le acunó las mejillas y lo besó ligeramente en los labios.

—Quiero que estés tranquilo y que no te angusties. Te prometo que no me expondré. Nunca lo haré. No podrá acercarse a mí ni a nuestros hijos. Te lo prometo.

Aitor asintió y se forzó por sonreír, más allá de que la promesa de su mujer no había acabado con el miedo que tenía alojado en las tripas. Sabía que Laurencio nieto era una sanguijuela hábil y que volvería para golpearlo en su talón de Aquiles. No lo subestimaría.

—Gracias.

—¿De qué? —se intrigó Emanuela.

—Por haberme esperado despierta, por haber rezado por mí, por haberme dado tanto placer, por haberme lavado.

—De nada, amor mío.

—Llegué ciego de ganas de verte. Te necesitaba. Tanto, y tú siempre estás para mí.

—Siempre —le susurró sobre la nariz, y se la besó, y él cerró los ojos y ella lo notó relajado de nuevo. Lo estudió, le estudió las facciones perfectas y oscuras, y los tatuajes negros, y se los dibujó con la punta del índice, y meditó que ni siquiera cuando su hombre lucía manso y dulce, entregado y sereno, esos dibujos le permitían olvidar que se trataba de un hombre fiero y letal, que acababa de asesinar a unos cuantos delincuentes y que volvería a hacerlo, sin vacilar, sin remordimientos, si con eso la ponía a salvo.

—Te amo, Aitor. Más que a la vida —dijo, y se convenció de que no era una frase trillada. En verdad lo amaba más que a la vida pues no le habría importado perderla si él no estaba en el mundo, y la asustó que ni siquiera se acordase de Octavio ni de las niñas, que tanto dependían de ella. Así de infinito era su amor por ese hombre.

—En dos días será tu natalicio. ¿Qué quieres que te regale? Pídeme lo que quieras, amor mío.

—¿Qué podría pedirte? Nada queda que no me hayas regalado. —Aitor soltó una carcajada y la envolvió con sus brazos—. A ti, te quiero a ti.

—Me tienes, y lo sabes. Algún día te llevaré a Río de Janeiro y verás cuántas cosas existen que tu Aitor no te ha regalado. E iremos a Madrid, donde dicen que el lujo es todavía mayor.

Emanuela le sujetó el rostro y se quedó mirándolo. Él le sonreía, feliz, y ella se acordaba de cuando era pequeño y Laurencio abuelo le hacía la vida imposible, y los ojos se le calentaron.

—Eh, ¿qué es esto? ¿Lágrimas? —Aitor le pasó los pulgares bajo los ojos, y la dulzura con que esperaba una respuesta le acentuó las ganas de llorar—. ¿Qué sucede, Jasy?

—Te admiro tanto —dijo, con voz trémula—. Has logrado cosas que para la mayoría habrían sido imposibles. Y habiéndote convertido en un hombre rico e importante, aún sigues amándome, a mí, que no soy nada.

—Nada de lo que he logrado en mis casi veintinueve años se compara con lo que conseguí el 29 de mayo de 1759, que te convirtieses en mi esposa, en la compañera de mi vida. Nada, Jasy. Nada. Quiero que lo entiendas de una vez. ¿Sí? —Emanuela asintió—. Y ahora, ¿vas a decirme qué quieres para tu natalicio?

—Primero llévame a Río de Janeiro y después te lo diré.

Aitor rompió a reír.