CAPÍTULO
XVII

Aunque la pesadilla de la denuncia hubiese acabado, Emanuela percibía la tensión en Aitor por mucho que él intentase ocultársela. Se lo pasaba en conciliábulos con Conan y con Manuel y también con don Vespaciano y transcurría mucho tiempo fuera de la casa. ¿Con Engracia? ¿Habría ido a verla para agradecerle? ¿Le habría hecho un regalo tal como había hecho con Micaela y Titus? Para ella había encargado un clavicordio, que su hermano Juan estaba construyendo y que una vez terminado se lo enviaría al presidio de Yacuy, donde viviría con su esposo. A Titus le había regalado un caballo andaluz y una montura con aplicaciones de plata. ¿Qué le habría obsequiado a su antigua amante? ¿Se habrían abrazado y besado?

Se reprochaba lo injusto que era dudar de él cuando se mostraba tan pendiente de ella, cuando sus ojos la seguían a todas partes, cuando sus manos no podían dejar de tocarla, aun en público, donde fuese, cuando fuese. La sed por su cuerpo era inextinguible, y la poseía en cada oportunidad que se le presentaba o, más bien, cada vez que lo deseaba, y lo deseaba de continuo, sin importarle que fuese el mediodía y que la casa estuviese llena de gente; él hacía lo que quería, siempre, y ella lo admiraba por eso.

No dudaría de la fidelidad de Aitor, y se permitiría ser feliz después de tantos años de amargura e incertidumbre. No obstante, la inquietaba que el asunto de Almanegra no hubiese quedado en el pasado como él aseguraba, pues ella lo conocía demasiado para saber que no descansaría hasta ocuparse de Domingo Oliveira y de Laurencio Ñeenguirú, y al decir «ocuparse» se refería a darles caza como el cazador que era y asesinarlos. Y ese pensamiento la aterrorizaba. Sabía que, después del ataque en la iglesia de San Ignacio, había contratado a un grupo de baquianos para que siguiesen la pista de Laurencio; hasta el momento, habían fracasado en su misión. El mejor baquiano que ella conocía era Aitor. ¿Y si decidía dejarla para ir tras sus enemigos ancestrales? No se atrevía a preguntarle.

Desde su regreso de la cárcel, la relación con los niños había mejorado. No se mostraba tan exigente con Octavio, y con Ana se estaba creando un lazo gracias a la habilidad de la niña para manejar el arco. María, siempre más tímida y miedosa, se mantenía cerca de Emanuela o de doña Mencía, visitante asidua, mientras sus hermanos practicaban los tiros.

—¡Bravo, Octavio! —lo esponjó Aitor cuando la flecha dio cerca del centro.

—Ana me enseña mejor que tú, padre.

El rostro usualmente serio de la niña se iluminó con una sonrisa, y las mejillas se le colorearon cuando Octavio la abrazó y la besó. Emanuela, sentada a unas varas con el bastidor sobre las piernas, sonrió con la escena. Emanuelita y Milagritos estaban habituadas a las muestras de afecto y al carácter efusivo de su primo; María y Ana, no. «Pronto lo estarán», vaticinó, pues nadie se resistía a las dotes seductoras de su hijo.

«Emanuelita y Milagritos», pensó, como lo hacía a diario desde que Ginebra le impedía verlas. A fines de octubre, hacía poco más de un mes que las habían apartado de ella, y la ausencia de sus niñas le pesaba en el corazón. No lo mencionaba por temor a que Aitor se decidiese a confrontar a Ginebra. Tenía noticias de ellas gracias a don Vespaciano, que iba a la casa de al lado todos los días, y si bien su suegro le aseguraba que estaban bien, ella tenía dudas. ¿Cómo podían estarlo rodeadas por el desamor de Ginebra y la perfidia de doña Nicolasa? ¿Cómo podían estarlo sin su mascota? ¿Cómo sabría de ellas una vez que su suegro regresase a Orembae? Acarició la cabeza de Marã, echada junto a ella y sobre el lomo de Orlando, que se había mostrado muy cariñoso con la perrita desde que la pérdida de sus amitas la había entristecido al punto de acabar con su apetito.

A Emanuela, la inapetencia de Marã la había tenido muy preocupada, por lo que una tarde, casi un mes atrás, después de que sus alumnas se hubiesen ido, convocó a Octavio y a las niñas y les propuso:

—Haremos comer a Marã, pero para eso primero tenemos que hacerla feliz de nuevo.

—¿Por qué Emanuelita y Milagritos no viven más con nosotros? —inquirió Octavio.

—Pues porque viven con su madre y su abuela.

—Ellas prefieren vivir con nosotros.

—¿Cómo lo sabes? —se interesó Emanuela.

—Porque me lo dijeron, y yo les contesté que podían quedarse a vivir con nosotros para siempre, y las dos estaban muy contentas, pero después vino tía Ginebra y la vieja bruja…

—¡Octavio!

—Perdóname, mamita. Vino doña Nicolasa, y se las llevaron.

—Sí, lo sé, cariño. Yo también las echo de menos, pero nuestro deber es cuidar a Marã y hacerla comer, de lo contrario, enfermará. Entonces, ¿qué les diremos a Emanuelita y a Milagritos?

Aun Orlando se aunó al grupo que intentaba devolver a la perrita su espíritu juguetón y divertido, y mientras los niños y Orlando saltaban y le hacían monerías, Emanuela, que la tenía en la falda, la tentaba con pequeños bocados que Romelia le había preparado, sus favoritos: morcilla y pelotitas de harina de maíz y carne de cordero. La perrita los olfateaba y no abría la boca, y seguía contemplando el circo que se desenvolvía frente a ella con ojos desinteresados. Sin embargo, paró las orejas y levantó la cabeza cuando Octavio sujetó los cuartos delanteros de Orlando y lo obligó a bailar esa danza que doña Mencía les enseñaba a las alumnas, zarabanda o algo así se llamaba. Emanuela se echó a reír. La perrita saltó de su regazo y corrió hacia la peculiar pareja de baile, y después de tantos días, ladró por primera vez.

—¡Hazla bailar a ella, cariño! —le sugirió Emanuela, y Octavio soltó a Orlando y bailó con Marã.

Micaela se sentó en el clavicordio y comenzó a tocar una zarabanda. Ana invitó a bailar a Orlando.

—¡María, baila con Argos! —le sugirió doña Mencía.

La niña, que le temía al perro de Octavio, agitó la cabeza para negar y apretó contra su pecho a Olivia, la tortuga, de la cual rara vez se separaba. Doña Mencía la tomó de la mano y la invitó a bailar, y la hizo reír. Las tres parejas danzaron además dos minuetos y una giga, hasta que Micaela se quedó sin repertorio. Orlando, hambriento después del despliegue danzarín, corrió hacia su dueña, le apoyó las patas delanteras en las piernas y le ladró. Emanuela le colocó un trozo de morcilla en la boca y enseguida una porción de harina de maíz y carne de cordero. Marã no tardó en imitarlo, y entre los dos, acabaron la ración.

Desde ese día, la perrita había vuelto a la normalidad. Emanuela, no. La enemistad con Ginebra la perturbaba. El último domingo de octubre decidió cambiar de iglesia, y en lugar de asistir a la de la Compañía de Jesús, como acostumbraba, le indicó al cochero que la llevase a la de Santo Domingo, pues Delia le había dicho que había visto a Ginebra, a doña Nicolasa y a las niñas salir de la misa de una el domingo anterior.

El templo le resultó ajeno y poco acogedor. Hizo extender la alfombrita al final de la nave, cerca de la salida. Se sentó con los niños y Romelia; Manuel y dos de sus hombres hacían guardia a escasas pulgadas detrás de ella. Aitor, que rara vez iba a misa, le había dicho que estaría en el puerto controlando una barraca y que pasaría a buscarla.

Al final de la misa, se apresuró a salir al atrio y observó la multitud con las pulsaciones aceleradas. ¿Tal vez habrían cambiado de iglesia? Las dudas comenzaban a deprimirla cuando escuchó «¡Tía Manú! ¡Tía Manú!». Emanuelita y Milagritos, preciosas con sus mantillas de blonda, corrían hacia ella. Abrió los brazos y las recibió.

—¡Mis tesoros! ¡Mis niñas preciosas! —exclamaba, mientras les besaba las cabezas embozadas.

Las niñas se sujetaban a sus caderas y hundían los rostros en su vientre.

—¿Cómo han estado, mis tesoros? —les preguntó en guaraní.

—Queremos vivir contigo, tía Manú.

—Ahora están con su madre.

—¿Y Marã, tía Manú?

—Está bien, pero las echa de menos.

—¡Emanuela! ¡Milagros! —La voz de Ginebra tronó sobre el murmullo del gentío.

Emanuela alzó la vista y divisó a su hermana que se aproximaba a paso rápido y con el entrecejo fruncido. Resultaba novedoso apreciar una emoción en el rostro usualmente impertérrito de Ginebra.

—¿Qué haces aquí, Manú? ¡Dame a mis hijas!

—¡No! —exclamaron las niñas cuando su madre intentó arrancarla de los brazos de la tía—. ¡Queremos ir con tía Manú!

Algunas personas se volvieron hacia ellas, atraídas por el escándalo.

—Id con vuestra madre —las alentó Emanuela, y como si se tratase de un desgarro de su propio cuerpo, apartó las manos de sus sobrinas.

—¡No, tía Manú!

Ginebra las asió por los brazos y las tironeó para arrastrarlas. Se detuvo al oír la pregunta de Emanuela:

—¿Por qué haces esto? ¿Qué te he hecho para que me castigues de este modo? Somos hermanas.

—¡Hermanas! —se mofó—. Nunca lo sabremos con certeza. Tal vez la mujer hallada a orillas del Paraná no era la mujer de mi padre.

—Tal vez, pero siempre hemos sido amigas y…

—¡No! —la cortó Ginebra—. Tú y Lope eran amigos. Yo, no.

—¿Cómo has estado? —La pregunta descolocó a Ginebra, y se la quedó mirando—. ¿Estás sola? ¿Doña Nicolasa no te ha acompañado?

—Mi madre… —balbuceó—. Ella está allí —señaló con el mentón hacia el ingreso de la iglesia—. Está conversando con el inquisidor Ifrán y Bojons.

—¡Oh! —se inquietó Emanuela—. No dirá nada acerca de don Leónidas y de nuestro padre, ¿verdad? ¡Por amor del cielo, Ginebra! Si ella hablase…

—No —la interrumpió con dureza—. No dirá nada. Don Leónidas es de los pocos amigos que nos quedan.

—¿Volverás a Orembae con don Vespaciano?

—Me quieres lejos de Asunción, ¿verdad, Manú? Me quieres lejos de tu esposo, ¿no es así? Temes que vuelva…

—¡Calla! —le ordenó, y contempló las caritas apesadumbradas de las niñas—. No te reconozco. ¿Qué ha sucedido contigo?

—Ha sucedido que me di cuenta de que me lo has quitado todo.

Emanuela apartó la vista, asqueada de esa conversación y del odio que trasuntaban los ojos negros de Ginebra. El atrio se había despejado. La fachada de la iglesia volvió a embargarla de la sensación de ajenidad y extrañeza que había experimentado al entrar. Sus ojos se detuvieron en los de doña Nicolasa, que, desde el ingreso, la observaba con la animosidad de siempre. Emanuela desvió la vista, y el corazón le dio un vuelvo al descubrir los ojos del inquisidor fijos en ella. El hombre hizo un ligero ceño. La necesidad de huir de esa mirada la impulsó a acariciar las mejillas de sus sobrinas y correr hacia el carruaje.

* * *

En los días que siguieron, aunque se mantuvo activa, Emanuela no cesaba de recrear la escena vivida con Ginebra en el atrio de Santo Domingo. Tampoco olvidaba la mirada del inquisidor, que la había traspasado como un filo y alimentado sus miedos más recónditos. Se ocupaba de la casa, preparaba las clases para sus alumnas, trabajaba en el huerto, disecaba plantas y confeccionaba electuarios y afeites, pasaba tiempo con los niños y, sobre todo, con Aitor. Él borraba los pensamientos tristes con una caricia, y ella se convencía de que solo eso le bastaba para ser feliz, el amor de Aitor. Le gustaba que compartiesen el despacho, y mientras ella escribía cartas a su pa’i Ursus y a su amiga Micaela o preparaba sus clases, él se ocupaba de los asuntos de la mina. La fascinaba ayudarlo; había comenzado por revisar la ortografía y la gramática de las cartas y de los documentos para después redactarlos por completo, pues su caligrafía era superior. Así había ido conociendo los vericuetos de un negocio que, en un principio, le habían resultado inextricables. La verdad era que no la fascinaba tanto impregnarse de los asuntos de la mina como el sentimiento de comunión que se afianzaba con Aitor. Que él la consultase la hacía sonreír sin remedio. Quería serle útil, quería que dependiese de ella tanto como ella de él, y así como la buscaba para extinguir el fuego que le ardía en la sangre, quería que la buscase para deliberar acerca de cada aspecto de su vida. No quería secretos entre ellos.

El despacho había terminado por convertirse en su habitación favorita, y cada tanto se acordaba de la ocasión en que Aitor se lo había mostrado por primera vez. Tenía la impresión de que habían transcurrido años cuando se trataba de cinco meses. Cada rincón y cada mueble guardaban un recuerdo lujurioso o dulce, pues habían copulado en todas partes, sobre todas las superficies y en las posiciones más escandalosas, pero también habían conversado y reído y evocado y planeado. Allí, en el despacho, Emanuela le daba lecciones de urbanidad sobre comportamiento en la mesa o cómo dirigirse a este o aquel funcionario.

—No es bien visto mencionar el valor de los objetos que se poseen —le señaló al día siguiente de que Micaela y Titus se hubiesen marchado. La noche anterior, mientras se celebraba una cena de despedida y Micaela estudiaba con admiración la porcelana de Sajonia, Aitor le había explicado no solo cómo la había obtenido en Río de Janeiro sino la pequeña fortuna que había pagado por ella. Algo similar había hecho tiempo atrás al informarle al alcalde de primer voto cuánto le había costado el anillo de topacios y zafiros que su esposa lucía en la mano izquierda.

—¿Por qué no es bien visto?

—Porque es un acto carente de humildad que incomoda a las personas.

—Yo no soy humilde, Jasy.

—Lo sé, pero no siempre puedes mostrar lo que eres sin esperar consecuencias.

—¿Debo esconder lo que soy por temor a las consecuencias?

—No se trata de esconder, sino de no incomodar a los demás con afirmaciones que no conducen a nada, que te vuelven odioso.

—Que todos sepan que soy rico como Creso conduce a que me respeten.

—Todos saben cuán rico eres. Basta con tus ropas y esta casa para saberlo. Además, no te respetarán por eso, sino por tus acciones.

—A uno como yo, un indio con la cara tatuada, ilegítimo de un blanco, no lo respetarán por sus acciones, Jasy, te lo aseguro.

—Por supuesto que lo harán. Te has ganado la simpatía de la gente donando el dinero para la iluminación pública y para los trabajos de drenaje de las calles.

La tomó por la cintura y la obligó a sentarse sobre sus rodillas. Le habló mientras le mordisqueaba el lóbulo de la oreja.

—A mí me gusta que sepan que te cubro de joyas y que te tengo como a una reina. Quiero que sepan que nadie podrá agasajarte como yo. Nadie, ninguno. Quería que Titus lo supiese, quiero que todos lo sepan. —Emanuela suspiró, vencida, y sonrió movida por la ternura que le inspiraban las inseguridades de su amado—. Además, en esta familia eres tú a la que admiran y respetan, no a mí. A mí me temen, y eso me complace.

—Yo nunca te he temido —afirmó ella, y le sujetó el rostro y lo miró a los ojos—. Solo te he amado, tal como eres. No quiero que cambies. Pero una vez, en Buenos Aires, me pediste que te enseñase los modos de los blancos. Eso estoy haciendo.

—Gracias, amor mío. Pero me comporte como me comporte, siempre habrá alguien dispuesto a ayudarme no porque me respeten, sino porque te respetan a ti. Siempre ha sido así, Jasy. Cada vez que me he metido en un lío, me he salvado recogiendo los frutos del amor que vas sembrando por ahí.

—Recoge todos los frutos. Me alegra serte útil.

—¿Útil? —Aitor lanzó un soplido entre exasperado y risueño—. Eres el aire que respiro, Emanuela.

—Entonces le soy muy útil, señor de Amaral y Medeiros —acordó ella, y Aitor soltó una carcajada.

* * *

La mañana del sexto cumpleaños de Octavio, Emanuela fue a la cocina para organizar el almuerzo de acuerdo con los gustos de su hijo, y se topó con Aurelia y Manuel enzarzados en un beso que le arrancó una exclamación. Los jóvenes se separaron de inmediato. Manuel abandonó la cocina con la vista al suelo. Aurelia se dejó caer en una silla y se sostuvo la cabeza con las manos. Emanuela se sentó a su lado y la obligó a mirarla.

—Días atrás, Aitor me dijo que Manuel le pidió permiso para cortejarte. Le informó que ya se lo había pedido a tu padre antes de dejar la mina.

—Sí —masculló Aurelia.

—¿Lo amas?

—Me gusta —admitió, sin mirarla y con las mejillas coloradas—. Me gusta mucho. Es muy guapo, más que su hermano.

Aunque Emanuela no era de la misma opinión, calló su comentario. Manuel era un muchacho atractivo, nadie lo negaba, pero con la belleza de don Leónidas era difícil competir.

—Si te propusiese matrimonio, ¿lo aceptarías?

—Ya lo ha hecho. Todavía no le he dado una respuesta.

—¿Por qué?

—Porque no confío en los hombres.

—No todos los hombres son como aquel que te traicionó y abandonó.

—Manuel tampoco confía… tampoco confiaba en las mujeres. Desde que sorprendió a su prometida en la cama con su hermano Leónidas, perdió la fe en nosotras.

Al fin se desvelaba el misterio de la pelea entre los hermanos Cabrera, la que le había arrancado una promesa a don Leónidas en el lecho de muerte de su madre que le había cambiado la vida.

—Pero ahora confía en ti —la animó—. En caso contrario, no te habría pedido por esposa. Quiero que olvides el dolor del pasado y te permitas ser feliz si crees que Manuel podría convertirse en el compañero de tu vida.

—¿Y si me engaña? ¿Y si me abandona? No quiero volver a sufrir, Manú. Prefiero quedarme contigo toda la vida, junto a ti, a Romelia y a los niños.

—Puedes quedarte la vida entera con nosotros. Eres parte de nuestra familia, pero ¿no te gustaría tener tu propio hogar, tus hijos? Manuel puede hacerte muy feliz. He llegado a conocerlo durante este tiempo y creo que es un buen hombre.

—Lo es.

Días más tarde, Aurelia llamó a la puerta del despacho.

—Adelante —invitó Emanuela, después de cortar el beso con Aitor y alejarse un poco—. Aurelia, pasa —la invitó—. ¿Qué necesitas?

—Quería decirles que he aceptado la propuesta de matrimonio de Manuel.

—¡Qué excelente noticia! —se alegró Emanuela, y aferró las manos de su amiga—. Estoy tan feliz por ti, por él. Seréis muy dichosos.

—Si tú, querida Manú, bendices nuestra boda, entonces seremos dichosos.

—¡La bendigo! —Besó las manos de la muchacha—. Seréis felices, lo sé.

—Gracias, Manú.

—¿Cuándo habrá boda? —quiso saber Aitor.

—El día de la Inmaculada Concepción.

—El 8 de diciembre. Nos quedan dos semanas para organizar todo —calculó Emanuela.

* * *

A la rutina se le sumaron los preparativos para la boda de Aurelia y Manuel, y Emanuela no tenía tiempo para aburrirse durante la jornada, de lo cual estaba agradecida, en especial porque la ayudaba a olvidar el desprecio de Ginebra y, sobre todo, la llegada de una esquela anónima que, según doña Inmaculada, la había consignado un niño payaguá, que salió corriendo apenas la colocó en mano del ama de llaves. La nota decía, en una caligrafía medio ilegible y desconocida: «Doña Manú, ¿sabéis adónde va vuestro esposo cada vez que sale de vuestra casa? ¿Qué hay en la quinta frente a la parroquia de San Blas que lo lleva de continuo a ese sitio?» La firmaba «un amigo». No se la mostró a Aitor y la guardó bajo llave dentro de una cajita taraceada que le había regalado su tío Palmiro. ¿En qué había quedado el propósito de no tener secretos con su esposo? ¿Por qué le ocultaba la recepción del anónimo? ¿Por qué lo conservaba?

La boda de Aurelia y Manuel, que celebró el padre Santiago de Hinojosa, llenó la casa de alegría. Después de la ceremonia, que se realizó en el jardín pues no había amenaza de lluvia, comieron dos corderos y varios pollos asados, que acompañaron con mandiocas, choclos y papas, también cocinados sobre los rescoldos. Aitor hizo traer varias botellas de vino de la bodega, ubicada en el amplio sótano, y la mayoría acabó enchispada. Después del almuerzo, Juan, Emanuela y Octavio ejecutaron varias melodías y a continuación María y Ana junto con las demás alumnas de Emanuela representaron una escena del poema Orlando furioso, de Ariosto, que los adultos aplaudieron de pie.

En cierto modo, también se trataba de una fiesta de despedida para Malbalá y don Vespaciano, que ya no podían prolongar la visita, pues por muy bien que se desempeñase Morales, Orembae reclamaba el ojo del amo. Emanuela no quería pensar en el día en que se marcharían, no solo porque los echaría de menos, sino porque, junto con don Vespaciano, desaparecería la posibilidad de saber de sus sobrinas.

* * *

Hacia finales de diciembre, llegó la noticia de que el 10 de agosto había muerto el rey Fernando VI, al que habían apodado «el imbécil» después de la firma del Tratado de Permuta. Su medio hermano, Carlos III, había asumido el trono. Según se comentaba, en Madrid lo habían recibido con difidencia pues había vivido casi treinta años en el extranjero desempeñándose como rey de Nápoles y de Sicilia. El padre Santiago de Hinojosa y lo mismo Ursus no sabían qué esperar del nuevo soberano. El anterior le había infligido a la Compañía de Jesús una herida profunda de la cual aún no se reponía, y si se tenían en cuenta los acontecimientos del Portugal, que había expulsado de su reino a los jesuitas en enero de ese año, el futuro se avizoraba bastante negro. La masonería ganaba preeminencia en las cortes europeas, en tanto la orden de Ignacio de Loyola perdía terreno.

El 20 de enero de 1760, natalicio del nuevo rey, se organizaron festejos desde la mañana. Comenzaron con una misa en la catedral, a la que aun Aitor asistió por el bien de las apariencias y que concelebraron el obispo Manuel Antonio de la Torre y el inquisidor Ifrán y Bojons, lo que daba una muestra de su poder e influencia. Ubicada cerca del altar, como correspondía a una Amaral y Medeiros, Emanuela mantenía la vista baja para evitar los ojos del inquisidor, que sin remedio caían sobre su esposo, y no podía culparlo; no era el único que le lanzaba vistazos curiosos o escandalizados, pues lucía exótico con el cabello peinado con aceite de Macasar y recogido en una trenza que le alcanzaba el final de la espalda, el rostro tatuado, los ojos como monedas de oro y un traje de seda azul claro, ligero para esas jornadas de intenso calor estival. A ella misma se le había cortado el aliento cuando Aitor acabó de vestirse y le sonrió, ignorante de su propia belleza. No quería que atrajese la atención, no quería que el inquisidor preguntase por él, no quería que averiguase, lo quería lejos de ella y de su familia. Se abanicaba furiosamente. Le faltaba el aire en esa iglesia atestada de feligreses en esa mañana de verano. Una ligera náusea fue acentuándose. Apretó la muñeca de Romelia, que se acercó para atender su llamado.

—Las sales —susurró.

La esclava extrajo una botellita del bolsillo del mandil, la descorchó y se la pasó bajo la nariz. Le quitó el abanico y lo agitó delante de su cara. Aitor, que se lo pasaba mirando a Emanuela más que al altar, se acuclilló enseguida junto a ella.

—¿Qué sucede?

—Un vahído —explicó Romelia—. Tal vez sea mejor sacarla de aquí. No corre el aire.

—No —se quejó Emanuela, en un hilo de voz.

—Ocúpate de los niños —ordenó Aitor a la esclava, y después miró al par de guardias que se mantenía a distancia prudente—. Enviaré el carruaje de vuelta para que venga a buscarlos.

La ayudó a ponerse de pie. A Emanuela le cedieron las rodillas y se aferró a la casaca de su esposo, que la levantó del suelo y la sacó en andas. Mortificada, Emanuela escondía el rostro en la guirindola de su camisa y se animaba inspirando el aroma del sudor de su piel limpia y del perfume de algalia, que tanto le gustaba. Casi a las puertas de la catedral, se atrevió a mirar en torno y se arrepintió enseguida cuando descubrió a doña Nicolasa y a Ginebra, que la contemplaban con sorpresa primero, con animosidad después. Cerró los ojos. Al salir al sol del atrio, el malestar se intensificó, y se dio cuenta de que perdía contacto, de que la voz de Aitor se desvanecía mientras le daba órdenes al cochero. Se esforzó por permanecer consciente. Debió de haber perdido el sentido durante algunos segundos. Cuando volvió en sí, estaba en el interior del carruaje, que arrancó con una sacudida que en nada ayudó al malestar en su estómago.

La palidez de Emanuela lo aterraba, lo mismo que un momento atrás cuando la sintió desmadejarse por completo entre sus brazos. La acomodó en el asiento del carruaje y se ocupó de abrir las ventanillas para que se ventilase el interior y de correr los visillos para repararla del sol. Le quitó el rebozo de ñandutí y le secó el rostro perlado de sudor. Le apartó los rizos que se le pegaban a la frente y a las sienes y le besó los labios blanquecinos. Le abrió la casaca y le aflojó el peto, ajustado con unos cordones; tiró de las mangas y la liberó de ambas prendas; la dejó en camisa, confeccionada en una holanda tan fina que se le transparentaban los pezones relajados y rosados y los lunares del seno izquierdo; los del derecho, no se veían. Tomó el abanico de la escarcela de su esposa y lo aventó delante de su rostro y sobre el escote sudado. Un erizamiento cubrió los brazos de Emanuela, y le crispó los pezones, que avanzaron bajo la tela con una tonalidad encarnada. Aitor se obligó a apartar la vista.

—Aitor…

—¿Qué, amor mío?

—Ya me siento mejor. Gracias.

—Descansa. Falta poco para llegar a casa.

—¿Y los niños?

—No te preocupes por ellos. Romelia, Renato y Jerónimo se harán cargo.

Había caído un aguacero la noche anterior, por lo que las calles estaban intransitables. Aitor insultaba cada vez que el carruaje se sacudía y Emanuela fruncía el entrecejo. La cargó en brazos dentro de la casa, y ordenó a doña Inmaculada que preparase un baño con agua apenas tibia. La condujo hasta la recámara y la depositó en el lecho. La desnudó, y luego, mientras se desvestía, la observaba. Se había ovillado de costado y parecía dormir. Desnudo él también, la recogió de la cama y entró en la sala de baño después de asegurarse de que las esclavas se hubiesen marchado. Probó el agua con el pie; estaba a la temperatura justa. Se acomodó contra la pared de la bañera frente a la ventana y colocó a Emanuela sobre su torso. La rodeó con los brazos y le besó la sien.

—¿Te sientes mejor?

—Sí.

—¿Qué sucedió?

—El calor, la falta de aire… Había mal olor. —No mencionó los nervios a causa del inquisidor.

—Sí, había mal olor. A los peninsulares les gusta bañarse tanto como trabajar.

Emanuela ahogó una risita, y Aitor sintió que le volvía el alma al cuerpo. Entrelazó los dedos con los de ella y le elevó la mano izquierda, en la que Emanuela lucía el anillo de topacios y zafiros.

—No sé qué haría si algo malo te sucediese —pensó en voz alta.

—Nada me sucederá. Fue solo una indisposición ligera. Ya me siento mejor.

—Te quedarás en cama todo el día. Quiero que descanses. Desde que se fueron Aurelia y Delia, has trabajado el doble.

El matrimonio de Aurelia y Manuel, que tanta felicidad había significado para Emanuela, también se había convertido en un desafío para el funcionamiento del hogar, pues a los pocos días de la boda, los recién casados expresaron su anhelo de regresar a la mina, lo mismo Delia, a quien su esposo Ismael reclamaba. El capataz de La Emanuela les había permitido partir, a su mujer y a su hija, por un tiempo limitado, para que diesen una mano a Almanegra en la organización de la casa nueva de Asunción, sobre todo para contratar al servicio doméstico y comprar esclavos, tarea que habían desempeñado con excelencia, como lo demostraba el ojo que habían tenido al emplear a doña Inmaculada, una viuda originaria de Tenerife que llevaba la casa con mano férrea. Sin embargo, por muy buena que fuese el ama de llaves, la deserción de Aurelia y Delia se hacía sentir, y las cuatro esclavas, incluida Romelia, y los dos esclavos no daban abasto para ocuparse de los variados aspectos de una casa tan grande.

Por su parte, Manuel quería volver a la mina. Valoraba que Almanegra le hubiese encomendado la custodia de su bien más preciado, pero no disfrutaba de su trabajo como guardia del cuerpo. Sabía, además, que su suegro lo echaba de menos y que el guaraní que lo había reemplazado, buen extractor de casiterita, resultaba incompetente para manejar a los mineros; carecía de la autoridad para dar órdenes a quienes habían sido sus pares hasta poco tiempo atrás. Al final, Aitor accedió a que regresasen, y se marcharon en las vísperas de Navidad. Desde ese día, aguardaba la llegada de Lindor Matas, el único a quien, además de Manuel, le habría encargado la seguridad de su casa y de su familia; junto con él arribarían unos indios para engrosar el número de guardias y Ciro, que se ocuparía de su cuidado personal y aligeraría las tareas de Emanuela. En el ínterin, se mantenía muy atento a los movimientos de su mujer, y prácticamente la seguía a sol y a sombra, pues no confiaba en nadie. Oliveira y Laurencio nieto seguían allí fuera, acechando, esperando para golpearlo donde pudiesen aniquilarlo.

—¿Qué sucede? —se preocupó Emanuela—. Has temblado.

—No. —Le besó el hombro—. Ha sido un escalofrío. Salgamos.

Aitor la envolvió en un lienzo y la cargó en brazos.

—Me siento mejor. Puedo caminar.

—Pero yo quiero llevarte en andas todo el día.

Emanuela le rodeó el cuello y le olisqueó la piel húmeda. Se durmió mientras Aitor la secaba con pasadas suaves y lentas. La despertaron Octavio y Argos, que se subieron a la cama y se acurrucaron junto a ella. Emanuela, sin levantar los párpados, que le pesaban como si fuesen de plomo, sonrió y acomodó al niño en su regazo. Conversaron en voz baja, como si temiesen despertar a alguien, y acabaron por dormirse los tres. Aitor regresó una hora más tarde seguido por una esclava, que traía un almuerzo tardío para la señora, y se topó con el cuadro. Sin apartar la mirada de su hijo y de su mujer, abrazados y dormidos, indicó a la muchacha que colocase la bandeja sobre el escritorio.

Lo atraía la imagen que componían la madre y el hijo, más allá de que habría resultado difícil adivinar el vínculo al apreciar el contraste entre la piel casi traslúcida de la mujer y la oscura del pequeño. Aun en sueños, Emanuela sujetaba a Octavio contra su pecho con posesiva actitud, y el niño se aferraba a ella con la confianza de saberse amado incondicionalmente por esa mujer. La imagen lo atraía, sí, aunque también despertaba sus demonios más oscuros, los celos, la envidia y la rabia. Existía un lazo entre esos dos más poderoso que el que la ataba a él. Esa criatura había crecido en su vientre y se había alimentado de sus pechos, y ella estaba dispuesta a dar la vida por preservar la del niño, al igual que el niño había demostrado estar dispuesto a darla por su madre el día del ataque de Laurencio nieto. «Has sido tú el que lo puso dentro de ella», reflexionó, y las garras de la envidia se aflojaron. «Ese niño es tan tuyo como de ella», persistió la voz, y se acordó de lo que le había dicho su pa’i Ursus, que lo conocía como pocos: «Emanuela ama a su hijo porque nació de sus entrañas, pero sobre todo lo ama porque es tuyo».

Argos, que había parado las orejas apenas entraron en la recámara, lo observaba con el gesto flemático que lo caracterizaba. Agitó la mano para indicarle que se apartase y, si bien el perro se bajó de la cama, no abandonó la habitación, y Aitor sabía que no lo haría sin su pequeño amo. Le debía mucho a ese perro; lo palmeó entre las orejas e hizo una nota mental para hacerle preparar un buen plato de arroz con riñones.

Se sentó en el borde de la cama y acarició la mejilla de Emanuela con el dorso de los dedos. Octavio hizo unos ruiditos con la boca, se pasó el puño por los ojos y los abrió. Al descubrir a su padre, apretó las cejas.

—¿Qué te dije de venir a molestar a tu madre? —le recordó, sin severidad.

—Yo no la molesto.

—No me molesta —confirmó Emanuela, con una sonrisa y sin levantar los párpados.

—Ha llegado tu tío Juan —anunció Aitor—. Quiere que lo acompañes al desfile por el natalicio del rey.

—¿De veras? —Aitor asintió—. ¿Tú vendrás, mamita?

Le dolió que su hijo no le preguntase también a él. Alzó la mirada y se encontró con los ojos sabios de su Jasy, que estiró la mano y le contuvo la mejilla. Él se la besó.

—No, hijito. ¿Por qué no invitas a tu padre? Estoy segura de que le gustará ir contigo y tus hermanas.

—¿Te gustaría? —se sorprendió Octavio, y lo miró con una expectación que le arrancó un corta carcajada, más emocionada que divertida. Lo levantó de la cama y lo sentó sobre sus piernas.

—Me gustaría mucho, hijo.

Octavio lo sorprendió echándole los brazos al cuello y plantándole un beso en la mejilla. Saltó de la cama sin darle tiempo a reaccionar, lo cual era extraño teniendo los sentidos aguzados como se esperaba de un buen cazador.

—Ve a pedirle a Romelia que te peine y que te ponga la casaca —indicó Emanuela—. Y orina antes de salir.

El niño, sentado en el suelo, se colocaba los zapatos y asentía. Salió corriendo con Argos por detrás. Aitor se descalzó y se extendió junto a su esposa, que se movió hacia el centro de la cama para hacerle espacio. Se pusieron de costado y se miraron a los ojos.

—Abrázame como lo abrazabas a él.

—¿Cómo?

—Como si temieses que te lo arrebatasen.

Emanuela le cubrió la coronilla con el mentón, lo encerró entre sus brazos y le cruzó una pierna sobre la cadera. Lo apretó contra su cuerpo y sonrió cuando Aitor suspiró e hizo un sonido de complacencia.

—Si supiese que teniéndote así nunca nadie te apartará de mi lado, no volvería a soltarte.

—Jasy, nunca nadie me apartará de tu lado.

Al hablar, los labios de Aitor le acariciaron el escote, y su aliento le erizó la piel y los pezones, y ella, pese a la excitación, se preguntó: «¿De veras?», y se acordó del anónimo que rezaba que su esposo visitaba una casa frente a la parroquia de San Blas.

—No puedo vivir sin amarte, pero, por amarte como te amo, a veces me cuesta vivir.

—¿Por qué? —inquirió él, con acento angustiado.

—Porque sé en qué me convertiría si te perdiese, y ese conocimiento a veces empaña la felicidad que me das. Es una tontería, lo sé, pero no puedo evitarlo.

—No es una tontería. Ya lo hemos hablado y te comprendo. A mí me pasa lo mismo.

—Bésame.

Aitor le besó el cuello, el mentón después y le mordisqueó el labio inferior antes de apoderarse de su boca y penetrarla con una lengua que demostraba la ansiedad que había refrenado a lo largo del día. Se acordó de esa mañana, mientras la tenía desmadejada en el carruaje y la holanda traslúcida de la camisa le ocultaba malamente los pezones relajados y los lunares. La erección creció contra el calzón. Emanuela sonrió al percibirla en el muslo y la acarició.

—Basta o terminaremos como de costumbre, y tú todavía no te repones. —Emanuela se recostó sobre su pecho—. ¿Cómo te sientes?

—Mejor.

—Quiero que comas. Voy a buscar la bandeja…

—No, espera. Quiero quedarme así un momento. Abrázame.

—Está bien, pero después quiero que comas. Estás muy delgada.

—Lo haré —se apresuró a decir y, luego de una pausa, preguntó—: ¿No te gusto?

—¿Qué? —La sujetó por el mentón y la obligó a mirarlo—. Jasy, después haber fornicado sin parar desde que volvimos a estar juntos, ¿tú qué opinas? —Emanuela se puso colorada y bajó las pestañas—. Contéstame.

—Tú me fascinas, me quitas el aliento cada vez que te veo, desnudo, vestido, como sea. Quiero tener el mismo efecto sobre ti.

—Cuando dices esas cosas, me haces sentir como si fuese lo único que existiese en el mundo para ti.

—Lo eres y lo sabes. Tienes tanto poder sobre mí —expresó, con resignación.

—Todo el poder. —Aitor la colocó debajo de él, se sostuvo con los antebrazos para no aplastarla y le frotó el monte de Venus con su miembro—. Soy tu amo y señor. Tu dueño, tu rey, tu amante, tu esposo. Tu servidor, tu esclavo, tu prisionero, tu súbdito. Tu todo.

—Sí, mi todo.

—Hace veinticuatro años que te amo. Cuando era pequeño e inocente, no podía apartar mis ojos de tu rostro, tan perfecto me parecía. El color de tus ojos me hechizaba. Tú no te dabas cuenta pero te obligaba a sentarte donde la luz los iluminase. Después, cuando me hice un muchacho y empezaron a pasarme cosas contigo, y me sentía culpable porque tú todavía eras una niña, así y todo, ¿cuántas veces me masturbé pensando en esta boca en torno a mi verga? —Le aplastó el labio con el pulgar, y después lo pasó de una comisura a la otra—. ¿Cuántas veces me alivié en los calzones solo porque me apoyabas las manitas en el pecho? —Le sujetó una y le besó la palma y la muñeca donde sobresalían las venas azules—. Jasy, me has vuelto loco desde que era un niño de cuatro años y seguirás haciéndolo hasta que sea un viejo al cual la verga ya no se le pare.

—Viejo y todo, tu Jasy logrará que se te pare, ya lo verás.

Aitor profirió una carcajada y le mordisqueó el cuello. Emanuela se agitó y rio a causa de las cosquillas e intentó quitárselo de encima, lo que acicateó las caricias de él.

—¡Basta! —suplicó entre risas, y Aitor se apartó y la observó con embeleso.

—No sabes lo feliz que me hace verte bien de nuevo. Estaba tan preocupado. Hoy, cuando te desvaneciste…

Emanuela le acunó el rostro y lo interrumpió con un beso.

—Soy fuerte, Aitor.

—Lo sé, pero quiero que comas más. Por favor.

—Lo haré. No quiero que te aflijas por nada. ¿Ustedes almorzaron?

—Sí. No fue lo mismo sin ti. Parecíamos de luto. —Emanuela rio—. De veras. Los niños tenían caras largas, y yo no sabía qué hacer. Fue muy incómodo.

—Deberías haberles contado alguna de tus anécdotas en la selva. A un niño, nada lo complace tanto como oír una historia.

Llamaron a la puerta, y Aitor elevó los ojos al cielo y resopló.

—¡Qué! —preguntó de mal modo.

—Aitor, por favor —masculló Emanuela con urgencia.

—Soy yo, don Aitor.

—¿Qué necesitáis, doña Inmaculada?

—Don Juan y los niños están aguardándoos, señor.

—Iré enseguida. —Besó a Emanuela en los labios y abandonó la cama. Se calzó y se colocó la chupa y la casaca en silencio, y mientras se peinaba, le encontraba la mirada en el espejo—. Quiero que descanses el resto de la tarde. No te levantes. Le pediré a doña Inmaculada que te caliente la comida. Se ha enfriado.

—Gracias, amor mío. Aitor, por favor, que los niños no se expongan al sol. Temo que enfermen de tabardillo. Tú tampoco. Ni Juan. ¿Me has oído?

—Sí, señora, os he oído —contestó en castellano.

—Te amo.

Aitor se inclinó y la besó en la frente.

—¿Hasta dónde?

—Lo sabes.

—¿Hasta el Yvy Marae’y?

—Más allá de la Tierra sin Mal. Más allá de todo.

* * *

Ifrán y Bojons emergió de la tina y alborotó el aroma del vinagre al cual se había acostumbrado. El esclavo Cristóbal, que con los años se había vuelto eficiente y conocedor de los caprichos de su amo, le secó el cuerpo con un lienzo de algodón de Castilla y dando golpecitos para no lastimar las pústulas y ronchas. Le untó las heridas con un ungüento que, en principio, servía para cicatrizar y que, hasta el momento, no había demostrado sus propiedades. Lo cubrió con una camisa tan larga como la sotana y tan suave como áspera era esta. Los tiempos de sacrificios vanos habían terminado, como por ejemplo soportar la estameña del hábito sobre la piel lastimada. A veces elevaba la mirada hacia el Cristo crucificado entronizado en su despacho y se sentía culpable.

Recibió a Árdenas, que, como de costumbre, no tenía noticias sobre el tema que lo obsesionaba: Hernando de Calatrava.

—Domingo Oliveira y su gente han abandonado la búsqueda por un tiempo —admitió el cazador de brujas—. Yo la sigo por mi cuenta —se apresuró a añadir.

—¿Por qué la han abandonado?

—Tenían que atender unas cuestiones urgentes —mintió, pues sabía que habían huido debido al mandato de captura emitido por el gobernador Sanjust.

—Estoy muy disconforme con tu desempeño de los últimos tiempos, Árdenas.

—Excelencia, le he servido fielmente en todo —le recordó, con la vista al suelo— y hemos descubierto a muchas hechiceras, bígamos, judaizantes y sodomitas. Solo he fallado en encontrar a la señorita María Clara y a Calatrava.

—Has fallado en lo que más me interesa, en lo que me hizo aceptar venir a esta tierra olvidada de la mano de Dios en la cual me he enfermado, y por nada. —El dominico se sentó en su butaca, apoyó el codo en el brazo y se sostuvo la cabeza—. He estado pensando en regresar a Lima —dijo más para sí, y como Árdenas lo conocía, no habló—. ¿Estuviste en la misa por el natalicio del rey?

—Sí, Excelencia.

—Entre las personas encumbradas, las que se ubicaban cerca del altar, no muy lejos del señor gobernador, había un hombre que llamó mi atención, un indio.

—¿Un indio entre las personas encumbradas?

—Sí. Las ropas costosas que lo cubrían no podían ocultar su catadura. Llevaba el pelo larguísimo y trenzado y tenía el rostro oscuro cubierto de tatuajes.

Árdenas se tensó. Su Excelencia hablaba del hombre al que Oliveira, usando a un pobre diablo, había acusado de ser el bandolero Almanegra.

—¿Lo conoces?

—He oído hablar de él. Es un indio, sí, pero hijo de un hacendado, uno de los más poderosos del virreinato, don Vespaciano de Amaral y Medeiros.

«Amaral y Medeiros», repitió para sí el inquisidor, y se acordó de que el hombre había sido el primero en mencionar a la famosa niña santa de San Ignacio Miní.

—Averigua todo acerca de ese indio avenido en gran señor.

—Lo haré, Excelencia.

—Y ahora vete. El papeleo está tapándome y tengo que ponerme a trabajar, aunque sea el día del Señor y el natalicio del rey.

—¿Y el amanuense que estaba sirviéndoos, Excelencia?

—¿Sirviéndome? —se mofó el dominico—. ¡Estorbándome querrás decir! Lo despedí. Estoy buscando uno nuevo.

* * *

Aitor regresó del desfile con Octavio dormido en brazos. María Antonia y Ana Dolores lo seguían arrastrando los pies, extenuadas. Se habían divertido, y a él le había gustado verlos reír e intercambiar comentarios en armonía. Se dio cuenta de que se habían establecido vínculos entre sus hijos: Octavio admiraba e imitaba a Ana, mientras que María se refugiaba en Octavio, atraída por su simpatía y modos afables.

Durante la parada, les compró cocadas, buñuelos de piña y jugo de papaya, y después, a pedido de Octavio y guiado por las indicaciones de Juan, los llevó al sector del río Paraguay donde pescaban los payaguás. Se quitaron los zapatos y los calcetines y remojaron los pies mientras observaban con expresiones de asombro las redes de los indios cargadas de peces. El paseo se arruinó cuando Octavio comentó que don Leónidas los había llevado a ese sitio.

—¿Y tu madre os acompañaba? —preguntó a su pesar.

—A veces.

Pocos minutos después, sin reparar en las quejas de los niños, Aitor anunció que regresarían. Dejaron a Juan en el Colegio Seminario y siguieron hasta la casa. Octavio, ajeno al dolor que le había causado al mencionar al torero, apoyó la cabeza sobre sus piernas, se rebulló hasta encontrar una posición cómoda y se durmió. Aitor lo observaba, perplejo en un primer momento, más relajado cuando los débiles ronquidos de su hijo lo hicieron sonreír. Eran tan parecidos y, al mismo tiempo, tan distintos. Ese niño, sangre de su sangre, amado y respetado desde el día de su nacimiento, poseía un espíritu alegre y amoroso, como el de su madre, y ahí radicaba la gran diferencia entre ellos.

Se negó a entregárselo a doña Inmaculada, a quien indicó que se ocupase de las niñas, y lo cargó hasta su recámara, donde lo recostó sobre la cama y lo desvistió, asombrado de que no se despertase. Él, a su edad, saltaba al mínimo ruido o movimiento, y había aprendido a dormir con un ojo abierto después de que Laurencio abuelo se divirtiese dándole vuelta la hamaca o sacudiéndolo en sueños. Su hijo, en cambio, confiaba en el mundo porque solo conocía la parte bella, y él se ocuparía de preservarlo de la fea.

No lo cubrió con la sábana; hacía mucho calor. Se inclinó y le apoyó los labios en la mejilla cálida, que le resultó suave y mullida, y arrastró la nariz para olfatearle el cuello, donde Emanuela lo perfumaba, y lo besó en la sien, en el carrillo, en la frente, en la barbilla respingona, semejante a la de la madre.

—¿Mamita? —farfulló Octavio, sin abrir los ojos.

—No, hijo. Soy tu padre.

—Papito —susurró, y se durmió enseguida.

Aitor percibió la alegría como unas cosquillas que le abarcaron el pecho y se lo calentaron, y no fue hasta ese momento en que su hijo lo había llamado como llamaba a su madre que admitió cuánto lo había anhelado. Palmeó la cabeza de Argos y abandonó la habitación ansioso por reencontrase con Emanuela. La halló sentada frente al tocador; Romelia la peinaba.

—¿Por qué no estás en la cama? —inquirió con más dureza de la intencionada.

—Estoy preparándome para el baile por el natalicio del rey. El gobernador nos envió una invitación. ¿Lo recuerdas?

—No iremos. No te has sentido bien y no quiero que te esfuerces —expresó, mientras se quitaba la casaca y se desabotonaba la chupa.

—Me siento bien. He comido el almuerzo y dormido hasta recién. ¿Cómo les fue en el desfile?

—Bien. Muy bien —añadió para suavizar la respuesta—. Octavio está durmiendo y las niñas están preparándose para ir a la cama. Quedaron extenuados.

—¿No cenarán? —se preocupó Emanuela.

—Se atiborraron de dulces en el desfile. No sigas peinándola, Romelia —ordenó en castellano—. No iremos.

Emanuela abandonó el taburete y caminó hacia Aitor. Este, pese a que el humor había vuelto a agriársele al acordarse de que su mujer se había paseado por el río con el torero, no pudo evitar admirar la manera en que la bata de seda se le ceñía a la cintura y cómo se le ajustaba en los senos. Apretó las mandíbulas cuando sintió la presión bajo el calzón solo porque Emanuela le acariciaba los pectorales a través de la tela de la camisa y le sonreía.

—No sería bueno faltar. Se entendería como un agravio al rey y al gobernador.

—El rey y el gobernador me…

Emanuela lo calló con el índice sobre los labios. Aitor cerró los ojos y lo succionó, sin importarle que Romelia anduviese por allí.

—Tengo deseos de ir. Es la primera vez que asistiré a un baile por el natalicio de un rey. Estoy intrigada.

—¿De veras te sientes bien?

—¿No luzco bien? —se desanimó.

—Estás preciosa. —La sonrisa de Emanuela le causó el mismo efecto del «papito» de Octavio, le calentó el pecho—. Iremos —cedió, con un suspiro.

—¡Gracias, amor mío! —Se colgó de su cuello y lo besó en los labios, y Aitor le encerró la cintura, apenas cubierta por la delgada seda, y profundizó el beso, y ninguno prestó atención cuando llamaron a la puerta. Romelia abrió y recibió la esquela que una esclava le extendía. Era para el amo Aitor; acababan de entregarla. Aitor quebró el sello y la leyó con un ceño que fue acusándose en tanto sus ojos recorrían las líneas.

—¿Qué sucede? —se preocupó Emanuela.

—Nada grave. Se ha presentado algo en la barraca del puerto y Conan me necesita —explicó, mientras se ponía de nuevo la chupa y la casaca—. Regresaré en media hora para llevarte al baile.

Emanuela no contestó y se quedó de pie en medio de la habitación mirando la puerta que acababa de cerrarse detrás de Aitor.

* * *

El carruaje se detuvo, y Emanuela corrió el visillo. Los fanales del coche iluminaban a duras penas el entorno. A unas varas avistó una iglesia —debía de ser la de San Blas—, alejada del sector principal de la ciudad y ubicada en un paraje solitario. El cochero abrió la puerta, y los dos guardias, Renato y Jerónimo, que los habían escoltado a caballo, asomaron sus caras preocupadas.

—Allí está el caballo de don Aitor —indicó uno de los hombres, y señaló hacia una propiedad frente a la iglesia.

Emanuela trastabilló en la zancajera, y el cochero la sostuvo del antebrazo. Las esperanzas de que el anónimo mintiese acababan de desvanecerse. Solo deseaba que se tratase de la casa de Conan; él mismo le había comentado que se encontraba en ese sector de la ciudad. Sin embargo, en tanto avanzaba hacia la construcción y avistaba la silueta de Creso, esas esperanzas también comenzaron a esfumarse. Notó que la puerta de dos hojas estaba entreabierta. Guardó silencio, y le pareció oír un llanto. Se dio vuelta e indicó al cochero y a los guardias, con un ademán de mano, que la aguardasen allí. Se movía guiada por el instinto y un impulso temerario mientras empujaba la puerta y entraba en una casa a la que no había sido invitada ni sabía a quién pertenecía. Ingresó en un vestíbulo y enseguida se halló dentro de un patio bien iluminado. Se cubrió la boca al descubrir a Aitor y a Engracia abrazados. La mujer hundía el rostro en su pecho, y él le apoyaba el mentón en la coronilla. Ella se aferraba a su espalda, y él le circundaba los hombros en un gesto posesivo. La intimidad y la confianza entre esos dos eran palmarias.

Emanuela salió de la casa, y recién afuera llenó los pulmones del aire húmedo de la noche. Un dolor intenso le traspasó el pecho, y emitió un sollozo.

—¡Doña Manú! —se preocupó Jerónimo—. ¿Se encuentra bien? Está pálida.

—Sí, sí —susurró—. Llévame al baile del gobernador.

* * *

Conan se precipitó dentro de la casa sin llamar —la puerta estaba abierta— y se sorprendió al toparse con Aitor y Engracia abrazados. La mujer lloraba y Aitor la consolaba. Se aproximó con actitud tímida.

—Buenas noches.

—¡Conan! —exclamó Engracia, y lo abrazó.

—Lo siento tanto —susurró—. Máximo era un gran hombre.

—Sí, lo era —acordó la mujer.

Tomaron asiento en una salita. Engracia se secaba los ojos y se sonaba la nariz, mientras los hombres la contemplaban con gestos apenados.

—Me atormenta pensar que sufrió una muerte dolorosa —se descorazonó la mujer.

—Según Hugo —Aitor se refería a uno de los tres guaraníes que integraba la guardia del cuerpo de Máximo de Atalaya—, no sufrió. Recibió un tiro en la cabeza que lo mató en el acto.

—¡Oh, Dios bendito!

—¡Aitor! ¡Hombre, modérate!

Aitor agitó los hombros, le imprimió un gesto compungido a sus facciones y guardó silencio.

—¿Qué más dijo Hugo? —quiso saber Conan.

—Mataron a todos, y a él lo dieron por muerto.

—¿Cómo está?

—Tiene una herida en la sien provocada por el roce de una bala. Nada serio, pero lo dejó inconsciente. Eso confundió a los atacantes. —Aitor bajó la vista y apretó los puños—. Dice que Contreras los vendió y que huyó con la existencia de caramelos, que no era mucha, y con el dinero que habían recaudado en Lima, una pequeña fortuna. ¡Maldito hijoputa!

El instinto siempre le había dictado que no confiase en ese gusano. Lo toleraba porque necesitaba hombres para el trabajo duro de la mina y porque se sentía en deuda; después de todo, el antiguo blandengue había desertado para ayudarlo a huir de la cárcel de Buenos Aires. Se trataba de una nueva lección aprendida con dureza, como todas en su vida: no permitir que los sentimientos le impidiesen seguir los dictámenes del olfato.

—Lo que más me preocupa es que Contreras conoce la ubicación de la mina. Temo que guiará a los salteadores hasta allá. Conan, necesito que envíes a Carmen a La Emanuela mañana, a primera hora, con un mensaje. Quiero que todos estén prevenidos de un posible ataque. Hay que reforzar la vigilancia. Mañana me ocuparé de despachar un cargamento de armas que compré a unos contrabandistas de Colonia.

—Ahora mismo me marcho para redactar el mensaje y entregárselo a Carmen. —Se puso de pie—. Me sorprendió encontrarte aquí. Cuando estaba llegando, me crucé con un carruaje que se dirigía hacia el centro y estoy seguro de que era uno de los tuyos.

Aitor se incorporó en la silla y entrecerró los ojos.

—¿De qué estás hablando?

—Sí, estoy seguro de que era uno de tus carruajes. Vi claramente el escudo de los Amaral y Medeiros en la portezuela.

Se puso de pie, y Engracia lo imitó.

—¿Ya te vas, querido? —La mujer le apoyó las manos en las solapas de la casaca.

—Sí. Debo asistir al baile por el natalicio del rey. Volveré mañana. Trata de descansar. —La besó en la frente y salió de la casa. Saltó sobre el caballo apremiado por un mal agüero, que se confirmó cuando doña Inmaculada le informó que doña Manú había partido hacia el baile.

Guió el caballo dentro del patio del fuerte, atestado de carretas —pocos contaban con el lujo de un carruaje en esa ciudad tan pobre— y de gente. Un mozo de paja y cebada le salió al encuentro y se hizo cargo de Creso. Cruzó el pórtico e ingresó en uno de los salones. La distinguió enseguida entre las parejas que bailaban un minueto, y la rabia que se le había esfumado un poco al descubrir que Emanuela lo hacía con el jefe de Policía, se le reavivó al verla sonreírle a Leónidas Cabrera, que la desnudaba con la vista desde el confín de la improvisada pista de baile. Si no intervenía, el malnacido cometería la osadía de invitarla a bailar y él tendría que degollarlo.

Emanuela le sonrió a don Leónidas a sabiendas de que Aitor la observaba. Debía de estar furibundo; regresar a la casa y saber que ella había partido sin él debió de sorprenderlo primero, encolerizarlo después. No le importaba. Había llorado durante el trayecto hasta el fuerte; en ese momento, quería demostrarle… ¿Qué deseaba demostrarle? En realidad, quería lastimarlo. Estaba mal, lo sabía; no obstante, le resultaba imposible cambiar el curso de su determinación, que se afianzaba en su mente en tanto la imagen de esos dos abrazados se le grababa como a fuego. Lo vio avanzar hacia el centro de la pista y supo que no le importaría armar un escándalo y arrastrarla fuera. Se anticipó para evitar hacer el ridículo.

—Si me disculpáis, don Venancio, deberé dejaros antes de que finalice la pieza. Mi esposo acaba de llegar y debo entregarle un mensaje urgente.

El hombre la tomó de la mano y la guió en dirección a Aitor, que esperó a que lo alcanzasen. Saludó con cortedad al jefe de Policía, aferró a su esposa por el brazo y la condujo fuera del salón, hacia el patio del fuerte, donde su carruaje se distinguía fácilmente. Emanuela levantaba el ruedo de la basquiña y correteaba para seguirle el paso. El cochero y los guardias se aproximaron a la carrera.

—Renato, ocúpate de Creso. Volveré en el carruaje con mi esposa. Se lo entregué a aquel zagal.

—Enseguida, don Aitor.

Empujó a Emanuela dentro del vehículo y cerró la portezuela con un golpe excesivo, que la sobresaltó.

—¡Por qué carajo viniste sola al baile! ¡Te dije que me esperases! ¡Por qué mierda estabas sonriéndole al imbécil de Cabrera!

—Qué cínico.

—¿Qué? ¡Mírame cuándo me hablas! ¡No te oigo!

Emanuela apartó la cara de la ventilla y la volvió hacia Aitor.

—He dicho que eres un cínico. Me gritas y cuestionas mis acciones cuando tú estabas en casa de tu amante, abrazándola.

—¿Fuiste a lo de Engracia? —Emanuela lo miró fijamente y no contestó—. ¿Por qué?

—No importa. Ya nada importa.

Aitor le sujetó por los brazos, debajo de las axilas, y la atrajo hacia él con un movimiento brusco.

—¿Qué dices? —preguntó con angustia mal disimulada—. ¿Ya no importa?

—Toda la confianza que había comenzado a restablecerse en mi corazón fue destruida esta noche. Mañana prepararé mi regreso a Orembae. Los niños y yo viviremos con mi sy y don Vespaciano. No quiero volver a verte.

Aitor experimentó un terror como solo Emanuela podía causarle con palabras como las que acababa de pronunciar y con esa mirada.

—¿Qué estás diciendo? ¡Has perdido el juicio!

—Aitor, estoy cansada, no quiero discutir.

—¡Pero vamos a hacerlo, lo quieras o no! Jasy…

—No, Aitor. Volviste a traicionarme, y creéme, no te culpo. Aquí la única culpable soy yo por caer una y otra vez en tus trampas.

—Amor mío, no es lo que tú piensas.

—Estabas con ella, abrazándola como me abrazas a mí.

—No, nunca como te abrazo a ti —afirmó con vehemencia, e intentó acariciarle la mejilla.

—¡No me toques! Y suéltame, por favor. Estás haciéndome daño.

—Jasy, estaba consolándola. Acababa de recibir la noticia de que su esposo fue asesinado cerca de San Isidro de Curuguaty.

Emanuela ahogó una exclamación y se quedó mirándolo.

—Lo siento por el pobre hombre, pero eso no cambia en nada lo que yo vi.

—Estaba consolando a una amiga.

—¿Una amiga? Aitor, por favor. Además, ¿desde cuándo eres compasivo? Ni siquiera muestras compasión a tus propios hijos. ¿Por qué a ella sí? Te lo diré: porque estás enamorado de ella.

—¡Qué dices!

Emanuela agitó la cabeza y cerró los ojos en un gesto de hartazgo.

—Basta, Aitor. Basta. Corriste a ella apenas leíste la nota que te envió, me dejaste tirada como un trasto… —Alzó la mano para hacerlo callar—. No me interrumpas. Me mentiste. Me dijiste que irías al puerto…

—Sabía que si te decía que se trataba de Engracia, te inquietarías. Habías estado mal todo el día. No quería perturbarte.

—Elegiste mentirme, como siempre. Así no se construye la confianza.

Un mutismo tenso se apoderó del cubículo. Emanuela se arrastró por el asiento y se ubicó en el otro extremo. Fijó la vista en el exterior oscuro y ominoso, como oscuro y ominoso se presentaba el futuro sin Aitor. Las lágrimas caían, y ella las secaba con disimulo; no quería que supiese que lloraba.

—¿Cómo te enteraste de dónde vive Engracia?

Se tensó al oírlo pronunciar el nombre de ella, y toda clase de imágenes la atormentaron. Se aclaró la garganta antes de hablar.

—Tiempo atrás recibí un anónimo. Allí me preguntaban si sabía por qué tú visitabas de continuo una quinta frente a la parroquia de San Blas.

—¿Un anónimo? ¿Y nunca me lo mencionaste? —Emanuela eligió el silencio como respuesta—. ¿Y tú me hablas de confianza?

—Porque quería confiar en ti, no le di importancia. Pero se ve que era cierto. La cuestión es vox populi. Todos saben que me engañas con ella. Como siempre en estas cosas, la principal perjudicada es la última en enterarse.

Aitor se lanzó sobre ella y la aferró por los hombros. Emanuela lanzó un grito. Aitor la obligó a mirarlo sujetándole la mandíbula.

—¡No te engaño con ella! ¡No es mi amante! ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?

Emanuela se rehusó a mostrarse asustada y lo contempló con desprecio.

—Suéltame. No vuelvas a tocarme con las manos que la tocan a ella. No lo soporto.

La soltó de inmediato y apartó el rostro. No reconocía a su Jasy en el gesto y en los ojos endurecidos de esa mujer.

* * *

Se había instalado en una de las habitaciones para huéspedes, la que habían ocupado su sy y don Vespaciano. La cama le resultaba incómoda y demasiado grande. Echaba de menos los brazos de Aitor en torno a ella, su olor, su respiración, la familiaridad con que sus cuerpos se amoldaban. La angustia continuaba alojada en el pecho aunque ya no le quedase energía para llorar. La almohada aún conservaba la humedad de sus lágrimas. Le dolía la cabeza y padecía el cansancio en cada articulación, en cada músculo. El sueño la rehuía y el miedo la ahogaba.

Se alarmó al escuchar el crujido de los goznes a sus espaldas, y luego de un instante de pánico en el que no se atrevió a volverse, supo que se trataba de él. ¿Qué hora sería? Calculó las tres de la madrugada. Una luz tenue teñía la recámara a medida que él se aproximaba. Lo oyó depositar la palmatoria sobre la mesa de noche y oyó también el roce de la bata mientras se la quitaba. Debajo estaría desnudo, conjeturó. El colchón cedió con el peso de él.

—No lo hagas. No te acuestes a mi lado.

Aitor hizo caso omiso de la orden y se extendió junto a ella. Le apartó el cabello de la espalda, donde arrastró los labios y refregó la cara mojada y la acarició con las pestañas aglutinadas. Emanuela apretó los párpados y tragó para deshacer el nudo en la garganta. La había hecho sufrir, y en lugar de querer vengarse, anhelaba consolarlo.

Aitor la encerró entre sus brazos. Emanuela luchó para quitárselo de encima y se detuvo de pronto cuando él, con llanto en la voz, le suplicó:

—No me dejes. No puedo vivir sin ti. Me prometiste que nunca volverías a dejarme.

—Me prometiste que no volverías a engañarme. Me dijiste que era una promesa que no te costaría cumplir.

—No he faltado a mi palabra siquiera una vez. Te lo juro por la vida de mis hijos. Tú, tú y solo tú. Tú me consumes, Emanuela, me devoras. Estoy enfermo de amor por ti. Existo para ti. En torno a mí no queda nada excepto tú.

—Suéltame —ordenó tras un silencio—. Necesito incorporarme.

Aitor retiró los brazos lentamente, como si temiese que desapareciera o que echase a volar. Se sentaron en la cama, uno frente al otro, y a él le dolió que ella se cubriese con la sábana. Se obligó a mirarla a los ojos. Le temía y la deseaba, y la ansiedad que eso le provocaba bullía en sus venas.

—No soporto que creas que te he traicionado cuando no lo he hecho ni con el pensamiento. —Que ella no respondiese era insoportable; prefería que le gritase y lo arañase—. Te amo a ti, solo a ti.

—Lo sé, pero también sientes algo por ella, y eso me lastima profundamente porque en mí solo hay sitio para ti. Siempre he tenido que compartirte con otras. Ya no lo soporto.

—Nunca me has compartido con nadie. Mi corazón es solo tuyo.

—¡No lo es! Sé que sientes algo por ella. Te vi, Aitor, vi cómo la abrazabas.

—Sí, siento algo por ella, lo mismo que tú sentías por Lope, lo mismo que sientes por Micaela o por Titus. Yo no podía comprender lo que sentías por ellos hasta que conocí a Conan y a Engracia, los únicos amigos que tengo. Pero mi amor de hombre ha sido y siempre será solo para ti, lo creas o no.

—Viviste seis años con ella. ¡Compartían la misma casa! Ella te cocinaba, lavaba tu ropa…

—¡No, jamás! De mis cosas se ocupaban Delia y Aurelia. Ella, no.

Emanuela se sujetó la cabeza y la agitó, confundida, triste, destrozada.

—Jasy…

—Vivieron juntos seis años, Aitor —sollozó, pese a que se había exhortado a resistir—. ¿Cómo es posible que no albergues sentimientos por ella?

—Es posible, Emanuela. No siento por ella como hombre sino como amigo.

—Me cuesta creerlo.

—Conan está enamorado de Engracia. —Emanuela abrió los ojos y lo miró fijamente—. Saberlo no me causa nada, solo el deseo de que ella lo corresponda. En cambio, si alguno te mira dos veces —apretó los puños, y la boca se le convirtió en una línea tensa—, soy capaz de arrancarle el hígado, de destrozarlo con mis dientes. Hoy, cuando te vi sonreírle al bardaje de Leónidas…

—Basta, por favor —suplicó en un murmullo—. Don Leónidas no significa nada para mí.

—Jasy… —empezó a decir, y se detuvo cuando ella cuadró los hombros y ajustó un poco más la sábana en torno al pecho.

—Aitor —expresó con finalidad, y a él se le cortó el respiro—, con el pasado que tú y yo compartimos, ¿crees que puedes jugar con fuego? ¿Por qué? ¿Porque la tonta de Emanuela te aguantará y te perdonará siempre?

—No, no… —susurró, y extendió la mano para tocarla, pero ella se retrajo.

—Por cierto que sea que solo eres amigo de Engracia, tu pasado te condena. Tienes que comprender cuál es la situación. No puedes ser amigo de una mujer con la cual compartiste seis años de tu vida, con la cual tuviste la misma intimidad que tienes conmigo.

—¡No compares lo que tú y yo tenemos con nada! Lo que tú y yo compartimos es único. Y sagrado.

Emanuela dejó caer la cabeza y emitió un suspiro exhausto.

—Aitor, ¿cómo puedes exigirme que, después de todo lo que padecí con tu traición, me quede tranquila y te sonría cuando visitas frecuentemente a la mujer con la cual cohabitaste durante seis años?

—Para mí no es importante, por eso nunca lo entendí de ese modo. Fui un egoísta…

—Como siempre.

—Sí, como siempre. No supe ponerme en tu lugar, ahora lo comprendo. Perdóname, amor mío —imploró, y extendió las manos, que, luego de unos segundos, cayeron sobre el colchón—. Tienes razón. Siempre tienes razón. Terminaré mi amistad con Engracia. ¿Eso te dejaría más tranquila?

—Sí, quiero que tu amistad con ella termine, como yo terminé la mía con don Leónidas.

—Así lo haré, y no volveré a visitarla, y manejaremos el negocio a través de Conan. —La contempló con un gesto en el que la súplica y el miedo estaban impresos en cada plano de su rostro—. Jasy, perdóname —barbotó en un soplido impregnado de llanto—. Perdóname. —Inclinó el torso y apoyó la frente en la rodilla de Emanuela.

No lo tocó. Se quedó mirando cómo la cabeza de Aitor se mecía con el llanto. Percibía la humedad de su aliento sobre la piel que él mojaba con lágrimas y saliva. Le creía, creía que la amaba tan locamente como ella a él; le creía que solo sentía afecto por Engracia y que no había experimentado celos al saber que Conan estaba enamorado de la mujer que había sido su amante durante seis años. Le creía porque sabía que era verdad. Nadie lo conocía como ella, nadie veía su alma con la claridad que ella la veía; la compartían, era la misma. Le apartó el cabello y le acarició la espalda, y el llanto de Aitor se intensificó, y sus brazos le rodearon las caderas y la pegaron a él. Acabó enredado en torno a ella, sujetándola con una angustia visceral, mientras ella se volcaba hacia delante y le besaba entre los omóplatos, sofocada de amor y de compasión por ese hombre poderoso, invencible, que todo lo podía y que lloraba como un niño entre sus piernas, aferrado a ella como si de la vida se tratase. Nunca lo abandonaría; era una verdad tan contundente como que al día siguiente saldría el sol.

—Shhh… Cálmate.

—Dime que no me dejarás.

—No te dejaré.

—Gracias, amor mío. —Se quedó quieto, ovillado en torno a ella, la cara pegada en su muslo, las manos ajustadas en la base de su espalda. Poco a poco, la paz retornaba, y una somnolencia le entorpecía los miembros, le pesaba en los párpados. Debió de quedarse dormido. Se despertó con un sobresalto, y el corazón le golpeó el pecho al darse cuenta de que Emanuela no estaba.

—¡Emanuela! —la llamó con acento atormentado.

—¡Aquí! ¡Aquí estoy!

Se asomó tras el cortinado del tornalecho y la vio avanzar hacia la cama a paso rápido. El camisón, de una tela delgada para esas noches bochornosas, se le pegaba a las piernas, a los senos, le marcaba los pezones, y la luna que bañaba la estancia la desnudaba con su luminiscencia. Extendió los brazos y la sujetó por las muñecas, y la atrajo hacia él con rudeza, no le importaba; la desazón causada por la pesadilla y por haberse despertado en una cama desierta lo volvían impaciente. La recostó y la cubrió con su cuerpo.

—¿Dónde estabas?

—Junto a la contraventana, mirando el jardín.

—¿No podías dormir?

—No.

Aitor alzó la cabeza, y sus miradas se entrelazaron en la penumbra. Todavía la sentía tensa, lejana, reacia.

—Por mi culpa —afirmó, y Emanuela no contestó; lo habría lastimado con la verdad, que no conciliaba el sueño por su culpa, pues cada vez que cerraba los ojos, los veía a él y a Engracia abrazados, y otras imágenes se le echaban encima con el peso de un aluvión.

Aitor le besó el rostro con delicadeza, y Emanuela bajó los párpados para apreciar la morbidez de sus labios, que se aplastaban apenas sobre la piel. La expectación fue creciendo mientras los besos de él le cubrían la cara excepto los labios, que se entreabrían para soltar el aliento cada vez más agitado. Ella ejercía un gran poder sobre él, pero él también sobre ella, porque minutos atrás le habría resultado impensable que el deseo volviese a dominarla, no mientras las imágenes de Aitor y Engracia copulando destellaban en su mente. Había bastado que esos labios mullidos le recorriesen el rostro para que ella comenzase a aflojarse y para que la húmeda calidez brotase entre sus piernas. Por fin la besó en la boca, y sus dedos se le clavaron en la espalda, y su pelvis se restregó contra la erección. La penetró con la lengua, y Emanuela gimió. Deslizó las manos hasta cerrarlas en las nalgas de él. Aitor arqueó el cuello y soltó un clamor doliente. Cuando entró en ella, no halló rastro de la apatía inicial, sino la viscosa y tibia humedad que le confirmaba que estaba lista para recibirlo.

Acabaron sudados y acalorados, y sin embargo no conjuraban la voluntad para apartarse y tomar un respiro. Aitor seguía dentro de ella, y ella seguía prendida al cuerpo de él, las piernas en torno a su cintura, los talones clavados en sus nalgas, las manos en su nuca.

—Te amo, Jasy, amor de mi vida, razón de mi existencia, te amo —afirmó sobre la boca de ella—. ¿Puedes sentir cuánto te amo?

—Sí.

—Nunca vuelvas a dudar de que mi amor es solo para ti. No hay sitio para nadie en mí excepto para mi Jasy. —Se contemplaron al resplandor de la luna—. Dios bendito, es tan fuerte esto que siento por ti. Ojalá pudieses leer mi mente, ver lo que hay en mi corazón.

—Puedo, soy la única que puede, y por eso estoy aquí todavía y no me iré a ningún sitio.

—Gracias —masculló Aitor con timbre quebrado—. Si me faltases… —empezó a decir, y calló repentinamente—. Hoy, cuando te descompusiste en la iglesia, sentí tanto miedo —insistió, y Emanuela comprendió que lo había afectado más de lo que le había permitido entrever.

—Ya te dije que fue solo a causa del calor y del mal olor.

—Lo sé, lo sé, pero durante esos segundos en que quedaste como sin vida en mis brazos, creí…

Emanuela le apoyó el índice y el mayor sobre los labios.

—Shhh… Intenta dormir.

—Aquí no. Vuelve a nuestra recámara conmigo. Aquello es un páramo si tú no estás. Todo es un páramo si tú no estás, como hoy al mediodía, o como todos los años que tuve que vivir sin ti.

—En cambio es el Paraíso si estamos así, como ahora, tú dentro de mí y mis brazos en torno a ti, ¿verdad?

—Sí, amor mío, el Paraíso.