CAPÍTULO
III

Ignacio de Loyola insistía en sus escritos, en especial en Ejercicios espirituales, acerca de la necesidad de templar el carácter y de someter las pasiones antes de que se descontrolasen y reinasen sobre la prudencia y la serenidad, virtudes indispensables para un jesuita. Ursus se acordaba de esto con pesar, resignado a la exaltación en la que se encontraba desde que había iniciado el viaje hacia Orembae. Habría azuzado al par de mulas que arrastraba la carreta que cargaba con Malbalá, Ñezú, Vaimaca, Juan y Bruno Ñeenguirú. En cambio, se dominaba y, montado en su caballo, mantenía las riendas tirantes para evitar que el ruano se disparase; después de años de cubrir el trayecto a la carrera, el animal no comprendía por qué su dueño lo sofrenaba.

Se había enterado de la presencia de Manú en casa de los Amaral y Medeiros a finales de junio, al leer la carta para Aitor, la que Ederra le había confiscado a Justicia. Casi dos meses más tarde, por fin iría a verla. Se había encontrado con una esquela de Manú al volver de Asunción, donde le confirmaba que estaba bajo la tutela de Lope y de doña Florbela. Habría corrido a verla. Después de esos años de ausencia, saber que la tenía cerca había evidenciado cuánto la echaba de menos, cuánto necesitaba de su alegría y afectuosa disposición.

La visita a Orembae se había pospuesto por diversas razones. La primera había sido que, al regresar después de varios meses de ausencia —el viaje a Córdoba era siempre largo y tedioso—, encontró al pueblo convulsionado y al padre van Suerk y al hermano Pedro, sumidos en la inquietud; hasta echaban llave a la puerta de noche, pues temían que los degollasen en sus lechos. Los hermanos Ñeenguirú —Bartolomé, Marcos y Fernando— habían regresado de San Nicolás y alborotado a la gente con sus discursos sediciosos. La presencia de Ursus, su vozarrón desde el púlpito, acompañado de sacudidas de sus manos enormes, y un par de insolentes azotados en el rollo habían bastado para devolver al redil a los insurrectos.

El que no había regresado era Laurencio nieto. ¿Qué bellaquerías estaría cometiendo? Se acordaba de la carta del capellán de San Lorenzo, Tadeo Henis, donde le confesaba que lo consideraba un malicioso y un cotilla. Su colega le había referido que se movía de un pueblo a otro, confundiendo y agitando los ánimos. Tal vez, después de todo, Aitor había tenido razón en desconfiar de él y llamarlo marica y cobarde.

—Aitor —susurró, y adelantó un poco el caballo para que no lo viesen turbado. «¿Dónde te has metido, hijo mío?» Miró hacia atrás y clavó la vista en Malbalá, a la que, por primera vez, notó ansiosa, inquieta, sonriente, conversadora. Se había abstenido de revelarle que Manú se encontraba en Orembae hasta la tarde del día anterior, de lo contrario la noticia la habría impulsado a correr por la selva para estrechar a la hija añorada, lo mismo que el resto de la familia, y él no podía permitir que los Ñeenguirú invadiesen la hacienda de su amigo, en especial desde que Vespaciano estaba enfermo. Él los acompañaría y decidiría quién iría a ver a Manú.

Tras haber sofocado el malestar entre las gentes de su pueblo, otra cuestión muy seria lo había mantenido ocupado: el inquisidor fray Claudio de Ifrán y Bojons ordenaba al padre van Suerk que compareciese en la ciudad de Asunción. Un intercambio frenético de correspondencia se inició entre las autoridades de la Compañía de Jesús y los curas de la misión de San Ignacio Miní, que acabó cuando el provincial Barreda ordenó al padre van Suerk que se presentase ante el inquisidor, lo cual el jesuita holandés cumplió sin dudar. Ursus, que había enviado a Damián, el mensajero de la misión, para que trajese noticias frescas, las había recibido la tarde anterior. «La convocatoria del Santo Oficio», le informaba van Suerk en su misiva, «se debe al método de inoculación que empleamos cuando teníamos la viruela encima. A pesar de que sucedió hace más de tres años, la cuestión, que sigue siendo portentosa para las ánimas supersticiosas, llegó a oídos del inquisidor Ifrán y Bojons, que me exigió que le explicase de qué se había tratado el asunto. Preguntó mucho por la niña santa, a lo cual respondí que la niña blanca que había vivido entre nosotros no era santa, sino una simple niña, y que ya no se hallaba en la misión. Cuando me preguntó dónde se encontraba le informé que no lo sabía, y siempre te estaré agradecido por no haberme revelado su paradero, pues, en caso de haberlo sabido, le habría mentido y perdido la gracia de Dios, porque habría preferido eso a poner en riesgo a mi querida Manú».

—Querida Manú —farfulló Ursus.

El final de la carta de van Suerk era desconsolador. Aunque el inquisidor le había permitido marcharse —Dios sea loado— después de una letanía de admoniciones, el provincial Barreda, que se encontraba en Asunción, le había ordenado que pasase una temporada en el Colegio Mayor, en Córdoba, «hasta que las aguas se calmasen». Ni siquiera se le permitiría volver al pueblo por sus libros y otras pertenencias. Marcharía de inmediato y dejaría a los indios sin médico, y a él, sin el compañero que había constituido un pilar de constancia y sabiduría.

Al desconsuelo causado por la carta de van Suerk le buscó un antídoto, y marchó a casa de los Ñeenguirú, la que todavía ocupaban Malbalá y su único hijo soltero, Juan, el cual, Ursus estaba seguro, permanecería en ese estado pues resultaba poco probable que alguna muchacha lo reclamase por esposo después de haber quedado desfigurado tras el paso de la viruela.

Ursus acabó restregándose los ojos ante la emoción con que Malbalá y Juan recibieron la noticia de que Manú se hallaba a menos de tres horas a caballo. Los había encontrado en la enramada; cenaban en silencio. Lo invitaron a comer del guiso, a lo cual se rehusó. Carraspeó antes de decirles:

—Mañana saldremos muy temprano hacia Orembae, la hacienda de Amaral y Medeiros.

Ursus estudió la reacción de Malbalá, que mantuvo la vista fija en el suelo y la mano congelada sobre el plato que le descansaba en las piernas.

—¿Quieres que te acompañemos a Orembae? —repitió Juan—. ¿Quieres que le lleve un poco de música a tu amigo, pa’i, el que está inválido?

—Esa no sería una mala idea, Juan, pero en realidad quiero que me acompañen porque allí los espera una sorpresa.

—¿Qué sorpresa? —inquirió la mujer.

—Allí se encuentra Manú.

—¿Manú? ¿Mi hermana, pa’i?

—Sí, hijo. Manú, nuestra querida Manú.

Malbalá se cubrió el rostro y rompió a llorar. Juan, después de unos segundos de estática contemplación, volvió el rostro hacia su madre y la abrazó, hasta que la soltó, y sin dar explicaciones, se alejó corriendo para volver minutos más tarde con algunos de sus hermanos por detrás. Al cabo, aparecieron los que faltaban, además de Ñezú, Vaimaca y Palmiro Arapizandú. Todos querían ir, a lo que Ursus se opuso. En esa primera ocasión irían Malbalá, los abuelos y dos de sus hermanos, Juan y Bruno.

* * *

Emanuela se hallaba en el jardín de doña Florbela, mientras estudiaba el desarrollo de unos esquejes de mandrágora, una planta que su taitaru declaraba milagrosa, y eso que no era un hombre dado a las hipérboles. A unas varas, en un sitio recluido y al cuidado de dos indios, Vespaciano recibía su baño de sol en las escaras, que no estaban sanando con su último tratamiento, el jugo de llantén. ¡Cuánta falta le hacía su taitaru! No dudaba de que él habría sabido qué hacer para cerrar las heridas.

De rodillas junto a los esquejes, giró y se hizo sombra con la mano. Drusila corría en su dirección.

—¡Señorita Manú! ¡Señorita Manú!

Se puso de pie de un brinco y salió a su encuentro.

—¿Le sucedió algo a las niñas? —se preocupó.

—No, no. Está llegando el pa’i Ursus.

—¡Oh!

—Y viene con otras gentes. En una carreta.

Se recogió el ruedo de la falda y corrió a su recámara. Se quitó el mandil con manchas marrones y verdes y se estudió en el espejo. Llevaba un atuendo sencillo de saya y camisa. Se acomodó unos mechones que habían escapado al moño ajustado en la nuca y se perfumó con el ungüento de almizcle de yacaré y esencia de franchipán. No necesitó pellizcarse las mejillas; el sol las había coloreado durante sus labores en el huerto. Se echó un rebozo sobre los hombros y se cubrió el vientre. ¿Qué diría su madre cuando la supiese encinta? ¿Y su pa’i?

Ginebra, Lope y doña Florbela, menos pálida desde que ingería la tisana de gordolobo y comía a instancias de Emanuela, se hallaban en la galería principal y daban la bienvenida a Ursus. Los Ñeenguirú, que ya habían evacuado la carreta, se agrupaban a distancia prudente y observaban la imponente casona y a las anfitrionas con gestos indescifrables, en los que Emanuela supo leer cuán intimidados y fuera de sitio se sentían. La sobrecogió un amor profundo por ellos, y la embargó una emoción que nació de la certeza de que pertenecía a ese grupo de guaraníes y de que había vuelto al hogar. Los rostros de sus seres amados se desdibujaron, y las lágrimas no tardaron en caer. Una felicidad que no experimentaba desde hacía meses la hizo correr a los brazos de su pa’i Ursus.

¡Pa’i! ¡Pa’i!

—¡Hija!

Ursus abrió los brazos, y Emanuela se abandonó en ellos. El jesuita los cerró, y la joven desapareció en su torso. Le apoyó la mejilla barbuda en la coronilla, y la familiaridad del perfume de su pequeña Manú lo retrotrajo a la época en que Malbalá la acicalaba cada tarde para que tomase sus clases para ser española. Emanuela se aferraba al cuerpo robusto del hombre al que quería como a un padre y lloraba. Ursus la apartó con delicadeza y le acunó el rostro.

—No llores, mi niña.

Pa’i… No puedo evitarlo —se lamentó, entre hipos—. No sabes cuánta falta me has hecho.

—Y tú a mí, querida Manú.

—¿Por qué has tardado tanto en venir a verme, pa’i? Te envié aviso de mi llegada hace más de un mes; ya casi dos.

—Estaba en Córdoba. ¿A ver? Déjame mirarte.

Emanuela había temido ese momento, cuando su pa’i descubriese que estaba encinta y sin marido. Lo decepcionaría. Los ojos oscuros la recorrieron y se detuvieron en su vientre, que el rebozo no cubría.

Pa’i —atinó a susurrar Emanuela con voz ahogada—, no te enojes conmigo. Te lo suplico.

—Shhh.

—Es de Aitor —sollozó, como si la confesión la exonerase de la falta.

—Tranquila. Hablaremos después. Ahora ve a saludar a los tuyos, que están ansiosos por estrecharte en un abrazo.

Emanuela asintió, se secó los ojos y la nariz con el rebozo, se lo ajustó en torno al vientre y corrió hacia su familia, que no se atrevía a alejarse de la carreta, pero que la aguardaban con sonrisas y mentones temblorosos.

¡Sy! ¡Cuánto te eché de menos! ¡Cuánta falta me hiciste!

La mujer, incapaz de hablar, la apretaba contra su pecho y la besaba en la sien. Emanuela se apartó para caer en brazos de su taitaru, luego de su jarýi y de sus hermanos, Juan y Bruno.

—Te prometí que volvería —le recordó a Bruno, que sonreía y se quitaba las lágrimas con el dorso de la mano—. Aquí estoy. He regresado. ¿No has traído a tu esposa?

—Mi pa’i solo nos permitió a nosotros venir. Nos dijo que esta era la casa de un enfermo, y que no podíamos invadirla en tropel.

Vaimaca la separó del abrazo de Bruno y le miró el vientre hinchado, sobre el cual colocó la mano de dedos sarmentosos. Emanuela percibió el calor que la penetraba y la reacción de su hijo, que saltó dentro de ella.

—Vas a darle un machito —aseveró la anciana—. ¿Lo sabe? Que estás preñada. —Emanuela asintió—. Debe de estar loco de felicidad.

—Lo estaba. Lo estábamos los dos. Después supe que me había engañado de nuevo y lo dejé.

Malbalá le despejó la frente de unos mechones húmedos de sudor y lágrimas.

—Dime, Manú, ¿dónde está Aitor? Hace tantas lunas que no sabemos nada de él.

—¿No regresó a San Ignacio?

Malbalá negó con la cabeza. La noticia la alivió; después de todo, no había vuelto con Olivia. Pero, ¿dónde se encontraba, entonces?

—¿Sabes algo de él? —insistió la abipona.

—Ahora no, sy. Primero quiero presentarlos con la señora de la casa, su nuera y su hijo. Ellos me han acogido con el más tierno de los afectos.

Los Ñeenguirú se mostraron cortos de genio e intimidados, y Emanuela recordó cuánto detestaba Aitor saberla rodeada del ambiente español, qué inseguro y marginado se sentía. Su familia no se habría atrevido a trasponer la contraventana de la galería y entrar en la sala de no haber mediado la exquisita disposición de Lope, que les hablaba en su lengua con una cordialidad y una reverencia que otros habrían destinado exclusivamente a personas regias, de una alcurnia superior. ¡Cuánto lo quiso Emanuela en ese momento! Incluso a Ginebra, que tomó del brazo a Malbalá y le suplicó que entrase pues quería mostrarle un repostero que estaba tejiendo en un telar.

—Manú me ha dicho que usted es una tejedora sin igual.

Malbalá esbozó una sonrisa de labios apretados y traspuso el umbral con la desconfianza de un animal que jamás se ha relacionado con los seres humanos.

—Gracias, querido Lope —susurró Emanuela, y le apretó la mano.

También experimentó un profundo cariño por la dueña de casa, quien, llegada la hora del almuerzo, decidió acomodar a los Ñeenguirú en la mesa principal, siendo que los indios de los Amaral y Medeiros comían en la cocina o en los puestos del campo. Se trató de una comida tensa, en la que los esfuerzos de los anfitriones, del padre Ursus y de Emanuela por relajar a los convidados no dieron frutos. La cuestión idiomática no ayudaba, pues, para no dejar fuera a la anfitriona, se hablaba en castellano, y pese a que Lope y Emanuela traducían para los Ñeenguirú, el diálogo se volvía afanoso y cortado.

A pesar de los manjares que desfilaban bajo sus narices, los Ñeenguirú apenas tocaban la comida, y aun Bruno, que era un tragaldabas, comía como un pajarillo.

—¿Cómo se encuentra mi amigo Vespaciano? —quiso saber Ursus.

—¡Tanto mejor, padre Ursus, tanto mejor! —exclamó doña Florbela—. Y todo gracias a nuestra querida Manú, que, desde que llegó, lo cuida como si se tratase de su padre. Las mejorías son enormes. Coloca sus manos sobre él y lo sana. Cada día, lo sana. —La mujer calló al percibir la sombra que cruzó la expresión del jesuita, que de sonriente se tornó súbitamente seria.

—¿Cómo está el padre van Suerk, pa’i? —intervino Emanuela para salvar el momento incómodo.

—Ay, hija. No tengo buenas noticias. El padre Johann ha debido dejarnos.

—¿Por qué?

—El Santo Oficio lo convocó por lo de la inoculación que hicimos cuando lo de la epidemia de viruela.

—¿Está preso? —preguntó Lope, pues Emanuela había enmudecido.

—No.

—Bendito sea Dios —masculló la joven.

—Pero el padre Barreda juzgó prudente alejarlo de la doctrina por un tiempo. Lo destinaron a Córdoba. —Ursus volvió el rostro hacia Emanuela—. Me dijo Johann que el inquisidor le preguntó insistentemente por la niña santa.

Emanuela bajó la vista y apretó los puños bajo la mesa. Enseguida experimentó una tensión en el vientre y apoyó las manos para calmar a su hijo.

—Por eso, hija —habló el jesuita con una nota de desesperación—, te imploro que te cuides.

Pa’i, ¿cómo puedo quedarme de brazos cruzados cuando sé que puedo ayudar al padre del hombre… —Se detuvo a tiempo, antes de completar «que amo»—, del amigo que me ha cobijado cuando más lo necesitaba?

—Manú, lo primero que cuenta eres tú —manifestó Lope—. Que te preserves de todo mal, eso es lo único importante. —Había tanta pasión en su discurso y en la manera en que sus ojos azules la contemplaban, que ni siquiera para los Ñeenguirú, que, excepto Juan, no comprendían una palabra, pasó inadvertido que el dueño de casa estaba enamorado de ella.

—No, Lope. Dios me ha dado este don para ayudar a mis semejantes, que no a mí. Debo usarlo.

—Eres terca como una recua de mulas —se lamentó Ursus.

—Lo siento, pa’i.

—Juan —intervino Lope en guaraní—, siempre nos cuenta el pa’i Ursus lo gran músico que eres. —Tradujo para su madre, y la mujer levantó las cejas, sorprendida—. Después podrías tocar algo para nosotros, si trajiste tus instrumentos.

—Traje mi violín y mi tiorba.

Lope tradujo y a doña Florbela se le iluminó el rostro con una sonrisa.

—¿Tocaréis para nosotros, señor Ñeenguirú? —le pidió la mujer.

—Con todo gusto, señora —contestó en castellano.

—Señora Malbalá —habló de nuevo doña Florbela—, desde que llegasteis he querido felicitaros por vuestro hijo Aitor. —La anfitriona miró a Lope y esperó a que tradujese—. Tiempo atrás, le salvó la vida a mi único hijo y, días más tarde, la mía.

Pocas veces Emanuela había visto esa expresión de sorpresa en el rostro de su sy, tan hábil en ocultar los sentimientos y sus opiniones.

—Sepa —prosiguió la señora— que Aitor es muy querido por mí y por mi esposo.

La piel oscura de Malbalá adoptó una tonalidad encarnada. Lope, Ursus y Emanuela intercambiaron miradas elocuentes.

* * *

Después del almuerzo, los Amaral y Medeiros se retiraron a descansar y les permitieron a los Ñeenguirú compartir un momento en familia. Doña Florbela se ocupó de que les sirviesen tisanas y bajativos antes de marchar a los interiores.

Hablaron de las mascotas de Emanuela —la chancha Timbé, ya muy envejecida, el carayá Miní, muy apocado, y la dulce perrita Porã—, a las que Juan había querido cargar en la carreta y a lo cual su pa’i Ursus se había opuesto.

—¿Dónde está Aitor, Manú? —exigió saber Malbalá.

—No lo sé, sy. Lo vi por última vez la tarde del 14 de marzo, cuando lo enfrenté para preguntarle si era cierto que había desposado a Olivia. —Malbalá ocultó la mirada y se restregó las manos—. Sy, no quiero que te atormentes por cuestiones que no son tu responsabilidad.

—Sí que lo son —susurró la mujer, y elevó el mentón y contempló a Emanuela con una mirada penetrante; había desafío en sus ojos oscuros y sesgados.

«¡Qué bella es!», se asombró Emanuela, como si la viese por primera vez, y comprendió la infatuación que debió de haber despertado en Amaral y Medeiros.

—Aitor es como es a causa de lo que sufrió desde niño.

—Aitor es como es, y basta —sentenció Vaimaca—. Manú, dices que esa fue la última vez que lo viste.

—Así es, jarýi. Esa noche… Él se dedicaba al contrabando. —Había pronunciado «contrabando» en castellano; desconocía la palabra en guaraní.

—¿Contrabando? —repitió Bruno—. ¿Qué es eso?

—Cuando se ingresan mercancías en la ciudad sin el permiso de la autoridad.

—¿Aitor hacía eso? —inquirió Juan, y Emanuela asintió.

—Su jefe era don Edilson, hermano de doña Florbela. Esa noche, la del 14 de marzo, los del ejército les cayeron encima. Aitor fue encarcelado y don Edilson murió.

—¡Santo cielo! ¡Mi hijo está preso!

—¡No, sy! —Las manos de Emanuela le sujetaron el rostro—. No está preso. Huyó de prisión. Abandoné Buenos Aires no bien me aseguré de que hubiese huido. Unos amigos muy fieles lo ayudaron. Está libre —insistió.

—Dios sea loado —susurró la mujer.

—¿Sabe Aitor que estás aquí, con la familia de Amaral y Medeiros?

—Lo sabe, taitaru. Antes de irme le dejé una carta.

—¿Y no se ha aparecido por acá? —se extrañó Vaimaca, y Emanuela agitó la cabeza para negar.

—¡Eso significa que algo le ha sucedido! —se angustió Malbalá—. De lo contrario, ya estaría aquí.

—En mi carta le pedí que no me buscase, sy.

—¡Ja! —se mofó Malbalá—. Como si tu pedido bastase para detenerlo. Tú y el hijo que vas a darle son lo único que cuenta para él. Derribará lo que tenga enfrente para recuperarlos. ¿Acaso no entiendes que eres la razón de su vida?

Emanuela bajó la vista y comenzó a llorar quedamente, no solo por el enojo y la impaciencia que trasuntaban los ojos fulgurantes de su madre, sino porque echaba tanto de menos el amor de Aitor que a veces le dolía el pecho, como en ese momento. Bruno la cobijó en su abrazo, y Emanuela ocultó el rostro en el pecho de su hermano.

—El viaje desde Buenos Aires, sy —explicó Juan—, es muy largo y afanoso, ya sea por agua o por tierra. Además, Aitor es un prófugo ahora. No puede mostrarse abiertamente, lo que, estoy seguro, le complica el avance.

«Un prófugo», repitió Emanuela, y el dolor en el pecho se le agudizó.

—Basta de llorar —la instó Vaimaca, y la obligó a apartarse de Bruno y a erguirse—. Mantén el buen ánimo —le aconsejó, mientras le secaba las lágrimas con el rebozo—, de lo contrario, mi bisnieto saldrá malhumorado y hosco como su padre. —Emanuela ahogó una risita—. Y se te agriará la leche. ¿Con qué lo alimentarás, entonces?

Las manos de Malbalá se dispararon hacia el vientre de Emanuela, donde se demoraron para acariciarlo y contenerlo.

—Mi nieto —susurró, emocionada.

—Aitor ya te ha dado otro —dijo Emanuela, y detestó la nota de resentimiento que le tiñó la voz.

Malbalá levantó la mirada y sonrió.

—Son dos.

¿Dos? Su madre no podía comprender el daño que acababa de infligirle con esas palabras. Siempre había albergado la esperanza de que hubiesen tenido solo un hijo, fruto de una sola traición.

—Son dos niñas. Son mellizas —aclaró.

—¿Qué? ¿Aitor tiene dos hijas mellizas?

—Así es. Se llaman…

—No quiero saberlo, sy —la interrumpió, confundida, agobiada de dolor, también de alivio—. No quiero que me cuentes nada de… de su familia, de su esposa o de sus mellizas. No quiero… —se le quebró la voz, y Bruno volvió a abrazarla.

—No te diremos nada si no quieres saber —expresó Vaimaca—, pero creo que es justo que sepas solo una cosa: para Aitor no existe ni existirá nunca otra mujer que no seas tú.

* * *

Como el padre Ursus y los Ñeenguirú pernoctarían en Orembae, al atardecer se dispusieron las recámaras que ocuparían. Emanuela, que había creído que su familia acabaría durmiendo en las piezas del ala de la servidumbre, se emocionó cuando doña Florbela los guió hacia los interiores.

—Esta es la habitación que ocupa Aitor cuando viene a visitarnos —señaló la mujer, y Emanuela se sorprendió, pues él le había dicho que lo hacían dormir con los del servicio doméstico. Sonrió, aunque un pensamiento la perturbó: «Qué cerca está de la de Ginebra».

—Aquí dormirán Juan y Bruno —prosiguió la anfitriona—. Hace meses que no lo hace, me refiero a Aitor: hace meses que no nos visita. Espero que se encuentre bien —dijo, en dirección a Malbalá, que, luego de la traducción de Emanuela, se limitó a asentir.

Vaimaca y Ñezú se instalaron en otra recámara, y Malbalá lo hizo en la de Emanuela.

—Aquí tienes agua fresca para lavarte, sy.

—Manú, ven aquí, hija.

La mujer, cansada después de una noche de insomnio y un día de emociones, se había desmadejado en un canapé. Emanuela se sentó sobre sus calcañares, delante de ella, y recostó la cabeza sobre las piernas de su madre. Guardaron silencio, mientras Malbalá la acariciaba.

—¿Tienes náuseas por las mañanas?

—Ya no, sy.

—¿Te has sentido bien?

—Solo un poco cansada. A veces me duermo de pie.

Malbalá rio por lo bajo.

—Ah, sí. Las ganas de dormir me acompañaban durante las nueve lunas. ¿Comes bien? ¿Tienes apetito? No parece que hubieses ganado mucho peso.

—Como bien. Se me han ensanchado las caderas.

—El cuerpo se prepara para el parto.

Emanuela se incorporó y la miró con una mueca desolada.

—¿Duele mucho, sy?

—Parir un hijo es doloroso, pero pasa enseguida y no vuelves a pensar en ese dolor hasta que te encuentras de nuevo con las piernas abiertas esperando a que salga otro. Cuando nació Bartolomé, mientras pujaba y pujaba, pensé: No permitiré que esto me suceda de nuevo, no volveré a pasar por esto. Y ya ves, tuve siete más. ¿En qué piensas, hija?

—En mi madrecita, sy, en que parió sola, a orillas del Paraná, sin que nadie la asistiese o ayudase. Debió de sufrir… —Se le cortó la voz y ocultó el rostro en el regazo de Malbalá—. No quiero que me dejes, sy. No quiero que vuelvas a San Ignacio Miní. Quiero tenerte conmigo. Quiero que estés conmigo cuando nazca el hijo de Aitor.

—No hay nada que desee más, hijita.

—Hablaré con doña Florbela. Sé que será un abuso de mi parte pedirle que te reciba, pero es que no puedo separarme de ti de nuevo. No sé cómo pude hacerlo en el 50.

—Porque estabas furiosa con Aitor y querías castigarlo. —Emanuela guardó silencio y cerró los ojos, laxa a causa de las caricias de su madre—. ¿Fueron felices antes de que supieses lo de Olivia?

—Muy felices, sy. Nunca lo habíamos sido tanto.

—No sabes la alegría que me da saberlo. Sufrió mucho desde que te fuiste.

—Yo también sufrí, sy. Sufrí tanto o más que él, porque además del dolor por haberlo alejado de mí, cargaba con la pena que me causó su traición, algo que yo jamás le hice sufrir a él. Jamás lo haría.

—Lo sé, lo sé.

Emanuela aferró las manos de Malbalá.

Sy, ¿por qué nunca me advertiste en tus cartas de que Aitor la había desposado?

—Por la misma razón que tú nunca lo mencionabas, tesoro mío, para olvidar. Quería ayudarte a olvidarlo. Además, sabiendo lo enferma que habías estado apenas llegada a Buenos Aires, ¿cómo piensas que te habría dado semejante noticia? Habría sido como asestarte un golpe en la cabeza.

Emanuela bajó la vista y asintió. Besó las manos de su madre.

Sy, deseo que te quedes en Orembae —insistió—. Lo deseo con todo mi corazón.

—Eso dependerá de doña Florbela.

—Pero también de ti. Aitor me contó quién es su padre. Lo sé todo, sy. —Malbalá emitió un suspiro y bajó la mirada—. No te juzgo, sy. Solo quiero que seas feliz. Tal vez no te sientas cómoda en esta casa.

—¿Cómo está él? ¿Cómo está Vespaciano?

—Lo encontré muy mal cuando llegué. Pero desde que me ocupo de su salud y desde que le impongo las manos, la mejoría ha sido notable.

—Dios te bendiga, hija mía. ¿Dónde lo tienen?

—En su recámara, la que está al final de la galería. Don Vespaciano sabe que le daré un nieto, el hijo de Aitor.

—¿Se lo dijiste? —Emanuela asintió—. ¿Te comprendió?

—Sí, comprende todo. Al menos, eso es lo que presiento.

—Quisiera verlo.

—Te llevaré más tarde. Ahora están higienizándolo.

Llamaron a la puerta. Era Drusila.

—Que dice el pa’i Ursus que la señorita Manú vaya al despacho de don Vespaciano.

* * *

Emanuela cruzaba los patios y los corredores de la casa con aire ausente, sin prestar atención a Orlando, que la seguía con ojos cargados de súplica. Reflexionaba acerca de la mejor manera de exponerle a su pa’i los acontecimientos que la habían orillado a abandonar la casa de la calle de Santo Cristo.

—Hija, siéntate —la invitó el jesuita, y echó el cerrojo detrás de ella.

Pai. —Calló cuando Ursus elevó una mano y agitó la cabeza.

—¿Quieres hacer confesión, Manú?

—Sí, pa’i.

El sacerdote, que se había cubierto con la sotana de nuevo —había llegado en camisa y pantalones, los que usaba para montar—, extrajo la estola morada y la besó antes de colocársela sobre la nuca.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—Anda, hija. Cuéntame todo. ¿Cómo supo Aitor dónde encontrarte?

—Juan se lo dijo. Estuvo en Buenos Aires instalando un órgano neumático para los franciscanos y escuchó hablar de la niña santa.

—Ya veo. Regresó a San Ignacio y se lo contó de inmediato a Aitor, que salió como un forajido a buscarte.

—Sí, pa’i.

—Y tu pa’i sumido en la angustia de no saber qué le había sucedido.

—Lo siento, pa’i.

—Sigue contándome.

Emanuela se mordía el labio y se restregaba las manos. Ursus se las cubrió con una de él y se las apretó ligeramente.

—Sabes que te quiero como a una hija y que puedes decirme lo que sea.

—Te defraudé, pa’i. Me entregué a él sin estar casados. Cuando lo hice, pensé que nos casaríamos, que me convertiría en su esposa. No hay… No había nada que desease más que ser la esposa de Aitor.

—Lo sé, lo sé.

—¡Perdóname, pa’i!

—No soy yo el que debe perdonarte, sino Nuestro Señor.

—Siempre dices que Él es misericordioso.

—Lo es, Manú.

—Pídele que me perdone.

Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.

—Amén —masculló Emanuela, con los ojos cerrados y las manos unidas bajo el mentón, y aunque por un lado sentía alivio, la perturbaba la idea de que estaba traicionando a Aitor. «¿Le contarías a mi pa’i Ursus en confesión lo que hacemos cuando estamos solos?» «No», había sido su respuesta. «¿Por qué no?» «Porque en la confesión se cuentan los pecados, y para mí esto que tú y yo compartimos no es pecado. Nuestro amor no es pecado. Es una bendición. Tú eres una bendición para mí».

¿Pa’i?

—Dime.

—Mi hijo no es pecado. Es una bendición.

—Por supuesto que lo es.

—Pero lo llamarán bastardo —dijo, y se le quebró la voz.

—Será amado por todos, y nadie lo llamará bastardo. —Le cubrió el vientre con la mano—. Dios lo bendiga.

—Gracias, pa’i.

—De nada, mi niña. Ahora dime: ¿qué fue lo que sucedió para que abandonases la seguridad de mi familia y vinieses a Orembae? Dímelo —la instó, al notar que dudaba.

—No me atrevo, pa’i.

Ursus colocó el índice bajo el mentón de Emanuela y la obligó a levantar la vista.

—¿Tan grave es que no te atreves a hablarlo con tu pa’i?

—Lo es, pa’i.

—Ederra se comportó mal contigo, ¿no es así?

—Ella… deseaba que me fuese de casa de tus padres, pa’i.

—¿Por qué?

—Estaba celosa. Sabía que don Alonso… Pues…

—Alonso, ¿qué?

—Él trató de abusar de mí una noche, la noche en que apresaron a Aitor. —Abandonó la silla y se dirigió hacia la puerta en un acto impensado. Giró y se encaminó a la contraventana, desde donde habría apreciado el jardín si no hubiese sido de noche.

—Alonso está muerto, Manú. —Se volvió bruscamente, y la acometió un ligero mareo—. Lo degollaron junto al portón de mulas.

—¡Qué tragedia, pa’i! ¡Cuánto lo siento!

—¿Aitor sabía que Alonso había intentado vejarte? ¿Se lo dijiste?

Frunció el entrecejo y ladeó la cabeza.

—No, pa’i, nunca llegué a contárselo. Lo apresaron esa noche los blandengues, por contrabando.

—¿Aitor en el contrabando?

—Trabajaba para don Edilson. Don Alonso los delató. El mismo don Alonso me lo dijo la noche en que… se metió en mi recámara.

—¿Por qué los delataría? ¿Cómo sabía que Aitor estaba metido en eso?

—Don Alonso y don Edilson… Pues… Verás, pa’i, don Alonso ayudaba a don Edilson a conseguir documentos y le solucionaba cuestiones relacionadas con el tema. A cambio de eso, podíamos comprar al fiado en su tienda. Cosas muy bonitas y finas.

El jesuita guardó silencio. Miraba al suelo y se masajeaba el mentón.

—¿Dices que Aitor cayó prisionero de los blandengues?

—Sí, pa’i, pero unos amigos lo ayudaron a huir.

—Gracias a Dios —murmuró—. Entonces, es un prófugo.

—Sí, pa’i.

Ursus apoyó el codo en el brazo de la silla y se sujetó la cabeza.

—Qué descalabro —masculló.

—Lo siento, pa’i. Así están las cosas.

—¿Alonso…? Él no consiguió lo que se proponía contigo, ¿verdad?

—No, pa’i, gracias a Saite y a Orlando. —Al nombrarlo, el perro abandonó su rincón y buscó la mano ofrecida de Emanuela—. Si no hubiese sido por ellos… Pa’i, ¿por qué me has preguntado si Aitor estaba enterado de lo que don Alonso intentó hacerme? —Se miraron en silencio—. Crees que él lo asesinó, ¿verdad?

—No, hija, no. Pero sé que por ti, Aitor sería capaz de cualquier cosa.

Emanuela se preguntó si la conjetura de su pa’i Ursus sería verdad. El malestar que la había asaltado minutos atrás se acentuó. ¿Aitor habría degollado a Alonso de Alarcón?

—Te has puesto muy pálida, Manú. Ven, siéntate.

—Es todo tan triste, pa’i. En Buenos Aires, cuando perdoné a Aitor y volvimos a ser lo que éramos antes de su traición, fui tan feliz. Después todo comenzó a volverse oscuro, enredado. Doña Ederra quería que me casase con Murguía, a quien detesto. Tú no lo habrías aprobado, pa’i. No es un buen hombre.

—Confío en tu juicio.

—Murguía insistía en que me convirtiese en su esposa y, veladamente, me amenazaba con el Santo Oficio. No olvides que es familiar de la Inquisición. ¡Me sentía acorralada, pa’i! Doña Ederra me advirtió que si no me casaba con Murguía, tendría que ir al convento, pero que en su casa no permanecería por mucho tiempo.

El jesuita extendió el brazo y cubrió las manos heladas de Emanuela.

—Lo siento tanto, hija. Pensé que, poniéndote bajo el ala de los míos, te encontrarías tan protegida como cuando estabas conmigo. Perdóname.

—No tengo nada que perdonarte, pa’i. Siempre has sido mi ángel guardián, desde el momento mismo en que llegué a este mundo. No podías prever lo que sucedió.

—¿Sabes dónde se encuentra Aitor en este momento?

—No, pa’i, y aunque fingí fortaleza ante mi sy, no sabes en la angustia que vivo.

—¿Él sabe que estás en Orembae?

—Sí. Le dejé una carta con Justicia.

Ursus asintió. La mentada carta descansaba en el bolsillo de su sotana.

* * *

Aunque no se sentía bien —las emociones del día y la conversación con su pa’i le habían drenado el vigor—, Emanuela fue a ver a don Vespaciano como hacía por las noches, antes de cenar. Se ocupaba de que comiese lo dispuesto para él, verificaba que lo hubiesen higienizado, puesto ropa limpia y que las sábanas estuviesen fragantes. Quería saberlo cómodo. Le pidió a su taitaru que la acompañase; quería mostrarle las escaras.

—¿Puedo acompañarte, Manú?

—Ahora no, sy. Lo verás mañana.

Emanuela entró en la recámara, y una sonrisa trabajosa iluminó el rostro enflaquecido de Amaral y Medeiros. Sus ojos azules y vivaces la seguían, incansables, en tanto ella daba indicaciones a los indios que lo cuidaban.

—Don Vespaciano, le presento a mi taitaru, Ñezú Arapizandú. —El anciano asintió a modo de saludo—. Él es un gran paje y me gustaría mostrarle las escaras. —Le sujetó la mano—. Apriete un poco si está de acuerdo con que mi taitaru lo revise. —Emanuela percibió la presión y sonrió.

Los indios lo acomodaron en la cama con gran destreza y le descubrieron las heridas. Emanuela explicó a Ñezú las medidas que había tomado.

—Sin duda, hay una mejoría, pero no terminan de sanar.

El paje se alejó unos pasos hacia atrás y estudió la cama. Ladeaba la cabeza hacia uno y otro lado. Se arrodilló con la flexibilidad de un joven y miró por debajo.

—Has hecho bien en poner esa batea con agua, pero la ubicación de la cama no es buena para la sanación. Esta habitación no es buena, Manú.

—¿Qué hay con ella, taitaru?

—El aire se estanca, es denso. Creo que habría que cambiarlo a una que dé hacia el este y que tenga muchas de esas ventanas que parecen puertas. Es preciso que entre el sol de la mañana.

—Así se hará.

Se aproximó con el paso tranquilo con el que Emanuela lo había visto desplazarse toda la vida, sin que nada lo alterase. Empezó por estudiar las escaras de los tobillos y así fue subiendo hasta dar con la más grande, la del sacro. Las observó de cerca y las olfateó.

—La carne no está podrida —diagnosticó—, pero no tiene fuerza para curar.

—¿Hay algo que podamos hacer?

—Miel silvestre.

—¿Miel silvestre?

—Es lo mejor. La carne empieza a cerrarse a los pocos días. Le pones una capa de miel sobre la escara y la cubres con una hoja de aloe abierta, de modo que la suculencia dé sobre la herida. Pero antes, dispón que lo cambien de habitación. No debe pasar la noche aquí. Este sitio es malo.

Doña Florbela y Lope fueron convocados a la recámara de Amaral y Medeiros y, aunque un poco desorientados e incrédulos a causa de las instrucciones del paje, dispusieron que se lo cambiase a la de Lope, que reunía las características exigidas.

—¿Miel, Manú?

—Lope, te confieso que a mí también me desconcierta, pero tengo fe ciega en él.

—Confía, Lope —intervino Ursus—. Johann y yo hemos visto a Ñezú operar milagros. Uno de ellos lo tienes frente a ti. —Señaló a Emanuela—. La trajimos casi muerta del río apenas nacida, y Johann admitió que no sabía qué hacer con ella. Se la dimos a Ñezú y aquí la tienes.

Dos horas más tarde, Vespaciano descansaba en la recámara de su hijo, y Emanuela admitía que un aire sereno le relajaba las facciones. Comenzarían al día siguiente con el nuevo tratamiento porque Ñezú exigió que el aloe se cortase al amanecer, cuando la sabia fluía de la raíz hacia la carne de las hojas.

—¿Cómo has estado, amigo mío? —preguntó Ursus, y tomó la mano de Vespaciano—. Veo que te tienen como a un rey, con Manú a tu disposición.

Amaral y Medeiros estiró los labios apenas para sonreír. Emanuela le llevó una silla y su pa’i se sentó junto a la cabecera, y mientras ella se afanaba en quemar romero, de acuerdo con la indicación de Ñezú, el jesuita le contaba a Vespaciano acerca del Tratado de Permuta y de sus consecuencias. Llegada la hora de la cena, Ursus se puso de pie, y Amaral y Medeiros no le soltó la mano; es más, la apretó con una firmeza inimaginable tan solo semanas atrás.

—Quiere que te quedes con él, pa’i.

—Lo haré —decidió Ursus, y volvió a sentarse.

—Haré que te traigan la cena aquí.

Emanuela se acercó deprisa a la cabecera y sostuvo la mano de Amaral y Medeiros contra su vientre.

—¿Lo siente, don Vespaciano? ¿Siente cómo se mueve su nieto dentro de mí? Lo hace siempre a esta hora.

Los ojos del inválido se anegaron y, cuando las lágrimas corrieron por sus mejillas enjutas y resecas, Emanuela se las secó con el borde del mandil.

—¿Saben? —dijo, emocionada—. Ya sé cómo llamaré a mi hijo.

—¿Ya lo has decidido?

—Sí, pa’i. Hace tiempo que medito qué nombre debería llevar. Le pondré tres nombres, los de los hombres que más amo en esta vida. Mi hijo se llamará Octavio Vespaciano Aitor.

Aun el recio Ursus acabó moqueando, y la emoción creció cuando se dieron cuenta de que Amaral y Medeiros se esforzaba por articular. Emanuela lo obligó a beber un sorbo de chacolí y le colocó las manos sobre la frente. Las quitó al cabo de unos segundos y lo besó.

—Tranquilo —susurró—. Inspire profundo e inténtelo de nuevo.

Ursus y Emanuela contuvieron el aliento mientras lo veían luchar por vocalizar.

—Mmm… Mi… ni… to O… ta… vi… Ve… pa… ci… ci-a… no Aa… A-i… tor ddd… de A… ma… ral y Mmm… Me… de… ros.

Ursus se enjugó las lágrimas con la manga de la sotana y encerró la cara de Vespaciano entre sus manazas.

—¡Sí, amigo mío! ¡Sí! ¡Tu nieto será un Amaral y Medeiros! ¡Bravo, Vespaciano! Saldrás de esta, amigo mío. Siempre supe que tenías más vidas que un gato.

—Mmm… hi… hi… jjj… jo Aa… A-i… tor. ¿Ddd… dón… ddde?

—Tu hijo Aitor posee el espíritu más inquieto que conozco, amigo mío. Meses atrás viajó a Buenos Aires, pero presiento que no pasará mucho tiempo antes de que vuelvas a verlo. Lo que más añora en este mundo se encuentra ahora en Orembae.

Los ojos de Amaral y Medeiros se movieron para posarse en Emanuela, que lloraba con una sonrisa.

* * *

Ursus meditaba acerca de la naturaleza humana y en lo veleidosa que se tornaba en ocasiones, mientras observaba dormir a Vespaciano de Amaral y Medeiros, su enemigo del pasado, su gran amigo del presente.

Ederra lo había defraudado. Si bien la tenía por una mujer severa, también la había considerado justa y noble. Y con Manú no lo había sido; por el contrario, había intentado sacársela de encima como a un trasto viejo a causa de la lujuria de su esposo. ¡Cuánto lo había desilusionado Alonso de Alarcón! Sin duda, tanto Ederra como él habían sufrido pérdidas y penas lacerantes, pero ¿estas justificaban la alteración tan radical de la índole de una persona?

Se dio cuenta del silencio que lo circundaba. Orembae dormía, y él seguía allí, velando el sueño de su amigo. No entendía por qué le costaba levantarse y abandonar la recámara. Sonrió a la nada, mientras se decía que había sido un honor escucharlo pronunciar sus primeras palabras después de meses de mutismo obligado. Y tan bellas palabras. Por fin, Vespaciano reconocería al hijo habido en el pecado, y a su nieto también. Era una manera de reparar el daño infligido a Aitor, que había vivido hostigado por su padrastro sin conocer la razón hasta muchos años más tarde.

Un crujido alteró la mansedumbre de la casa. Miró la puerta y luego se volvió hacia las contraventanas que daban a la galería. Se puso de pie de un salto al ver que una se entreabría lentamente. Buscó con ojos frenéticos algo para defenderse. Arrancó el aguamanil del entredós y se salpicó con los restos de agua. Lo mantuvo en alto, mientras se aproximaba a la contraventana que continuaba abriéndose.

—¡Aitor! —exclamó entre dientes.

¡Pa’i!

Permanecieron estáticos, las miradas fijas, los cuerpos tensos. Aitor movió apenas la cabeza hacia la cama donde yacía Amaral y Medeiros y apretó ligeramente el entrecejo.

—Ven —lo instó Ursus en un murmullo, y devolvió el aguamanil al mueble—. Salgamos a la galería. No quiero despertar a tu padre.

Aitor dio un paso atrás. Ursus salió y cerró con cuidado detrás de él.

—¿Por qué entras en casa de tu padre como si fueses un ladrón?

—Porque tengo cuentas que saldar con ese felón de Lope.

—Creíste que estabas entrando en su recámara, ¿verdad? —Aitor le sostuvo la mirada, con desafío—. Pues hoy, por orden de tu taitaru, trasladamos a tu padre a esta habitación. Por alguna razón, Ñezú considera que la de él no es propicia para su curación y que esta lo es. —Aitor siguió observándolo con una fijeza que lo habría desestabilizado si no lo hubiese conocido desde el día de su nacimiento—. ¿Qué pensabas hacerle a tu hermano? ¿Degollarlo? —conjeturó, y señaló con el mentón el cuchillo que Aitor empuñaba en la derecha.

—Eso no te concierne, pa’i.

—Todo lo que a ti se refiere me concierne, porque eres como un hijo para mí y te amo. Aunque ni yo mismo entiendo por qué te amo cuando eres tan ingrato con tu pa’i. Huiste apenas supiste dónde se hallaba Manú. No me advertiste de nada. Tu ausencia se prolongaba y mi angustia aumentaba.

—La mantuviste lejos de mí todo ese tiempo. Me viste sufrir como un condenado a muerte, y nada hiciste por acabar con mi dolor. Me obligaste a casarme con Olivia. Dudo de tu amor, pa’i.

—Mi amor por ti es inmenso, aunque dudes de él. —Sacudió la cabeza y sonrió con una mueca que reflejaba melancolía—. ¡Qué desmemoriado es el ser humano! ¿A poco olvidas por qué Manú dejó San Ignacio entre gallos y medianoche? ¿Olvidas por qué no quiso que se te informase dónde hallarla?

—No lo olvido.

—Entonces, no me acuses injustamente, porque si alguien tuvo la culpa de aquello, ese fuiste tú, Aitor.

El muchacho exhaló un suspiro y bajó el rostro. Envainó el cuchillo. Cuando volvió a mirar a Ursus, no quedaba huella del enojo o de la belicosidad. Lucía exhausto.

—Perdóname, pa’i. Siempre hago todo mal.

El jesuita se acercó con cautela y lo aferró por los hombros, acción que pocos habrían emprendido sin riesgo de terminar con un trompazo y el trasero por el suelo. Aitor siempre había sido arisco y detestaba que se lo tocase. Se miraron, y Ursus volvió a maravillarse de los ojos exóticos del muchacho, cuyo color amarillo se remarcaba gracias a las pestañas espesas y oscuras, al sombreado natural de los párpados y a las cejas de un diseño fuera de lo común, que lo dotaban de un aire casi satánico.

—Estoy feliz de saber que estás sano y salvo —dijo, y le golpeó amigablemente la mejilla.

—Gracias, pa’i.

—Ven, sentémonos.

Aitor miró hacia uno y otro lado, y como no vio sillas ni tocones, lanzó una mirada inquisitiva al sacerdote.

—En el suelo, hijo. ¿Piensas que no soy capaz de hacerlo? No se me caerá la venera.

Aitor se acomodó contra la pared, donde descansó la cabeza y cerró los ojos. Ursus se movía junto a él en tanto se ubicaba en las lajas frías de la galería. Sin levantar los párpados, inquirió:

—¿Emanuela está aquí?

—Sí.

Las emociones que lo arrollaron fueron intensas y variadas: ira, alivio, resentimiento, alegría, tristeza. Apretó las mandíbulas para contener el llanto y convirtió las manos en puños. Elevó el mentón e inspiró profundamente, como si acabase de pasar mucho tiempo bajo el agua.

—¿Cómo supiste que Manú estaba en Orembae?

—Lo deduje. Ella y Lope desaparecieron al mismo tiempo.

—Manú me explicó que se vio obligada a huir pues mi hermana y el tal Murguía la presionaban con la boda.

—¡Debió esperarme, pa’i!

—¡Baja la voz o despertarás a tu padre!

—Al menos debió dejarme aviso. Me lo había prometido, pa’i. Me había prometido que no volvería a dejarme sin decirme adónde se marchaba. Faltó a su promesa.

—Pues te equivocas. No faltó a su promesa.

Aitor lo contempló con un ceño apretado. El jesuita rebuscó en el bolsillo.

—Aquí está. Toma, Aitor, te pertenece. Emanuela la dejó para ti antes de huir de casa de mis padres. Se la dio a Justicia para que te la entregase, pero Ederra se la quitó y me la envió a mí. Tómala —lo instó, pues Aitor miraba el papel plegado y nada decía.

—Gracias, pa’i —masculló, y recibió la carta.

—Léela tranquilo. Iré a ver cómo está tu padre.

Aitor esperó a que el jesuita hubiese entrado para estudiar la carta. El sello de lacre estaba roto y el papel presentaba un aspecto ajado. La olió, y no halló rastros de su Jasy. «Jasy», lloró su alma. Esa carta cambiaba las cosas. La desplegó, y lo fastidió notar que le temblaban las manos. No se atrevía a leerla. Él no era un cobarde, se recordó. Se enjugó las lágrimas y leyó. Prestó atención a la fecha, 16 de marzo de 1753, dos días después de su detención. Recorrió los primeros párrafos con frenesí y entendió la mitad. Recomenzó la lectura un par de veces hasta que halló la serenidad para concentrarse. Estaba enfrentándose a su destino; Emanuela lo sostenía en sus manos. Al acabar, mantuvo la vista en la última frase. «En mi corazón, siempre serás solo tú. Emanuela Ñeenguirú». Esas palabras le expresaban que, pese a todo, lo amaba, que lo amaría siempre; de todos modos, sabían a despedida.

Recostó de nuevo la cabeza contra la pared y cerró el puño en torno a la carta, en tanto algunas frases se disparaban en su mente y lo herían y lo sumían en el estupor y en la confusión. «Desde que supe de tu detención, no vivo, no duermo, no como, me cuesta respirar; solo pienso en ti… No me busques, por favor. Saber que estás casado con ella ha sido una de las noticias más inesperadas y duras que he recibido en mi vida… Quiero olvidar, Aitor. Lo necesito por mi bien y el de mi hijo. Por eso, no me busques, te lo imploro».

Se secó los ojos con la manga de la camisa al escuchar que su pa’i Ursus regresaba.

—No me quiere con ella, pa’i.

—Lo sé —admitió el jesuita, y volvió a ocupar su sitio junto a él.

—¿Ella te lo dijo?

—No. Leí la carta. Como te dije, mi hermana me la envió. No sabía de qué se trataba. Si hubiese sabido que era para ti, no la habría leído.

—No te preocupes, pa’i. No me molesta.

—No debiste engañarla, Aitor. Debiste contarle que estabas casado con Olivia.

—En mi corazón solo está Emanuela, pa’i, ninguna otra.

—Olivia es tu esposa.

—Eso dices tú, pero no es lo que dicen mi corazón ni mi cabeza.

—Lo dice la Iglesia. Lo dice Dios.

Aitor guardó silencio. Abrió el puño y estiró la carta hasta desplegar las arrugas.

—Hace meses que faltas del pueblo. Allí están tu esposa y tus hijas, que te esperan.

—No las quiero.

—¿Ni siquiera a las niñas? —se disgustó el jesuita.

—Las miro y no puedo evitar culparlas. Por ellas, tuve que desposar a la madre.

—Ellas vinieron a este mundo porque fornicaste fuera del sacramento del matrimonio. ¿En qué me equivoqué al educarte, hijo mío?

—Tú, pa’i, en nada. Tengo el alma negra, eso es todo.

—¡No tienes el alma negra! —Un silencio ominoso se apoderó del momento—. Hijo —retomó el jesuita, con acento conciliador—, recapacita: Olivia y tus hijas te necesitan.

—Lo sé, pa’i. Nadie lo sabe mejor que yo. Pero igualmente siento que es muy injusto. Estaba borracho cuando me acosté con Olivia. En caso contrario, jamás…

—¿Jamás qué?

—No me habría aliviado en ella.

Coitus interruptus.

—¿Cómo dices, pa’i?

—Coito interrumpido. Así se llama esa práctica, la de no acabar dentro de la mujer. Es pecado.

—Todo es pecado.

—No todo, pero pareciera que a ti te gusta pecar y solo pecar. Me dijo Manú que eres prófugo de la justicia.

—Además de pecador y luisón, sí, pa’i, soy prófugo.

—¿Qué harás, Aitor? ¿Volverás a San Ignacio?

—No, pa’i.

—Allí están tus hijas —insistió.

—Tienen a la madre. Con eso basta.

—Aitor…

—Vine para llevarme a Emanuela, pa’i —expresó, con desafío.

—Ella no quiere ir contigo, hijo. No puedes obligarla.

—¡Es mi mujer, por Dios santo!

—¡No tomes el nombre de Dios en vano!

—Es mi mujer —repitió, con acento cansado. Giró el cuello para mirar al sacerdote a la cara—. No puedo vivir sin ella, pa’i. El tiempo que ella pasó en Buenos Aires, lejos de mí, yo estuve muerto en vida. Nada me animaba, excepto la esperanza de volver a verla.

—Tienes que reunir fuerzas de flaquezas y apartarte de ella, por su bien. Es el deseo de Manú.

—¿Por qué no me matas, pa’i? —Le extendió el cuchillo—. Si quieres que deje a Emanuela, tendrás que matarme.

—Guarda ese cuchillo, muchacho necio, y por una vez respeta la decisión de la mujer que dices amar. Si tanto la amas, la dejarás tranquila hasta que las cosas se compongan y hasta que ella se recupere del dolor tan grande que le has causado.

—La quiero a mi lado —se empecinó.

—¿Qué tienes para ofrecerle? —Aitor se volvió de pronto, atraído por la pregunta, la misma que le había formulado Conan Marrak meses atrás—. ¿Una vida de prófugo, sin comodidades, siempre a salto de mata? Ella está encinta, Aitor. En menos de tres meses nacerá tu hijo. Aquí tiene las comodidades que tú no podrás ofrecerle. Ella se merece recibir a su hijo en un sitio donde nada le falte.

—Estás matándome, pa’i.

Ursus le apretó la mano.

—Lo sé, hijo, lo sé. Pero ¿sabes? Un hombre no lo es en verdad hasta que el destino lo enfrenta con un abismo en el que no le queda otra opción que sacrificarse por lo que ama. Solo en esa instancia mostrará su naturaleza valiente. Eres muchas cosas, Aitor, pero si de algo estoy seguro es de que no eres cobarde, ni te amilanas ante el desafío.

Pa’i, no quiero perderla.

—Nunca la perderás. Ha sido tuya desde el instante en que nació. ¿Es que no has leído el final de su carta, cuando te dice que siempre estarás en su corazón?

—Ella es mi vida, la sangre en mis venas, el aire que respiro.

—Lo sé, pero ahora tienes que saber retirarte para enmendar los errores que tú mismo cometiste cuando te olvidaste de lo que Manú significaba para ti y fornicaste con Olivia. Aitor, es hombre quien enfrenta las consecuencias de los propios actos. Lo contrario te convertiría en un niño caprichoso. Si te comportas con nobleza ahora y dejas a Manú para ahorrarle una vida de escarnio y penurias, entonces Dios Nuestro Señor te compensará y algún día serán felices. Yo siempre rezaré por ti, hijo. Siempre.

Aitor asintió, el mentón pegado al pecho; no se mostraba convencido.

—¿Cómo está mi padre?

—Desde que Manú está con él, la mejoría ha sido notable.

—¿De veras?

—Ella lo cuida personalmente, lo toca con sus manos benditas, se desvive por él, porque es tu padre. Vespaciano sabe que el hijo que lleva en el vientre es tuyo, y le brillan los ojos cuando Manú le hace sentir cómo se mueve dentro de ella.

Aitor ahogó una risa cargada de emotividad.

—¿Sigue postrado?

—Sí, pero hoy, pocas horas atrás, dijo sus primeras palabras después de mucho tiempo. Lo hizo con gran dificultad, pero Manú y yo, que estábamos allí, lo comprendimos perfectamente.

—¿Qué dijo?

—Dijo algo referido al nombre de tu hijo.

—¿Sí? —La alegría y la esperanza que trasuntaba su mirada la despojaron de la veta cruel, casi salvaje, que tanto intimidaba.

—Manú acababa de decir que su hijo llevaría el nombre de los tres hombres que ella más ama en este mundo: Octavio, Vespaciano y Aitor, en ese orden.

Aitor apoyó el codo en la rodilla plegada y se apretó los ojos con el pulgar y el índice.

—Entonces —prosiguió el sacerdote—, tu padre balbuceó: Mi nieto, Octavio Vespaciano Aitor de Amaral y Medeiros. —Ursus aguardó a que Aitor se compusiera antes de añadir—: Ya ves, hijo, tu padre ha decidido reconocerlos, a ti y a su nieto, como lo que son, sangre de su sangre.

—Tal vez sea demasiado tarde. Él ahora está postrado, prácticamente no habla, no se mueve…

—Lo hará —lo interrumpió Ursus—. Si Manú permanece con él y sigue asistiéndolo, te aseguro que tu padre se recuperará. Volverá a ser el hombre gallardo que era.

Aitor asintió con la cabeza echada entre los brazos, que apoyaba en las rodillas.

—¿Cómo están las cosas por acá, en Orembae?

—Lope estuvo contándome que sospecha de Morales. Parece ser que se las trae de pillo y anda vendiendo ganado y tercios de yerba por su cuenta. Ya sabes lo que dicen: el ojo del amo engorda el ganado. Desde que tu padre cayó enfermo, no hay nadie que se ocupe de controlar a Morales. Él hace y deshace.

Aitor se irguió y pegó la espalda en la pared. Clavó la mirada en la noche, y el gesto de engañosa calma asustó al jesuita.

—No le harás nada a Morales, ¿verdad, hijo?

—Me gustaría ver a mi padre. Solo verlo. No lo despertaré.

Hizo el intento de ponerse de pie, y Ursus lo detuvo sujetándolo por el antebrazo.

—Prométeme que no le harás daño a Morales.

—Lo prometo.

—¿Aitor?

—Dime, pa’i.

—¿Asesinaste a mi cuñado, Alonso de Alarcón? —La mano del jesuita se ajustó en el antebrazo del joven.

—¿Lo asesinaron? —Ursus asintió con deliberada lentitud—. ¿Por qué piensas que fui yo?

—Porque Alonso intentó lastimar a Manú. —El sacerdote retiró la mano como si Aitor lo hubiese quemado al ser testigo del fuego que ardió en su mirada.

—Si intentó lastimar a mi mujer, entonces me alegro de que esté en el infierno.

—¿Lo asesinaste? —Como Aitor lo miraba y no respondía, Ursus ofreció—: ¿Prefieres contármelo en confesión?

—No.

—¿No qué?

—No lo asesiné.

Se puso de pie con un movimiento ágil y extendió la mano para ayudar al sacerdote a levantarse. Ursus se la estrechó y se sintió elevado por una fuerza superior. Él era un hombretón, y sin embargo, el muchacho, bastante más bajo y liviano que él, lo había levantado como si fuese una tacuara. Los años de aserrador le habían impreso una huella indeleble, y a su carácter decidido y temerario, se sumaba una fortaleza física formidable.

—Lo siento, hijo.

—¿Qué sientes, pa’i?

—Haber pensado que habías sido capaz de asesinar a Alonso.

—Está bien.

Traspuso la contraventana y caminó hacia la cabecera de la cama. Su padre estaba despierto. Una sombra de temor le cruzó la mirada hasta que reconoció de quién se trataba. Le temblaron los labios y se le anegaron los ojos, y resultó inquietante verlo luchar por articular.

Aitor se sentó en la silla que Ursus colocó detrás de él y aferró la mano de Vespaciano, a quien la emoción estaba jugándole una mala pasada. Ursus lo incorporó en la cama y le dio de beber agua.

—Tranquilízate, Vespaciano.

—Hi… hi… o.

—Aquí estoy, padre. —Era la primera vez que lo llamaba así, y los dos lo sabían.

—Mmm… mi a… ppe… lli… dddo.

—Ya le dije que planeas reconocerlo, lo mismo a tu nieto.

Aitor percibió el aumento en la presión de la mano de Amaral y Medeiros, como si intentase confirmar las palabras del jesuita, y enseguida lo vio mover la boca. Quería hablar de nuevo. Lo ponía nervioso; parecía que se ahogaba.

—Mmm… Ma… nnnú.

—Sí, sé que Emanuela está aquí. Gracias por haberla cobijado bajo tu techo. —De nuevo, la mano de Amaral y Medeiros aumentó la presión—. Mi pa’i me ha dicho que ha estado ayudándote a que cures.

Vespaciano movió apenas el mentón para asentir.

—Qqq… Qué… ddda… ttt… te.

—No puedo, padre. Hay algo importante que tengo que hacer. Si lo consigo, estarás orgulloso de mí.

—Ttú mmm… mi or… ggu… llo.

—Pero estarás más orgulloso aún.

—Mmm… Ma… nú.

Aitor, desorientado, buscó la ayuda de Ursus.

—No quiere que te lleves a Manú —explicó el jesuita.

—Emanuela se quedará en Orembae —le confirmó—. La pongo en tus manos, padre. Ella y mi hijo son lo único que tengo en la vida. Son mi tesoro más preciado. Cuídalos.

—Sss… sí.

—Cuando el tiempo haya llegado, vendré por ellos.

* * *

Ursus y Aitor improvisaron una cena en la cocina con los restos de carne asada y kiveve que Emanuela había preparado para festejar el reencuentro con su familia.

—Conque mi sy, mis abuelos, Juan y Bruno se sentaron a la mesa de los Amaral y Medeiros —dijo Aitor, con una mueca divertida, irónica—. Me habría gustado verlo.

—Estaban tan nerviosos, se sentían tan fuera de sitio, que poco comieron, aun el glotón de Bruno.

—¿Regresan mañana, pa’i?

—Manú quiere que Juan toque el violín para tu padre. Quiere sentarlo en la sala y armar un pequeño festejo, así que no, regresaremos el viernes. —Tras una pausa en la que le cambió el semblante, que de relajado se tornó preocupado, añadió—: Tu sy me pidió quedarse. No quiere separarse de Emanuela. Quiere acompañarla en la última parte del embarazo.

—Sí, que se quede —declaró, y Ursus le admiró la facilidad con la que adoptaba un aire de comando que pocos se habrían atrevido a desafiar.

—Es una situación incómoda, hijo. Tienes que ver eso.

—¿Porque mi sy y don Vespaciano fueron amantes?

El jesuita asintió con un suspiro de resignación.

—Doña Florbela no lo sabe, a Dios gracias. De igual modo, no sé si es lo correcto.

Pa’i, Emanuela necesita de mi sy en este momento. No se la quites. Permítele que se quede. De ese modo, será más fácil para mí partir.

Ursus asintió y bebió de un trago el resto del vino de Castilla. Aitor devoró los últimos bocados y se puso de pie.

—Me marcho, pa’i.

—¿Dónde pasarás la noche?

—Tengo la impresión de que he pasado más noches en la selva que en mi hamaca. ¿Por qué preguntas con esa inquietud?

Ursus esbozó una sonrisa forzada y le palmeó la mejilla donde empezaba a crecer una barba rala.

—No te preguntaré qué es eso que tienes que hacer, eso que, si lo consigues, hará orgulloso a tu padre. Sé que no me lo dirás.

—No lo haré. Pero tú, pa’i, reza por mí.

—¡Siempre, hijo mío! ¡Hasta con mi último aliento!

Pa’i, no puedo evitar amar a Emanuela como lo hago.

—Lo sé, Aitor. Nadie lo sabe mejor que tu pa’i.

—¿Los cuidarás, a ella y a mi hijo? Dímelo, pa’i, así partiré en paz.

—Lo haré con mi vida. Y también me ocuparé de Olivia y de tus hijas.

Se abrazaron. Aitor lo apartó casi de inmediato y se echó los morrales al hombro.

Pa’i, mándame aviso al pueblo de San Nicolás si cualquier cosa importante se presenta. Hazlo a nombre de Almanegra.

—¿Almanegra? ¿Quién es Almanegra?

—Yo.

Abandonó la cocina sin volverse. Que su pa’i creyese que se marchaba. Lo que todavía le quedaba por hacer en Orembae no era de su incumbencia.

* * *

Conocía de memoria la casa de los Amaral y Medeiros, por lo que le llevó apenas unos minutos ubicar dónde dormía Lope, solo, pues no compartía la recámara con su esposa. Franqueó la puerta con sigilo para evitar que rechinasen los goznes. La luz de luna se filtraba por las contraventanas y remarcaba los perfiles de los muebles. Se colocó a los pies de la cama y la sacudió. Lope se incorporó súbitamente.

—¡Qué sucede! ¿Quién está ahí?

—Aitor.

Lo vio tantear la mesa de noche hasta dar con un yesquero, que empleó para encender la bujía de la palmatoria. Aitor se aproximó a la cabecera y olfateó el aroma rancio del alcohol.

—Tienes que dejar la bebida. Un borracho no puede estar al mando de Orembae.

—¿Has venido a degollarme como me prometiste?

—Ganas no me faltan, pero Emanuela no me lo perdonaría. Por alguna razón que no llego a entender, siente afecto por ti.

—Tal vez sea porque nunca la he engañado.

—Tal vez. Pero me ama a mí, y fui yo quien le puso ese hijo que lleva en el vientre. —Aitor se inclinó, y Lope se retrajo hasta chocar con la cabecera—. Nunca lo olvides, Lope: Emanuela es mía.

—Lo sé —tartamudeó.

—La dejaré en Orembae porque ella necesita tranquilidad y comodidad ahora que tendrá a mi hijo. Te la encomiendo, pero ten por seguro que siempre estaré cerca, acechándote, observándote. —Desenvainó el cuchillo y le colocó la punta cerca del mentón—. Si intentas seducirla, si tocas uno de sus cabellos, ¡vive Dios, Lope! Volveré en medio de la noche y ya no me importará que Emanuela sienta afecto por ti. Te despertaré antes de abrirte en canal como si fueses un conejo. —Se retiró tan súbitamente que Lope ahogó una exclamación—. Ahora, háblame de Morales —le ordenó, en tono llano, mientras calzaba el arma en la faja del pantalón—. Mi pa’i Ursus me ha dicho que sospechas de él.

* * *

Salió de la recámara de Lope minutos más tarde, sin despedirse. En la penumbra del corredor, distinguió una figura, y gracias a su olfato, supo que se trataba de Ginebra; de noche, siempre se embadurnaba con la misma loción. Maldijo entre dientes. Aunque hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer, no tenía ganas de ella. La vio aproximarse rápidamente y no la correspondió cuando Ginebra le echó los brazos al cuello.

—¡Aitor! Oh, Aitor, cuánta falta me has hecho.

—Ginebra. —Un sustrato de advertencia le tiñó la voz, mientras la aferraba por el codo y la alejaba de la puerta de Lope.

—Ven, vamos a mi recámara. Allí estaremos tranquilos.

—No.

—¿No?

—Llevo prisa. Dime dónde duerme Emanuela.

La joven se quedó mirándolo con incredulidad, solo un par de segundos, hasta que sus ojos negros mudaron con un brillo irascible, que lo fastidió.

—Ella eligió a Lope, Aitor. Están juntos ahora.

Un gruñido escapó de entre los labios apretados del indio. Rodeó el cuello de Ginebra y la arrastró contra la pared. La muchacha, desesperada, le sujetó la muñeca e intentó quitárselo de encima.

—Óyeme bien, Ginebra. Emanuela es mi mujer. Tu esposo la recibió en esta casa y le ofrece protección porque yo así se lo permito. Si vuelves a insinuar que hay algo entre ellos, te quebraré el cuello.

—¡Suéltame! —exigió, con voz estrangulada.

Se inclinó sobre la cara abochornada de la joven y le habló cerca de los labios.

—Me traicionaste.

—¡Jamás te traicioné, Aitor!

—Sabías que Emanuela vivía en Buenos Aires y nunca me lo dijiste. Sabías que estaba buscándola como un loco, sabías que padecía por su ausencia y me ocultaste dónde se hallaba.

—¡No puedes culparme! Estoy enamorada de ti.

—¡Bah! Tú eres fría y calculadora, y no sabes lo que es el amor. Quien ama hace lo imposible para ver feliz al ser amado.

Los ojos de Ginebra brillaron en la penumbra.

—Tú no serías capaz de sacrificarte por nadie, ni siquiera por el ser amado.

La declaración de la muchacha lo fastidió y cerró un poco más la mano en torno a su cuello.

—Si le dices que tú y yo fornicábamos, también te quebraré el cuello. —Apretó el pulgar en la tráquea para acentuar la promesa—. Será como partir la rama delgada de un árbol. Ahora llévame a la recámara de mi mujer.

La soltó. Ginebra inclinó el torso hacia delante e inspiró profundamente con un sonido anginoso. Tosió varias veces. Al incorporarse, Aitor le notó los ojos inyectados y arrasados y la piel aún enrojecida. Se miraron en la penumbra del pasillo. La muchacha echó a andar y Aitor la siguió. Sin palabras, le señaló una puerta antes de alejarse y perderse en la oscuridad.

Aitor tiró del pestillo, y la puerta se abrió con una estridencia. Por un lado deseó que Emanuela despertase. Necesitaba oír la cadencia dulce y culta de su voz, olerla detrás de las orejas, besarla y arrancarle gemidos. Por el otro, deseó que no lo hiciera, porque sería imposible dejarla, y él había llegado a la conclusión que dejarla era lo mejor. Para ella, para el niño, que no para él. Para él, esa nueva separación constituiría una nueva muerte.

—¿Quién anda ahí?

Reconoció la voz susurrada y alterada de su madre. Le gratificó que su Jasy durmiese con Malbalá. Oyó el aleteo de Saite y sintió la humedad del hocico de Orlando en los pies, y también se alegró de saberlos con ella.

—Soy Aitor, sy.

—Oh. —El sonido murió antes de convertirse en una exclamación.

Advirtió que su madre abandonaba la cama y se dirigía hacia él. Se abrazaron sin intercambiar palabras. Malbalá le besó el pecho, sobre el corazón. Lo tomó de la mano y lo guió a través de la contraventana, a la galería. Le acunó el rostro y lo contempló con ojos brillantes.

—Gracias, Tupá, por devolverme a mi hijo amado.

Sy…

—Hijo mío. —Volvió a ocultar el rostro en el pecho de Aitor—. Hijo de mi alma.

—¿Dormías, sy? ¿Te desperté?

—No, hijo. No consigo acomodar los huesos en esa cama. Extraño la hamaca.

—Quiero que te quedes con Emanuela, sy. No quiero que te apartes de su lado. Solo si tú te quedas con ella, seré capaz de alejarme.

—No creo que tu pa’i lo juzgue correcto. Además, necesitamos la aprobación de Lope.

—Despreocúpate de mi pa’i. Ya hablé con él. En cuanto a los Amaral y Medeiros, ellos te recibirán.

—Entonces, me quedaré con ella y con tu hijo, y los protegeré con mi vida.

Aitor abrazó a su madre con destemplanza, de pronto embargado de amor y gratitud.

—No sé si podré dejarla —admitió, y detestó que la voz le temblase.

—Es lo mejor. Ella necesita estar tranquila, y tú no puedes darle nada ahora. Eres un prófugo, hijo mío.

—¡Qué vida de mierda!

—Todo se resolverá. Lo dice mi corazón, que rara vez se equivoca.

—¿Y si deja de amarme, sy? ¿Y si la distancia y el tiempo la hacen olvidarme?

—¿Crees que el sol se pondrá mañana? —Aitor asintió—. El amor de Manú por ti, hijo mío, es tan constante como el amanecer. Nada borrará lo que ella siente por ti.

—Quiero verla antes de partir. —Malbalá vaciló, y Aitor presionó—: Necesito verla, sy. Si la veo, cobraré fuerzas para llevar a cabo lo que tengo que hacer.

—No la despertarás, ¿verdad?

—No lo haré.

—Ayer, con nuestra llegada y con tu padre, que dijo sus primeras palabras en mucho tiempo, se emocionó. Por la noche, no se sentía bien. No quiero que le alteres el sueño.

—No lo haré —volvió a prometer.

Entraron, y Malbalá corrió los cortinados para permitir que la luna iluminase tenuemente la recámara. Aitor se aproximó a la cabecera y permaneció en estática contemplación de Emanuela. «Jasy», la llamó con la mente, y fijó la vista en el rostro pálido y apacible de la mujer que amaba. La emoción lo recorrió en forma de hormigueo, y se le erizaron las piernas y los antebrazos. Tragó con dificultad y se mordió el labio para evitar que temblase. Sus ojos vagaron por el bulto que formaba el cuerpo de su Jasy bajo la manta y se detuvieron sobre la protuberancia del vientre. Estiró la mano y la colocó a escasas pulgadas de su hijo. Allí la dejó, suspendida, temblorosa, mientras reflexionaba que su destino se presentaba negro en ese momento. Malbalá aseguraba que todo se resolvería, y él se aferraba a esa creencia como lo habría hecho de una liana a treinta varas del suelo.

La mano abierta temblaba sobre el vientre de Emanuela. Incapaz de contenerse, la posó sobre la colcha y apretó apenas. Lo asaltó un calor, que le trepó por el brazo y le humedeció los ojos. Emanuela se rebulló. Aitor dio media vuelta y salió del dormitorio. Malbalá lo siguió fuera. Lo halló a unos pasos, la frente contra la pared, el puño entre los dientes.

—Hijo.

—Es lo más duro que me ha tocado hacer en la vida, sy.

—Lo sé.

—Dile que la amo hasta la demencia. Dile que volveré por ella y que la convertiré en mi esposa. Díselo, sy. En este momento, de nada estoy seguro, solo de que ella y yo seremos marido y mujer.

* * *

A diferencia del resto de la peonada y de los indios encomendados y yanaconas, Morales, por ocupar el cargo de capataz, dormía solo en un puesto. Se trataba de una vivienda precaria, construida de adobe y tacuaras, y cubierta con hojas de karanda’y, una palmera típica de la zona. La puerta, que en realidad era un cuero de vaca extendido sobre un bastidor de cañas, no se presentó como un escollo difícil de sortear. Lo rasgó de arriba abajo con el cuchillo, y se metió por el tajo. Aguardó a que sus ojos se habituasen a la penumbra. Era una pieza más bien pequeña, que hedía a sebo barato, sudor y tabaco.

Ubicó el catre donde roncaba Morales. Se colocó la máscara veneciana, la que había tomado de la caja fuerte de don Edilson Barroso, y se la ató detrás de la cabeza. La agitó. Se sostenía, firme, y él se sintió seguro y poderoso en el anonimato que le confería. Tomó un trapo que halló sobre la mesa, desenvainó su cuchillo y se acercó al catre.

—Morales —lo llamó, con voz portentosa, y se inclinó cerca del rostro del capataz.

—¿Qué…? —El hombre abrió la boca para soltar un alarido de terror, y Aitor aprovechó para insertarle el trapo.

Habría estallado en carcajadas ante el rictus de ojos saltones de Morales. Le apoyó la punta del cuchillo sobre la nuez de Adán y le habló en castellano, con voz impostada y pausada, teñida de gravedad.

—Soy el demonio que vendrá a buscarte si llego a saber que perjudicas a los Amaral y Medeiros. Óyeme bien, Morales, porque esta es la primera y la última advertencia que te hago. Si vuelves a vender ganado, yerba, algodón o tan solo una hoja de laurel por tu cuenta, volveré por ti y te destriparé vivo. Me ocuparé de que mires mientras te saco fuera los intestinos. De ahora en adelante, cuidarás los intereses de Orembae como si fueses su dueño. Tengo ojos y oídos en todas partes. No te atrevas a desafiarme. —Aitor arrugó la nariz—. ¿Qué es ese olor? ¡Te has hecho encima! —Rio, mientras evocaba la ocasión en que el cobarde de Laurencio nieto se había mojado los pantalones—. Mañana irás a ver a don Lope y le devolverás el dinero que obtuviste por la mercancía y el ganado que le robaste. Te estaré espiando, Morales.

Se irguió y lo miró. Se dio cuenta de que el pánico que comunicaba la mueca horrible de Morales intensificaba la sensación de poder que había experimentado momentos atrás, tan solo por haberse calzado la máscara.

—Me llamo Almanegra. Díselo a tu gente y a todos los que conozcas. Si perjudican a Orembae, los perseguiré hasta los confines del mundo y los destriparé vivos. Este juramento es tan seguro como la muerte.

En un acto inesperado, le tajeó la mejilla antes de marcharse, caminando, sin ningún apuro. Morales se cubrió la herida en un acto mecánico, sin gritos ni escándalos, aún hechizado por el demonio que acababa de visitarlo. Al amanecer, cuando se acercó al fogón donde los peones mateaban antes del rodeo, les mostró la herida que le surcaba el lado izquierdo del rostro, desde el pómulo hasta la comisura, y les refirió los hechos.

—Era blanco como la leche y la piel brillante y dura como un pedazo de cuero curtido. No tenía ojos, sino dos huecos negros sin fin. Entró volando y se fue volando.

—¿Qué te dijo?

—Que cuidara a Orembae como si fuese mía, que estaría vigilándome. Que si perjudicaba a los Amaral y Medeiros, vendría a buscarme y me destriparía vivo. Me dijo: Me ocuparé de que mires mientras te saco fuera los intestinos. —Los peones arrugaron el gesto y se masajearon el bajo vientre—. Y no dudo de que lo haría si no cumpliese su orden.

—¿Te dijo cómo se llamaba?

—Almanegra.

En poco tiempo, incluso en las tabernas de Corrientes se mentaba al demonio del rostro blanco y del alma negra, y se le adjudicaban decenas de apariciones y desastres.