CAPÍTULO
VIII

El miércoles 11 de febrero, cerca del mediodía, Calatrava y Romelia llegaron al embarcadero de San Ignacio Miní en una jangada alquilada en el puerto de Asunción. Los bogadores, unos payaguás que se declaraban «amigos» del pa’i Ursus, los esperarían hasta que concluyese la visita. En el muelle construido con tacuaras grandes como troncos, los recibió una pequeña comitiva de miembros del Cabildo. Uno de los bogadores, que hablaba bastante bien el guaraní, ofició de intérprete.

—Soy amigo del padre Ursus. Mi nombre es Hernando de Calatrava y he venido a visitarlo desde Asunción. Ella es Romelia, mi esclava.

La mujer inclinó la cabeza en señal de saludo, y los indios no habrían adivinado, dada la impasibilidad de su gesto, que el corazón de la mujer batía, desbocado. Estaba muy agradecida con su amo Hernando, quien, pese a los reclamos y quejas de la ama Nicolasa, la había llevado con él en ese viaje organizado a las apuradas y de improviso, cuyo destino final había sido el pueblo donde vivía su querido hermano de leche, Octavio de Urízar y Vega. Durante los dos primeros días de viaje, el amo Hernando se había mantenido callado y ensimismado, como era lo usual. El tercer día, en cambio, se aproximó donde ella y le pidió que le hablase de Manú. La sorprendió el pedido, pero como había pocas cosas que le ocasionasen tanto placer como hablar de su niña, se lanzó a describirle cada detalle, desde el carácter de bondadosa disposición hasta los rasgos físicos, como también que sabía latín y griego, que dibujaba como una artista y que tocaba el clavicordio como una virtuosa, todo lo cual admiró a Calatrava. Por último, le contó que amaba a un indio con el cual se había criado, que era el padre del pequeño Octavio Vespaciano Aitor de Amaral y Medeiros.

—¿De Amaral y Medeiros?

—Sí, amo Hernando. Aitor, el amado de mi Manú, es hijo ilegítimo de un hacendado de por aquí. Don Vespaciano de Amaral y Medeiros.

El hombre asintió, con el gesto de pronto ensombrecido, y volvió a encerrarse en su abstracción.

Subieron a una carreta que los condujo desde el embarcadero hasta el pueblo, cuya visión arrancó sofocadas exclamaciones a los visitantes.

—Nunca imaginé que fuese tan majestuoso —admitió Calatrava, con la vista fija en la fachada barroca de la iglesia.

En el atrio, rodeado de indios, algunos cubiertos con capas y coronas confeccionadas con plumas de colores brillantes y varas y bastones en las manos, se hallaba Ursus. Calatrava saltó de la carreta y extendió la mano a Romelia, para ayudarla a bajar.

—¡Hernando! —se alegró Ursus, que, desde hacía un tiempo, había abandonado el formalismo de anteponer la palabra «don» a su nombre.

—¡Padre Ursus! Espero que mi visita no os resulte inoportuna.

Se dieron un abrazo.

—Veo que has llegado acompañado —comentó el jesuita, y detuvo la mirada en la mujer africana, que se mantenía a unos pasos detrás de su amo. El sacerdote aguzó la vista y frunció el entrecejo. En el momento del reconocimiento, distendió la expresión y abrió grandes los ojos oscuros—. ¿Rolia?

—Sí, Octavio. Soy yo.

Se levantó un clamor desde la multitud que formaba corro en torno al pa’i Ursus y a sus visitantes, cuando el sacerdote hizo algo inesperado: abrazó a la mujer negra.

—¡Rolia! ¡Bendito sea Dios! ¡Qué alegría verte!

—¡Sí, qué alegría, querido hermano!

Ursus sonreía y se limpiaba los ojos con la manga de la sotana. Se dirigió a los indios y les explicó:

—Esta es Romelia, mi hermana de leche. Los pechos de su madre nos alimentaron al mismo tiempo cuando éramos dos recién nacidos.

Como la esclava tenía prohibido el ingreso en la casa de los padres como toda mujer mayor de catorce años, Octavio la entregó a los cuidados de Vaimaca y Ñezú, que la condujeron a su hogar, encantados de conocer a Romelia, de quien Manú les había hablado. Calatrava, en tanto, marchó junto con Ursus, quien le presentó al hermano Pedro de Cormaner y al nuevo sotocura, Segismundo Asperger, un herbolario y médico, aunque sin título, aclaró en un castellano de pesado acento alemán.

Después del almuerzo y de un rato de conversación banal, el hermano Pedro y el pa’i Segismundo se excusaron y partieron para ocuparse de sus deberes.

—Padre Ursus —dijo Calatrava, de pronto sombrío—, me he presentado hoy aquí, sin avisar, de improviso, por un asunto de capital importancia. Espero que podáis ayudarme.

—Habla, Hernando.

—Sí, lo haré, pero en confesión, padre.

Ursus asintió y se puso de pie. Apareció un momento más tarde con la estola morada sobre los hombros. Volvió a ocupar la silla y bajó la vista para fijarla en las manos entrelazadas que le descansaban sobre las piernas.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida, padre.

—Cuéntame qué apesadumbra tu alma.

—Hubo una época, padre Ursus, en la que cometí bigamia. —Calatrava hizo una pausa para estudiar la reacción del jesuita, que permaneció con la mirada fija en el regazo—. Veinticinco años atrás, viajé a Lima por mandato de mis superiores. Ya estaba casado con Nicolasa. Ella, encinta de Ginebra, quedó en Villa Rica, nuestra ciudad de origen. Yo me sentía inquieto allí. Me parecía estar confinado tanto en esa ciudad misérrima como dentro de los muros de mi hogar.

—¿Amabas a tu esposa?

—Amaba su belleza. Cuando descubrí que se trataba de una pátina que escondía a una persona egoísta, coqueta e intrigante, su hermosura se desvaneció. Pero ya era tarde. Abracé la propuesta de viajar a Lima con fervor. Estaría fuera más de un año. Nicolasa lloraba y a mí me costaba disimular la alegría que me proporcionaba la idea de abandonar esa vida mediocre. Ella me pedía que la llevase, pero yo esgrimía todo tipo de excusas, en especial que era demasiado riesgoso afrontar un viaje tan brutal y largo en estado de buena esperanza. La verdad era que quería que ella quedase atrás. —Sorbió un trago de aguamiel y continuó—. Lima me obnubiló. La Ciudad de los Reyes la llaman, y eso me pareció a mí, una ciudad imperial. Allí conocí a María Clara y me enamoré de ella perdidamente.

—¿También de su belleza?

—Su belleza fue lo que me atrajo hacia ella como un insecto vuela hacia el fuego. Después me robó el corazón con su dulzura y su bondad. Era la criatura más exquisita y refinada que he conocido. Pertenecía a una familia de fuste. Eran ricos, y, sin embargo, María Clara era sencilla, humilde, bondadosa. Nos frecuentamos y nos enamoramos. Su padre murió por esos días, y ella se convirtió en la pupila de su tío, con el cual, en realidad, vivía desde pequeña.

—¿Era huérfana de madre también?

—Sí. Una noche —prosiguió—, completamente tapada por un rebozo, me esperó en el ingreso del cuartel donde nos alojábamos y me confesó que me amaba, lo cual me convirtió en el hombre más feliz de la Tierra, y me dijo que deseaba fugarse conmigo. Su tío jamás habría aprobado nuestro amor, por lo que había decidido huir. Para esa época, mi misión en Lima estaba llegando a su fin. Hice los arreglos para partir y regresé al Paraguay con ella. Nos casamos apenas llegados a Asunción. —Calatrava ejecutó una pausa y volvió a observar la reacción del jesuita, que se mantuvo impertérrito—. Nos instalamos en una casa que compré, una tapera en comparación con las suntuosas a las que estaba habituada mi adorada María Clara; no obstante, ella nunca acababa de decirme lo feliz que era, jamás pronunciaba una palabra para quejarse o lamentarse. Siempre paso y me detengo a ver la fachada de la casa donde transcurrí los mejores años de mi vida. También los peores. De allí me sacaron a la rastra los soldados del gobernador Zabala después de sofocar la revuelta comunera. Ahora pertenece al jefe de Policía del Cabildo.

—¿Qué sucedió con Nicolasa y Ginebra?

—A Nicolasa le dije que permanecería en Asunción por orden de mis superiores y que iría a verlas tanto como me fuese posible. Ya estaba metido en la revuelta comunera.

—¿Por qué te aunaste a la revuelta? ¿Por una convicción?

Calatrava rio sin ánimo y agitó la cabeza.

—Lo hice por dinero, padre Ursus. Mantener dos familias con el sueldo de coronel, que llegaba siempre con retraso, me hizo aceptar los doblones que me dio un grupo liderado por uno que solía ser mi amigo. Ese grupo buscaba destruir a la Compañía de Jesús, que no solo les quitaba a sus mitayos y yanaconas, sino que provocaba la caída del precio de la yerba debido a las grandes cosechas que realizaban en sus pueblos. Lo hice por dinero —repitió.

—Continúa.

—Nicolasa, como podréis imaginar, me pedía que mandase por ella, que la llevase a Asunción. Yo le decía que la cosa estaba complicada, que se hablaba de posibles enfrentamientos armados, que era peligroso que ella y la niña se aventurasen. Cuando me daba cuenta de que Nicolasa estaba al borde del desquicio, viajaba para calmarla y le llevaba dinero. —Calatrava suspiró y guardó silencio antes de retomar la palabra—. Y llegó el año 35. Hacia fines de mayo, María Clara me anunció lo que tanto habíamos esperado: la llegada de nuestro primer hijo. La felicidad era completa después de casi habernos resignado a que Dios no nos bendeciría con un descendiente. Yo sabía que tener un hijo en medio de una revuelta que iba de mal en peor, con una situación tan precaria desde todo punto de vista, era un desatino. Pero ella estaba tan feliz, se sentía tan plena, que yo solo podía sonreír y mirar el futuro con benevolencia.

—¿María Clara sabía que tú eras casado?

—¡Oh, no, claro que no! Si lo hubiese sabido, me habría abandonado. Detestaba la mentira por sobre todas las cosas. Era de disposición compasiva y para nada severa, pero cuando se le mentía, se convertía de piedra. De hecho, había abandonado a su familia porque le habían mentido toda la vida. No —repitió, más apocado—, nunca lo supo.

—Prosigue.

—Como bien sabéis, padre Ursus, la revuelta terminó mal para nosotros, los comuneros. Zabala entró en Asunción el 30 de mayo, pocos días después de que yo supiese que María Clara iba a darme un hijo. El gobernador de Buenos Aires se mostró inflexible con sus enemigos, y debo admitir que corrí con suerte; no morí ejecutado como tantos de mis compañeros, pero confiscaron mi casa y dejaron a María Clara en la calle. Durante varios meses, me tuvieron preso en el fuerte de Asunción, desde donde pedí una y otra vez que me permitiesen encontrarme con mi esposa. Sé que intentaba verme a diario. Un guardia me lo contó. Me dijo que estaba desesperada, sin dinero para pagar la renta de la pensión… —Se cubrió los ojos con la mano y se mordió el labio. Transcurrió un momento antes de que recuperase el control—. Disculpadme, padre Ursus.

—Tómate tu tiempo. Bebe un poco de aguamiel.

—Sí, gracias. —Sorbió, y Ursus notó que el vaso le temblaba en la mano—. Lo que sigue, vuesa merced lo sabe bien. Me llevaron a Lima donde me encerraron y de donde salí gracias a la caridad de quienes intenté destruir en la época de las revueltas. Si vuesa merced y sus superiores no hubiesen intercedido por mí, habría perecido de consunción en las celdas de la prisión de Lima.

—¿Qué fue de María Clara y de tu hijo?

—Nunca volví a saber de ellos. Así como recibía cartas de Nicolasa, de María Clara nunca recibí siquiera una. El tiempo pasaba y mi ansiedad aumentaba. Encerrado en esas mazmorras inmundas, creí volverme loco de la desesperación y de la angustia. —Hizo una pausa y encontró la mirada del jesuita—. Aquí llegamos el punto clave de la confesión, padre Ursus, en el que preciso de vuestra ayuda. Hoy he llegado aquí para que vuesa merced desvele el misterio de los destinos que tuvieron María Clara y nuestro hijo.

—¿Yo?

—Desde hace tiempo, escucho hablar de Manú o de la niña santa. Una historia trágica, casi un relato mitológico el de esa criatura, pero que, más allá de sorprenderme y de conmoverme, nunca llamó mi atención. Hasta que, días atrás, el padre Santiago de Hinojosa me habló de la madre de Manú.

—De Emanuela.

—No de Emanuela. De María Clara. —Ursus levantó la barbilla con un movimiento rápido y volvió a mirar a la cara a don Hernando—. El día en que María Clara me anunció que me daría un hijo, me suplicó que si era niña la llamásemos Emanuela, como su madre, y en caso de ser varón, Emanuel.

—La mujer que hallamos aquella fatídica noche a orillas del Paraná dijo llamarse Emanuela. Yo le pregunté cómo se llamaba. Sabía que la hemorragia se la llevaría, por lo que me urgía saber su nombre. Me contestó, casi sin aliento, Emanuela.

—Os estaba diciendo el nombre de la hija que acababa de parir.

—Lo dudo. Creo que…

—María Clara tenía una mancha de nacimiento en el muslo derecho, aquí —se señaló la parte frontal, justo sobre la rodilla—. Sin ser un rombo perfecto, se le parecía.

En un acto mecánico, Ursus se puso de pie y comenzó a caminar por la sala. Se detuvo a cierta distancia del penitente y le expresó:

—A pesar de que la vi solo aquella noche, medio exangüe, a la muerte y empapada, el recuerdo de la madre de Manú se fijó en mi mente con nitidez. Descríbeme a María Clara.

—Menuda, de piel muy blanca, inmaculada podría decirse, sin lunares ni marcas, solo esa que le he referido, la del muslo derecho. Cejas delgadas y muy arqueadas. Ojos oscuros, rostro oval, de facciones regulares y europeas. Ni una gota de sangre india corría por sus venas. Cabello abundante y castaño. Labios generosos.

—¿Puede ser posible? —masculló Ursus.

—Sí, creo que la mujer a la que recordasteis como Emanuela durante veinte años es en realidad mi María Clara.

—¡Señor mío, ten piedad! ¿Cómo estar seguros? La pobre no llevaba nada consigo, ni tan solo un pequeño dije que nos permitiese reconocerla.

—Debió de vender las pocas joyas que tenía para mantenerse. Pobre amor mío.

—¿Qué hacía a orillas del Paraná? ¿Por qué estaba allí?

—Creo que se dirigía a Orembae.

—¿La hacienda de los Amaral y Medeiros? —Hernando de Calatrava asintió con solemnidad—. ¿Por qué allí?

—Vespaciano era el jefe del grupo que financiaba la revuelta.

—Sí, lo sé.

—El día anterior a que me apresasen, sabiendo que el final se acercaba, le indiqué que recurriese a él si algo llegaba a sucederme. A su vez, le escribí a Vespaciano rogándole que protegiese a Nicolasa y a Ginebra.

—Tiene lógica —admitió Ursus—, pero no hay certeza. No sé cómo dilucidar este misterio.

—Si veo a Manú, podré afirmar si es mi hija o no. Sé que vive en Orembae. Mi amistad con Vespaciano terminó años atrás y no creo ser bien recibido en su casa. Si vos me concedieras el enorme favor de ir a buscar…

—Manú estará aquí mañana.

—¿Cómo?

—Mañana, 12 de febrero, es el natalicio de Manú.

—¿De veras? —La voz del hombre surgió vacilante, y los ojos se le arrasaron.

—De veras. Ha aceptado la invitación que le ha hecho el pueblo, el cual, pese a mis esfuerzos, la venera. Mañana la tendremos con nosotros. Están muy exaltados con la llegada de la niña santa y están preparando celebraciones y decorados para homenajearla.

—Es una persona amada, ¿entonces?

—No creo que haya dos muchachas tan amadas como Manú, en especial por su pa’i Ursus. —Calló, emocionado. Regresó a la silla y volvió a sentarse frente a Calatrava. Inspiró profundamente y cerró los ojos antes de preguntar—: Hernando, ¿te arrepientes del pecado de bigamia y de la mentira?

—Sí, padre, me arrepiento.

Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.

—Amén.

Se pusieron de pie al mismo tiempo.

—Le diré a Tarcisio que te prepare la habitación de huéspedes. Podrás descansar antes de la misa vespertina. Me gustaría que la oyeses.

—Lo haré, padre, pero no deseo descansar, sino visitar la tumba de María Clara.

—No estamos seguro de que sea ella —le recordó el jesuita—. Creo que nunca lo estaremos —se descorazonó—, ni siquiera después de que veas a Manú.

—Padre, sé que esa mujer que vos hallasteis a orillas del Paraná era mi María Clara.

Ursus asintió y, sin volver a pronunciar palabra, condujo a Calatrava hasta el cementerio, donde lo dejó solo frente a la tumba cuya lápida rezaba una simple leyenda: Emanuela (m. 12 de febrero 1736). Se detuvo cuando lo alcanzó el llanto desgarrador del hombre. No se atrevió a volverse y mirarlo, no quería asomarse en su dolor, no quería violar su intimidad. Reinició la marcha.

* * *

Emanuela entró en San Ignacio en un birlocho conducido por un indio de Orembae y que compartía con los niños, con Malbalá y con Ginebra. Orlando iba en su falda, Marã en la de Emanuelita, Saite planeaba en torno y Argos, demasiado robusto para ocupar un sitio en el vehículo, correteaba junto a la rueda, siempre del lado de Octavio. Lope, don Vespaciano y un par de peones montaban a los costados del carruaje descubierto. Viajaban armados; los patrones con armas de fuego, los peones con lanzas y cuchillos.

El recibimiento, con orquesta y ofrendas, habría puesto a la sombra los organizados con motivo de las visitas del provincial y del obispo para las fiestas patronales. Emanuela extendía las manos desde el birlocho, recibía los presentes, reía y agradecía, saludaba y se sorprendía. Emanuelita, Milagritos y Octavio, que habían esperado el día de la visita al pueblo de San Ignacio Miní con más ansiedad que la del natalicio de Jesucristo, giraban sus cabecitas hacia uno y otro lado e intentaban abarcar con ojos bien abiertos la fiesta y la veneración que despertaba Emanuela.

El coche se detuvo en el atrio de la iglesia, donde los aguardaba el comité de bienvenida, encabezado por las autoridades del Cabildo. Palmiro Arapizandú, aún corregidor, y los alcaldes de primero y segundo voto le colocaron en torno al cuello una guirnalda de flores de mburukuja, pues se sabía que era la favorita de la niña santa. Parlamentaron un buen rato, como era costumbre entre los guaraníes, y Emanuela se conmovió con sus palabras, en especial cuando la llamaron «hija dilecta de San Ignacio Miní». Ella, a su vez, había preparado un discurso, y lo dijo con bastante ecuanimidad, preguntándose si Olivia y sus hijas estarían observándola. Por mucho que las había buscado entre el gentío, no las había divisado.

Saludó después a su pa’i Ursus, a quien no veía desde hacía más de un año, y se permitió abrazarlo y hundir el rostro en la estameña del hábito, cuyo aroma la hacía pensar en la palabra hogar. Siguieron un emocionado hermano Pedro y un Tarcisio de inusual sonrisa. Le presentaron al nuevo sotocura, el pa’i Segismundo Asperger, de una gentileza y maneras tan exquisitas que la conquistaron de inmediato. La sorpresa llegó cuando apareció Romelia a un llamado de Ursus. Volver a verla, sobre todo en circunstancias en las que sus emociones se hallaban en carne viva, la privó del habla. El rostro de Romelia, la familiaridad de sus gestos y de sus rasgos y la generosidad de su cuerpo maternal encarnaban ideas similares a las que le inspiraba su sy, la de refugio, confianza y paz. Solo bastó mirarla para sentir que regresaba, como por ensalmo, a la casa de la calle de Santo Cristo, donde había compartido con Aitor su época más feliz. También recordó que, por su culpa, la mujer había sido arrancada de su hogar y vendida como un traste, y, más allá de que Romelia, en las pocas cartas intercambiadas, hubiese declarado que estaba feliz con el cambio pues se hallaba cerca de ella, Emanuela sabía que echaba de menos el lugar donde había nacido. Se echó a llorar tan amargamente que Octavito, en brazos de su taitaru Vespaciano, se rebulló hasta zafar y corrió junto a su madre, quien, cobijada en el abrazo de la esclava, no se daba cuenta de que le jalaba la falda.

—¡Mamita! ¡Mamita! —comenzó a llamarla con llanto en la voz.

Emanuela se limpió rápidamente las lágrimas con el mandil de Romelia y lo levantó en brazos. Le cubrió el rostro de besos, mientras le aseguraba que eran lágrimas de alegría, que no se preocupase su niño bello, tesoro de su vida, amor de mamá. La muchedumbre había caído en un mutismo espectral. Todos mantenían la vista fija en la niña santa, mientras la observaban adorar a esa criatura del pelo largo y retinto y de los ojos dorados, el hijo del luisón.

Fue Ursus el que volvió las cosas a la normalidad al intervenir y quitarle a Octavio de los brazos, su téra rerekoha, su tocayo. El niño, con un ceño profundo que arrancó una carcajada al jesuita, tomó distancia y lo contempló con seriedad.

—Él es mi pa’i Ursus —le recordó Emanuela—, de quien tanto te he hablado.

—Tú llevas mi nombre, Octavio —dijo Ursus en guaraní—. Por eso digo que eres mi téra rerekoha.

—Tú te llamas Ursus —contradijo el niño en un guaraní perfecto— y yo me llamo Octavio.

La muchedumbre, emocionada al oírlo hablar en la lengua de sus ancestros y asombrados por la precocidad del pequeño, explotó en risotadas.

—Me dicen Ursus —explicó el sacerdote—, pero mi verdadero nombre es Octavio.

—Y a mí, ¿cómo me dicen?

—A ti te llamamos Octavito —intervino Emanuela.

Ursus plantó un beso en la frente del niño y, al inclinarse para ponerlo en brazos de la madre, susurró:

—Es como ver a Aitor a su edad. El parecido es remarcable.

Por esa razón y sabiendo que los agasajos de los que sería objeto significarían un desafío para su atención, Emanuela le había hecho jurar a su sy que nunca lo dejaría solo. Temía que Olivia o alguno del pueblo se la tomase con el pequeño para vengar las fechorías del luisón.

—Hija —la llamó Ursus—, me gustaría que conocieras a alguien.

La tomó del brazo y la condujo hasta un hombre que conversaba animadamente con Ginebra y Lope.

¡Pa’i! —exclamó Ginebra en una muestra infrecuente de entusiasmo—. No sabes la alegría que ha sido encontrar a mi padre hoy aquí.

—Fue una alegría también para mí cuando Hernando se presentó ayer en una inesperada visita. Como le dije que llegarían hoy, decidió quedarse. Querida Manú, te presento a don Hernando de Calatrava, antiguo coronel del ejército de Su Majestad, padre de Ginebra.

Emanuela ejecutó la reverencia que le habían enseñado doña Almudena y doña Ederra sin mirar a los ojos del caballero. Al levantarlos, la sonrisa del hombre la desconcertó. Sus ojos no estaban fijos en ella, sino que bailoteaban como si estudiasen cada rincón de su rostro. No se sintió incómoda, no había concupiscencia en su mirada, más bien euforia y afecto.

—Manú —intervino el hermano Pedro—, pasemos a la sala capitular del Cabildo. Allí te han preparado el almuerzo.

Con Octavito de la mano y escoltada por el regidor, los alcaldes, el capellán del pueblo y el sotocura, la niña santa entró en el Cabildo y ocupó el sitio de privilegio en el largo tablón. Fuera, la gente comía carne y verduras asadas, kiveve y toda clase de platos típicos que las mujeres habían preparado para homenajear a la hija que retornaba al hogar. Siguieron festejos en la plaza, donde Juan y su orquesta interpretaron varias piezas de compositores europeos y dos del propio Juan, que Emanuela aplaudió de pie, lo que el pueblo imitó, y el músico acabó siendo ovacionado. Hubo obras de teatro, coreografías, bailes y desfiles de las compañías del ejército. Emanuela, ubicada siempre en la primera fila, rodeada por las autoridades políticas y religiosas, disfrutaba como cuando era niña y ninguna preocupación la atribulaba. Sonreía al comprobar cuánto se divertían Emanuelita, Milagritos y Octavio, quienes, pese a haberse levantado de madrugada para emprender el viaje, no mostraban signos de cansancio.

Los festejos concluyeron con una misa tardía. A la salida, en el atrio, Ursus se mantuvo cerca de Emanuela; temía que la gente evocase las tradiciones del pasado y pidiese a la niña santa que los tocase para liberarlos de sus dolencias. Pese a que el día anterior los había conminado a que no se lo solicitasen, desconfiaba de la resolución de sus feligreses.

Los niños, que se habían dormido durante la misa, fueron llevados a la antigua casa de los Ñeenguirú, ocupada por Juan, que nunca se había casado. Los desvistieron y acomodaron en unos catres dispuestos a propósito. Emanuela salió a la enramada, y enseguida se vio rodeada por sus mascotas, no solo Orlando y Argos, sino Timbé, Miní y Porã. Se puso de rodillas para mimar y acariciar a sus viejos amigos, mientras Malbalá le contaba a Vespaciano acerca de Timbé, de cómo Manú la había salvado de la muerte.

—Después de que te fuiste, Miní estuvo desaparecido durante varios meses —le confesó Juan.

—Sí —confirmó Malbalá—. Nunca te lo conté en las cartas para no preocuparte, pero el mismo día en que te marchaste, se fue. Regresó casi un año después. Se recostó contra Timbé y allí se quedó durante días, triste y apático. Desde entonces, prácticamente siempre anda montado sobre ella, como si la pobre no fuese más vieja que él.

Emanuela recogió al carayá del suelo y lo acunó en sus brazos. El mono estiró la mano y le acarició la mejilla.

—Es extraordinario que un cerdo haya vivido tantos años —se asombró don Vespaciano, mientras palmeaba el costado del animal y admiraba el artilugio que reemplazaba el cuarto trasero faltante.

—También lo es que aún viva Saite —manifestó Juan—, pero ya ve, don Vespaciano, con Manú nada de lo que se supone que debería ser es.

—¡Ja! Ni que lo digas, querido Juan. Yo soy la prueba viviente de ello. Manú, ángel mío, ¿te gustaría llevar tus mascotas a Orembae?

—Sí, me gustaría, pero creo que tenemos suficiente con tres perros, una macagua y un toro —dijo, refiriéndose a Almanegra, el cual don Mikel les había enviado de regalo poco tiempo atrás—. Ginebra no lo aprobaría —añadió.

—Tu toro no cuenta pues vive en la estancia y no en el casco. Además, Ginebra puede decir misa —replicó, mostrando una chispa de su antiguo mal carácter—. En Orembae mando yo, y si yo digo que tus mascotas vivirán allí, así será. A menos —se apresuró a agregar— que Juan no quiera separarse de ellas.

—Por mí no se preocupe, don Vespaciano. He cuidado de Timbé, de Miní y de Porã con mucho esmero, pero sé que pertenecen a mi hermana. Además, tendré oportunidad de verlos cuando viaje para darle sus lecciones de violín a mi sobrino.

—Entonces, asunto arreglado.

—¡Gracias! Le aseguro que no darán fastidio. Han vivido siempre afuera y son tranquilos y educados.

Vespaciano se inclinó y le besó la frente.

—Gracias a ti, ángel mío.

—Quiero que vaya a recostarse. Sé que es fuerte y que su salud se ha restablecido, pero no debe abusar.

—Lo haré. En verdad estoy rendido.

—Mi pa’i Ursus me dijo que lo acomodaría en una de las habitaciones de la casa de los padres. —El hombre masculló y gruñó, con la vista al suelo—. ¿No quiere dormir allí porque está don Hernando?

—Me porté muy mal con él, hijita.

—Entiendo. Le haremos un sitio aquí, con nosotros. La casa de Bruno es más pequeña y está llena con Ginebra y Lope.

—Iré a tomar un baño al arroyo —anunció Malbalá. Recogió su tacuarembó, se calzó en la frente la manija que llamaban apisama y se alejó en dirección a la trocha que conducía al recodo secreto del Yabebirí.

Emanuela dejó a Amaral y Medeiros en compañía de Juan y se dirigió hacia la casa de los padres en busca de otro camastro. Llamó a la puerta y le abrió Tarcisio, que volvió a sonreírle con la alegría de esa mañana. La invitó a pasar. Ella seguía siendo la única mujer mayor de catorce años a quien se le permitía el ingreso.

—¡Manú! Pasa, querida —exclamó Ursus en castellano por respeto a su invitado, Hernando de Calatrava, quien se puso de pie enseguida y le destinó una mirada ansiosa y una sonrisa de dientes descubiertos.

—¿Cómo están los niños?

—Cayeron rendidos, pa’i. Me sorprende que hayan resistido tanto. No están habituados a pasar un día sin hacer su siesta.

—Pocas veces he visto a tres niños divertirse tanto como hoy lo han hecho mis nietas y vuestro hijo, señorita Manú.

—Emanuelita y Milagritos estaban muy emocionadas por haber conocido a su taitaru Hernando.

—¿De veras?

—Las oí referirse a vuesa merced en varias ocasiones.

—No sabía que supieran de mi existencia.

—Oh, pero sí que saben de vuestra existencia. Ginebra les habla de continuo acerca de vos.

—Pobre mi Ginebra —masculló, y bajó la vista.

Pa’i —habló Emanuela para romper el silencio que se cernió en la sala tras el comentario de Calatrava—, vine a pedirte otra de las camas que tenéis aquí, en el sótano. Es para don Vespaciano. Dormirá con nosotros.

Emanuela notó, por el rabillo del ojo, que don Hernando alzaba la cabeza y prestaba atención.

—Entiendo —masculló Ursus—. Tarcisio, ocúpate.

—Como ordenes, pa’i.

—Hija, el atardecer está fresco y agradable. Me gustaría caminar contigo. Hace tanto que no conversamos, Manú.

—Será un placer, querido pa’i. —Se aproximó y, en puntas de pie, lo besó en la mejilla.

—¿Has visto, Hernando, qué tesoro es mi niña?

—He visto.

Antes de salir, Emanuela notó la mirada elocuente que intercambiaron su pa’i Ursus y Calatrava, y advirtió también el leve asentimiento que el hombre le dirigió al jesuita. Cruzaron la plaza en silencio, Ursus con la vista al suelo, abstraído en sus pensamientos. Emanuela iba tomada de su brazo, con la vista en la torreta, abrumada de recuerdos y de cuestionamientos. ¿Reuniría la fuerza para trasponer el umbral y entrar? ¿Por qué no había visto a Olivia?

—No vi a Olivia, pa’i.

—¿Cómo? ¡Ah, Olivia! Debió de permanecer en su casa, supongo.

—¿Y sus hijas? ¿Participaron de los festejos?

—No las vi.

El mutismo que siguió desconcertó a Emanuela porque la incomodó. Ella jamás se incomodaba en compañía de su pa’i.

¿Pa’i?

—¿Qué, mi niña?

—Dime qué sucede. Te encuentro extraño, nervioso.

—Sí, Manú, lo estoy.

El jesuita repasaba los sucesos, las referencias, las fechas, los datos, las aseveraciones que Calatrava le brindaba desde el día anterior, y admitía que el misterio nacido la noche del 12 de febrero de 1736 se resolvía a la perfección. La confirmación que el hombre había esperado obtener a la visión de Manú había llegado y sin dificultad. «Es el vivo retrato de su abuelo», le había asegurado, abrumado por la emoción. «Exacto color de ojos, ese azul tan peculiar, el corte del rostro, la forma del mentón, los pómulos, la nariz un tanto aguileña… En todo se le parece, excepto en la generosidad de los labios. Eso lo heredó de mi María Clara». ¿Con qué fin Calatrava mentiría acerca de la paternidad de Emanuela, cuando esta no poseía fortuna ni alcurnia? Como solía preguntarse Santiago de Hinojosa, cui bono? En verdad, Calatrava no obtenía nada a cambio de reconocer a una hija habida de una relación ilícita; más bien, se echaba al hombro un grave problema. Sin embargo, estaba dispuesto a enfrentar a cualquiera con tal de que la joven supiese la verdad.

—Dime, ¿qué ocurre? —insistió Emanuela, y abrió grandes los ojos al sospechar el origen de la inquietud del sacerdote—. Se trata de Aitor, ¿verdad? ¡Oh, no! ¡Por piedad, no! ¡Le ha sucedido una desgracia y no te atreves a decírmelo!

Ursus se detuvo y la aferró por los hombros.

—No se trata de Aitor. No tiene que ver con él. Tranquilízate. No sé nada de él, pero confío en que el Señor oye mis plegarias y me lo preserva de todo mal. Se trata de un asunto muy serio, Manú, pero que te hará feliz. ¡Ah, mi niña! En realidad, no sé cómo lo tomarás.

—Habla, pa’i, estás angustiándome. ¿De qué se trata?

—Quiero que regresemos a la casa y que escuches lo que don Hernando tiene para decirte.

—¿A mí? ¿Don Hernando?

—Sí, a ti. Quiero que me prometas que lo oirás con calma y que serás la Manú que tanto amo, dulce y comprensiva. ¿Lo prometes, hija?

—Sí, sí, pa’i, lo prometo.

Abrieron la puerta de la casa de los padres, y Calatrava detuvo de golpe su ir y venir. Emanuela cayó en el gesto que hacía cuando estaba confundida: frunció el entrecejo y ladeó la cabeza.

—Eres tan parecida a tu abuelo —pensó en voz alta don Hernando.

—¿Mi abuelo? ¿Lo conocéis, señor?

—Sí. Y a tu madre, mi adorada María Clara.

—Mi madre se llamaba Emanuela —replicó, envarada. El peso de la mano de Ursus en su hombro la serenó.

—Ven, Manú, siéntate y presta atención a don Hernando.

Calatrava se sentó después de ella y le dedicó una sonrisa melancólica, que le causó una emoción fuerte, inexplicable, la cual luchó por extinguir. No quería que ese extraño le inspirase sentimientos de afecto; estaba enojada con él. Declaraba haber conocido a una tal María Clara, la cual, decía, era su madre, cuando su verdadera madre yacía en el cementerio de la doctrina y se había llamado Emanuela. No le permitiría que le arrebatase la única certeza que tenía acerca de su origen.

—Hace muchos años —empezó el hombre—, cuando era un joven alocado y egoísta, partí hacia Lima en una misión que me habían encomendado mis superiores…

Emanuela escuchó el relato sin interrumpir ni pedir explicaciones; no le interesaba aclarar los puntos dudosos u oscuros, nada tenían que ver con ella.

—Cuando María Clara, feliz como nunca la había visto, me anunció que estaba encinta, me suplicó que llamásemos Emanuela a nuestra hija, o Emanuel, en caso de que fuese varón. Era un homenaje a su madre.

—¿En eso radicáis vuestra seguridad, señor? ¿En que vuestra mujer deseaba nombrar a la niña Emanuela?

—No en eso, sino en que María Clara tenía una mancha en el muslo derecho, justo arriba de la rodilla, cuya descripción coincide con la que me dio el padre Ursus.

Emanuela se volvió con un movimiento rápido hacia el sacerdote, que se limitó a asentir.

—También me baso en la descripción que el padre Ursus me hizo de las facciones de la mujer que encontró en el río aquella noche. Coinciden con las de María Clara.

—No puede ser cierto. Mi madre dijo que su nombre era Emanuela. Mi pa’i Ursus le preguntó: ¿Cómo te llamas? Y ella dijo Emanuela.

—Estaba diciéndole el nombre de la niña que acababa de parir —alegó Calatrava.

—¿Por qué estaba pariendo sola, a orillas del Paraná?

—Como acabo de explicarte, yo me hallaba preso en Lima. Daría cualquier cosa por volver el tiempo atrás y salvar a la única mujer que he amado, que aún amo, de ese final tan espantoso.

—Hernando sospecha que María Clara se dirigía hacia Orembae en busca de ayuda.

—Cuando me di cuenta de que la revuelta fracasaría, le dije que, si algo me sucedía, recurriese a Vespaciano. En esa época, éramos amigos. En cuanto a los detalles de por qué se hallaba sola en ese paraje, creo que nunca lo sabremos —admitió.

—Tal vez la balsa en la que se dirigía a lo de Amaral y Medeiros se haya hundido —conjeturó Ursus— y ella nadó hasta la orilla. Por eso la hallamos empapada. Hay unos rápidos muy peligrosos en esa zona.

Emanuela, abrumada, confundida y cansada, se puso de pie. Ursus y Calatrava la imitaron. Se detuvo frente a su pa’i y elevó la vista hasta encontrarlo con la mirada.

Pa’i, no sé qué pensar.

Ursus se compadeció de la confusión y del dolor que trasuntaban sus ojos azules. La envolvió en un abrazo. Emanuela se aferró a la sotana y hundió el rostro en el pecho del sacerdote.

—Creo que has hallado a tu padre, mi niña. Creo que Hernando y María Clara son tus padres.

Emanuela tembló y apretó los labios para no llorar.

—Manú, hija —escuchó decir a Calatrava detrás de ella, y ajustó el abrazo, como si temiese que la apartasen del hombre al cual había considerado su padre, pues si bien había llamado ru a Laurencio abuelo, en ese momento caía en la cuenta de que ese rol siempre había estado en manos de su adorado pa’i Ursus.

—Escucha a tu padre, hija.

—¡Tú eres mi padre! ¡Tú, que me salvaste de una muerte segura y que diste cristiana sepultura a mi madre!

Ursus la besó en la coronilla.

—Yo soy tu pa’i, sí, y tú eres la hija de mi corazón, lo sabes. Pero Hernando es quien te dio la vida y debes respetarlo.

Emanuela se giró en el abrazo del jesuita y, sin soltarle la sotana, miró con dureza a Calatrava. La expresión de dolor y las lágrimas que, silenciosas, brotaban de sus ojos la conmovieron. La pregunta no emergió con la dureza prevista.

—¿Y qué hay de Ginebra? ¿Es mi hermana?

—Sí, lo es.

—Es mayor que yo y su madre está viva.

Emanuela volvió a advertir el intercambio de miradas significativas entre el jesuita y don Hernando. Habían acordado mantener en secreto lo de la bigamia, aun a riesgo de enfangar la memoria de María Clara; por esos días la Inquisición ensombrecía las vidas de los asuncenos en busca de blasfemos, brujas y herejes, como también de bígamos y sodomitas. Calatrava, por su parte, había decidido no revelar el verdadero apellido de María Clara a nadie, ni siquiera lo había hecho en confesión al padre Ursus; ocultaría su filiación, y también su pasado y el de su familia por el bien de su hija Manú. «Mi hija». Acarició el pensamiento, lo saboreó como un trago de buen vino, y al mismo tiempo se cuestionó cuál sería el camino para alcanzar el corazón de Manú, y cambiar la pena y la confusión en amor.

—Yo estaba casado cuando conocí a tu madre en Lima. Ella y yo vivimos en pecado. —Emanuela abrió grandes los ojos—. ¡No debes juzgar a tu madre, hija mía! Era una santa, te lo aseguro. Su único pecado fue amarme.

—No la juzgo. Sabe Dios que no tengo autoridad ni derecho para hacerlo. Yo misma… Yo soy una pecadora. Y mi hijo… —Incapaz de expresar lo que secretamente la mortificaba, que su debilidad por Aitor había mancillado a Octavio para siempre, que lo llamarían bastardo y lo humillarían, se mordió el labio y volvió al cobijo de su pa’i Ursus. Ahora, ella también era el fruto habido de una relación ilícita. Su hijo y ella compartían la condición de bastardos.

Sintió las manos de Calatrava sobre los hombros y no los sacudió para quitárselas. Percibió los temblores que lo recorrían y la calidez húmeda de su piel, que penetró el género del vestido.

—Manú, querida Manú, eres el fruto de un amor muy puro y profundo, de un amor que me acompañará toda la vida, que me redimió y me hizo mejor persona. Nunca dejaré de amar a tu madre, y te amaré a ti porque eres lo único que me queda de ella. Sé que has sido amada, hija mía, y por eso le estoy infinitamente agradecido al padre Ursus y a los Ñeenguirú, pero quiero que sepas que también fuiste amada por tus verdaderos padres desde el día mismo en que supimos que vendrías a este mundo. Nunca había visto tan feliz a mi María Clara como el día en que supo que crecías dentro de ella.

—Ella estaba sola cuando me parió —le reprochó sin volverse, con la mejilla aún sobre el pecho de Ursus—. Mi pobre madre estaba sola y desesperada y triste, casi exangüe. Si mi pa’i

—¡Piedad, hija mía!

El clamor de Calatrava le devolvió la sobriedad. Se giró con un movimiento brusco. El hombre se cubría el rostro y lloraba en silencio, aunque con una amargura que la impulsó a ir hacia él y sujetarlo por las muñecas.

—Perdonadme —le imploró, y presionó para que se descubriese la cara—. Perdonadme. He sido dura e injusta. Sé que mi madre no habría padecido si no os hubiesen llevado prisionero a Lima.

Las manos mojadas de Calatrava le acunaron el rostro.

—Hija, no trates de justificar mis faltas. Son muchas y las asumo. Mis errores me han costado caro, pero nada ha sido más duro de sobrellevar, ni siquiera los quince años en las mazmorras de Lima, que la incertidumbre acerca del destino de tu madre y el tuyo. Creo que Dios me ha dado algo que no merezco, me ha devuelto una parte de mi amada María Clara en ti. ¡No te pido que me ames! No lo pretendo. Solo te pido, te imploro que me permitas estar cerca de ti y conocerte. —La contempló con la misma avidez del mediodía, cuando le había estudiado los detalles del rostro—. Eres digna hija de tu madre. Habrías sido su orgullo y su felicidad.

—¿Habría sido su orgullo con un hijo a cuestas y sin marido?

—Sí, lo habrías sido, y Octavito se habría convertido en su tesoro más grande. Lo único que detestaba tu madre y condenaba con dureza era la mentira. Quiero que me concedas la oportunidad de hablarte de ella, quiero que la conozcas a través de mí y que la ames y te enorgullezcas de ser su hija. María Clara era la mejor persona que he conocido, y créeme, Manú, he conocido a tantas a lo largo de mi vida. Eres una privilegiada, hija mía, por haber nacido de un ser tan esplendente y bondadoso.

Emanuela actuó por impulso y lo abrazó. Le habían presentado a ese hombre pocas horas antes y, más allá de ser el padre de Ginebra, no significaba nada para ella. No entendía por qué se pegaba a él con la misma desesperación con que había buscado el abrazo de su pa’i minutos atrás. Lo único que sabía con certeza era que se sentía cómoda, sobrecogida por un sentimiento de familiaridad, como cuando se entra en un sitio al que se conoce de memoria y por el cual se puede transitar a oscuras. Sobre todo, se sentía amada.

* * *

A la mañana siguiente, Vespaciano escuchó desde su camastro que Malbalá anunciaba que iría al arroyo a darse un baño. Se vistió tan deprisa como su entorpecida mano izquierda se lo permitió y salió a la enramada con las botas y los calcetines en la derecha. Sus nietos, que jugaban con las mascotas, corrieron a saludarlo. Emanuela, con el semblante pálido y ojeroso, lo obligó a sentarse en una mecedora y terminó de vestirlo y lo ayudó a asearse.

—¿Qué sucede, mi ángel? ¿No has dormido bien anoche?

—Me lo pasé en vela, don Vespaciano. —Sonrió forzadamente—. Creo que echaba de menos mi cama en Orembae.

Juan le pasó un mate y un plato de guiso, que devoró, incluso recogió el pringue con pan de maíz y cerró los ojos mientras lo saboreaba.

—¿Quién ha preparado esta exquisitez?

—Mi madre —respondió Juan.

Conversó un rato con Juan, por quien sentía un gran afecto. El muchacho le contaba la historia de cada vecino que se acercaba a la enramada de los Ñeenguirú para saludar a la niña santa; le entregaban un regalo y luego caían de rodillas, inclinaban la cabeza y esperaban a que los tocase. Los niños observaban el desfile en silencio, muy impresionados.

Luego de que pasase un rato, le susurró a Juan que iría a recorrer el pueblo.

—¿Quiere que lo acompañe, don Vespaciano?

—No, Juan, gracias. Mejor, quédate con los niños, que Manú está ocupada con esta gente. No te preocupes por mí.

—Porã, acompaña a don Vespaciano.

La perra abandonó su sitio junto a Timbé y a Miní, que elevaron las cabezas para observarla alejarse. Vespaciano se dirigió hacia el punto por el cual había visto desaparecer a Malbalá. Porã encabezó la marcha con la seguridad de quien ha emprendido el mismo recorrido varias veces. Enseguida caminaban por un sendero angosto sumido en la penumbra. Los árboles, algunos altísimos, formaban una cúpula por la cual se filtraban los rayos de la mañana. Caminaba aprisa con el bastón por miedo a perder de vista a la perra. Una fortaleza nacida de la anticipación lo guiaba hacia la mujer que había significado tanto en el pasado y que lo era todo en el presente.

—¿Qué haces aquí, Porã? —la escuchó decir, y se ocultó tras unos helechos, tal como había hecho veinte años atrás cuando la halló sentada en la misma roca, mientras sostenía a su pequeño hijo, el hijo de los dos.

La mujer acarició la cabeza de la perra y siguió secándose el pelo. Estaba desnuda, y los pechos se le sacudían. A pesar de los años, todavía su piel lucía tersa, la cintura se le marcaba y tenía las piernas torneadas. Se imaginó apretando los labios en torno a los pezones negros y endurecidos, y la erección le levantó la tela del pantalón. La deseó con la desmesura de los años de juventud y la amó por hacerlo sentir un mozalbete de nuevo. Lo embargó un sentimiento de felicidad como pocas veces recordaba haber experimentado. Ella le había hecho prometer que respetarían a Florbela, que no caerían en la tentación. En ese momento, la promesa le resultaba sin sentido. ¿Por qué seguir esperando? Ellos no eran dos jovenzuelos con tiempo para perder. Salió del escondite y caminó, ciego, hacia ella.

—¡Vespaciano!

La mujer se cubrió la desnudez y lo miró con expresión azorada. Amaral y Medeiros se ayudó con el bastón para ponerse de rodillas frente a ella y luego lo soltó; cayó con un ruido seco contra la roca, y el sonido se suspendió en el mutismo repentino y antinatural de la selva.

—Aquí te vi por primera vez, hace más de veinticinco años. Aquí nos amamos, aquí concebimos a nuestro hijo, aquí fui feliz como nunca lo había sido, como nunca he vuelto a serlo. Dios me concedió una segunda oportunidad para vivir y no quiero desperdiciarla a causa de prejuicios vanos. Quiero vivirla contigo, a tu lado. Quiero que me ames tanto como yo a ti. ¿Me amas, Malbalá?

—Sabes que sí. —Estiró la mano y le acunó la mandíbula—. Nunca he amado a otro que no seas tú. Eres el amor de mi vida.

A Malbalá, la sonrisa de Amaral y Medeiros le cortó el respiro. Se quedó quieta, admirándolo, incrédula de que un hombre tan recio y hermoso se hubiese enamorado de una india como ella. Le permitió que le quitase el lienzo y que revelase su cuerpo desnudo lleno de imperfecciones a causa del paso del tiempo y de los ocho embarazos; no lo detuvo cuando lo vio desplegarlo en la orilla, ni tampoco cuando sus dedos le rozaron los pezones ni cuando sus labios se los succionaron. Obedeció cuando él le ordenó que lo desvistiese y no se resistió cuando la atrajo hacia él y la recostó sobre la tela para amarla.

* * *

Se había mantenido apartada durante los festejos del día anterior, también los de ese, incluso les había prohibido a las niñas que se alejasen de la enramada. Obedientes y dóciles como eran, habían cumplido la orden, aunque sabía cuánto les pesaba el confinamiento mientras el pueblo se divertía, cantaba y bailaba.

Pero esa mañana, en tanto observaba dormir a sus hijas, había tomado una decisión: hallaría el modo de hablar con Emanuela. Ahogaría el dolor, sofocaría el orgullo y los celos y le pediría que le tocase el vientre con sus manos benditas. No sería fácil; nunca permanecía sola, siempre la escoltaban sus familiares, y un corro se formaba en torno a ella adonde fuese que se encontrase. Los del pueblo le impedirían que se le acercase, y la lapidarían antes de permitir que le dirigiese la palabra.

La distinguió desde la lejanía y supo de inmediato hacia dónde se dirigía. Iba sola, con la macagua sobre el hombro como toda compañía. ¿Le arrojaría el ave rapaz cuando descubriese que estaba siguiéndola? El miedo la obligó a detenerse; la hemorragia que manaba de entre sus piernas la animó a ponerse en movimiento de nuevo. Acababa de cambiar los trapos, que nunca duraban demasiado; enseguida se ensopaban en la sangre que no cesaba de manar, al tiempo que el bulto en el bajo vientre no cesaba de crecer; le había formado una protuberancia del lado derecho.

Como había sospechado, Emanuela se dirigía al cementerio. Primero entró en el sector de los hombres para depositar una corona de pasionarias sobre la tumba de Laurencio abuelo; después se encaminó hacia el de las mujeres; allí se sentó junto a la tumba de su madre, sobre la cual colocó una guirnalda similar, también de flores del mburukuja. Se dio cuenta de que sollozaba. Aguardó a que se calmase para llamarla.

—Manú —dijo en un murmullo que se mezcló con el roce de las hojas de los cedros que rodeaban el perímetro del cementerio.

Emanuela giró la cabeza, y sus ojos lacrimosos la reconocieron de inmediato: Olivia. Aunque existió un instante en el que tuvo miedo, el sentimiento murió enseguida; el rostro ceniciento de la mujer y su expresión mortificada le provocaron compasión y nada de inseguridad. La sorpresa de tenerla frente a ella después de tantos años la dejó muda.

—Él te llama Jasy, ¿verdad?

Emanuela cerró los puños y tensó el cuerpo. Odió a Aitor por haberle confiado a esa mujer, ¡a esa mujer!, el secreto que ella jamás le había dicho a nadie, ni siquiera a su sy, ni siquiera a Romelia. Después razonó que era improbable que él se lo hubiese confesado, pues protegía el sobrenombre con el que la había bautizado el día de su nacimiento tanto como a ella misma.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó con dureza deliberada.

Olivia se aproximó, y Emanuela se puso de pie.

—Él nunca me lo dijo, si eso temes. —Rio con melancolía—. Él prácticamente no me dirige la palabra. No me la dirigía, debería decir, pues hace años que no lo veo. No, él no me lo dijo.

Emanuela se movió hacia un costado con la clara intención de marcharse. Olivia también se movió y la interceptó. Levantó una mano temblorosa y le suplicó:

—Por favor, Manú, no te vayas.

—Dime cómo sabes que me llama Jasy —le exigió.

Olivia suspiró. Habló sin mirarla, con la vista perdida en los cedros.

—La noche en que se enteró de que habías abandonado el pueblo, lo vi subir a la torreta del baptisterio. Esperé. Como no salía, entré. Estaba muy tomado, tirado en el suelo. Lloraba como un niño. —Hizo una pausa y volvió la vista hacia Emanuela—. Creyó que eras tú, Manú. Cuando lo hicimos esa noche… él no lo hacía conmigo, sino contigo, y gritaba Jasy, Jasy con un sentimiento que me sorprendió porque no era propio de él, siempre tan duro y distante. Parecía otro mientras te llamaba a ti, a su Jasy, su único amor, la única mujer que cuenta para él. La única que ha amado, ama y amará para siempre. Creo… No sabía a la clase de amor que me enfrentaba cuando decidí que Aitor sería mío. —Se restregó las manos y volvió a morderse el labio antes de confesar—: Y ahora estoy pagándolo muy caro.

Emanuela se quedó observándola, desprovista de palabras. Olivia siempre le había parecido una mujer magnífica; le había envidiado la belleza agresiva de ojos de felino y el cuerpo exuberante, que se movía como el yaguareté que una vez ella y Aitor habían avistado desde un árbol. En ese momento, sin haber perdido su hermosura, ya no la desplegaba como un arma, ni se movía con la cadencia estudiada de un felino. Más bien, parecía apaleada y macilenta.

«Dijiste que no habías podido acabar. Aquella noche que te vi con ella, no habías podido acabar», se acordó de haberle reprochado a Aitor la última vez que se habían visto, tres años atrás. «Y no lo hice, Jasy». «¿Cómo, entonces…?» «No la dejé preñada esa vez», había contestado él, avergonzado, mortificado.

—Quedaste encinta esa noche, en la torreta —pensó en voz alta.

—Sí —admitió Olivia—. Esa noche, porque creyó que eras tú, hizo algo que jamás había hecho: acabó dentro de mí.

«Acabó dentro de mí». Emanuela dio vuelta la cara como si las palabras la hubiesen abofeteado. Apretó los párpados en el acto reflejo de cerrarse a las imágenes que había visto seis años atrás y que habría deseado arrancar de su mente, la de Aitor y Olivia fornicando en la barraca. También lo habían hecho en un sitio sagrado para ella. Ya tenía la respuesta a su cuestionamiento del día anterior: no visitaría la torreta.

Inspiró profundamente y abrió los ojos poco a poco. Olivia la contemplaba con un gesto que la sorprendió, la confundió también. Hizo un ceño y ladeó la cabeza. ¿Por qué la miraba con afecto? ¿Por qué había benevolencia en sus ojos de gata? No tenía intención de perder el tiempo con esa mujer. Aferró el ruedo de su saya y echó a andar. Olivia volvió a interponerse.

—Sal de mi camino.

La macagua se agitó en el hombro de Emanuela. Olivia dio un paso hacia atrás.

—Manú, por favor. —Cayó de rodillas.

—¿Qué haces? Ponte de pie.

—Manú, ayúdame.

—¿Ayudarte?

—Sé que no lo merezco. Siempre te he envidiado por el amor que Aitor siente por ti, y fui feliz cuando supe que te irías del pueblo. Sé que no he sido buena contigo cuando tú siempre fuiste amable conmigo. ¡Perdóname!

Emanuela la observaba con ojos incrédulos. Las lágrimas caían por las mejillas cobrizas de Olivia, y su expresión de súplica la conmovía.

—¿Qué necesitas? —preguntó al cabo.

—Necesito de tu don, Manú. De tus manos santas. Estoy muriendo, lo sé.

—¿Cómo lo sabes?

—Sangro continuamente y tengo un bulto aquí, que crece y crece. —Apoyó la mano en el bajo vientre—. A veces los dolores no me dejan respirar. Me siento débil. No me importaría morir, pero mis niñas son pequeñas aún y me necesitan. ¿Qué será de ellas si yo muero? Su padre no las quiere y su abuela se ha marchado del pueblo.

—¿Has hablado con el pa’i Segismundo o con mi taitaru?

La mujer asintió.

—Ya no saben qué hacer para detener la hemorragia.

Emanuela y Olivia se miraron fijamente.

—Hazlo por mis hijas, que también son hijas de Aitor.

«¿Amarías a los hijos que tuviese con otra mujer?» «Sí, los amaría», había respondido a la pregunta de Aitor, y lo había hecho con sinceridad. «¿Por qué? ¿No te recordarían mi traición?» «Me recordarían que son una parte de ti. Por eso los amaría».

Usar su don en esa mujer a la que detestaba se presentaba como un desafío. Desde hacía tiempo sabía que el calor que brotaba de sus manos se relacionaba con los sentimientos, y que cuanto más amor sentía, más intenso y sanador se volvía. Quería ayudar a Olivia porque no soportaba la idea de que las niñas sufrieran. Antes, tendría que perdonarla. Se arrodilló frente a ella. La mujer se incorporó y la miró con esperanza y una sonrisa tímida. Extendió las manos, que Emanuela no tomó.

—Perdóname, Manú. Me enamoré de él, lo amé desde el día en que me salvó de ese malnacido de Domingo Oliveira, y moriré amándolo. Tú eras pequeña cuando llegué a la doctrina. ¿Cómo podía imaginar que él te amaba del modo en que te ama? ¡Eras su hermana! ¡Eras una niña!

—Pero después, cuando fui mayor y él me pidió que nos casásemos, seguiste buscándolo.

—Él no me hacía caso, Manú, te lo juro. ¿Para qué le servía yo o cualquier otra si tenía a la muchachita que era la luz de sus ojos? Después vino lo de la epidemia de viruela y…

—Basta —susurró, y bajó la vista.

—Perdóname —suplicó Olivia, y le aferró las manos, que Emanuela no retiró—. Hazlo por mis niñas, por las hijas de Aitor. Son dos criaturas buenas. A veces me recuerdan a ti por su dulzura. En nada se parecen a mí ni a Aitor.

Emanuela esbozó una sonrisa emocionada, que sofocó enseguida. Se sentía incómoda con esa faceta de Olivia, a quien siempre había imaginado frívola y malvada, y que en ese momento le mostraba un costado maternal y sensible.

—Pese al desprecio de su padre, que nunca fue cariñoso con ellas y que nunca viene a verlas, ellas lo recuerdan con cariño y me preguntan por él.

—¿Dónde tienes el bulto? —la detuvo Emanuela.

—Aquí. —Olivia, que aún le sostenía las manos, las guió hasta apoyarlas en el tipoy.

—Recuéstate sobre el césped y trata de calmarte y de respirar profunda y lentamente.

Olivia se extendió sobre el colchón de hierba y cerró los ojos. Aunque no era religiosa, comenzó a murmurar el padrenuestro. Al primer contacto de las manos de Emanuela con el bulto, la recorrió un extraño cosquilleo. Enseguida llegó la sensación de calidez, que le distendió los músculos poco a poco, aun aquellos que no sabía que contraía, como los del rostro. Debió de quedarse dormida. Se despertó al llamado de Emanuela. Se incorporó rápidamente, y enseguida lo lamentó, pues cuando lo hacía, los coágulos y la sangre bajaban más deprisa. En esa oportunidad, sin embargo, nada sucedió, y soltó un grito de alegría al darse cuenta de que la hemorragia había cesado. Se puso de pie.

—¡Ya no sangro! ¡Ya no sangro, Manú! —Cayó de rodillas de nuevo y besó varias veces las manos de su benefactora—. ¡Dios te lo pague! ¡Dios te lo pague con tantas bendiciones y dicha! ¡Gracias, gracias!

Emanuela sonrió con timidez, más bien avergonzada, y retiró las manos. Le había detenido el flujo de sangre, pero no la había curado. Después de tantos años, sabía, como lo había sabido con doña Florbela y con otros, que su don sanador no contaba con el imperio para curar a Olivia. El mal que se apoderaba de sus entrañas era oscuro, perturbador y más poderoso que cualquier otro con el que Emanuela se hubiese enfrentado. Se alegraba de haberle concedido un respiro al restañar la hemorragia.

—Ahora ve a tu casa y acuéstate —le indicó—. Es necesario que comas carne, leche, huevos y legumbres para recuperar el vigor que se te ha escapado junto con la sangre.

—Así lo haré. —Volvió a aferrarle las manos y a besárselas—. Gracias por perdonarme. Gracias por curarme.

—Solo Dios sabe si te he curado —expresó con prudencia—. Habrá que esperar.

—Sí, entiendo. Pero que haya dejado de manar la sangre de entre mis piernas para mí es milagro suficiente.

—Ve y acuéstate —insistió Emanuela, que deseaba quedarse sola.

—Sí. —Olivia se levantó y dudó antes de irse.

—¿Qué sucede?

—Manú, quiero que sepas que, después de aquella noche en la torreta, Aitor nunca volvió a tocarme. Se casó conmigo porque de otro modo habría tenido que irse del pueblo. Mi pa’i Ursus no se lo habría permitido, quedarse y no desposarme. Pero nunca fuimos marido y mujer. Vivía la mayor parte del tiempo en casa de Malbalá, y solo venía a la mía cuando mi pa’i Ursus lo amenazaba o cuando su sy lo convencía. —Arrugó la cara en un intento vano por contener el llanto—. ¡Aitor me odia, Manú! ¡A mí, y a las niñas también!

Emanuela, que no sabía qué decir, guardó silencio mientras Olivia acababa de llorar y se calmaba. La mujer se secó la cara con las manos. Mantuvo la vista apartada al decir:

—Solo quería que lo supieses.

—Está bien. Ahora ve.

* * *

Antes de marcharse del pueblo, Emanuela apartó a Ñezú y le refirió su experiencia con Olivia.

—Le impuse las manos, taitaru, pero solo conseguí detener la hemorragia.

Los párpados rugosos y caídos del paje se levantaron con rapidez en un gesto de asombro que Emanuela no le conocía y que revelaron los ojos con arco senil.

—¿Le impusiste las manos?

—Sí, taitaru.

—¿Cortaste la hemorragia? —Emanuela asintió—. ¿Cómo lo conseguiste? Que tu don funcionase —se explicó Ñezú, que era el único a quien Emanuela le había confiado que su don funcionaba cuando el amor la invadía.

—Pensé en Octavito, taitaru, en cuánto me dolería dejarlo en este mundo siendo tan pequeño. Pensé en sus hermanas, las hijas de su padre, en que me gustaría que algún día se conocieran y se amasen.

Ñezú esbozó una sonrisa, bastante infrecuente también, y le palmeó la mejilla con torpeza.

—Pero no la curé, taitaru.

—El pa’i Segismundo ha probado todo lo que conoce para estos casos de sangrado que no acaba. Yo también. Olivia está en manos de Tupá, hijita.

Los interrumpió Calatrava, que sonreía y lanzaba vistazos ansiosos a Emanuela. Extendió la mano hacia Ñezú, que la apretó sin fuerza.

—Ha sido un gusto conoceros, Ñezú —aseguró, y Emanuela tradujo—. Sin vuestro tónico, hoy estaría muerto y no habría podido conocer a la hija que me dio mi María Clara.

El anciano dirigió la mirada hacia su nieta, que volvió a traducir, y asintió. Esa mañana, Emanuela había convocado a su familia, aun a los Ñeenguirú que no le dirigían la palabra a Malbalá y también a los Amaral y Medeiros, y, una vez que los tuvo reunidos en la enramada, con Ursus a su lado, les contó acerca de la revelación de Calatrava. Su sy, don Vespaciano, Lope y Ginebra, a quienes les había confiado la historia de Calatrava y de María Clara un rato antes, se mantuvieron impertérritos. En cuanto a las reacciones de los demás, hubo exclamaciones ahogadas, gestos de sorpresa, miradas recelosas, comentarios murmurados, pero nadie expresó abiertamente lo que pensaba. Emanuela paseó la mirada sobre ellos y la detuvo en la de Ginebra. Como de costumbre, sus ojos negros no comunicaban nada. Hizo el ademán de aproximarse, pero la muchacha recogió el ruedo del vestido y se alejó.

—¿Te irás a vivir con él a Asunción? —preguntó Bruno a viva voz, y don Vespaciano, que permanecía con la vista baja en la mecedora, la levantó con rapidez. Emanuela lo miró al contestar «no», y la sonrisa benévola y de alivio que le devolvió el hacendado le recordó a las de Aitor, por inusuales, porque no le iban a un rostro hecho para ceños y rictus.

Calatrava había expresado su intención de tenerlos, a ella y a Octavito, en su chácara en un futuro no muy lejano, a lo cual Emanuela había asentido sin comprometerse, a sabiendas de que su visita no acontecería sino hasta dentro de un buen tiempo. Romelia le había referido cuán pequeña era la vivienda y cuán difícil, doña Nicolasa. No cavilaría sobre esas cosas. Solo deseaba regresar a la hacienda de los Amaral y Medeiros y pasar un rato con doña Florbela. Esos dos días en San Ignacio Miní, en los cuales había sido venerada y festejada, en los que se había reencontrado con su gente y con sus mascotas, había sido feliz, aunque también le habían servido para darse cuenta de que, para ella, la palabra hogar, en el presente, se decía Orembae.

Emanuela, con la ayuda de Juan, trepó al birlocho y, con Orlando en la falda y Saite en el hombro, se dio vuelta en el asiento para verificar que subieran a sus otras mascotas, Timbé, Miní y Porã, en la carreta que les había prestado Ursus para transportarlas hasta la hacienda. Ginebra, que desde la mañana no le dirigía la palabra, se acomodó a su lado. Emanuela la buscó con la mirada, a la que Ginebra rehuyó simulando despedirse de quienes rodeaban el vehículo. Acabados los saludos finales, el coche se puso en marcha, y el pueblo lo siguió arrojando flores de mburukuja y de naranjo y entonando canciones.

A la salida del pueblo, cuando el bochinche comenzaba a languidecer, Emanuela buscó la mano de Ginebra y se la apretó. La muchacha posó la vista en la mano por la que muchos habrían dado oro para que los tocase.

—De todo este asunto —susurró Emanuela—, lo que más feliz me hace es saber que tengo una hermana y que Emanuelita y Milagritos son mis sobrinas. Soy feliz por tenerlas, Ginebra. Y tú me tienes a mí. Solo pensemos en eso, en que nos tenemos la una a la otra y que siempre estaremos para ayudarnos. Solo piensa en eso. Por favor.

Ginebra asintió, incapaz de hablar a causa del bulto que le endurecía la garganta. Una lágrima desbordó y, antes de que pudiese detenerla, la vio explotar sobre la mano de Emanuela. Aunque trató de seguir el consejo, no consiguió ahogar la voz que la atormentaba al recordarle que estaba enamorada del hombre que amaba a su hermana.