CAPÍTULO
XI

La recuperación de Calatrava, aunque satisfactoria, era lenta —después de todo, y aunque Emanuela no lo admitiese abiertamente, habría perdido la pierna si ella no hubiese intervenido a tiempo—, por lo que aún no se hallaba en condiciones de trabajar en el algodonal. Ese contratiempo había reducido los ingresos a cifras alarmantes. Don Hernando no aceptaba que su yerno le diese balas de algodón de Orembae para cambiarlas en el mercado por víveres, terquedad que causaba accesos de ira a doña Nicolasa. Más se quejaba la mujer, más se empecinaba su esposo en rechazar la ayuda de Lope.

—¡Juro por mis lares y petates, Nicolasa! —la amenazaba Calatrava—. Si me entero de que has aceptado algo de la propiedad de ese traidor de Amaral y Medeiros…

—¡Qué! —lo encaraba la mujer—. ¿Qué me harás? ¿Matarme? ¿Echarme de esta tapera? ¡Ojalá lo hicieras!

—¡Bah! —profería Calatrava, y se alejaba arrastrando la pierna.

—Parecen tirios y troyanos —se lamentaba Lope.

Romelia y Emanuela, cansadas de las discusiones, en especial porque perturbaban a los niños, se las habían ingeniado para hacerse de lo necesario para sobrevivir. La esclava se había convertido en la vellera más reputada de Asunción, y le quitaba los pelos de las piernas y de los sobacos a gran parte de las mujeres, aun a las mujeres de la mala vida, secreto que Emanuela y Romelia guardaban celosamente. Las atendía en el burdel, que quedaba detrás del edificio de la Manufactura Real de Tabaco y al cual entraba embozada y después de haberse hecho la señal de la cruz, la versión extendida, esa que le pedía a Dios que la librase de sus enemigos. Cuando salía, iba directo a la iglesia de la Compañía de Jesús, que quedaba a dos pasos, para confesarse. Al cura de turno, sin embargo, nunca le mencionaba cuánto se divertía mientras depilaba a esas mujeres y cuánto más le agradaba su compañía que la de las de fuste.

El negocio se había iniciado cuando Ginebra descubrió a Romelia quitándole el vello a Emanuela con su mezcla de azúcar y limón.

—¿Por qué Romelia está arrancándote el pelo de las piernas, Manú?

No le revelaría la razón, no le diría que lo hacía para evitar que Aitor comparase sus piernas velludas con las imberbes y lustrosas de Olivia. A decir verdad, no tenía sentido perseverar en el hábito. ¿Para qué? Aitor ya no formaba parte de su vida; sin embargo, cada tres semanas se sometía al rito de belleza, y sabía bien por qué. Siendo fiel a su máxima de no engañarse a sí misma, admitía que la esperanza de que las manos de él volviesen a deslizarse sobre su piel aún latía, sí, débilmente, pero lo hacía.

—Lo encuentro muy higiénico —contestó en cambio, sin mirar a Ginebra a los ojos, pues de pronto se había acordado de que las manos de Aitor también habían recorrido las piernas de ella. Había días en que se olvidaba de lo que Lope le había revelado, en especial cuando Ginebra propiciaba un acercamiento, cuando la buscaba para consultarle algo y se mostraba tan interesada y respetuosa de su opinión. Pero había otros en los que imaginaba a Aitor y a su hermana haciendo el amor, y el cariño por Ginebra se esfumaba.

—¿Higiénico? ¿Qué significa esa palabra?

—Es una costumbre saludable y femenina. Muy pulcra.

—Ah. —Ginebra se aproximó y observó las manos hábiles de la esclava—. ¿Duele, Manú?

—Un poco. Te acostumbras.

—¿Podrías quitarme el vello, Romelia?

—Sí, ama Ginebra.

La joven quedó tan sorprendida y satisfecha, con la piel suave y delicada, que se lo mencionó a sus conocidas durante una tertulia en casa del alcalde de primer voto. Con excepción de algunas que se mostraron escandalizadas —quitar el vello era cosa de prostitutas—, las mujeres empezaron a aparecerse en la chácara de los Calatrava. La primera fue una señora con el labio superior bigotudo, que al descubrirse en un espejo con el bozo enrojecido pero sin el vello que la acompañaba desde los doce años, declaró que lamentaba no haber descubierto antes el secreto; no se habría sentido tan conspicua ni desdichada. Regresó a la ciudad, y sus amigas, que se sorprendieron al verla sin la pelusa gris que tanto la había afeado en el pasado, también visitaron a la vellera Romelia. La condición para acceder al rito era sencilla: aportar el azúcar y el limón para elaborar la pasta y retribuir el servicio con media arroba de harina, o una pieza de holanda o de bocací, o cuatro docenas de huevos, o una lengua de vaca en escabeche, o cinco pescados, o dos conejos gordos, o tres gallinas, o lo que la clienta ofreciese y que Romelia considerase justo. Asimismo, incrementaban las ganancias vendiendo la pomada que Emanuela preparaba con lanolina, almidón y óxido de estaño y el ungüento perfumado de almizcle de yacaré y esencia de franchipán, ingredientes que Ñezú le enviaba desde San Ignacio.

Emanuela, además, daba clases a un grupo de niñas asuncenas. Se le había ocurrido a su pa’i Santiago la vez en que se presentó en lo de Calatrava para saber cómo sanaba la pierna de su amigo y la encontró impartiendo clases a las hijas de Lope y a Octavio.

—Los niños aprenden a leer y a escribir y a cifrar en nuestra escuela —había expresado el jesuita—, pero las niñas no tienen adónde concurrir. Muchas de mis feligresas no quieren que sus hijas sean analfabetas como ellas, y estarían complacidas si pudiesen contar con alguien que les enseñase.

Lope apoyó la idea de Hinojosa, lo mismo don Hernando, incluso Ginebra expresó su acuerdo. Doña Nicolasa no abrió la boca, lo cual constituía una agradable novedad, pues sus comentarios mordaces y miradas despreciativas comenzaban a cansar a Emanuela, aunque, en honor a la verdad, desde que ella y Romelia ponían un plato de comida dos veces por día en la mesa, callaba sus pensamientos y evitaba los conflictos.

Como salón de clases, se propuso adaptar la pieza que Calatrava había mandado construir para Emanuela y Octavio, separada de la casa principal, sugerencia que se descartó casi de inmediato pues al engorro de quitar las camas a diario y hacer espacio para las alumnas, se sumaba el inconveniente de la lejanía. Eran pocas las familias que poseían carretas, ni qué decir carruajes, para transportarlas hasta las afueras de la ciudad, sin mencionar que los días de lluvia, cuando los caminos se volvían intransitables, no habrían podido concurrir a la escuela ni en la berlina más lujosa.

—Acondicionaremos la sala de juegos de Emanuelita y María de los Milagros en nuestra casa de la ciudad —decidió Lope, muy entusiasmado.

Emanuela dirigió la mirada hacia Ginebra y, como la vio sonreír y asentir, aceptó. Hinojosa consiguió que el Colegio Seminario le donase una pizarra y tizas y un par de pupitres. Leónidas Cabrera le regaló un escritorio, y Lope aportó una mesa grande y varias sillas, la mayoría de las cuales permaneció vacía durante las primeras semanas pues solo tres niñas se anotaron para tomar clases con la señorita Manú.

La primera lección la impartió el lunes 12 de febrero de 1759, el día de su vigésimo tercer natalicio, y se le antojó un buen augurio para comenzar el nuevo año de vida. Llegó a la casa de Lope con Octavio a las ocho de la mañana. Calatrava los había conducido en la carreta, y aunque Emanuela no aprobaba el esfuerzo, había sido imposible convencerlo de que ella y el niño irían caminando.

El primer día de clases, después de deleitarse con el desayuno con que la esperaban Lope y su familia para obsequiarla por su natalicio y de recibir los regalos, Emanuela experimentó escrúpulos que le hicieron danzar las tartas y los confites en el estómago. Enseñar a sus sobrinas y a su hijo era una cosa, pero hacerse cargo de la educación de niñas ajenas a las que no conocía, ¿no se juzgaría de osadía irresponsable? Además, ¿cómo se llevarían las niñas y Octavio con las demás alumnas? ¿Cómo se las ingeniaría para enseñarles a los seis?

Al primer aldabonazo que anunciaba la llegada de las alumnas, las palpitaciones de Emanuela se aceleraron. Se encomendó al Sagrado Corazón de Jesús, como le había enseñado su pa’i Ursus, y fue ella misma a abrir la puerta. Eran Lucía, de diez años, y Raquel, de ocho, dos hermanas, hijas de una feligresa del pa’i Santiago. Al cabo llegó Carmina, de cinco, nieta del notario más reputado de Asunción. Cuando tuvo a los seis pequeños reunidos en el salón, tan incómodos e intimidados como ella, resolvió: «Nada mejor que un cuento para ganarse el corazón de un niño». Les ordenó que se sentasen y les estudió las caritas expectantes antes de narrarles una de sus historias favoritas, las aventuras de Ulises, rey de Ítaca, esposo de Penélope, amo del fiel Argos. En tanto la leyenda avanzaba, los niños se sumergían en un mundo de fantasía que ella recreaba con su pasión. La deleitaba verlos gesticular, levantar las cejas y separar los labios cuando el relato se volvía intenso e intrigante. Los mantenía hechizados con su voz, los contagiaba de entusiasmo, les hacía sentir lo mismo que Ulises. Al terminar con la versión resumida de la epopeya del héroe, tenía la certeza de que no le costaría ganarse el corazón de sus nuevas alumnas.

Cada mañana comenzaba de igual manera, con un relato, para luego continuar con las lecciones. Antes de que terminase la semana, contaba con una nueva pupila, prima de Carmina e hija del jefe de Policía del Cabildo; Teodora se llamaba y tenía doce años. La fascinaba ir descubriendo la personalidad de cada una, las reacciones que las impulsaban en cada situación o aprieto, el modo en que se relacionaban entre ellas y cómo expresaban su alegría, tristeza o frustración. Octavio, que poseía un encanto y un poder de seducción innatos, las tenía en un puño, y el miedo inicial a que se sintiese intimidado o incómodo en medio de tanta fémina se esfumaba al verlo dirigirse a las niñas con la soltura y la confianza que destinaba a sus primas. Las clases se desarrollaban en concordia, y más allá de algunas veces en que fue necesario pedir a los alarifes que construían la casa del lado que disminuyesen los martilleos y los ruidos, lo que cumplían de inmediato, no había problemas ni complicaciones.

El viernes se fijó como el día en que las esclavas que acompañaban a las niñas a la escuela de la señorita Manú consignasen la paga, también en especie, todas muy variadas, desde una docena de naranjas o una arroba de sal hasta un trozo de guadamecí. El viernes también se impartían las lecciones de música. Poco antes de que Emanuela comenzase con su escuela, Lope había mandado a buscar a Orembae el clavicordio, al que inicialmente instalaron en el salón principal de la casona y que luego acabó en el salón de clases. Algunas mostraban más talento que otras, pero en general esperaban con ansias poner sus manos en las teclas. Octavio las acompañaba con el violín. Temió que la falta de lecciones retrasase y perjudicase su aprendizaje, por eso no consiguió retener una exclamación de alegría cuando, hacia fines de marzo, Hinojosa le contó que Juan Ñeenguirú se mudaría a Asunción para ocupar la cátedra vacante de Música y Armonía del Colegio Seminario. Más feliz estaba Juan, que había echado de menos a su sobrino y a su hermana, y que decidió impartir a Octavio clases de violín diarias, por lo que el dominio que el pequeño de cinco años poseía sobre el instrumento mejoró ostensiblemente.

A principios de abril, se sumaron dos niñas a la escuela de la señorita Manú, hijas de un feligrés de la Compañía de Jesús, amigo de su pa’i Santiago, y Emanuela resolvió que serían las últimas que aceptaría pues una clase de nueve pupilos era, más que un desafío, un desatino, sin mencionar que María y Ana, las nuevas, solo hablaban guaraní. Octavio se sintió atraído por ellas apenas sus ojos dorados les estudiaron los rostros oscuros y las facciones que revelaban su origen indio, y pese a que era menor que las niñas nuevas, las colocó bajo su ala. Había que verlo traducir para ellas o servirle de lenguaraz, corregirlas cuando escribían mal el castellano u ofrecerles galletas de algarroba a la hora del refrigerio. Emanuela lo observaba de soslayo, simulando que fijaba su atención en otras cuestiones para no avergonzarlo, aunque atenta a su pequeño de maneras caballerescas y corazón de oro.

A principios de mayo, casi tres meses después de iniciada la aventura escolar, Emanuela, que en un principio lo había hecho con el fin de aportar a la economía de su padre, admitía cuán feliz la hacía y cuánto le costaría dejar de hacerlo cuando regresase a Orembae. La compañía de los niños la vitalizaba, planificar las clases le mantenía la cabeza ocupada y afianzar el vínculo con las niñas la colmaba de una alegría que la tenía sonriendo todo el día. Las alumnas, a su vez, con la naturalidad con que emprendían todo, comenzaban a conocerla y a cobrarle confianza, y poco tiempo pasó antes de que se enterasen de que «sabía curar».

Sucedió a principios de abril, el sábado 7, el día anterior al Domingo de Ramos, cuando Teodora, la mayor de la clase, hija del jefe de Policía del Cabildo, que llevaba más de una semana enferma de unas fiebres pútridas que las medicinas del doctor Moral no lograban someter, fue desahuciada. Emanuela, que no conocía a los padres de la niña, solo a la esclava que la escoltaba a diario a lo de Lope, decidió visitarla ese sábado, después de que Carmina le contase que a su prima le habían impartido los Santos Óleos. A medida que se aproximaba a la casa de la enferma, se repetía: «No debo hacer esto, no debo hacerlo. Mi pa’i Ursus se enfadará», no obstante seguía avanzando, mientras recordaba la dulzura de Teodora y lo agraciada que se ponía cuando se comportaba como una madre con los más pequeños.

De pie junto al lecho de la niña pálida, consumida y con costras negras en los labios, se convenció de que hacía lo correcto.

—¿Puedo tocarla? —le preguntó a la madre.

La mujer, estrangulada por el llanto, asintió. El padre susurró un sí. Emanuela cerró los ojos y pensó en cosas bonitas. Se cuidó de apoyar las manos sin levantar sospechas, como quien acaricia. Al volver a la realidad, la madre y el padre estaban de rodillas, uno a cada lado de ella, y lloraban sin consuelo. Emanuela, asustada, dirigió la vista hacia la niña creyendo que había muerto y la vio despierta. Teodora sonreía apenas a causa de las costras, y un ligero color rosado le otorgaba vida a sus pómulos.

—¿Qué habéis hecho, señorita Manú? —quiso saber la mujer entre sollozos—. ¡He visto que una luz os salía de las manos! ¡Y ese perfume a flores de azahar!

—No he hecho nada. Simplemente la toqué y recé. No he hecho nada, señora. Nada, os lo aseguro. Por favor, no mencionéis eso de la luz a nadie. Podríais perjudicarme seriamente.

La mujer, en un rapto, le sujetó las manos y se las besó repetidas veces con actitud desmesurada, humedeciéndolas con lágrimas. Emanuela las apartó con suavidad, besó a la niña en la frente, la conminó a ponerse buena para regresar pronto al salón de clases y se marchó.

* * *

Emanuela acabó las fricciones con árnica y colofonia que le daba a la pierna de su padre cada mañana, antes de marchar a la ciudad, y se enjugó la frente con el dorso de la mano. El calor matinal y el ejercicio la habían hecho sudar. Levantó la mirada, y se topó con los ojos sonrientes de Hernando de Calatrava. Le devolvió la sonrisa con timidez.

—Gracias, hija.

—De nada, don Hernando.

—¿Cuándo me llamarás padre?

Se afanó poniendo orden en la habitación, una excusa para rehuir la mirada del hombre. A mediados de mayo, a cinco meses de su llegada a la chácara de Calatrava, todavía no se decidía a llamarlo como él tanto deseaba. Un pensamiento la atormentaba: ¿sería en verdad su padre? Su pa’i Ursus estaba convencido de que sí, pero la verdad era que la única certeza la constituía el hecho de que su mujer, la tal María Clara, había poseído una mancha en el muslo derecho similar a la de su madre y que había estado encinta para la misma época. ¿Bastaba para afirmar que María Clara y la mujer que su pa’i Ursus había hallado moribunda a orillas del Paraná eran la misma persona?

—Padre —murmuró para alegrarlo.

Calatrava estiró la mano y Emanuela se la tomó.

—Dilo de nuevo, así te acostumbras.

—Padre.

—Gracias, hija mía. —Le besó la mano con los ojos cerrados—. Gracias, tesoro mío. Por todo —agregó, y la miró con intención—. Por llamarme padre y por haber salvado mi pierna. No creas que no sé que, de no ser por ti, la habría perdido.

—Y por Ginebra, no os olvidéis. Ella os cuidó con mucho esmero. Estaba muy preocupada por vuesa merced.

—Mi Ginebra. ¡Cuánto la he hecho sufrir!

—Nada de tristezas. No son buenas para el alma, por ende no son buenas para el cuerpo. Eso afirma mi taitaru, y lo que él dice es palabra santa para mí.

—También lo es para mí, que si no fuese por Ñezú, ya habría muerto de consunción.

—Vamos, de pie. Os ayudaré a poneros los pantalones y los zapatos.

—¡Cómo me gustaría que tu madre pudiese verte en este momento, Manú! ¡Qué orgullosa estaría de ti! Eres todo lo que una madre puede esperar de una hija.

—¿Así lo creéis, don… padre? ¿Una hija soltera y con un hijo?

Calatrava le rodeó la cara con las manos y le besó la frente.

—¿Quién soy yo para juzgarte cuando…? —A punto de revelarle que había sido bígamo, calló—. Eres la hija que tu madre habría deseado, créeme —declaró en cambio.

* * *

Árdenas cruzaba el patio principal del convento de Santo Domingo. Al pie de la escalera que lo conduciría al despacho de fray Claudio se encontró con el doctor Moral, que se tocó el borde del tricornio y siguió caminando hacia la salida. No tenía duda de que el físico había visitado a Ifrán y Bojons. Eso significaba que sus ronchas y costras habían empeorado. Estaría de mal humor. Esperaba que la noticia que le traía se lo mejorase. Llamó a la puerta. Le abrió el esclavo Cristóbal y se apartó para darle paso. Divisó a fray Pablo, que, como de costumbre, escribía con afán. Fray Claudio contemplaba por la ventana y se rascaba el cuello con aire ausente. «Ahora también las tiene ahí», se lamentó el cazador de brujas.

—Buenas tardes, Excelencia.

Ifrán y Bojons le habló sin volverse y con acento sarcástico.

—Árdenas, ¿qué novedad me traes?

—Tal vez…

—¡Tal vez, tal vez! ¡Contigo todo es tal vez! ¡Necesito precisión!

—¡Excelencia, os traigo una noticia que os complacerá! —El dominico lanzó una exclamación entre exasperada y sarcástica—. ¿Podríamos hablar a solas, Excelencia?

—Fray Pablo —dijo Ifrán y Bojons—, por favor, acabad de redactar la carta en vuestra celda.

—Sí, Excelencia.

El joven dominico cerró la puerta, y el inquisidor dirigió la mirada al cazador de brujas.

—¿Y bien? ¿Qué noticia?

—Tiempo atrás os dije que si bien había hallado el registro de la boda de la señorita María Clara con Calatrava en la parroquia de San Roque, no tuve tanta suerte con el del nuevo matrimonio de Calatrava.

—¿Los loyolistas por fin te permitieron ver sus registros?

—Sí. Bastó que mostrase vuestra carta y se me permitió revisarlos. En ellos tampoco hallé el registro de la boda de Calatrava con Nicolasa.

—¿Y el de un bautizo hecho en el 36?

—Tampoco. Nada sobre el hijo de la señorita María Clara. Pues bien, había perdido mis esperanzas cuando una semilla que cultivé tiempo atrás dio sus frutos. ¿Recordáis aquel indio que contraté en Corrientes para que averiguase por la señorita María Clara, el tal Laurencio Ñeenguirú? —Fray Claudio asintió, aunque no se acordaba—. Cada tanto lo encuentro, para ver qué información puede darme. Pues bien, nos reunimos en Villa Rica. Ahora forma parte de una banda de abigeos y se mueve permanentemente por la campaña.

—¡Cuidado, Árdenas! No quiero que mi nombre se asocie al de un delincuente.

—Perded cuidado, Excelencia. Vuestro buen nombre está fuera de peligro. Gracias al indio, que, pese al tiempo transcurrido, sigue preguntando por María Clara de Calatrava, se enteró de que años atrás, en esa ciudad, en Villa Rica, vivía un militar, un tal Hernando de Calatrava, casado con Nicolasa Ruiz.

—¿Cómo? —El dominico se aproximó a paso rápido—. ¿Casado con Nicolasa Ruiz años atrás? ¿Cuántos? ¡Fechas, Árdenas! ¡Necesitamos fechas!

—Se casó con ella en el 29. Así lo establece el registro de la catedral de la ciudad. Lo vi con mis propios ojos, Excelencia.

Una sonrisa infrecuente curvó los labios de Ifrán y Bojons, y Árdenas se dijo que lo prefería serio.

—¿Estáis seguro de que Nicolasa Ruiz y la Nicolasa que vive en la chácara con él son la misma persona?

—Sí, Excelencia. Vi el registro del bautizo de la niña nacida de ese matrimonio, Ginebra Teresa del Rosario de Calatrava y Ruiz. La joven tan bella que vimos el Domingo de Resurrección del 54 se llama Ginebra. Supusimos que era hija de la nueva mujer de Calatrava. ¡Pero es la hija de ambos, de Nicolasa Ruiz y de Calatrava!

—¡Por todos los cielos! ¡El bastardo, el miserable es bígamo! ¡Y María Clara vivió con él en pecado! ¡Engendró un bastardo! ¡Mald…! —Se mordió el puño antes de completar la maldición.

—Lamentablemente, así es, Excelencia.

Un silencio ocupó el despacho, apenas alterado por la respiración afanosa del inquisidor, que se había reclinado contra el escritorio, como si no fuese capaz de soportar el peso de su cuerpo avejentado.

—¡Árdenas! —exclamó de pronto—. Es imperativo que reúnas las pruebas para detenerlo por bigamia. ¿Me oyes? ¡Todo! ¡Quiero todos los documentos que lo condenan! ¡Destruiré a ese malnacido!

Un golpeteo exigente en la puerta hizo girar las cabezas de los hombres.

—¡Adelante! —gritó Ifrán y Bojons, irritado—. ¿Qué deseáis, fray Pablo?

—Disculpadme, Excelencia, pero acabo de recibir un billete. Me avisan que mi madre se ha puesto muy mala. ¿Me autorizáis a marcharme para verla? Tal vez… —Se aclaró la garganta—. Tal vez sea la última vez que la vea con vida. Su corazón ya no resiste. Deseo darle los Santos Óleos.

—Sí, sí, marchaos, claro, claro. Los Santos Óleos, dádselos —ordenó, aunque su mente se hallaba fija en la imagen de Calatrava encerrado en la secreta del Santo Oficio.

—Gracias, Excelencia —susurró el muchacho.

* * *

Era un desatino, lo sabía, como sabía también que se arrepentiría de la decisión que acababa de tomar, sin mencionar que Ursus se olvidaría de todo, de que era un sacerdote, de los diez mandamientos, de todo, y lo asesinaría. Igualmente, avanzaba a largos trancazos por la calle principal, imposible de frenar la determinación con la que pretendía convencer a Manú de que lo acompañase a casa de los Cerdán y Jaume y colocase sus manos santas sobre el corazón agonizante de su dulce Mencía. «¡Resiste, Mencía!», clamó, desesperado. A lo largo de sus años como jesuita y misionero había visto morir a más gente de la que podía recordar. Compadecerse y conmiserarse con el dolor nunca le había resultado difícil; no obstante, lo que experimentaba en ese momento en el que su amada Mencía se hallaba en el umbral de la muerte, luchando por insuflar vida en su cuerpo, era algo imposible de describir con palabras.

Agitó la aldaba varias veces, con insistencia. La puerta peatonal del portón se abrió apenas y una esclava asomó la cabeza.

—¡Pronto! ¡Ve a buscar a Manú! Dile que su pa’i Santiago la necesita.

—La señorita Manú está en el salón de clases, con sus alumnas.

—¡Ve y llama a Manú! ¡Ahora!

—¡Sí, padre!

Se quedó en la acera, la vista fija en el resquicio de la puerta, mientras invocaba a Emanuela.

—¡Ey, padre Santiago!

Se dio vuelta: Calatrava descendía de la carreta. Se le acercó a paso medido; solo una mirada atenta habría notado que arrastraba la pierna izquierda. El hombre, sonriente y de buen semblante, se quitó el tricornio e inclinó la cabeza para saludarlo. Frunció el entrecejo al notarle el semblante descompuesto.

—¿Ha sucedido algo, padre Santiago?

—He venido a buscar a Manú. La necesito.

—¿La necesitáis? ¿Para qué?

Emanuela abrió la puerta peatonal.

¡Pa’i!

—¡Hija! Deprisa. No hay tiempo que perder. Morirá si tú no intervienes. ¡Ahora!

Como le sucedía cuando una situación la pasmaba, ladeó la cabeza y profundizó el ceño.

—¿Quién, pa’i?

—Una de mis feligresas —respondió, más sobrio, algo avergonzado—. Una santa, una señora que no merece el padecimiento que está soportando. Te necesita, hija.

—Iré por mi rebozo.

—¡Manú, hija! —la detuvo Calatrava—. ¿Te parece una decisión sabia?

—No, claro que no lo es —admitió Hinojosa—, pero…

—Iré, pa’i.

—Yo os llevaré —ofreció Calatrava—. Iremos en mi carreta.

* * *

La india Tomasa y los dos esclavos al servicio de la familia Cerdán y Jaume repetían los padrenuestros y las avemarías bisbiseados por el hijo de la moribunda, que ya le había impartido los Santos Óleos y en ese momento desgranaba las cuentas del rosario a la espera de que la muerte se llevase a su madre o de que ocurriese un milagro a fuerza de pedírselo a Dios. No estaba preparado para perderla. Que Dios se apiadase de su alma, pero no aceptaba su voluntad. No quería que su madre muriese. Un profundo sentido del ridículo le impedía encogerse en el lecho, junto a ella, y romper a llorar como cuando era niño y tenía pesadillas.

—¡Padre Santiago! —exclamó Tomasa, y fray Pablo se puso de pie.

Su amigo jesuita y él cruzaron una mirada, y resultó palmario que a Hinojosa no le gustó encontrarlo allí.

—Buenas tardes, fray Pablo.

—Buenas tarde, padre Santiago. ¿Quiénes os acompañan? —preguntó con acento cordial.

—Ella es Manú, y él es su padre, don Hernando de Calatrava.

Los tres inclinaron las cabezas en señal de saludo.

—¿Sois amigos de mi madre?

—No —intercedió el jesuita—. Manú está aquí para ayudar a vuestra madre. No hay tiempo que perder.

—¿Cómo? ¿A qué os referís?

—Venid conmigo, fray Pablo, os lo suplico.

Salieron de la habitación a un patio y se alejaron hacia el aljibe. Hinojosa se sujetó al pretil y dejó caer la cabeza entre los brazos. Suspiró antes de volverse hacia el joven dominico.

—Manú puede curar a vuestra madre. Ella…

—Claro —recordó Pablo, entre asombrado y entusiasta—, ella es la niña santa.

—Ella es la niña santa. Haberla traído hoy aquí es como haberla echado a la arena con los leones, como les sucedía a los primeros mártires de la Iglesia.

Le dirigió una mirada penetrante, y Pablo bajó la vista.

—Entiendo vuestra suspicacia, padre Santiago. Pero os lo juro por la vida de mi madre, jamás hablaré con nadie de lo que hoy tenga lugar en esa habitación.

—Habéis jurado por la vida de vuestra madre.

—Lo sé. No estoy preparado para perderla.

Volvieron a mirarse fijamente.

—Deshaceos de Tomasa y de los esclavos. Bajo ningún concepto deben saber lo que Manú hará.

—¿Qué hará?

—La tocará.

Fray Pablo regresó al dormitorio luego de haber despachado a los domésticos para que realizasen mandados casi ridículos en un momento como ese. Se detuvo bajo el dintel, sobrecogido por una sensación que no acertaba a individualizar ni a definir; algo invisible, que lo envolvía como una tela cálida y suave, le infundía paz. Cayó en la cuenta de que la luz dentro de la recámara había cambiado; se había vuelto más cálida, aunque más intensa sin ser agresiva, y había un perfume agradable, fresco, como el del rocío al amanecer; también identificó el aroma de las flores del limonero, que a su madre tanto le gustaban. Terminó de entrar y cerró la puerta. Hinojosa y el tal Calatrava se dieron vuelta y lo miraron. Manú, en cambio, permaneció quieta y con los ojos cerrados. Se había sentado en el borde de la cama y sostenía las manos de Mencía entre las de ella. Sonreía ligeramente, como si evocase una memoria agradable.

Pablo notó que se había quitado el rebozo y que usaba el cabello castaño recogido en un rodete en la nuca. Le estudió el perfil, de nariz aguileña, a la cual nadie habría calificado de bonita y que sin embargo le iba a su rostro pequeño, que terminaba en un mentón respingado y femenino. Tenía orejas delicadas y un cuello fino y de una blancura en la que se transparentaban las venas azules. No reunía la voluntad para dejar de mirarla, pese a temer que el jesuita o el padre de la muchacha se diesen cuenta de que la devoraba con los ojos. La sensación que lo había sorprendido al entrar y que le daba paz emanaba de ella, ahora lo comprendía.

La muchacha soltó con suavidad las manos de su madre y arrastró las de ella hasta descansarlas sobre el pecho de la enferma, siempre con los ojos cerrados y la sonrisa. El efecto fue inmediato: la respiración afanosa de Mencía cesó, y por un instante Pablo creyó que había muerto. Sus cejas se alzaron y su boca se entreabrió al notar que una luz de tonalidad naranja se expandía por el tórax de su madre y le coloreaba aun el cuello. La situación lo desbordaba, porque al tiempo que se daba cuenta de que estaba presenciando un portento, solo le importaba que esa luz hiciese latir de nuevo el corazón moribundo.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? Pablo calculó pocos minutos, aunque le resultaron una eternidad. Los párpados de Mencía aletearon, y la enferma tomó una inspiración profunda, impulsada por un vigor que hacía años la desertaba. Pablo sujetó el aliento hasta que su madre abrió por fin los ojos y los revoloteó en torno, perdida, aturdida.

—Eres un ángel —dijo, con voz rasposa, cuando su mirada se posó en Emanuela.

—No. Soy Manú, amiga del padre Santiago.

—Tú eres la niña santa —susurró al cabo, e intentó acariciarla—. Me has curado.

—Todavía estáis muy débil, señora. Debéis descansar.

—Me has curado.

—Volveré mañana por la mañana.

—No me cuesta respirar. No me duele el pecho.

—Lo sé —susurró Emanuela, y al ponerse de pie, se mareó.

Los tres hombres saltaron para sujetarla. Fray Pablo llegó primero y la rodeó por la cintura. Sabía que actuaba de manera extremadamente impropia, sabía que los ojos del jesuita y del padre de la joven lo horadaban, sabía que fray Claudio lo habría enviado a la hoguera si lo hubiese pillado de esa guisa; no obstante, continuaba apretándola contra su pecho, percibiendo el perfume de su cabello, sintiéndose poderoso al percibirla tan menuda y delicada. Acabó de rodillas, frente a la niña santa. Le aferró las manos y se las besó.

—Gracias, gracias —repetía una y otra vez, entre sollozos.

—Fray Pablo —suplicó Emanuela—, por favor, no. Poneos de pie.

—Sí, sí, perdonadme. Me he comportado como un…

—Como un hijo devoto de su madre. Lo entiendo.

—Hijo —llamó Mencía—, padre Santiago.

Los sacerdotes se ubicaron uno a cada lado de la cabecera.

—¿Cómo os sentís, doña Mencía? —preguntó Hinojosa, y Emanuela hizo un ceño al notarle una voz rara y el semblante tenso. Se dio cuenta de que disimulaba las ganas de llorar.

—Mejor, tanto mejor gracias a la niña santa, gracias a vos, que la habéis traído. Sé que es…

—Shhh —la acalló el jesuita—. No os agotéis. Ya oísteis a Manú, debéis descansar.

—Cerrad los ojos, madre, e intentad dormir.

Emanuela se volvió hacia Calatrava.

—Don… Padre —se corrigió—, llevadme a casa de Lope. Me urge estar allí. Octavio ya debe de haber regresado de su clase de violín. Se estará preguntando qué fue de mí.

Hinojosa, que perseveraba en la mueca tensa y seria, la cubrió con el rebozo y la abrazó. Le susurró gracias antes de soltarla, y a Emanuela volvió a afectarla la emoción que reconoció en su voz y en la manera en que la apretaba. ¿Por qué se mostraba tan sentido? Después de todo, un sacerdote estaba acostumbrado a asistir a los moribundos. ¿Era doña Mencía especial?

—Señorita Manú. —Fray Pablo, algo avergonzado por su exhibición anterior, se acercó con las mejillas arreboladas y una sonrisa tímida—. Os debo la vida de mi madre.

—No a mí, sino a Nuestro Señor, que me concedió este don.

—Sí, pero por algo os eligió a vos.

—No soy nadie, fray Pablo.

—Vuesa merced es un ángel —afirmó, y, con una inclinación, se hizo a un lado para darle paso.

—Buenas tardes —se despidió don Hernando, y se calzó el tricornio.

—Buenas tardes, señor Calatrava. Y gracias por haber traído a su hija hoy a esta casa.

—A vuestro servicio, fray Pablo.

* * *

Tres días más tarde, el domingo 20 de mayo, don Leónidas Cabrera cenaba en lo de Calatrava cuando la tormenta que se descargó con una furia inusitada para esa época del año los llevó a conjeturar que sería sensato que el invitado y su cochero pernoctasen en la chácara. En tanto se disponía todo para acomodar a dos hombres en una casa tan pequeña, los sorprendieron unos golpes insistentes, que hicieron ladrar y gruñir a Orlando y a Argos.

—Yo abriré, Romelia —indicó Calatrava, y el Cordobés fue tras él.

Se trataba de un monje empapado, con la capucha echada sobre la cabeza.

—¡Fray Pablo! —se sorprendió don Hernando cuando el muchacho se descubrió—. ¡Pasad, pasad!

—Gracias, pero no hay tiempo que perder.

Calatrava lo guió a la sala, donde el dominico buscó con afán los ojos azules de Emanuela.

—Buenas noches, señorita Manú.

—Buenas noches.

—Romelia, trae unos lienzos para el padre —indicó Nicolasa.

—No os preocupéis por mí —dijo el dominico—. Más bien… Don Hernando, ¿podríamos hablar a solas?

—Decid lo que tengáis que decir, fray Pablo. Esta es mi familia y don Leónidas, un caro amigo.

—Pues… Vengo a advertiros que, mañana por la mañana, el Santo Oficio vendrá a arrestaros. Os acusan de bigamia.

Hubo exclamaciones, muecas de pánico e insultos mascullados. Emanuela ordenó a Romelia que envolviese al niño en una aguadera y que lo condujese fuera, a la pieza en la que dormían. Era húmeda y poco saludable, pero no lo quería allí en ese momento.

—¡Maldito Ifrán y Bojons! —explotó Calatrava, y se giró súbitamente hacia su mujer—. ¡Tú! —la señaló con el índice—. ¡Has sido tú! ¡Tú me has denunciado con la Inquisición!

—¡No! —se defendió Nicolasa.

—Padre, por favor —intercedió Emanuela.

—Lo has hecho para deshacerte de mí y correr a la cama de Amaral y Medeiros ahora que Florbela ha muerto. ¡Desvergonzada! —Lo detuvo Cabrera antes de que se lanzase sobre su esposa—. ¡Desgraciada!

—¡No he sido yo!

—¡Eres la única que pudo traicionarme!

—¡Si hubiese querido deshacerme de ti, te habría envenenado hace tiempo!

—¡Basta! —intercedió el Cordobés, y Emanuela lo miró con admiración y agradecimiento—. Guardad la compostura, los dos. Hay que mantener la cabeza fría.

—Por favor, don Hernando —terció fray Pablo—, no discutáis ahora. Es preciso que huyáis. Lamentablemente, con la cuestión de la enfermedad de mi madre y que me lo he pasado con ella estos días, solo hoy vi la orden de arresto que fray Claudio firmó esta tarde. No creo que se aventure con esta tormenta. Pero mañana por la mañana estarán aquí. No debe encontraros.

—Manú, por favor —habló Cabrera—. Ayuda a tu padre a recoger algunas cosas, las indispensables. Vendréis conmigo, don Hernando.

—¿Dónde lo lleváis? —Nicolasa dio un paso adelante.

—¡No se lo digáis, Leónidas! Donde sea que yo me esconda, ella no debe saberlo. —Se aproximó, y Nicolasa caminó hacia atrás—. ¿No te diste cuenta, querida Nicolasa, que entregándome a la Inquisición, te quedarías en la calle?

—¿Cómo?

—¿Acaso no sabes que a los reos les confiscan los bienes y que sus familias se quedan sin nada?

—¡Oh, Dios bendito!

—¡Ahora es tarde para invocar a Dios, mujer del demonio!

—¡Padre, basta, por favor! ¡No le habléis de ese modo! Os ha dicho que no ha sido ella.

—No me defiendas, bastarda. No necesito que me defiendas.

—Déjala, Manú —expresó Calatrava, de pronto vencido—. Nicolasa es un alma perdida.

—Señorita Manú —intervino fray Pablo—, os sugiero que vos también partáis con vuestro padre.

—¿Yo?

El dominico la miró con fijeza y asintió con lentitud deliberada. Emanuela respondió de igual modo, con un asentimiento mudo, y se cubrió con el rebozo para abandonar la casa principal. Debía empacar sus pertenencias y las de Octavio.

—¿Por qué la bastarda debe acompañar a mi esposo?

—Nicolasa, voto a Dios, vuelves a abrir la boca y será la primera vez que se la romperé a una mujer, y qué bien me sentiré. ¡Manú, hija! —la llamó Calatrava antes de que saliese a la lluvia—. Dile a Romelia que vendrá con nosotros. Si no la llevamos, la Inquisición la confiscará con el resto de mis bienes.

—¡No te llevarás a Romelia, Hernando! ¡No me dejarás sin ella!

—Te quedarás sin ella de todos modos. Deberías haber pensado en eso antes de denunciarme.