10
LA SEÑORA Ruggles fue atada a la vagoneta y esta se deslizó rápidamente hasta salir del túnel y luego hasta la estación siguiente. Desde allí, se avisó a la policía y se envió un mensaje por radio al Canadian Express para que se detuviera.
Una vez que Tom prestó declaración ante la policía y vio cómo se llevaban, debidamente custodiada, a la señora Ruggles, los ocupantes de la vagoneta le condujeron hasta el tren, que se encontraba detenido en un apeadero situado frente a un lago rodeado de verdor y de montañas.
Algunos pasajeros habían descendido del tren para estirar las piernas y hacer unas fotos del paisaje. Ya habían comenzado a circular rumores acerca de Tom y de la señora Ruggles, y cuando se detuvo la vagoneta, la rodearon muchos rostros curiosos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Dietmar, abriéndose paso entre los curiosos y dirigiéndose a Tom.
—Poca cosa —respondió Tom—. Que me caí del tren y estos amigos me han traído de nuevo.
Pero su modestia no era compartida por los ocupantes de la vagoneta, uno de los cuales se puso de pie y se dirigió a la gente.
—Este muchacho y nosotros somos unos héroes —dijo orgullosamente—. ¡Hemos capturado a un asesino!
—¿Quién? —preguntó alguien, y enseguida surgieron otras preguntas—: ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Cuándo?
—¡Un momento! —era el revisor, abriéndose paso entre los pasajeros—. Que todo el mundo suba para que el tren pueda reemprender la marcha. Vayan ustedes al vagón-restaurante, y allí este joven les podrá contar lo sucedido.
Ya en el tren, el camarero sirvió unos refrescos, y Tom contó su historia a la gente que abarrotaba el vagón-restaurante. Luego, le hicieron preguntas para aclarar los puntos oscuros.
—¿Sospechaba usted que la señora Ruggles había asesinado a Catherine Saks? —preguntó un hombre.
—No —admitió Tom—, aunque había algunas pistas que deberían haberme hecho adivinar quién era el asesino.
—¿Cuáles eran?
—Primero, la colilla con la mancha roja de lápiz de labios. Puesto que Catherine Saks fumaba con boquilla, debía haberme imaginado que en el departamento C había estado otra mujer.
Tom hizo una pausa y bebió un sorbo de gaseosa.
—Durante el bingo, la señora Ruggles dijo que Catherine Saks había tenido un papel muy pequeño en una película. ¿Cómo sabía ella los detalles exactos de la carrera cinematográfica de una desconocida? Esta fue una señal evidente que se me escapó, junto con el hecho, que resultaba extraño, de que la señora Ruggles no tuviera ninguna foto de sus nietos, a los que decía que iba a visitar. La mayoría de los abuelos llevan una docena de fotos de sus nietos.
El señor Faith levantó la mano para hacer una pregunta.
—¿Había algo que indicara que el asesino era una mujer?
—Sí —dijo Tom—. Durante el desayuno me enteré de que Catherine Saks había trabajado en un banco con una amiga. Más tarde usted me dijo que Richard Saks le había echado la culpa a una cajera de su banco. Yo sospechaba que alguien quería hacer que Richard Saks apareciera culpable del asesinato, por lo que debería haberme imaginado que lo tenía que haber hecho la cajera para vengarse.
Mientras hablaba, el tren redujo la velocidad y entró en un túnel. Aunque sabía que estaba a salvo, Tom se estremeció al mirar la oscuridad de fuera.
—Ya ven —continuó—, fue una pena que no se quedara en Hollywood, porque es una actriz realmente buena.
—Nos engañó a todos —dijo el señor Faith—. Con tanto labio pintado y tantos polvos en la cara, nunca me hubiera imaginado que fuese una mujer joven.
Alguien estaba tirando de la manga de Tom. Bajó la vista y vio a la mujer de las pastas, sentada ante una mesa, con la caja de pastas abierta.
—Tome una —dijo sonriendo—. Creo que es usted un joven estupendo.
—Gracias —dijo Tom, cogiendo una pasta grande recubierta de chocolate—. Por cierto, ¿le he dicho que usted era una de las sospechosas?
—¿Yo? —dijo la mujer, estupefacta.
—Sí —dijo Tom, engulléndose la pasta antes de que la mujer se la quitara de nuevo—. Pensé que usted podía haberle dado a Catherine Saks una pasta envenenada con cianuro. Por supuesto que no se la dio, y, desde luego, yo debería haber recordado que la señora Ruggles ofreció bombones a todo el mundo, bombones que también podían estar envenenados.
La mujer se volvió a su marido:
—¡Imagínate! —dijo—. ¡Pensar que mis pastas podían matar a alguien!
Aquello produjo una carcajada de los demás pasajeros, e incluso el rostro desvaído de la señora de las pastas sonrió cuando se dio cuenta de lo ridículo que había sido su comentario. Algunas personas se levantaron para irse y otras se acercaron a estrechar la mano de Tom.
Entre ellas estaba el chico de la gorra de béisbol.
—¡Enhorabuena, señor! —dijo, extendiendo la mano.
Vio la pistola de agua demasiado tarde. El chico disparó un chorro de agua a la cara de Tom y se alejó corriendo, pero esta vez Tom reaccionó rápidamente y le atrapó por el cuello.
—¡Ven aquí! —dijo al chico, que forcejeaba por soltarse, arrastrándolo al pasillo vacío.
Cuando regresó, Tom venía sonriente, y el chico no parecía haber sufrido ningún daño. Los pasajeros daban palmaditas a Tom en la espalda, felicitándole, y entonces divisó al señor Faith, que se marchaba.
—¡Señor Faith! —dijo, abriéndose paso entre los pasajeros—. ¡Espere un minuto!
—¿Qué desea? —preguntó el hombre, deteniéndose en la puerta.
—¿Quiere hacer el favor de abrir el maletín y enseñarme lo que lleva dentro?
—No puedo hacerlo —dijo el hombre.
Pero se habían acercado otras personas y una mujer dijo que debía abrirlo, como premio para Tom. El señor Faith accedió de mala gana; marcó primero la combinación del candado y luego giró el disco.
—Me muero por ver lo que hay —dijo Tom inclinándose sobre el maletín—. Apuesto a que está lleno de diamantes y rubíes.
Pero se equivocaba, porque todo lo que pudo ver dentro fue un montón de papeles. Desilusionado, levantó la vista hacia el señor Faith.
—Estaba seguro de que no me iba a creer —dijo el señor Faith—. ¡Nadie me cree!
—No lo entiendo.
—Yo soy escritor. Este es mi último manuscrito, y se lo llevo a un editor de Vancúver.
—Pero ¿cómo puede valer un millón de dólares?
—Arthur Hailey ganó un millón de dólares con su libro Aeropuerto. Con un poco de suerte, yo puedo ganar lo mismo con este.
—¿Cómo se titula?
—¡Oh, no! ¡No puedo decírselo! —El señor Faith cerró la tapa del maletín—. Nadie puede saber el título.
—¿Por qué lleva el maletín sujeto a la muñeca? —preguntó Tom, señalando las esposas.
—Los primeros manuscritos de Hemingway fueron robados en una estación de ferrocarril —dijo el señor Faith—. A mí nunca me sucederá eso.
—¡Caramba! —dijo Tom—. No había conocido antes a ningún escritor. Estaré pendiente de la publicación de su libro.
El señor Faith parecía encantado.
—Ya me han publicado varios, con los seudónimos de William Hope y Robert Charity. ¿Por qué no compra esos, además?
—Apuesto a que usted ha usado también otro seudónimo —dijo Tom, chasqueando los dedos.
—¿Cuál?
—Franklin W. Dixon.
—No lo he oído nunca.
—Me extraña que no lo haya oído —dijo Tom, sorprendido—, porque es el mejor. Escribe las historias de los hermanos Hardy.
—¿De qué tratan?
Tom miró al señor Faith, asombrado de su ignorancia.
—De dos hermanos que son detectives. Sus libros están en todas partes.
—¿Sí? —El señor Faith parecía interesado y se quedó mirando atentamente a Tom—. Usted también es un detective. Quizá escriba algún libro sobre usted y gane un millón de dólares.
—Eso sería estupendo —respondió Tom, sonriendo.
—Aunque, pensándolo bien, no creo que se vendiera mucho —dijo el señor Faith—. Olvídelo.
Tom se sintió defraudado, aunque no lo dio a entender. Estaba a punto de irse cuando un hombre pelirrojo y con barba le habló desde un rincón.
—Yo escribiré acerca de usted, y será un personaje famoso —dijo.
Todo el mundo se rio, incluso Tom.
—Una última cosa —dijo el señor Faith—. ¿Por qué me dejó solo en aquella ciudad? Casi pierdo el tren.
—Acabé harto de sus preguntas. Además, los trenes son como las novias. Si pierdes una, pronto encuentras otra.
El señor Faith cogió su maletín y abandonó el vagón restaurante. Los otros pasajeros también comenzaron a marcharse. Y Tom vio a Dietmar junto a una mesa, sirviéndose unos trozos de tarta en un plato.
—¿Aún estás hambriento? —le dijo, acercándose a él—. ¿Quieres un chicle?
Dietmar asintió.
—¿Sabes una cosa? —dijo Tom, ofreciéndole el paquete de chicles—. Aún no he olvidado aquella broma que me gastaste con la bomba.
—¡Pobre Tom! —dijo Dietmar riéndose. Y sacó del paquete una pastilla de chicle…