6

A LA MAÑANA siguiente el sol brillaba con fuerza. Tom se despertó, poco a poco, recordando el asesinato con una enorme angustia en el corazón. ¡Pobre Richard Saks!

Abrió los ojos y echó un vistazo por la ventanilla. Una inmensa y maciza montaña se elevaba hacia el cielo. Se sentó, preguntándose qué habría sido de la llanura, cuando cayó en la cuenta de que el tren estaba atravesando las Montañas Rocosas.

La montaña que tenía ante sí era una enorme mole pétrea, cuya cima se elevaba hacia las nubes. A sus laderas se aferraban verdes bosques, que se extendían por el valle que el Canadian Express cruzaba.

Tom se vistió, disfrutando al mismo tiempo de la vista. El tren subió con esfuerzo una pendiente empinada, y luego siguió con precaución por un estrecho pasadizo labrado en la pared de la montaña. Mirando abajo hacia el valle, vio un lago de color verde esmeralda, tan solo alterado por la estela que dejaba tras de sí una canoa roja.

Tom no quería perderse aquella vista ni siquiera un minuto, pero estaba terriblemente hambriento. Descorrió las cortinas y dudó si despertar a Dietmar; al final decidió ir solo al vagón-restaurante.

Pocos pasajeros estaban levantados tan temprano. Uno de ellos era la señora Ruggles; llevaba un vestido negro con mangas acampanadas y un chal. Sonriendo, invitó a Tom a su mesa.

—Buenos días —dijo el muchacho, sentándose.

—¿Verdad que es maravilloso? —dijo la señora Ruggles señalando el espeso bosque que se extendía allí abajo, en el valle.

—Sí que lo es —dijo Tom, echando una mirada a su reloj—. Me parece que la investigación de la policía ha hecho que el tren vaya con retraso.

—Sí —dijo la señora Ruggles—, pero eso nos permite disfrutar del panorama durante más tiempo.

Tom encargó cereal con leche y unas tostadas, y luego se puso a mirar por la ventanilla.

—Me gustaría que Richard Saks pudiese estar mirando estas montañas, en lugar de estar pudriéndose en una celda.

—Sí, pobre hombre —la señora Ruggles se estremeció—. Pero, por favor, no hablemos de eso. ¿Dónde vives?

—En Winnipeg. Mi padre es policía.

Yo también vivo en Winnipeg. Tienes que ir a verme un día y tomaremos juntos el té.

—¿No tomó usted el tren en Brandon?

—Sí, fui allí a visitar a unos amigos. Ahora voy a la costa, a ver a mis nietos —dijo la señora Ruggles, sonriendo feliz—. Estoy deseando verlos.

Tom se sirvió un poco de leche en el plato de cereales y tomó la cuchara, que brilló con la luz del sol.

—¿Tiene usted una foto de ellos?

—¿De quiénes?

—De sus nietos.

—No, me parece que no.

—¡Qué raro! —dijo Tom sonriendo—. Mis abuelos tienen miles de fotos mías y de mi hermana. —Empezó a desayunar. Levantó la vista hacia la cima de la montaña, donde se destacaba contra la roca la blancura helada de un glaciar—. La semana pasada se me cayó un despertador al río y aún sigue andando —bromeó.

—¡No me digas!

—Bueno, es que es muy difícil que un río se pare.

La anciana se rio.

—¿Conoces los chistes de Bobito[5]?

—No —mintió Tom—. ¿Quiere contarme alguno?

—De acuerdo —dijo la señora Ruggles, encantada—. ¿Para qué se llevó Bobito avena a la cama?

—No sé… Me doy por vencido.

—Para alimentar sus sueños.

Tom se rio.

—Muy bueno —dijo.

Sonriendo, Tom puso un poco de mermelada en la tostada y dijo:

—Adán, Eva y Pellízcame fueron al río a nadar. Adán y Eva se ahogaron, ¿quién se salvó?

—Pellízcame.

—De acuerdo —dijo Tom, alargando la mano y pellizcando ligeramente a la anciana en el brazo.

—¡Ah, pícaro! —dijo la señora Ruggles riéndose. Terminó el té, cogió el bastón y se puso de pie—. Ha sido muy divertido charlar contigo, Tom. Si te apetece, pasa por mi departamento luego y te daré unos bombones y contaremos chistes.

—De acuerdo dijo Tom. La veré luego.

La anciana se fue cojeando, apoyándose en su bastón. Cuando se hubo ido, Tom miró abajo, al valle, donde se divisaban unos coches pequeñitos circulando por una autopista. Luego, todo se volvió oscuro.

Se encendieron las luces del vagón-restaurante y Tom comprendió que el tren había entrado en un túnel. Se acercó a la ventanilla y vio que las luces del tren producían destellos en las rocas dentadas de la pared del túnel. Pocos minutos después, la luz del sol dio de lleno sobre el rostro de Tom, molestándole en los ojos. Terminó su tostada, se levantó y se dirigió hacia su vagón.

Al llegar a el vio, a la puerta de un departamento, a un niño que llevaba una gorra de béisbol. El mozo viejo estaba haciendo las camas. El niño se volvió hacia Tom y sacó una pistola de agua.

—¡Alto! —gritó.

Sonriendo, Tom levantó los brazos. El chico disparó, mojando la camisa de Tom, y luego se dio media vuelta y se fue corriendo.

El mozo se echó a reír.

—Ese chico lleva una hora dándome la lata. Le cortaría las manos…

Tom sonrió cortésmente, recordando con desagrado el cuchillo que se había utilizado contra Catherine Saks.

—¿Hay alguna noticia más del asesinato? —preguntó.

—No, ninguna —dijo el mozo, con aquel silbido especial debido al hueco que tenía en los dientes superiores—. Me figuro que ese tipo pasará el resto de su vida en prisión.

Tom miró hacia el pasillo y vio al chico que se acercaba cautelosamente hacia él, con la pistola. Descubierto, el chico disparó rápidamente y retrocedió. Secándose el agua de la cara, Tom se preguntó como podía alguien parecer tan inocente y ser, en realidad, un incordio tan grande.

Una vez que terminó su trabajo en el departamento, el mozo encendió un cigarrillo.

—Anoche, mientras declaraba, estaba muy nervioso —dijo.

—¿Por qué?

—Hombre, se supone que por la noche yo debería estar sentado en un asiento que hay en el pasillo, por si alguien desea alguna cosa. Si anoche yo hubiera estado en mi sitio habría escuchado la pelea y hubiera podido evitar el asesinato.

—¿Dónde estaba usted?

—Echando un sueño en el departamento E. —El mozo aspiró de su cigarrillo y luego movió la cabeza—. Si el revisor lo averigua, me la gano.

—Bueno, yo no se lo voy a decir —dijo Tom. Ya se iba a marchar, cuando se volvió con curiosidad—. Me figuro que sería horrible el aspecto del departamento de aquella mujer, ¿no?

—Figúrese; había sangre por todas partes. Y vómitos sobre el cuerpo.

—¿Vómitos? —preguntó Tom, sorprendido—. Creía que la habían matado a puñaladas.

—Es cierto. Pero me figuro que aquel tipo se sentiría mal y se pondría enfermo.

Tom miró atentamente al mozo.

—¿Recuerda algún olor especial en el departamento?

—Claro que sí; era horrible, con todos aquellos vómitos, la sangre…

—¿No notó un olor a almendras?

El mozo miró sorprendido a Tom.

—¡Oiga! ¿Cómo lo sabe? ¿Entró usted anoche en el departamento?

Muy nervioso, pero haciendo por que no se le notara, Tom se encogió de hombros.

—No, no estuve allí. Dígame, ¿está usted seguro?

—Tan seguro como del día en que nací. Tardé media noche en quitar aquel olor.

Tom hizo un gesto al mozo, sin poder contener su emoción.

—¡Un millón de gracias! —dijo.

Tom dio media vuelta y anduvo presuroso por el vagón. Dietmar salía en aquel momento de la litera superior, bostezando.

—Dietmar —dijo Tom—. Tengo noticias.

—¿Se está cayendo el cielo? —dijo Dietmar sarcásticamente.

—¡Richard Saks es…! —dijo Tom, y se detuvo. La señora de las pastas le estaba mirando con los oídos atentos. Por poco mete la pata otra vez—. Ven —dijo a Dietmar, arrastrándolo al servicio.

—Quiero desayunar —protestó Dietmar.

—Luego, luego. —Tom abrió la puerta del servicio, empujó dentro de Dietmar y cerró la puerta. A continuación abrió los grifos del agua fría y de la caliente.

—¡Ya soy mayorcito para lavarme solo! —dijo Dietmar.

—El agua es solamente para que no nos oigan —murmuró Tom.

—Tú sí que eres el que deberías estar en silencio, Austen —dijo Dietmar, riéndose.

—Escucha —dijo Tom, con los ojos dilatados de excitación—. ¡He descubierto que Richard Saks no es el asesino!

—¿Quién entonces? ¿La mujer esa de las pastas?

—Pudiera ser. Todo el mundo es sospechoso.

—¿Por qué?

Escucha esto —dijo Tom, bajando la voz—: Catherine Saks fue envenenada con cianuro.

—¿Quién lo ha dicho?

Lo digo yo. El mozo me contó que había vómitos sobre su cuerpo y que en el departamento olía a almendras.

—¿Y qué?

—Ese olor, y el hecho de que ella vomitara antes de morir, significan envenenamiento con cianuro.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Dietmar, menos sarcástico ya.

—Lo leí en una novela policíaca.

—¡Tú y tus libros! —dijo Dietmar moviendo la cabeza—. Yo creo que estás loco. Richard Saks mató a su mujer y ahora está en la prisión. Además, ¿no murió apuñalada?

—Claro que la apuñalaron —dijo Tom—, pero después de muerta. Eso fue para ocultar que la habían envenenado.

—Entonces, Richard Saks debió darle el cianuro.

—¿Por qué iba él a usar el veneno y el cuchillo? No, alguien envenenó a Catherine Saks, y luego apuñaló el cadáver para hacer creer que Richard Saks había matado a su mujer en un acceso de embriaguez.

—¿Quién?

—No lo sé —tuvo que admitir Tom—. Pero sospecho de todo el mundo. Por ejemplo, la mujer esa de las pastas podía haberle dado a Catherine Saks una pasta de chocolate que contuviera cianuro.

Dietmar se rio y abrió la puerta del servicio.

—Me voy a desayunar —dijo. Luego, pareció recordar algo y cerró la puerta—. Puede que tenga una pista para ti —dijo en voz baja.

—¿De qué se trata? —preguntó Tom, muy nervioso.

—Anoche estaba yo junto a una litera, la n.° 2 inferior del coche 165, y oí a alguien hablando entre sueños algo acerca de cuchillos ensangrentados y cadáveres.

—Aguarda —dijo Tom, sacando del bolsillo el cuaderno de notas que llevaba siempre consigo—. Espera que anote eso.

Dietmar repitió lo ya dicho y se marchó a desayunar. Tom no sabía cómo seguir aquella pista, por lo que decidió echar un vistazo para ver quién ocupaba aquella litera. Al salir del servicio se dio cuenta, de repente, de que precisamente estaba en el coche 165. Y eso no era todo: ¡la litera n.° 2 inferior era la suya!

Jurándose entre dientes que seguiría adelante a pesar de la broma de Dietmar, Tom se dirigió a su asiento y se puso a tomar unas notas sobre el asesinato. Lo primero que hizo fue dibujar un esquema del coche 165, con indicaciones sobre las personas que ocupaban las diferentes literas y los departamentos. Luego anotó lo que había visto y oído la noche anterior, así como lo que había declarado a la policía. Finalmente, anotó sus sospechas de que Catherine Saks había sido envenenada.

Tom se recostó en su asiento, mirando el cuaderno de notas. En algún sitio, entre aquella maraña de hechos, estaba la pista que conducía al verdadero asesino. ¡Tenía que descubrirlo antes de que el tren llegara a Vancúver!

—Hola, señor.

Tom levantó la vista de su cuaderno de notas y vio al chico de la gorra de béisbol.

—Siento haberle disparado, señor —el chico sacó un paquete de chicle del bolsillo—. Si me perdona le doy un chicle.

—Claro que te perdono, chico. —Tom prefería otra marca, pero pensó que no debía defraudar al chico—. Si, tomaré, uno.

Sonriendo feliz, el chico le ofreció el paquete. Tom cogió una pastilla de chicle y, al intentar sacarla del paquete, sonó un zumbido y notó un golpe seco en la mano.

—¡Oh! —gritó Tom, dejando caer el paquete.

El chico se echó a reír, recogió a toda prisa el paquete trucado y desapareció en un instante. Al otro lado del pasillo, la señora de las pastas intentaba disimular la risa.

Con la cara roja de vergüenza, Tom hizo un esfuerzo para sonreír a la señora.

—¡Ese chico…! —dijo—. ¡Con qué gusto le cortaría la cabeza!

—¡No serías capaz! —dijo la señora, impresionada.

—Bueno, al menos un pie. Así podría cogerle cuando intentara escaparse.

La mujer le miró con desprecio, resopló y volvió la cabeza. Tom pensó que si fuese ella la que estuviera tratando de descubrir al asesino, él sería el primer sospechoso.

¡Ya había perdido bastante tiempo! Volvió a su cuaderno de notas y se puso a analizar todos los hechos, buscando una pista. Mientras estaba enfrascado en ello, regresó Dietmar con un palillo de dientes en la boca y se dejó caer en su asiento.

—El asesino es el cocinero —dijo sonriendo.

—¡Vete a hacer gárgaras! —murmuró Tom.

—¿Tienes una lupa?

—¿Para qué?

—Porque me gustaría verte gateando por el suelo buscando alguna prueba, como haría Sherlock Holmes.

—¡Muy gracioso! —Tom nunca se lo diría a Dietmar, pero ya había estado pensando en cómo hubiera abordado este caso Sherlock Holmes. Seguramente habría empezado por buscar alguna prueba a gatas—. ¡Tengo una idea! —dijo.

—Olvídala, antes de que sea tarde.

Tom se inclinó hacia Dietmar.

—Voy a entrar en el departamento C, a buscar alguna prueba —dijo en voz baja.

—¿Cómo?

—A lo mejor la puerta no está cerrada con llave. —Tom se incorporó—. ¿Vienes?

—No sé —dijo Dietmar, aparentando aburrimiento—. Está bien, iré contigo.

Tom emprendió la marcha hacia el departamento C. Miró a un lado y otro del pasillo y luego intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada.

—¡Demonios! —dijo—. ¡Qué mala pata!

—¿Por qué no le dices al mozo que te abra?

—Buena idea, Dietmar. A lo mejor te contrato como ayudante.

El mozo estaba ocupado en el departamento A, pero Tom no vio señales de su ocupante, el hombre del maletín. Se preguntó durante un instante por qué no había visto a ese hombre por allí últimamente, y luego se dirigió al mozo.

—Hola —dijo—. ¿Cómo le va?

—Estupendamente, amigo. Me dijeron que volviste a caer en la trampa de ese chico, el del chicle.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Dietmar.

—Nada —dijo Tom—. Escuche, ¿podría hacerme un favor?

—¿De qué se trata?

—De que me deje entrar en el departamento C.

El mozo se echó a reír.

—Hombre, eres un muchacho sediento de sangre.

Intentando disimular el verdadero motivo por el que quería entrar en el departamento, Tom sacó los dientes como Drácula.

—¡Saaaangre! ¡Saaaaangre! —susurró—. ¡Dadme saaaaangre!

El mozo sacó un llavero del bolsillo.

—De acuerdo, pero no tardes.

—Descuide —dijo Tom.

El mozo se dirigió hacia el departamento C. Mientras abría, Tom se estremeció, impresionado por lo que vería dentro. Pero el mozo había trabajado duro para limpiar el departamento y el sol entraba alegremente a través de la ventanilla.

—No hay nada que ver —dijo Dietmar, decepcionado.

—Tom abrió la puerta del servicio y miró dentro. Nada. Husmeó en el pequeño armarito que había sobre el lavabo, pero el empleado había realizado su trabajo a conciencia. Desanimado, recorrió con la vista la moqueta del suelo y se dirigió hacia la ventanilla para ver si había huellas dactilares.

—Tengo que regresar a mi trabajo —dijo el mozo.

—Esta bien —dijo Tom, decepcionado. Se aparto de la ventanilla y vio un pequeño cenicero adosado a la pared. Dentro había una colilla.

—Aquí hay algo que usted se ha dejado —dijo Tom.

—¿Qué? —El mozo se acercó a Tom y se echó a reír—. ¡Una colilla! Amigo, me alegro de que no seas el presidente del ferrocarril, porque en caso contrario estaría perdido. En fin, voy a quitarla.

—No, déjeme a mí —dijo Tom, cogiendo rápidamente la colilla. La guardó en un bolsillo y sonrió al mozo—. ¡Bueno, muchas gracias, amigo!

—Hasta luego —dijo el mozo.

La señora de las pastas les miró sospechosamente cuando regresaron a sus asientos, por lo que Tom condujo a Dietmar hasta el servicio. Cerró la puerta, abrió los grifos y sacó la colilla del bolsillo.

—Esto puede ser una pista —dijo lleno de esperanza.

—No —replicó Dietmar—. Eso es una colilla…

Tom examinó cuidadosamente la colilla, intentando leer la marca.

—Creo que pone Players —dijo—, pero esta mancha de lápiz de labios tapa el nombre.

—¿Qué marca fumaba Catherine Saks durante el desayuno?

—No lo sé —dijo Tom, avergonzado de su poca habilidad como detective. Siempre había leído que tenía que ser un buen observador, pero esta vez había fallado. Se concentró en sus recuerdos de la mesa del desayuno, pero todo lo que hubiera podido decir era lo elegante que resultaba Catherine Saks fumando con su boquilla—. En fin —suspiró—, quizá no tenga importancia.

Regresó con Dietmar a su asiento y sacó la maleta, de donde extrajo uno de los sobres que le había dado su madre para que escribiera a su casa. Introdujo en él la colilla y luego escribió en el sobre la fecha, la hora y sus iniciales. Lo guardó en el bolsillo y sacó su cuaderno de notas.

—Vuelta a empezar —dijo tristemente.

—Ya te lo dije —dijo Dietmar, poniendo los pies sobre el asiento de Tom—. La mató el cocinero.

Al poco rato Dietmar estaba dormido. Tom se enfrascó demasiado en su cuaderno de notas como para disfrutar de la belleza de las montañas. Acababa justamente de pasar un camarero anunciando la comida, mientras Dietmar dormía a pierna suelta, cuando Tom chasqueó los dedos y levantó la vista entusiasmado.

—¡Formidable! —dijo para sí—. ¡Creo que ya lo tengo!