7

TOM agarró a Dietmar por el brazo.

—¡Rápido! —dijo—. ¡Despiértate!

Dietmar abrió los ojos, asustado.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Otro asesinato?

—¡No, no! —contestó Tom, mostrándole el cuaderno de notas—. ¡Lo he descubierto!

Al otro lado del pasillo, la señora de las pastas cerró de golpe el libro que estaba leyendo.

—¡Eh, ustedes! ¡A ver si dejan de hacer ruido o tendré que llamar al mozo…!

—Sí, señora —dijo Tom, sonriendo. Sacó a Dietmar de su asiento y le llevó al servicio.

—Esa mujer se va a creer que estamos locos —dijo Dietmar—, pues siempre nos ve ir juntos al lavabo.

—¡A la porra con ella! —dijo Tom, tan excitado que se olvidó de abrir los grifos—. ¡Ya sé quién es el asesino!

—¿Quién?

—El hombre del maletín.

—¿Por qué?

—Todo está aquí —dijo Tom, mostrándole el cuaderno de notas—. Cuando estábamos jugando al bingo, ese hombre dijo que Richard Saks era un borracho y que no era una buena persona.

—¿Y qué?

—A mí ya me extrañó que conociera el nombre de Richard Saks, aunque intentó hacerme creer que lo había leído en un periódico —Tom miró fijamente a Dietmar—. Si solo conocía a Richard Saks por el periódico, ¿por qué dijo que «no era una buena persona»?

—Sí, eso es raro. Pero ¿por qué mató a Catherine Saks?

—A eso voy —Tom abrió el cuaderno de notas y comprobó sus datos—. Cuando le pregunté qué llevaba en el maletín, me dijo que eran papeles que bien podían valer un millón de dólares. Ahí tienes el motivo.

—No lo veo claro.

—¡Chantaje! —Tom esperó la reacción de Dietmar, pero este se limitó a quedársele mirando—. ¿No has leído nada de Agatha Christie?

—No.

—¡Eres un inculto! —dijo Tom moviendo la cabeza—. Bien, en sus novelas policíacas hay que buscar siempre si hay algún motivo para un chantaje. Cuando me acordé de eso, mi caso estaba resuelto.

—Sigo sin verlo claro.

—Yo creo que Catherine Saks hizo algo malo en Hollywood. Ese hombre se enteró de ello y tiene todos los detalles en los papeles que lleva en el maletín. Por eso no lo aleja nunca de su vista. Amenazó con revelar todo, por lo que Richard Saks pagó el chantaje, pero el hombre debió seguir pidiendo más y más dinero, hasta que Richard Saks le amenazó con ir a la policía.

—Hasta ahora, de acuerdo.

—La noche en que estuvimos jugando al bingo, ese hombre siguió a Catherine Saks hasta su departamento y la envenenó. Luego, la apuñaló para hacer creer que Richard Saks era el asesino. De esta forma nadie creería a Saks si decía que le estaban chantajeando.

—Bueno —dijo Dietmar—, resulta un poco complicado, pero todo parece encajar. ¿Vas a decírselo al revisor?

—Sí, pero primero quiero conseguir algunas pruebas. Voy a ver a ese hombre y hacerle unas cuantas preguntas; luego intentaré echar un vistazo a lo que lleva en el maletín. Si pudiera ver esos papeles, causantes del chantaje, podría considerar cerrado el caso.

Dietmar tragó saliva, nervioso.

—Será mejor que tengas cuidado —dijo—. Si sospecha algo, te matará a ti también.

—No te preocupes. No tomaré nada que esté envenenado.

La puerta del servicio chirrió al abrirla Tom. Anteriormente no había notado el chirrido, pero ahora sus nervios estaban en tensión. Miró adelante y atrás por el pasillo y se dirigió presuroso a su asiento, con el corazón latiéndole con fuerza. Una cosa era leer las historias de los hermanos Hardy, y otra muy distinta estar de verdad tras la pista de un asesino.

—¿Cuál va a ser el próximo paso?

—Voy a buscar a ese hombre —respondió Tom—. Deséame suerte.

—De acuerdo, pero ten cuidado.

Tom se guardó el cuaderno de notas en el bolsillo y se dirigió hacia el pasillo de los departamentos. Al fondo, el mozo estaba sentado en un asiento abatible, mirando un cigarrillo que tenía entre los dedos. Sonrió al ver a Tom.

—¡Hola, Drácula! —dijo—. ¿Vas al bar por una botella de sangre?

Tom sonrió.

—Quizá más tarde. Ahora voy a ver al señor del departamento A.

—Pues no vas a poderle ver.

—¿Por qué no?

—Porque acaba de irse al vagón-restaurante para almorzar.

—¡Vaya! —dijo Tom, contrariado—. Bueno, yo también tengo hambre. Creo que voy a ir a tomarme un buen filete.

Camino del coche-restaurante, Tom se detuvo a comprobar sus finanzas. Sus padres solo le habían dado dinero para que se tomara una hamburguesa a la hora del almuerzo, pero él tenía que seguir al hombre del maletín. En fin, se gastaría ahora el dinero de la cena y pasaría hambre por la noche.

En el vagón-restaurante divisó a la señora Ruggles sentada sola ante una taza de té. Ella le sonrió contenta y le hizo una seña, pero en aquel momento vio al hombre del maletín, solo, en otra mesa.

Tom se dirigió lentamente hacia la señora Ruggles.

—¡Hola! —dijo, buscando afanosamente una excusa.

—Siéntate, por favor —dijo la señora Ruggles—. Es una suerte que aparezcas justamente cuando empezaba a sentirme sola.

—Me encantaría sentarme con usted, pero no puedo.

—¡Oh! —dijo la señora Ruggles, sin poder disimular su contrariedad—. ¿No vas a almorzar?

—Sí, pero… —a Tom comenzaba a arderle el rostro—. Yo…, es que prometí almorzar con otra persona.

—¡Ya! —Evidentemente, la señora Ruggles comprendió que Tom estaba mintiendo, pero sonrió—. Diviértete, pues; ya te veré luego.

—Seguro —dijo Tom, avergonzado.

Se alejó, sintiendo mucho haber tenido que herir los sentimientos de la anciana, pero un detective no debe ajustarse a ninguna norma.

El hombre del maletín estaba leyendo una carta, y al ver acercarse a Tom, la guardó, fingiendo estar mirando por la ventanilla.

—Hola —dijo Tom, sentándose a la mesa—. ¿Le importa si me siento con usted?

El hombre miró a Tom con una sonrisita.

—No parece que tenga otra elección.

Tom le alargó la mano.

—Me llamo Tom Austen.

—A mí puede llamarme señor Faith. —El apretón de manos de aquel hombre fue rápido y débil—. O señor Hope, o señor Charity.[6]

¿Nombres supuestos? Tom frunció la frente, acrecentándose sus sospechas; observó el pelo gris de aquel hombre, la piel seca de su rostro alargado y sus pequeños ojos pardos. Ciertamente, aquella era la cara de un asesino, aunque eso no era una prueba. «¡Al grano, Austen!», se dijo para sí.

—¿Va usted lejos?

De nuevo la sonrisita.

—Eso mismo pensaba yo cuando tenía tu edad, pero los planes para la vida a veces se tuercen.

—No. Me refería en este tren.

—¡Ya, ya sé! —El señor Faith se puso a mirar por la ventanilla el bosque que pasaba ante ellos y pareció concentrarse en sus pensamientos—. Este es el viaje más importante de mi vida —dijo por último.

Tom aguardó a que prosiguiera, pero, evidentemente, el hombre no quería dar una respuesta directa. No queriendo despertar sospechas, Tom fingió perder interés y cogió la carta. El plato más barato era la tortilla española y, aunque no le apetecía nada, tenía que pedir algo.

—¡Sí! —prosiguió el señor Faith, haciendo un gesto—. Uno se forma sus propios sueños y es capaz de llegar hasta las estrellas.

¿Estaría loco aquel tipo? A lo mejor, el cometer aquel horrible crimen le había puesto al borde de la locura. Tom miró a su alrededor para ver quién podría ayudarle en caso de necesidad, pero la señora Ruggles estaba sola, y al único pasajero que reconoció, entre los demás, fue el hombre bajo y gordo, que parecía dormitar bajo los rayos del sol.

Mientras esperaba a que le sirvieran la tortilla española, Tom estudió varios métodos de aproximación, decidiéndose finalmente por el ataque directo.

—¿Conoce usted a Richard Saks?

Sorprendido, el hombre apartó su mirada de la ventanilla.

—¿Qué?

—Que si es usted amigo de Richard Saks.

El señor Faith se rio amargamente.

—Por supuesto que no —dijo—. Le odio.

Tom se quedó sin saber qué decir, sorprendido al comprobar que su teoría era cierta. Mientras miraba al señor Faith, llegó un camarero con un plato que contenía una humeante masa amarilla.

—Su tortilla, señor —dijo el camarero, dejando el plato sobre el mantel.

—Gracias —dijo Tom, débilmente. Partió la tortilla, pero le dio cierta repugnancia descubrir que estaba rellena de partículas verdes[7].

El señor Faith sonrió poco amistosamente.

Bon appetit —dijo alzando su vaso de agua.

Bon appetit. La misma frase que le había dicho el camarero del vagón-restaurante durante el desayuno. A lo mejor los dos hombres eran cómplices del crimen y podía haber sido el camarero el que le sirviera a Catherine Saks la comida envenenada que la había matado. Con manos temblorosas, Tom bajó la vista hacia la tortilla, felicitándose por no haberla probado aún.

—¿No tienes hambre? —preguntó el señor Faith.

Tom negó con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué malgastas el dinero, pidiendo esa tortilla? —dijo el señor Faith, arrugando su pequeña boca con gesto de desaprobación—. Si fueses hijo mío, haría que te la comieras.

Tom se estremeció, compadeciendo a quien tuviese por padre al señor Faith. Miró por la ventanilla y vio que la locomotora reducía la velocidad a medida que se aproximaba a un túnel. Temeroso de que aquel hombre le hiciese algo mientras el tren estaba en el túnel, echó su silla un poco hacia atrás, dispuesto a echar a correr si fuera necesario.

—¡Otro túnel, no! —dijo el señor Faith cuando el tren entró en la oscuridad y se encendieron las luces del vagón-restaurante—. Esto es insoportable.

El tren continuó reduciendo la velocidad, lo que aumentó el nerviosismo de Tom. Durante un momento horrible pensó que, a lo mejor, también el conductor era cómplice; pero reconoció que aquello era una tontería. Sin embargo, respiró aliviado al salir a la luz del sol.

—Tómate la tortilla antes de que se te enfríe —dijo el señor Faith—. No puedes desperdiciarla.

Tom se sintió atrapado. No podía comerse la tortilla envenenada, pero tampoco debía levantar las sospechas de aquel hombre. Cogió con lentitud el cuchillo y el tenedor, los dejó de nuevo y cogió el vaso de agua.

—¿No conoce ningún chiste? —dijo, esperando desviar la atención de aquel hombre de la tortilla.

—El servicio de ferrocarriles ya es un chiste —dijo el señor Faith, mirando por la ventanilla justo en el momento en que el tren entraba en otro túnel. Cuando se encendieron las luces, levantó la mano y llamó con los dedos.

—Venga aquí, por favor —dijo llamando a alguien.

Tom se volvió y divisó a un mozo que iba a sentarse a comer a la mesa destinada a los empleados. Atendiendo la llamada del señor Faith, se acercó.

—¿Qué desea, señor? —dijo.

—¿Por qué va tan despacio el tren?

—Están efectuando unas reparaciones en los túneles, señor, y hay peligro de desprendimientos de rocas.

—¡Qué fastidio! —El señor Faith retiró el puño de la camisa y golpeó ligeramente el cristal de su reloj—. Nos retrasamos primero con ese condenado asesinato, y ahora más retraso. ¡Tengo que estar en Vancúver lo más pronto posible!

—Sí, señor —dijo el mozo, llevándose una mano a la gorra—. Pues nada, le diré al conductor que pedalee más fuerte.

—¡Vaya descaro! —dijo el señor Faith al mozo, enrojeciendo—. ¡Puedo hacer que lo despidan!

—Sí, señor. ¿Puedo almorzar, mientras tanto?

El señor Faith miró al mozo mientras se retiraba, y luego al plato de Tom.

—Ya veo que se ha comido la tortilla.

—Sí. Estaba exquisita.

—Eso está mejor —dijo el señor Faith, con el rostro algo más relajado—. Como nunca he tenido mucho dinero, me molesta que se desperdicie algo.

A Tom se le estaban quemando las piernas. Echó un vistazo hacia abajo, a la tortilla que tenía en las piernas, sobre una servilleta, donde la había puesto durante la discusión del señor Faith con el mozo. Sin apartar la vista de aquel hombre, envolvió la tortilla con la servilleta de lino y la dejó caer al suelo.

Pasado el peligro, volvió Tom al ataque.

—¿Por qué odia usted a Richard Saks? —preguntó, y esperó la respuesta del señor Faith.

—¡Oh, mire! —dijo este señalando a través de la ventanilla—. Mire qué maravilla.

Tom vio, junto a un camino, un río en cuyas verdes aguas se reflejaban los árboles que bordeaban la orilla. Un pescador, con botas hasta la cadera, estaba metido en el río y lanzaba la caña hacia una poza de aguas profundas y frías.

—Necesitaba dinero —dijo el señor Faith—, por lo que fui a pedir un crédito al banco del que era director Richard Saks. No me quiso atender.

—¿Por qué?

—Dijo que era demasiado riesgo —respondió el señor Faith—, y que si necesitaba dinero debía conseguir primero un trabajo.

—¿No tiene usted trabajo?

—No tengo un trabajo normal, como conducir un autobús o sacar muelas. —El señor Faith hizo una pausa y bebió un poco de agua—. Trabajo por mi cuenta y solo consigo dinero de vez en cuando. Por eso necesitaba el préstamo.

La evidencia era cada vez más clara. Todo lo que decía el señor Faith demostraba que era un chantajista con un buen motivo para querer vengarse de Richard Saks. Tan solo faltaba saber el contenido del maletín.

—Richard Saks es un canalla —prosiguió el señor Faith—. Por su culpa fue a la cárcel una persona inocente.

—¿Qué pasó?

—Hace unos años desapareció algún dinero de su banco, lo que quiere decir que fue robado por alguien que trabajaba allí. La policía sospechó de Richard Saks, pero en el juicio salieron a relucir muchas cosas que hicieron recaer las culpas sobre una cajera. A ella la metieron en la cárcel y Richard Saks quedó libre. Pero mucha gente piensa que fue él.

—¿Hubo alguna prueba de ello?

—No, pero era la típica jugada sucia que un jefe es capaz de preparar. —La tensión había vuelto al rostro del señor Faith, que tenía contraída la piel de alrededor de los ojos y de la boca—. No hay que fiarse nunca de un hombre que tiene una mujer guapa.

—En fin —dijo Tom tranquilamente—, ya no la tiene.

—Eso es verdad —dijo el hombre del maletín—. Y no puedo decir que lo sienta.

Alguien se acercaba. Tom levantó la vista y vio al mozo, con la gorra en la mano.

—Perdone, señor —dijo al señor Faith—, pero debe saber que pararemos quince minutos en el pueblo al que estamos llegando. Siento la molestia, pero la locomotora debe aprovisionarse de gasóleo.

—Ya sé cómo funcionan estas locomotoras —dijo el señor Faith con acritud—. En todo caso, me vendrá bien bajar a dar un paseo, lejos de mozos descarados.

—Iré con usted —dijo Tom, levantándose.

—Prefiero ir solo. —El señor Faith se limpió delicadamente la boca con la servilleta, cogió el maletín de su regazo y se puso en pie—. Adiós, muchacho.

El señor Faith dejó dinero sobre la mesa y se marchó, con la cadena sujeta siempre a su muñeca. Tom contó rápidamente el dinero necesario para pagar la tortilla y salió tras el señor Faith.

Lo encontró en el descansillo que había entre el vagón-restaurante y el primer coche-cama, esperando a que se detuviera el tren. El estrépito y los chirridos de las ruedas impedían hablar, por lo que Tom sonrió al señor Faith y se puso a mirar por la ventanilla.

El tren se detuvo en una pequeña estación de ladrillos rojos. Dermot, el mozo joven, abrió la puerta, retiró la rejilla metálica que cubría los escalones, y descendió al andén.

—¡Quince minutos de parada! —gritó, al tiempo que el señor Faith bajaba rápidamente del tren.

Tom alcanzó al señor del maletín en el andén y anduvo a su paso.

—¿Qué tal? —dijo alegremente—. ¿Verdad que el aire de las montañas huele bien?

Ninguna respuesta.

—¡Eh, mire esos picos! —dijo Tom, señalando las cumbres nevadas que brillaban en el aire limpio—. ¿No le gustaría subir hasta allí?

El señor Faith hizo un giro rápido hacia la izquierda, salió del andén, se metió entre dos coches que había en el aparcamiento de la estación y apresuró el paso. A Tom le pilló a contrapié, pero echó a correr tras el hombre y le alcanzó cuando entraba en una calle de viejas casas de madera.

—¿Por qué va usted a Vancúver? —preguntó Tom.

El señor Faith se detuvo y miró a Tom. Se produjo una larga pausa, en la que solo se oía el chirrido de un columpio en un jardín cercano, y luego al señor Faith sacó una moneda del bolsillo.

—¿Por qué no va a tomarse un refresco? —dijo, ofreciéndole la moneda.

—Gracias, pero aquí no veo ningún café.

El señor Faith se volvió impaciente, mirando la calle arriba y abajo.

—¡Allí! —dijo triunfalmente, señalando hacia un viejo edificio con un parpadeante anuncio de neón que decía CAFÉ.

—Tiene un aspecto horrible —dijo Tom, mirando al café—. Me da miedo ir solo.

—Vamos —dijo el señor Faith, tomando a Tom por el brazo—. Le compraré un refresco y así me dejará en paz.

Tom no estaba dispuesto a dejarlo en paz, aunque no dijo nada. Pegándose como una lapa al señor Faith, estaba sometiéndole, deliberadamente, a una presión mental que, posiblemente, le haría saltar en el momento menos pensado. Si el hombre del maletín cometía algún error, a lo mejor, podría conseguir Tom la prueba definitiva.

El señor Faith abrió la puerta del café y se encontraron dentro de una habitación oscura que olía a comida rancia. Tom parpadeó, tratando de ajustar sus ojos a la oscuridad, y vio una camarera que llevaba el uniforme muy sucio.

—¿Del tren? —preguntó—. ¿Qué desean?

—Un refresco para este joven —dijo el señor Faith—; para mí un café, si está caliente y es de hoy.

La mujer miró con enfado al señor Faith y se volvió para abrir un ventanuco que daba a la cocina.

—¡Un refresco y un café! —gritó, y volvió a cerrar.

El señor Faith se sentó junto al mostrador, colocando el maletín en su regazo. Tom se sentó en un taburete. Su acompañante tomó una servilleta de papel y limpió con cuidado el mostrador.

—¿Ponemos algo de música? —dijo Tom, señalando un tocadiscos situado en un rincón del café.

Rock and roll —murmuró el señor Faith. Luego se dirigió a la camarera—: ¿Dónde está el servicio, por favor?

—Por allí —dijo la mujer, señalando una puerta.

El señor Faith se puso de pie y desapareció tras la puerta. Tom vio, por un instante, una cocina y un hombre con gorro de cocinero, inclinado sobre el horno. Se cerró la puerta. Tom dio media vuelta en el taburete y se acercó a ver los títulos de los discos.

—Aquí tiene su refresco —le llamó la camarera—. Tómeselo rápido, porque el tren va a salir enseguida.

—Gracias —dijo Tom, sonriéndole. Su refresco aguardaba en un vaso alto, sobre el mostrador, junto a la taza de café. Pero no había ni rastro del señor Faith.

Tom se sentó, mirando nerviosamente hacia la puerta de la cocina. El señor Faith no tendría tiempo de tomarse el café si no se apresuraba. Tomó una pajita, que introdujo en el vaso, y se entretuvo moviendo con ella los cubitos de hielo, mientras se preguntaba por qué tardaría tanto aquel hombre.

—Bébasela —dijo la camarera—, dese prisa.

¿Dónde estaría el señor Faith? Habían pasado ya casi los quince minutos y aún tenían que regresar a la estación. Tom se inclinó para tomarse el refresco, pero estaba demasiado nervioso pensando en el tren.

Apartó el vaso y se puso de pie.

—Ahora vuelvo —le dijo a la mujer.

Esta señaló hacia la bebida y comenzó a decir algo, pero Tom había cruzado ya la puerta que daba a la cocina. Una sartén se calentaba encima del fuego, llegaba música de un transistor y el cocinero estaba fregando una enorme cacerola en un fregadero lleno de agua sucia.

—¿Dónde está el servicio? —preguntó Tom al cocinero.

Sacó este una mano chorreando agua y señaló hacia una puerta. El camino hacia el servicio estaba atestado de trapos de limpieza, escobas y cajas. Tom lo recorrió lo más rápidamente que pudo y llamó a la puerta.

—¡Señor Faith! Hemos de darnos prisa. El tren está a punto de salir.

No obtuvo ninguna respuesta, por lo que Tom llamó de nuevo, esta vez más fuerte. Los segundos pasaban mientras Tom esperaba, hasta que no pudo aguantar más. Agarró el pomo y abrió la puerta. El servicio estaba vacío.