4

EN EL COCHE-CAMA siguiente, la puerta de uno de los departamentos estaba abierta. Tom se asomó y vio a un mozo que estaba quitando las sábanas de la cama.

—¡Hola! —dijo Tom—. ¿Puedo ver cómo es un departamento por dentro?

—Desde luego —dijo el mozo. Era muy alto y sonrió a Tom tras unas gafas de montura negra—. Me llamo Dermot.

Tom le dio su nombre y le tendió la mano. Se fijó en un cuadro que había en la pared, que representaba un río que corría entre rocas. Había un lavabo con un espejo y un grifo, un altavoz para escuchar música y un pequeño cuarto de baño.

—¿No hay asientos?

—Claro que sí —contestó Dermot, al tiempo que recogía la cama contra la pared, lo que dejó al descubierto dos butacas plegadas. Con un rápido movimiento, las abrió.

—¡Estupendo! —dijo Tom, sentándose—. ¿Es usted estudiante?

—Sí; este es mi trabajo de verano. Durante el curso estudio en la Universidad.

—Me gustaría hacer lo mismo cuando sea mayor. ¿Es divertido?

—Sí que lo es. Y, además, uno conoce gente rara, como ese mozo viejo de su vagón.

—¿Qué tiene de raro?

—Dicen que fue boxeador profesional y que, en un combate, le pegaron tan fuerte que estuvo en cama varios meses. Se recuperó, pero quedó un poco sonado.

—¿Qué le ocurre?

—Me han dicho que a veces tiene arrebatos violentos cuando pierde el control de sí mismo. Parece ser que una vez se peleó con un revisor y lo lanzó por la puerta de un tren en marcha.

—¡Caramba! —dijo Tom, notando que los pelos se le ponían de punta—. Eso es horrible.

—Bueno, no sé si será verdad, pero yo procuro tener cuidado con ese tipo. —Dermot sonrió a Tom—. Bien, será mejor que siga con mi trabajo.

—¡Oh, claro! —dijo Tom, poniéndose de pie. Salió al pasillo, lamentando haber olvidado darle las gracias a Dermot. ¿Qué sucedería si el mozo viejo le agarraba en mitad de la noche y lo lanzaba fuera del tren? Solo de pensarlo se estremeció y se preguntó si no sería mejor cambiar de litera con Dietmar para que el mozo se equivocara de persona…

Afortunadamente, el mozo no estaba por allí cuando Tom llegó a su vagón. Las literas habían sido recogidas y se sentó al sol, dejándose relajar por el calor de sus rayos. Al otro lado del pasillo, la señora de las pastas resopló con fuerza y destapó con grandes aspavientos la caja de pastas.

—¡Vieja roñosa! —dijo Tom para sí. Se puso a mirar por la ventanilla y vio que el tren se aproximaba a un pequeño grupo de árboles, a cuya sombra pastaba un caballo, que se espantaba las moscas con el rabo. Luego apareció una casita de madera y Tom vio una chica sentada en los escalones de la entrada, mientras el aire agitaba su cabello. Al pasar el tren, saludó con la mano y Tom estaba seguro de que le había saludado a él.

Enseguida desapareció de su vista. Tom se inclinó contra el cristal de la ventanilla intentando verla de nuevo, pero la casita había desaparecido ya. Se sentó de nuevo, preguntándose quién sería la chica, sintiéndose a un tiempo triste y alegre por haber compartido juntos aquel momento. Dietmar venía. Tom le oyó hablar con Catherine Saks en el pasillo, y su voz le pareció poco amistosa. Cerró los ojos, fingiendo estar dormido, y minutos después lo estaba realmente.

Cuando se despertó, se incorporó y cogió un libro y un paquete de chicle. Después de un buen rato de lectura, Dietmar y él tomaron una hamburguesa con queso en el pequeño restaurante que había debajo del mirador; luego subieron a este y charlaron animadamente mientras contemplaban el paisaje.

EL BAJAR y subir al tren en las estaciones, para curiosear, les abrió el apetito y tomaron una espléndida cena, cuyo plato fuerte fue una gran ración de jamón de Virginia.[4] Luego se encaminaron al último vagón del tren para jugar al bingo.

El juego tenía lugar en el coche mirador, y parecían estar allí todas las personas que habían conocido en el tren. La primera persona a quien Tom vio fue la señora de las pastas, que solo hizo un ligero saludo a Dietmar; a su lado se sentaba el hombre bajo y gordo, cuyos hombros estaban llenos de caspa.

A Tom se le cayó el alma a los pies al ver aquellas dos personas, pero se animó al divisar a la señora anciana, que le indicaba por señas una butaca vacía a su lado. Mientras se dirigía hacia ella por el pasillo que formaban las butacas, colocadas en dos filas frente a frente, divisó al hombre del maletín, cuyos ojos no se apartaban de Tom.

Simulando ignorar la mirada de aquel hombre, Tom se sentó y sonrió a la anciana. El sol de la tarde daba cierto atractivo a su pelo blanco, pero a Tom no le agradó mucho el excesivo maquillaje que se había aplicado.

—¡Hola! —dijo sonriendo—. Me llamo Tom Austen.

—Y yo soy la señora Ruggles —dijo la anciana, sonriendo a su vez.

—¿No tiene ninguna chocolatina? —preguntó en broma Tom.

—¡Picaro! —dijo la anciana, moviendo un dedo—. Te va a quitar el apetito.

—Ya he cenado —respondió Tom.

—Entonces te quitará la ganas de desayunar.

Dietmar, que había tomado asiento frente a ellos, movió la cabeza.

—¡Mala suerte! —murmuró.

Ignorando a Dietmar, la señora Ruggles abrió el bolso y sacó una bolsa de papel. Le dio un bombón a Tom y luego le ofreció al hombre del maletín, que estaba sentado a su izquierda.

—Gracias —dijo el hombre, tomando un bombón grande.

La señora Ruggles se incorporó de su asiento y, cojeando, fue ofreciendo bombones a todo el mundo, sonriendo feliz cuando alguien elogiaba su calidad. Al llegar a Dietmar retiró ostensiblemente la bolsa y se sirvió ella misma.

Dietmar se puso rojo. Era la primera vez que Tom veía azorado a Dietmar, y se alegró. Le guiñó un ojo y se volvió a mirar por la ventanilla. Al hacerlo notó que el hombre del maletín seguía mirándole.

Esta vez le devolvió la mirada y el hombre desvió la vista. ¿Qué pasaba? Intrigado, Tom observó en la lejanía la puesta del sol, que dejaba tras sí un cielo bellamente surcado de franjas rojas, naranjas y amarillas.

—¡Tomen sus cartones para el bingo! —dijo una voz.

Tom se volvió y vio a Dermot. Sonriente, el mozo joven y alto repartió los cartones para el juego y luego preparó un bombo de varillas metálicas que contenía unas bolas de ping-pong numeradas. Hizo girar el bombo y sacó una bola.

—Número nueve —anunció Dermot—. ¿Nadie ha hecho bingo?

Todos rieron la gracia. Mientras el mozo hacía girar de nuevo el bombo, se oyó un alboroto en el bar, que era un local que había en la parte delantera del vagón.

—Número setenta y nueve —dijo Dermot, elevando la voz por encima del ruido proveniente del bar.

Se oyó un grito de enfado y Tom reconoció la voz de Richard Saks.

—¡Fuera de aquí! —gritaba—. ¡No quiero verte!

Dermot intentó seguir el juego, cantando animadamente otro número, pero todos miraban hacia el bar. Hubo una pausa y luego vieron a Catherine Saks que iba por el pasillo y salía del vagón.

—Es la rubia esa —dijo la señora de las pastas a su marido—. Ya te dije que era una fresca.

El hombre bajo y gordo la miró con desdén.

—Pues a mí me parece encantadora —dijo.

—Estoy de acuerdo con usted —dijo Dietmar, que, a continuación, miró hacia la señora de las pastas—. Además, ha sido estrella de cine, y apuesto a que usted no lo ha sido nunca.

Antes de que la señora de las pastas tuviera tiempo de expresar su opinión acerca de las estrellas de cine, la señora Ruggles, se dirigió a Dietmar, sorprendida.

—¿Estrella de cine? ¿Quién ha dicho eso?

—Ella.

La señora Ruggles chasqueó los labios y movió la cabeza.

—¿Estrella de cine? ¡Si solo tuvo un pequeño papel en una película!

—¡Pues eso ya es algo! —Dietmar se levantó y arrojó su cartón de bingo—. ¿Por qué está todo el mundo tan nervioso esta noche? ¿Es que hay luna llena?

—Yo le explicaré la causa de todo —dijo el hombre del maletín—. Es ese borracho… Saks. No es una buena persona.

—¿Cómo sabe usted su nombre? —preguntó Tom.

La pregunta pareció desconcertar al hombre.

—¿Cómo? Leí un artículo en el periódico, en las notas de sociedad. Decía que el señor y la señora Saks se iban de vacaciones a Vancúver.

—A Victoria —dijo Tom, mirándole fijamente a la cara.

—Bueno, está bien, me equivoqué.

Demort hizo girar vigorosamente el bombo.

—¡Señora y señores! ¿Podemos seguir? Tengo unos premios maravillosos para repartir, como un formidable fin de semana para dos personas en la playa.

El hombre bajo y gordo se levantó.

—¡Ya estoy harto de esto! —dijo, dejando boca abajo su cartón y abandonando el vagón.

—¡Tiene gracia! —la señora Ruggles paseó la mirada sobre los otros pasajeros—. No sé a ustedes, pero a mí, toda esta tensión me destroza los nervios.

—Lo siento, señora —dijo Dermot, sonriendo después—. ¡Bueno, vamos a divertirnos!

El juego prosiguió sin más interrupciones, y Tom se alegró cuando la señora Ruggles, nerviosísima, levantó su cartón y cantó: ¡Bingo! Recibió como premio una novela e insistió para que Dermot aceptara dos bombones. Luego, se levantó.

—Hay que retirarse cuando uno gana —dijo, cogiendo el bastón—. Buenas noches a todos.

La señora Ruggles se alejó tambaleándose, aumentada su dificultad para andar por el balanceo del tren. Dermot aguardó cortésmente a que se marchara y luego anunció otra partida.

Tom se cambió al asiento que había ocupado la señora Ruggles y miró al hombre misterioso.

—¿Qué lleva usted en ese maletín? —preguntó.

El hombre se volvió hacia Tom, pareció dudar y luego respondió:

—Aunque no lo crea, en este maletín solo hay papeles.

El hombre permaneció serio, muy seco. Tom no se creyó aquella historia.

Observó el maletín y la cadena que unía las esposas.

—Deben ser papeles muy valiosos.

—Pueden valer un millón de dólares.

Tom movió la cabeza fingiendo sentirse impresionado. Sabía que aquel hombre mentía, pero no se le ocurrió ninguna otra pregunta que le permitiera descubrir la verdad. Tenía mucho que aprender antes de llegar a ser un profesional como Frank y Joe Hardy.

—¡Número treinta y ocho!

Tom jugó algunas partidas más, sin ganar, y pronto empezaron a pesarle los párpados. El mirar a través de la ventanilla le hacía sentirse solo.

Bostezando, se levantó. Le dio las gracias a Dermot y cruzó el vagón, echando al pasar un vistazo al bar, para ver si Richard Saks continuaba allí.

El hombre estaba sentado junto a una mesa pequeña, con el rostro abotargado y los ojos rojos. Vio a Tom y agitó una mano temblorosa.

—¡Hola amigo! —dijo con voz pastosa.

—¡Hola! —dijo Tom—. ¿Cómo está usted?

—No muy despejado. ¿Y usted?

—Muy bien. He perdido al bingo.

—¡Otro perdedor! —dijo Richard Saks, moviendo la cabeza. Levantó el vaso y bebió un trago, pero aquello pareció entristecerle aún más—. Acepte mi consejo, amigo, y no se case nunca con una mujer hermosa.

—Sí, señor —dijo Tom—. ¡Bueno, buenas noches!

—No lo serán para mí —dijo con voz triste Richard Saks, mirando al vaso.

Tom siguió su camino por el tren. El encuentro con Richard Saks había ahondado su sentimiento de soledad, y se alegró al llegar a su departamento. Al meterse entre las blancas y limpias sábanas de su cama se sintió un poco mejor; la locomotora lanzó un silbido en la noche oscura y Tom se sumió en un sueño agitado.

Le despertó un grito.

Tom se incorporó en la cama, asustado. Lo oyó de nuevo; era un grito terrible de angustia. Se puso los pantalones y descorrió las cortinas de su litera. En el pasillo todo estaba tranquilo y por un momento dudó si no había sido una pesadilla. Pero entonces apareció, entre las cortinas de su litera, la cara de la señora de las pastas.

—¿Qué ha sido ese grito tan horrible? —preguntó con la cara lívida.

—No lo sé —respondió Tom—. Voy a averiguarlo.

Se oyó otro grito, seguido de unos sollozos profundos, y Tom salió corriendo hacia el lugar de donde provenían. Al doblar la esquina del pasillo que conducía a los departamentos, se detuvo horrorizado. Frente a él estaba Richard Saks, sosteniendo en las manos un cuchillo manchado de sangre.