9
NO LO entiendo —dijo Tom, que se sentía confuso y avergonzado.
La señora Ruggles se puso de nuevo la peluca, ajustándola cuidadosamente.
—Unas horas más y hubiera estado a salvo, fuera del tren —dijo con una voz que ya no era la de la anciana—. No podía imaginarme que un crío viniera a estropear mis planes.
Mil pensamientos distintos asaltaron a Tom. Sorpresa, estupidez, desesperación, miedo por el revólver que le apuntaba directamente al corazón. Había encontrado al asesino, pero estaba atrapado.
—¿Por qué, usted? —dijo Tom, con tristeza—. Usted me cae bien.
La señora Ruggles sonrió.
—Y tú a mí. Y he de decirte que has resuelto este caso estupendamente.
—¿Me vas a matar?
—Solo si es necesario.
Tom miró al revólver, preguntándose si debía lanzarse sobre la anciana y tratar de arrebatárselo. Pero no era una anciana y ya había asesinado a una persona.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Estate callado mientras pienso —dijo la señora Ruggles. Hubo un largo silencio y luego movió afirmativamente la cabeza—. Sí, ese es un buen plan.
—¿Quién es usted? —repitió Tom.
—Soy la cajera del banco.
—¿Qué? —dijo sorprendido Tom.
—El señor Faith estaba en lo cierto cuando sospechó que Richard Saks me había echado la culpa del robo —la señora Ruggles se inclinó hacia Tom—. Pero no fue culpa de Richard Saks, sino de la asquerosa Catherine, su mujer. Ella le obligó a hacerlo.
—¿Estuvo usted con ella en Hollywood?
—Sí, fuimos juntas para ser actrices, pero Catherine no valía. Se cansó de intentarlo e insistió en que regresáramos a Winnipeg. Siempre hacía lo que le daba la gana, así que regresamos a casa y encontramos trabajo en el banco de Richard. Al poco tiempo las dos estábamos enamoradas de él. —La señora Ruggles sonrió, pero con un gesto amargo en la boca—. ¿Adivinas quién lo atrapó?
Tom recordó la forma en que Catherine Saks había tratado a su marido durante el desayuno.
—Ella no parecía estar enamorada.
—Aquello no duró mucho. —La señora Ruggles bajó la vista con un gesto triste, y durante un segundo el revólver tembló en su mano—. Todo lo que ella quería de Richard era dinero, así que le obligó a que lo robara del banco. Yo lo sabía, pero no dije nada, porque quería a Richard.
—¿Le quiere aún?
—Sí, pero quería vengarme de los dos, especialmente de Catherine. Cuando leí en el periódico que iban a realizar este viaje, planeé el asesinato perfecto.
La señora Ruggles parecía haberse olvidado del revólver y, a medida que hablaba, lo bajaba más y más.
—Hace dos semanas le di un susto a Catherine, a la que llamé por teléfono, diciéndole que quería vengarme. Luego, para evitar cualquier sospecha, me fui a Brandon y tomé el tren, ya en mi papel de señora mayor.
La señora Ruggles hizo una pausa, con aire satisfecho.
—Catherine no me reconoció. Anoche, después de su pelea con Richard en el bar, la seguí hasta su departamento y le expresé mi simpatía. Catherine me contó todas sus penas y yo le di un bombón.
—Envenenado con cianuro —dij o Tom, estremeciéndose.
La señora Ruggles asintió.
—Se lo metió en la boca y empezó a chuparlo. Entonces me quité la peluca y le sonreí. Catherine solía decir que yo era una mala actriz, pero seguro que no pensaría eso mientras se estaba muriendo.
Tom miró a la mujer, dándose cuenta de que tras el maquillaje y la peluca se escondía una persona perversa.
—Una vez muerta, la apuñalé y me fui a mi departamento. Cuando oí que volvía Richard, pulsé la alarma, pretextando que había escuchado una pelea.
Para entonces, el revólver estaba apuntando casi al suelo. Armándose de valor, Tom hizo otra pregunta para que la señora Ruggles siguiera hablando.
—Si usted quería a Richard Saks, ¿por qué quiso cargarle con la culpa de un asesinato?
—Yo solo quería que él sufriera un poco todo lo que yo pasé. Cuando lleven el cadáver de Catherine a la ciudad, y le hagan la autopsia, encontrarán el cianuro y el chocolate en su estómago y sabrán que Richard no fue el asesino. Para entonces, la vieja señora Ruggles ya no estaría en el tren, habría desaparecido para siempre.
«No, no lo conseguirás», pensó Tom. Tensó sus músculos, dispuesto a lanzarse contra la mujer, pero en ese momento se oyó llamar a la puerta y ella levantó el revólver.
—¿Quién es? —dijo la señora Ruggles, con la voz de señora mayor.
—El mozo, señora. ¿Quiere que le traiga un poco de té?
—Esta tarde no, gracias.
—¿Va todo bien?
—Estupendamente —dijo la señora Ruggles, sonriendo a Tom—. Está conmigo un joven que ha venido a tomar unos bombones.
—Pues que lo pase bien —dijo el mozo.
¡Bombones! Tom se sintió mal al comprobar con cuánta facilidad podía haber sido envenenado. Su trabajo de detective le había metido en un lío del que no sabía cómo salir.
—Y ahora —dijo la señora Ruggles— ha llegado el momento de eliminar al joven Tom Austen.
—Usted no disparará contra mí —dijo Tom, tratando de parecer valiente.
—¿Te apuestas algo?
Sin dejar de encañonar a Tom, la señora Ruggles se acercó a la ventanilla y miró hacia la cabecera del tren.
—Estupendo —dijo—. Ahora tengo una oportunidad.
—No podrá salir bien de esto —dijo Tom—. Entréguese a la policía.
La señora Ruggles se echó a reír.
—Eso suena a película de televisión. Ahora escucha atentamente, muchacho. Vamos a salir del departamento y nos dirigiremos hasta el final del coche-cama. Llevaré el revólver bajo mi chal, y si algo sale mal te mataré.
—Si lo hace, irá a la cárcel.
—No olvides que ya he matado a otra persona. Un cadáver más no va a importar mucho.
Tom sintió un escalofrío al recordar la manta gris que tapaba el cuerpo de Catherine Saks cuando lo sacaron del tren. Sería mejor que obedeciera, porque, si no, también él saldría del tren con los pies por delante.
—Abre la puerta.
Tom hizo lo que se le ordenaba, esperando ingenuamente que hubiera una docena de policías aguardando a la señora Ruggles, para echarle el guante, pero el pasillo estaba vacío y silencioso, a excepción del traqueteo de las ruedas.
—¡Rápido! —dijo la señora Ruggles, empujando a Tom por detrás con su bastón.
Recorrieron el pasillo y pasaron junto a las literas sin ver a nadie. Cuando llegaron a la plataforma que había entre el coche-cama y el vagón siguiente, Tom miró hacia la ventanilla y solo vio la oscuridad. Por un momento creyó que era de noche, pero enseguida cayó en la cuenta de que estaban atravesando un túnel.
—Abre la puerta exterior —dijo la señora Ruggles.
Tom empezaba a comprender lo que ella planeaba. La miró implorante, pero la mirada fría de sus ojos le hizo comprender que debía obedecer. Levantó el pestillo de la puerta y la abrió, escuchando el ruido del tren aumentado por el túnel.
—Ahora, la escalerilla —dijo la señora Ruggles en voz alta, para que la oyera.
Tom levantó la escalerilla plegada y la empujó hacia adelante, quedando listos los escalones de acero.
—¡Vamos! —dijo la señora Ruggles, empujando a Tom con el bastón—. Baja hasta el último peldaño y salta.
Tom comenzó a descender despacio, mientras el humo de la locomotora llenaba su nariz. Llegó al escalón inferior y miró asustado al exterior. Aunque sabía que el tren iba despacio, le daba miedo saltar al vacío en la oscuridad.
—¡Salta! —gritó la señora Ruggles.
Tom se volvió y miró a la mujer.
—No puedo —dijo—. Me da miedo.
—¡Haz lo que te digo! —dijo enfadada la señora Ruggles, adelantándose para empujar a Tom con el bastón.
El miedo atenazaba a Tom.
—No puedo saltar —dijo, esquivando el bastón.
—¡Ahora verás si puedes!
La señora Ruggles bajó dos escalones tratando de empujar a Tom, pero este esquivaba el bastón.
La mujer bajó un escalón más, se echó hacia adelante y empujó a Tom con la mano. Al mismo tiempo, Tom levantó el brazo para defenderse y sus dedos se agarraron al chal que ella llevaba; cayó hacia atrás, agarrado al chal, y los dos rodaron fuera del tren.
Algo metálico golpeó la espalda de Tom; sintió un golpe en la cabeza y un estruendo le ensordeció. Abrió ahogado la boca para respirar, seguro de que se estaba muriendo, y, por fin, abrió los ojos y vio la borrosa sombra de las ruedas del tren que pasaban junto a él.
Volvió la cabeza, sintiendo unos intensos latidos, y vio a la señora Ruggles caída de espaldas. Se sentó, con todo el cuerpo dolorido, y se arrastró hacia ella con la esperanza de encontrar el revólver. Pero la mujer abrió los ojos y sujetó su brazo. En aquel momento pasó junto a ellos el último vagón del tren y sus luces se perdieron en la profundidad del túnel.
Luego solo hubo silencio y oscuridad.
Tom trató de zafarse de la mano de la mujer, pero le tenía sujeto con fuerza. Oía el ruido de su respiración, pero no dijo nada.
—Tengo el revólver —murmuró la señora Ruggles—. Dame el más mínimo motivo y no dudaré en matarte.
Tom permaneció callado, para que su voz no delatara el miedo que sentía. La fuerza con que le agarraba el puño de aquella mujer le hacía daño, y las piedras del suelo del túnel se clavaban en sus rodillas; pero solo pensaba en huir de aquel aire frío y húmedo que le sofocaba.
—Ayúdame a incorporarme —dijo la señora Ruggles.
La seda de su viejo vestido crujió al levantarse, apoyándose con fuerza en los hombros de Tom, y luego él tiró de ella para que se incorporara.
—Todo ha sido por tu culpa —dijo la mujer con voz enfadada—. Cuando salgamos de este túnel voy a librarme de ti para siempre.
Tom escuchó el eco de aquellas amenazadoras palabras, sabiendo que tenía que actuar rápido para salvar su vida. Sin pensarlo más, le pegó una patada en la pierna. La mujer dio un grito de dolor y aflojó el puño con el que sujetaba el brazo de Tom; con un movimiento rápido este se soltó de ella, dio la vuelta y echó a correr.
—¡Vuelve! —gritó la señora Ruggles.
Hubo un destello rojizo, se oyó un estampido y una bala se estrelló contra la pared del túnel. Tom se detuvo, pensando que ella había disparado hacia el lugar de donde venía el ruido de sus pisadas, y se quedó quieto, aguardando con temor. Solo silencio en la oscuridad mientras transcurrían unos segundos interminables.
Luego, oyó unas pisadas.
La señora Ruggles se acercaba lentamente en dirección suya. Tom distinguía sus pisadas cautelosas, que se dirigían hacia él en la oscuridad. Con el corazón latiéndole aceleradamente, se agachó, cogió una piedra y la lanzó en dirección a la mujer.
Durante un momento no oyó nada, pero enseguida escuchó el choque de la piedra contra la pared del túnel. La señora Ruggles dio un grito de sorpresa y disparó hacia el lugar de donde había venido el ruido, agrandándose el destello y el estampido del revólver en el interior del túnel.
De nuevo se hizo el silencio en la oscuridad. Tom escuchaba, pendiente de cualquier movimiento, y, finalmente, percibió las pisadas cautelosas de la mujer. Se fue acercando, crujiendo las piedras bajo sus pies, hasta que Tom pudo oír su fuerte respiración.
Sus músculos estaban tensos por el miedo cuando ella pasó junto a él. Las pisadas continuaron en la oscuridad, hasta que se detuvieron de repente.
De las vías del tren venía un ligero temblor. Tom volvió la cabeza hacia atrás, escuchando el creciente sonido que producían las vías al temblar. Enseguida oyó un traqueteo lejano. El ruido se hizo más fuerte, y una luz lejana empezó a divisarse en la oscuridad del túnel. Allá lejos, en el túnel, acercándose, había una luz cuyos rayos iban desvaneciendo poco a poco la oscuridad que rodeaba a Tom y a la señora Ruggles. Poco después ella vio dónde estaba Tom y disparó.
Tom se agachó y cogió una piedra en cada mano. Miró hacia la oscuridad, donde había oído últimamente las pisadas, echó hacia atrás un brazo y lanzó una piedra.
La piedra se estrelló contra la pared del túnel y el revólver volvió a disparar.
Tom lanzó la segunda piedra, con toda su energía, hacia el lugar donde había visto el destello del disparo. Esta vez oyó un grito de dolor; Tom se dio la vuelta y echó a correr en dirección a la luz que se veía a lo lejos, y en ese momento oyó otro estampido y el silbido de una bala.
Tom agachó la cabeza y aceleró la carrera. La luz estaba ya cercana, reluciendo en la oscuridad frente a él, y oyó el ruido de un motor. Unos segundos después, un foco lanzó sobre él su luz.
Respirando entrecortadamente, Tom se lanzó hacia adelante. Cuando el foco se hizo mayor, levantó los brazos para llamar la atención y escuchó el chirrido del acero al aplicar los frenos.
—¿Quién es usted? —gritó un hombre.
Tom se protegió los ojos de la luz del foco y corrió hacia la voz. Cuando pasó de la zona de deslumbramiento, vio a dos hombres sentados en una vagoneta de reparaciones, cargada de herramientas. Feliz al verlos, Tom señaló con una mano el interior del túnel.
—¡Ayúdenme, por favor! —dijo—. Ahí dentro hay una mujer con un revólver.
Los hombres se miraron uno a otro.
—Ya te dije que eran disparos —dijo uno de ellos.
El otro se agachó hacia Tom.
—Suba —dijo, ayudándole a subir.
—Tengan cuidado, que volverá a disparar —advirtió Tom.
La vagoneta se puso en marcha, iluminando con su foco los raíles. Al principio no vieron ni rastro de la señora Ruggles, pero enseguida Tom distinguió un figura lejana corriendo.
—¡Allí está! —gritó.
La vagoneta redujo la velocidad. A Tom le retumbaba en los oídos el ruido del motor. Al acercarse a la señora Ruggles, esta disparó casi sin volverse, y la bala se perdió lejos de la vagoneta. La señora Ruggles se detuvo para apuntar, apretó el gatillo, pero no disparó. Lo intentó de nuevo, y luego lanzó el revólver vacío en dirección a sus perseguidores.
El arma se estrelló contra la parte delantera de la vagoneta y rodó por el suelo del túnel. La señora Ruggles se volvió para echar a correr, pero uno de los hombres había descendido ya de la vagoneta y la sujetó por un brazo. Luchó ella, desesperadamente, pero el hombre le dobló el brazo por detrás de la espalda y la condujo a la vagoneta.
La señora Ruggles miró a Tom y le enseñó una mano ensangrentada.
—Mira lo que me has hecho con una piedra —dijo, casi llorando—. ¿Cómo has podido hacerme esto si decías que yo te caía bien?
Tom no supo qué contestar.